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The Project Gutenberg EBook of Don Quijote, by Miguel de Cervantes Saavedra
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Title: Don Quijote
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Author: Miguel de Cervantes Saavedra
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Posting Date: April 27, 2010 [EBook #2000]
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Release Date: December, 1999
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Language: Spanish
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*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DON QUIJOTE ***
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Produced by an anonymous Project Gutenberg volunteer. Text
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file corrections and new HTML file by Joaquin Cuenca Abela.
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
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TASA
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Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de
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los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por
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los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha,
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compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho
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libro a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que
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al dicho precio monta el dicho libro docientos y noventa maravedís y medio,
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en que se ha de vender en papel; y dieron licencia para que a este precio
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se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho
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libro, y no se pueda vender sin ella. Y, para que dello conste, di la
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presente en Valladolid, a veinte días del mes de deciembre de mil y
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seiscientos y cuatro años.
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Juan Gallo de Andrada.
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TESTIMONIO DE LAS ERRATAS
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Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original; en
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testimonio de lo haber correcto, di esta fee. En el Colegio de la Madre de
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Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre
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de 1604 años.
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El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
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EL REY
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Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación
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que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la
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Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso,
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nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le
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poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos, o como la
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nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto
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en el dicho libro se hicieron las diligencias que la premática últimamente
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por nos fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que
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debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la dicha razón; y nos
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tuvímoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, os damos
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licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere, y
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no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso
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hidalgo de la Mancha, que desuso se hace mención, en todos estos nuestros
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reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez años, que corran y se
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cuenten desde el dicho día de la data desta nuestra cédula; so pena que la
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persona o personas que, sin tener vuestro poder, lo imprimiere o vendiere,
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o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que
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hiciere, con los moldes y aparejos della; y más, incurra en pena de
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cincuenta mil maravedís cada vez que lo contrario hiciere. La cual dicha
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pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y la otra tercia
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parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo
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sentenciare. Con tanto que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir
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el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez años, le traigáis al
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nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fue visto, que va
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rubricado cada plana y firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada, nuestro
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Escribano de Cámara, de los que en él residen, para saber si la dicha
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impresión está conforme el original; o traigáis fe en pública forma de cómo
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por corretor nombrado por nuestro mandado, se vio y corrigió la dicha
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impresión por el original, y se imprimió conforme a él, y quedan impresas
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las erratas por él apuntadas, para cada un libro de los que así fueren
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impresos, para que se tase el precio que por cada volume hubiéredes de
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haber. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro, no imprima
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el principio ni el primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con
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el original al autor, o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno,
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para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho
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libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y, estando
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hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer
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pliego, y sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la aprobación, tasa y
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erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en las leyes y
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premáticas destos nuestros reinos. Y mandamos a los del nuestro Consejo, y
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a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cédula
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y lo en ella contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis días del mes
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de setiembre de mil y seiscientos y cuatro años.
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YO, EL REY.
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Por mandado del Rey nuestro señor:
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Juan de Amezqueta.
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AL DUQUE DE BÉJAR,
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marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de La Puebla de
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Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos
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En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda
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suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes,
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mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del
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vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la
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Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con
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el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente
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en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso
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ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras
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que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer
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seguramente en el juicio de algunos que, continiéndose en los límites de su
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ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos
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ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi
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buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.
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Miguel de Cervantes Saavedra.
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PRÓLOGO
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Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este
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libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y
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más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al
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orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así,
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¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la
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historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos
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varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en
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una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste
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ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los
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campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud
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del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren
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fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de
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contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el
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amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas,
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antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por
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agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de
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Don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi
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con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que
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perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y ni eres su
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pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío
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como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el
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rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi
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manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y
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obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te
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pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien
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que dijeres della.
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Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la
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inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios
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que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que,
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aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer
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esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille,
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y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso,
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con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano
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en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío,
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gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó
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la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que
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había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que
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ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.
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-Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo
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legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha
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que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a
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cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada
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de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin
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acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo
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que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de
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sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que
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admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos
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y elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino
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que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en
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esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado
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destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un
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regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo
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qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores
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sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras
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del A.B.C., comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o
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Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de
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carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos
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autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas
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celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo
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sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que
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tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío -proseguí-,
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yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en
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la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como
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le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia
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y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme
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buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la
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suspensión y elevamiento, amigo, en que me hallastes; bastante causa para
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ponerme en ella la que de mí habéis oído.
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Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en
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una carga de risa, me dijo:
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-Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengañar de un engaño en que he
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estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he
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tenido por discreto y prudente en todas vuestras aciones. Pero agora veo
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que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra. ¿Cómo que
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es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan
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tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el
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vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores?
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A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y
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penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme
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atento y veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras
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dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y
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acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro
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famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
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-Decid -le repliqué yo, oyendo lo que me decía-: ¿de qué modo pensáis
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llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?
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A lo cual él dijo:
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-Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os
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faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se
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puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después
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los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al
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Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que
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hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere
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algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta
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verdad, no se os dé dos maravedís; porque, ya que os averigüen la mentira,
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no os han de cortar la mano con que lo escribistes.
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»En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las
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sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino
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hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos
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sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle;
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como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
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Non bene pro toto libertas venditur auro.
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Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes
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del poder de la muerte, acudir luego con:
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Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
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Regumque turres.
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Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros
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luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de
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curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem
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dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos pensamientos,
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acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la
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instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:
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Donec eris felix, multos numerabis amicos,
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tempora si fuerint nubila, solus eris.
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Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que
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el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.
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»En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo
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podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro,
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hacelde que sea el gigante Golías, y con sólo esto, que os costará casi
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nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante Golías, o
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Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en
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el valle de Terebinto, según se cuenta en el Libro de los Reyes, en el
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capítulo que vos halláredes que se escribe. Tras esto, para mostraros
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hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en
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vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa
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anotación, poniendo: El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas;
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tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando los
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muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de
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oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la
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sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os
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prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de
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|
crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras,
|
|
Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el
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|
mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os
|
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dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de
|
|
la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y
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|
si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a
|
|
Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más
|
|
ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino
|
|
que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la
|
|
vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las
|
|
anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y
|
|
de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
|
|
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|
»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen,
|
|
que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque
|
|
no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde
|
|
la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en
|
|
vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca
|
|
necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá
|
|
alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la
|
|
simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo
|
|
menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad
|
|
al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o
|
|
no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en
|
|
la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de
|
|
aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra
|
|
los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo
|
|
nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus
|
|
fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones
|
|
de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la
|
|
confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para
|
|
qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género
|
|
de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo
|
|
tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que,
|
|
cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y,
|
|
pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y
|
|
cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no
|
|
hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la
|
|
Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de
|
|
santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas
|
|
y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo;
|
|
pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención,
|
|
dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos.
|
|
Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a
|
|
risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se
|
|
admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de
|
|
alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal
|
|
fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de
|
|
muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
|
|
|
|
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal
|
|
manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las
|
|
aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual
|
|
verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en
|
|
hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar
|
|
tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la
|
|
Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del
|
|
campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente
|
|
caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo
|
|
no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble
|
|
y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que
|
|
tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te
|
|
doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros
|
|
vanos de caballerías están esparcidas.
|
|
|
|
Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.
|
|
|
|
AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA
|
|
|
|
Urganda la desconocida
|
|
Si de llegarte a los bue-,
|
|
libro, fueres con letu-,
|
|
no te dirá el boquirru-
|
|
que no pones bien los de-.
|
|
Mas si el pan no se te cue-
|
|
por ir a manos de idio-,
|
|
verás de manos a bo-,
|
|
aun no dar una en el cla-,
|
|
si bien se comen las ma-
|
|
por mostrar que son curio-.
|
|
Y, pues la expiriencia ense-
|
|
que el que a buen árbol se arri-
|
|
buena sombra le cobi-,
|
|
en Béjar tu buena estre-
|
|
un árbol real te ofre-
|
|
que da príncipes por fru-,
|
|
en el cual floreció un du-
|
|
que es nuevo Alejandro Ma-:
|
|
llega a su sombra, que a osa-
|
|
favorece la fortu-.
|
|
De un noble hidalgo manche-
|
|
contarás las aventu-,
|
|
a quien ociosas letu-,
|
|
trastornaron la cabe-:
|
|
damas, armas, caballe-,
|
|
le provocaron de mo-,
|
|
que, cual Orlando furio-,
|
|
templado a lo enamora-,
|
|
alcanzó a fuerza de bra-
|
|
a Dulcinea del Tobo-.
|
|
No indiscretos hieroglí-
|
|
estampes en el escu-,
|
|
que, cuando es todo figu-,
|
|
con ruines puntos se envi-.
|
|
Si en la dirección te humi-,
|
|
|
|
no dirá, mofante, algu-:
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''¡Qué don Álvaro de Lu-,
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qué Anibal el de Carta-,
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qué rey Francisco en Espa-
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se queja de la Fortu-!''
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Pues al cielo no le plu-
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que salieses tan ladi-
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como el negro Juan Lati-,
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hablar latines rehú-.
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No me despuntes de agu-,
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ni me alegues con filó-,
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porque, torciendo la bo-,
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dirá el que entiende la le-,
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no un palmo de las ore-:
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''¿Para qué conmigo flo-?''
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No te metas en dibu-,
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ni en saber vidas aje-,
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que, en lo que no va ni vie-,
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pasar de largo es cordu-.
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Que suelen en caperu-
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darles a los que grace-;
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mas tú quémate las ce-
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sólo en cobrar buena fa-;
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que el que imprime neceda-
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dalas a censo perpe-.
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Advierte que es desati-,
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siendo de vidrio el teja-,
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tomar piedras en las ma-
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para tirar al veci-.
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Deja que el hombre de jui-,
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en las obras que compo-,
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se vaya con pies de plo-;
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que el que saca a luz pape-
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para entretener donce-
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escribe a tontas y a lo-.
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AMADÍS DE GAULA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
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Soneto
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Tú, que imitaste la llorosa vida
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que tuve, ausente y desdeñado sobre
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el gran ribazo de la Peña Pobre,
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de alegre a penitencia reducida;
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tú, a quien los ojos dieron la bebida
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de abundante licor, aunque salobre,
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y alzándote la plata, estaño y cobre,
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te dio la tierra en tierra la comida,
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vive seguro de que eternamente,
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en tanto, al menos, que en la cuarta esfera,
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sus caballos aguije el rubio Apolo,
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tendrás claro renombre de valiente;
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tu patria será en todas la primera;
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tu sabio autor, al mundo único y solo.
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DON BELIANÍS DE GRECIA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
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Soneto
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Rompí, corté, abollé, y dije y hice
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más que en el orbe caballero andante;
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fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
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mil agravios vengué, cien mil deshice.
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Hazañas di a la Fama que eternice;
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fui comedido y regalado amante;
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fue enano para mí todo gigante,
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y al duelo en cualquier punto satisfice.
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Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
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y trajo del copete mi cordura
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a la calva Ocasión al estricote.
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Más, aunque sobre el cuerno de la luna
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siempre se vio encumbrada mi ventura,
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tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
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LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL TOBOSO
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Soneto
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¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
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por más comodidad y más reposo,
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a Miraflores puesto en el Toboso,
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y trocara sus Londres con tu aldea!
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¡Oh, quién de tus deseos y librea
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alma y cuerpo adornara, y del famoso
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caballero que hiciste venturoso
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mirara alguna desigual pelea!
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¡Oh, quién tan castamente se escapara
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del señor Amadís como tú hiciste
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del comedido hidalgo don Quijote!
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Que así envidiada fuera, y no envidiara,
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y fuera alegre el tiempo que fue triste,
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y gozara los gustos sin escote.
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|
GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE DON QUIJOTE
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Soneto
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Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
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cuando en el trato escuderil te puso,
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tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
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que lo pasaste sin desgracia alguna.
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Ya la azada o la hoz poco repugna
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al andante ejercicio; ya está en uso
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la llaneza escudera, con que acuso
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al soberbio que intenta hollar la luna.
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Envidio a tu jumento y a tu nombre,
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y a tus alforjas igualmente invidio,
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que mostraron tu cuerda providencia.
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Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
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que a solo tú nuestro español Ovidio
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con buzcorona te hace reverencia.
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DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A SANCHO PANZA Y ROCINANTE
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Soy Sancho Panza, escude-
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del manchego don Quijo-.
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Puse pies en polvoro-,
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|
por vivir a lo discre-;
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que el tácito Villadie-
|
|
toda su razón de esta-
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cifró en una retira-,
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según siente Celesti-,
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|
libro, en mi opinión, divi-
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|
si encubriera más lo huma-.
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|
A Rocinante
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Soy Rocinante, el famo-
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bisnieto del gran Babie-.
|
|
Por pecados de flaque-,
|
|
fui a poder de un don Quijo-.
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|
Parejas corrí a lo flo-;
|
|
mas, por uña de caba-,
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no se me escapó ceba-;
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|
que esto saqué a Lazari-
|
|
cuando, para hurtar el vi-
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|
al ciego, le di la pa-.
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|
ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
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Soneto
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Si no eres par, tampoco le has tenido:
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que par pudieras ser entre mil pares;
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ni puede haberle donde tú te hallares,
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invito vencedor, jamás vencido.
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|
Orlando soy, Quijote, que, perdido
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por Angélica, vi remotos mares,
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ofreciendo a la Fama en sus altares
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aquel valor que respetó el olvido.
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No puedo ser tu igual; que este decoro
|
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se debe a tus proezas y a tu fama,
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|
puesto que, como yo, perdiste el seso.
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Mas serlo has mío, si al soberbio moro
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y cita fiero domas, que hoy nos llama
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iguales en amor con mal suceso.
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EL CABALLERO DEL FEBO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
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Soneto
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A vuestra espada no igualó la mía,
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Febo español, curioso cortesano,
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ni a la alta gloria de valor mi mano,
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que rayo fue do nace y muere el día.
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Imperios desprecié; la monarquía
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que me ofreció el Oriente rojo en vano
|
|
dejé, por ver el rostro soberano
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de Claridiana, aurora hermosa mía.
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Améla por milagro único y raro,
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|
y, ausente en su desgracia, el propio infierno
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temió mi brazo, que domó su rabia.
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Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
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|
por Dulcinea sois al mundo eterno,
|
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y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.
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DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
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Soneto
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Maguer, señor Quijote, que sandeces
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vos tengan el cerbelo derrumbado,
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nunca seréis de alguno reprochado
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por home de obras viles y soeces.
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Serán vuesas fazañas los joeces,
|
|
pues tuertos desfaciendo habéis andado,
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siendo vegadas mil apaleado
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por follones cautivos y raheces.
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|
Y si la vuesa linda Dulcinea
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desaguisado contra vos comete,
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ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
|
|
en tal desmán, vueso conorte sea
|
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que Sancho Panza fue mal alcagüete,
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necio él, dura ella, y vos no amante.
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|
DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y ROCINANTE
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Soneto
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B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
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R. Porque nunca se come, y se trabaja.
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|
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
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R. No me deja mi amo ni un bocado.
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|
B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
|
|
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
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|
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
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|
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
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|
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
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|
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
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|
B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
|
|
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
|
|
si el amo y escudero o mayordomo
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son tan rocines como Rocinante?
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|
Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
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|
Capítulo primero. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
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don Quijote de la Mancha
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En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho
|
|
tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua,
|
|
rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,
|
|
salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los
|
|
viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres
|
|
partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
|
|
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de
|
|
entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una
|
|
ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,
|
|
y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la
|
|
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de
|
|
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo
|
|
de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada,
|
|
que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben;
|
|
aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba
|
|
Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración
|
|
dél no se salga un punto de la verdad.
|
|
|
|
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
|
|
ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con
|
|
tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la
|
|
caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad
|
|
y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para
|
|
comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos
|
|
cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como
|
|
los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su
|
|
prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más
|
|
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en
|
|
muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se
|
|
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
|
|
vuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de
|
|
vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen
|
|
merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
|
|
|
|
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
|
|
entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las
|
|
entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba
|
|
muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se
|
|
imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de
|
|
tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con
|
|
todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella
|
|
inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle
|
|
fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera,
|
|
y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo
|
|
estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar -que era
|
|
hombre docto, graduado en Sigüenza-, sobre cuál había sido mejor caballero:
|
|
Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del
|
|
mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si
|
|
alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,
|
|
porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
|
|
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
|
|
iba en zaga.
|
|
|
|
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las
|
|
noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así,
|
|
del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino
|
|
a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los
|
|
libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos,
|
|
heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
|
|
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
|
|
máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no
|
|
había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz
|
|
había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero
|
|
de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos
|
|
fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,
|
|
porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la
|
|
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre
|
|
los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de
|
|
aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él
|
|
solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos
|
|
de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos
|
|
topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro,
|
|
según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de
|
|
Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
|
|
|
|
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento
|
|
que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y
|
|
necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su
|
|
república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus
|
|
armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
|
|
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
|
|
género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,
|
|
cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor
|
|
de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan
|
|
agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se
|
|
dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
|
|
|
|
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus
|
|
bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que
|
|
estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor
|
|
que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de
|
|
encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de
|
|
cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían
|
|
una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y
|
|
podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos
|
|
golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una
|
|
semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
|
|
pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,
|
|
poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó
|
|
satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la
|
|
diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
|
|
|
|
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más
|
|
tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció
|
|
que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
|
|
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según
|
|
se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y
|
|
tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba
|
|
acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de
|
|
caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón
|
|
que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase
|
|
famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio
|
|
que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y
|
|
quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin
|
|
le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y
|
|
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora
|
|
era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
|
|
|
|
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo,
|
|
y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don
|
|
Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron ocasión los autores desta tan
|
|
verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada,
|
|
como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no
|
|
sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
|
|
nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula,
|
|
así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y
|
|
llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al
|
|
vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
|
|
|
|
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su
|
|
rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra
|
|
cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante
|
|
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él
|
|
a sí:
|
|
|
|
-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por
|
|
ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros
|
|
andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,
|
|
finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle
|
|
presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga
|
|
con voz humilde y rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,
|
|
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el
|
|
jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
|
|
mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza
|
|
disponga de mí a su talante''?
|
|
|
|
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso,
|
|
y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree,
|
|
que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen
|
|
parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende,
|
|
ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a
|
|
ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y,
|
|
buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se
|
|
encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del
|
|
Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y
|
|
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas
|
|
había puesto.
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|
Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el
|
|
ingenioso don Quijote
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|
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en
|
|
efeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía
|
|
en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer,
|
|
tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y
|
|
deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
|
|
intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno
|
|
de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre
|
|
Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su
|
|
lanza, y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo
|
|
contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
|
|
buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento
|
|
terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue
|
|
que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a ley
|
|
de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y,
|
|
puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero,
|
|
sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos
|
|
pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su
|
|
locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del
|
|
primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según
|
|
él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas,
|
|
pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un
|
|
armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que
|
|
aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de
|
|
las aventuras.
|
|
|
|
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo
|
|
mesmo y diciendo:
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|
|
-¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la
|
|
verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere
|
|
no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salidad tan de mañana,
|
|
desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la
|
|
ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y
|
|
apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían
|
|
saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que,
|
|
dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
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manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero
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don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
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caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de
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Montiel».
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Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
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-Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas
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hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y
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pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
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quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina
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historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno
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mío en todos mis caminos y carreras!
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Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
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-¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio me
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habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de
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mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de
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membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor
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padece.
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Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus
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libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto,
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caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que
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fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
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Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo
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cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer
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experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
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primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la
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de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso,
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y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo
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todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y
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muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría
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algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese
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remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde
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iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
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sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar,
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y llegó a ella a tiempo que anochecía.
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Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido,
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las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche
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acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto
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pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que
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había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo
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con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su
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puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
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castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía
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castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando
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que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna
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trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se
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tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se
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llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allí
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estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas
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damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto,
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sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una
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manada de puercos -que, sin perdón, así se llaman- tocó un cuerno, a cuya
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señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que
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deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con
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estraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron
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venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de
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miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su
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huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y
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polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:
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-No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden
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de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a
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tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.
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Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la
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mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan
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fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don
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Quijote vino a correrse y a decirles:
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-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa
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que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni
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mostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros.
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El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro
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caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy
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adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy
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gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada
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de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no
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estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento.
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Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de
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hablarle comedidamente; y así, le dijo:
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-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque
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en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha
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abundancia.
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Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le
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pareció a él el ventero y la venta, respondió:
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-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque
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mis arreos son las armas,
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mi descanso el pelear, etc.
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Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle
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parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la
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playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que
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estudiantado paje; y así, le respondió:
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-Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir,
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siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallar
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en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más
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en una noche.
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Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con
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mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había
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desayunado.
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Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque
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era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le
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pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole
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en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban
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desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales,
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aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron
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desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía atada
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con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los
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ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda
|
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aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña
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figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que
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aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales
|
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señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
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-Nunca fuera caballero
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de damas tan bien servido
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como fuera don Quijote
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cuando de su aldea vino:
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doncellas curaban dél;
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princesas, del su rocino,
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o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don
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Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta
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que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza
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de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido
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causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo vendrá en que
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las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo
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descubra el deseo que tengo de serviros.
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Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían
|
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palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.
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-Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo,
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me haría mucho al caso.
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A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino
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unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía
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bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle
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si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que
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dalle a comer.
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-Como haya muchas truchuelas -respondió don Quijote-, podrán servir de una
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trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una
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pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas
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como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón.
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Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no
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se puede llevar sin el gobierno de las tripas.
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Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el
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huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan
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negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle
|
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comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía
|
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poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí,
|
|
una de aquellas señoras servía deste menester. Mas, al darle de beber, no
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fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un
|
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cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía
|
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en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
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Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, así
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como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual
|
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acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que
|
|
le servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y
|
|
las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba
|
|
por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era
|
|
el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner
|
|
legítimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballería.
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Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en
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armarse caballero
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Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la
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cual acabada, llamó al ventero, y, encerrándose con él en la caballeriza,
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se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
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-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la
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vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en
|
|
alabanza vuestra y en pro del género humano.
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El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones,
|
|
estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con
|
|
él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le
|
|
otorgaba el don que le pedía.
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|
-No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío
|
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-respondió don Quijote-; y así, os digo que el don que os he pedido, y de
|
|
vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día me
|
|
habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro
|
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castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que
|
|
tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del
|
|
mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo
|
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de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a
|
|
semejantes fazañas es inclinado.
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El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos
|
|
barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando
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acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche,
|
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determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado en
|
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lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los
|
|
caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia
|
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mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a
|
|
aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus
|
|
aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán,
|
|
Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de
|
|
Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y
|
|
otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies,
|
|
sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas,
|
|
deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente,
|
|
dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
|
|
España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo,
|
|
donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los
|
|
caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por
|
|
la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en
|
|
pago de su buen deseo.
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|
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder
|
|
velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que,
|
|
en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que
|
|
aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana,
|
|
siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él
|
|
quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el
|
|
mundo.
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Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca,
|
|
porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que
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ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba; que,
|
|
puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a
|
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los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan
|
|
necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se
|
|
había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado
|
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que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y
|
|
atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese
|
|
sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de
|
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ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los
|
|
campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los
|
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curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego
|
|
los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano
|
|
con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della,
|
|
luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno
|
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hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los
|
|
pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de
|
|
dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para
|
|
curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos,
|
|
que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas
|
|
alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo,
|
|
como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión
|
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semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros
|
|
andantes; y por esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como
|
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a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí
|
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adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán
|
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bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase.
|
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Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda
|
|
puntualidad; y así, se dio luego orden como velase las armas en un corral
|
|
grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas don Quijote
|
|
todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando su
|
|
adarga, asió de su lanza y con gentil continente se comenzó a pasear
|
|
delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
|
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Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su
|
|
huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba.
|
|
Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde
|
|
lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras,
|
|
arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen
|
|
espacio dellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la
|
|
luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el
|
|
novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de
|
|
los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue
|
|
menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el
|
|
cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
|
|
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|
-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las
|
|
armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces
|
|
y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
|
|
|
|
No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque
|
|
fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran
|
|
trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y,
|
|
puesto el pensamiento -a lo que pareció- en su señora Dulcinea, dijo:
|
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|
|
-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro
|
|
avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance
|
|
vuestro favor y amparo.
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|
|
Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la
|
|
lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza,
|
|
que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no
|
|
tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y
|
|
tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin
|
|
saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó
|
|
otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar
|
|
las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin
|
|
pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y,
|
|
sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque
|
|
se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre
|
|
ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, puesta
|
|
mano a su espada, dijo:
|
|
|
|
-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío!
|
|
Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo
|
|
caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
|
|
|
|
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los
|
|
arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los
|
|
heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras
|
|
sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con su adarga,
|
|
y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero
|
|
daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que
|
|
por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las
|
|
daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del
|
|
castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía
|
|
que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la
|
|
orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:
|
|
|
|
-Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad,
|
|
venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que
|
|
lleváis de vuestra sandez y demasía.
|
|
|
|
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los
|
|
que le acometían; y, así por esto como por las persuasiones del ventero, le
|
|
dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus
|
|
armas con la misma quietud y sosiego que primero.
|
|
|
|
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó
|
|
abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra
|
|
desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de la insolencia
|
|
que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna;
|
|
pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le
|
|
había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba
|
|
de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado
|
|
caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía
|
|
noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se
|
|
podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las
|
|
armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había
|
|
estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba
|
|
allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que
|
|
pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no
|
|
pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le
|
|
mandase, a quien por su respeto dejaría.
|
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|
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde
|
|
asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela
|
|
que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde
|
|
don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su
|
|
manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó
|
|
la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma
|
|
espada, un gentil espaldazaro, siempre murmurando entre dientes, como que
|
|
rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada,
|
|
la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester
|
|
poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
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proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya.
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Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
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-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en
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lides.
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Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante
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a quién quedaba obligado por la merced recebida; porque pensaba darle
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alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella
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respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un
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remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y
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que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don
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Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante
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se pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le
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calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de
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la espada: preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que
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era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don
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Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos
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servicios y mercedes.
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Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no
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vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras;
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y, ensillando luego a Rocinante, subió en él, y, abrazando a su huésped, le
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dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado
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caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya
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fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras,
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respondió a las suyas, y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a
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la buen hora.
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Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la
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venta
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La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan
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gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le
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reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniéndole a la memoria los
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consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había
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de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a
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su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir
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a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito
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para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a
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Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta
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gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
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No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la
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espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de
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persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
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-Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone
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ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y
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donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son
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de algún menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda.
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Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que
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las voces salían. Y, a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una
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yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo
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arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba; y no
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sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador
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de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo.
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Porque decía:
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-La lengua queda y los ojos listos.
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Y el muchacho respondía:
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-No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra
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vez; y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
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Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
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-Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede;
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subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza -que también tenía una
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lanza arrimada a la encima adonde estaba arrendada la yegua-, que yo os
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haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
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El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la
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lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:
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-Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que
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me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el
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cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y, porque castigo su
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descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la
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soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.
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-¿"Miente", delante de mí, ruin villano? -dijo don Quijote-. Por el sol que
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nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle
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luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y
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aniquile en este punto. Desatadlo luego.
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El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al
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cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve
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meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que
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montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los
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desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que
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para el paso en que estaba y juramento que había hecho -y aún no había
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jurado nada-, que no eran tantos, porque se le habían de descontar y
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recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos
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sangrías que le habían hecho estando enfermo.
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-Bien está todo eso -replicó don Quijote-, pero quédense los zapatos y las
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sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el
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cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su
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cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se
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la habéis sacado; ansí que, por esta parte, no os debe nada.
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-El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase
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Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.
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-¿Irme yo con él? -dijo el muchacho-. Mas, ¡mal año! No, señor, ni por
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pienso; porque, en viéndose solo, me desuelle como a un San Bartolomé.
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-No hará tal -replicó don Quijote-: basta que yo se lo mande para que me
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tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha
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recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.
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-Mire vuestra merced, señor, lo que dice -dijo el muchacho-, que este mi
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amo no es caballero ni ha recebido orden de caballería alguna; que es Juan
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Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.
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-Importa eso poco -respondió don Quijote-, que Haldudos puede haber
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caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.
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-Así es verdad -dijo Andrés-; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues
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me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?
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-No niego, hermano Andrés -respondió el labrador-; y hacedme placer de
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veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay
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en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun
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sahumados.
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-Del sahumerio os hago gracia -dijo don Quijote-; dádselos en reales, que
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con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no,
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por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que
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os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis
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saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo,
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sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de
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agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo
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prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.
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Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó
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dellos. Siguióle el labrador con los ojos, y, cuando vio que había
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traspuesto del bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado Andrés y
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díjole:
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-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel
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deshacedor de agravios me dejó mandado.
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-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en
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cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que,
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según es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que
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vuelva y ejecute lo que dijo!
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-También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero,
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quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.
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Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos
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azotes, que le dejó por muerto.
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-Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador- al desfacedor de agravios,
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veréis cómo no desface aquéste; aunque creo que no está acabado de hacer,
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porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.
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Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para
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que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno,
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jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle
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punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las
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setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó
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riendo.
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Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual,
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contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto
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principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí mismo iba caminando
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hacia su aldea, diciendo a media voz:
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-Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh
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sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener
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sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan
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nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha, el cual,
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como todo el mundo sabe, ayer rescibió la orden de caballería, y hoy ha
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desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la
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crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan
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sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
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En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a
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la imaginación las encrucejadas donde los caballeros andantes se ponían a
|
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pensar cuál camino de aquéllos tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato
|
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quedo; y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante,
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|
dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento,
|
|
que fue el irse camino de su caballeriza.
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Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel
|
|
de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que
|
|
iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con
|
|
otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los
|
|
divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por
|
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imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en
|
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sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así,
|
|
con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la
|
|
lanza, llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo
|
|
esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales
|
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los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír,
|
|
levantó don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo:
|
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-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el
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mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par
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Dulcinea del Toboso.
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Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la estraña figura
|
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del que las decía; y, por la figura y por las razones, luego echaron de ver
|
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la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella
|
|
confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy
|
|
mucho discreto, le dijo:
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|
-Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que
|
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decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como significáis,
|
|
de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte
|
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vuestra nos es pedida.
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-Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en
|
|
confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo
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habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
|
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sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno,
|
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como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y
|
|
mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en
|
|
la razón que de mi parte tengo.
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-Señor caballero -replicó el mercader-, suplico a vuestra merced, en nombre
|
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de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos
|
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nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída,
|
|
y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y
|
|
Estremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de
|
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esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se
|
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sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra
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|
merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte
|
|
que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro
|
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le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra
|
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merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
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-No le mana, canalla infame -respondió don Quijote, encendido en cólera-;
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no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no
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es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero
|
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vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad
|
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como es la de mi señora.
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Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había
|
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dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la
|
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mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
|
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mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el
|
|
campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la
|
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lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y,
|
|
entretanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
|
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-¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía,
|
|
sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
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Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien
|
|
intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo
|
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sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la
|
|
lanza, y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a
|
|
nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le
|
|
molió como cibera. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le
|
|
dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta
|
|
envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la
|
|
lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda
|
|
aquella tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando
|
|
al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían.
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Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar
|
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en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a
|
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probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno,
|
|
¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
|
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pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y
|
|
toda la atribuía a la falta de su caballo, y no era posible levantarse,
|
|
según tenía brumado todo el cuerpo.
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|
Capítulo V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro
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caballero
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Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su
|
|
ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros; y trújole su
|
|
locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando
|
|
Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no
|
|
ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos; y, con todo
|
|
esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a
|
|
él que le venía de molde para el paso en que se hallaba; y así, con
|
|
muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir
|
|
con debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del
|
|
bosque:
|
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|
-¿Donde estás, señora mía,
|
|
que no te duele mi mal?
|
|
O no lo sabes, señora,
|
|
o eres falsa y desleal.
|
|
|
|
Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que
|
|
dicen:
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|
-¡Oh noble marqués de Mantua,
|
|
mi tío y señor carnal!
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|
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí
|
|
un labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga
|
|
de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a
|
|
él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se
|
|
quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua,
|
|
su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance,
|
|
donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante
|
|
con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.
|
|
|
|
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole la
|
|
visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que
|
|
le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y
|
|
le dijo:
|
|
|
|
-Señor Quijana -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no
|
|
había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante-, ¿quién ha puesto a
|
|
vuestra merced desta suerte?
|
|
|
|
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen
|
|
hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía
|
|
alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del
|
|
suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer
|
|
caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza,
|
|
y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al
|
|
asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates
|
|
que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y
|
|
quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba
|
|
unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a que
|
|
el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el
|
|
diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque,
|
|
en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez,
|
|
cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó
|
|
cautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el labrador le volvió a
|
|
preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y
|
|
razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del
|
|
mesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de
|
|
Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el
|
|
labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por
|
|
donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al
|
|
pueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga
|
|
arenga. Al cabo de lo cual, dijo:
|
|
|
|
-Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa
|
|
que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho,
|
|
hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni
|
|
verán en el mundo.
|
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|
A esto respondió el labrador:
|
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|
-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de
|
|
Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra
|
|
merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor
|
|
Quijana.
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|
|
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-Yo sé quién soy -respondió don Quijote-; y sé que puedo ser no sólo los
|
|
que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve
|
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de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por
|
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sí hicieron, se aventajarán las mías.
|
|
|
|
En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que
|
|
anochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no
|
|
viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le
|
|
pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló
|
|
toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran
|
|
grandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:
|
|
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|
-¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez -que así se
|
|
llamaba el cura-, de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen
|
|
él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada de
|
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mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir,
|
|
que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de
|
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ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir
|
|
muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante e
|
|
irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y
|
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a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado
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entendimiento que había en toda la Mancha.
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La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:
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-Sepa, señor maese Nicolás -que éste era el nombre del barbero-, que muchas
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veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados
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libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales,
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arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a
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cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había
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muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del
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cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la
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batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y
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sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le
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había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me
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tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates
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de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha
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llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que
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bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
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-Esto digo yo también -dijo el cura-, y a fee que no se pase el día de
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mañana sin que dellos no se haga acto público y sean condenados al fuego,
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porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe
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de haber hecho.
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Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de
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entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a
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voces:
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-Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua,
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que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el
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valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.
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A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, las
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otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no
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podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:
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-Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. Llévenme a
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mi lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate
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de mis feridas.
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-¡Mirá, en hora maza -dijo a este punto el ama-, si me decía a mí bien mi
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corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora,
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que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo,
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sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han
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parado a vuestra merced!
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Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaron
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ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída
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con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más
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desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.
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-¡Ta, ta! -dijo el cura-. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada, que
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yo los queme mañana antes que llegue la noche.
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Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra
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cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le
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importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del
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modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los
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disparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner más
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deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su
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amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote,
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Capítulo VI. Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero
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hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
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el cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento
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donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buena
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gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien
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cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así
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como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó
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luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
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-Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí
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algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en
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pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
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Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le
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fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues
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podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
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-No -dijo la sobrina-, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han
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sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y
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hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y
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allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
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Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de
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aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera
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los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los
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cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
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-Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue
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el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han
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tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador
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de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.
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-No, señor -dijo el barbero-, que también he oído decir que es el mejor de
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todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único
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en su arte, se debe perdonar.
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-Así es verdad -dijo el cura-, y por esa razón se le otorga la vida por
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ahora. Veamos esotro que está junto a él.
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-Es -dijo el barbero- las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de
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Gaula.
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-Pues, en verdad -dijo el cura- que no le ha de valer al hijo la bondad del
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padre. Tomad, señora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y dé
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principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
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Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando
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al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
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-Adelante -dijo el cura.
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-Este que viene -dijo el barbero- es Amadís de Grecia; y aun todos los
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deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.
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-Pues vayan todos al corral -dijo el cura-; que, a trueco de quemar a la
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reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las
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endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que
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me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
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-De ese parecer soy yo -dijo el barbero.
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-Y aun yo -añadió la sobrina.
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-Pues así es -dijo el ama-, vengan, y al corral con ellos.
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Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por
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la ventana abajo.
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-¿Quién es ese tonel? -dijo el cura.
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-Éste es -respondió el barbero- Don Olivante de Laura.
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-El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mesmo que compuso a Jardín de
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flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más
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verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá
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al corral por disparatado y arrogante.
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-Éste que se sigue es Florimorte de Hircania -dijo el barbero.
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-¿Ahí está el señor Florimorte? -replicó el cura-. Pues a fe que ha de
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parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y sonadas
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aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo.
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Al corral con él y con esotro, señora ama.
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-Que me place, señor mío -respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo
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que le era mandado.
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-Éste es El Caballero Platir -dijo el barbero.
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-Antiguo libro es éste -dijo el cura-, y no hallo en él cosa que merezca
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venia. Acompañe a los demás sin réplica.
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Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El
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Caballero de la Cruz.
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-Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su
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ignorancia; mas también se suele decir: "tras la cruz está el diablo"; vaya
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al fuego.
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Tomando el barbero otro libro, dijo:
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-Éste es Espejo de caballerías.
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-Ya conozco a su merced -dijo el cura-. Ahí anda el señor Reinaldos de
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Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce
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|
Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por
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condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte
|
|
de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el
|
|
cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en
|
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otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su
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idioma, le pondré sobre mi cabeza.
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-Pues yo le tengo en italiano -dijo el barbero-, mas no le entiendo.
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-Ni aun fuera bien que vos le entendiérades -respondió el cura-, y aquí le
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perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho
|
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castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos
|
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aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por
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mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto
|
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que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y
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todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y
|
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depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de
|
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hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otro
|
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llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar en
|
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las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.
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Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada,
|
|
por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad,
|
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que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio
|
|
que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín
|
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de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:
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-Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las
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cenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa
|
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única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los
|
|
despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta
|
|
Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una,
|
|
porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un
|
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discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda
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son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que
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guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y
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|
entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás,
|
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que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin
|
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hacer más cala y cata, perezcan.
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-No, señor compadre -replicó el barbero-; que éste que aquí tengo es el
|
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afamado Don Belianís.
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-Pues ése -replicó el cura-, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen
|
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necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es
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menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras
|
|
impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término
|
|
ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o
|
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de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no
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los dejéis leer a ninguno.
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-Que me place -respondió el barbero.
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Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que
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tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta
|
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ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela,
|
|
por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó
|
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por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del
|
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barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia
|
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del famoso caballero Tirante el Blanco.
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-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-. ¡Que aquí esté Tirante
|
|
el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un
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tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de
|
|
Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el
|
|
caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el
|
|
alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y
|
|
embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de
|
|
Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo,
|
|
es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y
|
|
mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas
|
|
de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo
|
|
que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria,
|
|
que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y
|
|
leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.
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-Así será -respondió el barbero-; pero, ¿qué haremos destos pequeños libros
|
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que quedan?
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-Éstos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
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Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo,
|
|
creyendo que todos los demás eran del mesmo género:
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-Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el
|
|
daño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin
|
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perjuicio de tercero.
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-¡Ay señor! -dijo la sobrina-, bien los puede vuestra merced mandar quemar,
|
|
como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío
|
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de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le antojase de hacerse
|
|
pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo que
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|
sería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable y
|
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pegadiza.
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-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y será bien quitarle a nuestro
|
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amigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de
|
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Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo
|
|
aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos
|
|
los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser
|
|
primero en semejantes libros.
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|
-Éste que se sigue -dijo el barbero- es La Diana llamada segunda del
|
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Salmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
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-Pues la del Salmantino -respondió el cura-, acompañe y acreciente el
|
|
número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si
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fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa,
|
|
que se va haciendo tarde.
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-Este libro es -dijo el barbero, abriendo otro- Los diez libros de Fortuna
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|
de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.
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-Por las órdenes que recebí -dijo el cura-, que, desde que Apolo fue Apolo,
|
|
y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado
|
|
libro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el
|
|
más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que
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|
no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto.
|
|
Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una
|
|
sotana de raja de Florencia.
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|
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
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-Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y
|
|
Desengaños de celos.
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-Pues no hay más que hacer -dijo el cura-, sino entregarlos al brazo seglar
|
|
del ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.
|
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|
-Este que viene es El Pastor de Fílida.
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|
-No es ése pastor -dijo el cura-, sino muy discreto cortesano; guárdese
|
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como joya preciosa.
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|
-Este grande que aquí viene se intitula -dijo el barbero- Tesoro de varias
|
|
poesías.
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|
-Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-, fueran más estimadas; menester
|
|
es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus
|
|
grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de
|
|
otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
|
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|
-Éste es -siguió el barbero- El Cancionero de López Maldonado.
|
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|
-También el autor de ese libro -replicó el cura- es grande amigo mío, y sus
|
|
versos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz
|
|
con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo
|
|
bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que
|
|
está junto a él?
|
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|
|
-La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el barbero.
|
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|
|
-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más
|
|
versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención;
|
|
propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que
|
|
promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora
|
|
se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra
|
|
posada, señor compadre.
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|
-Que me place -respondió el barbero-. Y aquí vienen tres, todos juntos: La
|
|
Araucana, de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de
|
|
Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.
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|
-Todos esos tres libros -dijo el cura- son los mejores que, en verso
|
|
heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más
|
|
famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene
|
|
España.
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|
Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga cerrada, quiso que todos
|
|
los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba
|
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Las lágrimas de Angélica.
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-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera
|
|
mandado quemar; porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no
|
|
sólo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de
|
|
Ovidio.
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|
Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de
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la Mancha
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Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:
|
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-Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza de
|
|
vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo.
|
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|
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio
|
|
de los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego, sin
|
|
ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los Hechos del
|
|
Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estar
|
|
entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan
|
|
rigurosa sentencia.
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|
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y
|
|
proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a
|
|
todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido.
|
|
Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que hubo
|
|
sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo:
|
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|
-Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos
|
|
llamamos doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la vitoria deste
|
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torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros
|
|
ganado el prez en los tres días antecedentes.
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-Calle vuestra merced, señor compadre -dijo el cura-, que Dios será servido
|
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que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atienda
|
|
vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estar
|
|
demasiadamente cansado, si ya no es que está malferido.
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|
-Ferido no -dijo don Quijote-, pero molido y quebrantado, no hay duda en
|
|
ello; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el
|
|
tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el
|
|
opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán si,
|
|
en levantándome deste lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus
|
|
encantamentos; y, por agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo que más
|
|
me hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo.
|
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|
Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos,
|
|
admirados de su locura.
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|
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en
|
|
toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos
|
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archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador; y así,
|
|
se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por
|
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pecadores.
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|
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para el
|
|
mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros,
|
|
porque cuando se levantase no los hallase -quizá quitando la causa, cesaría
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el efeto-, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el
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aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días se
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levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a
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ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le había dejado,
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andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la
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puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo,
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sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que
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hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba
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bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
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-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni
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libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
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-No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una
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nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y,
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apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no
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sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el
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tejado, y dejó la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo que
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dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy
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bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en
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altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos
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libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se
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vería. Dijo también que se llamaba el sabio Muñatón.
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-Frestón diría -dijo don Quijote.
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-No sé -respondió el ama- si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó
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en tón su nombre.
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-Así es -dijo don Quijote-; que ése es un sabio encantador, grande enemigo
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mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de
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venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a
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quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda estorbar, y
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por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que
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mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.
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-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero, ¿quién le mete a vuestra
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merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en
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su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar
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que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
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-¡Oh sobrina mía -respondió don Quijote-, y cuán mal que estás en la
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cuenta! Primero que a mí me tresquilen, tendré peladas y quitadas las
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barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.
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No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la
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cólera.
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Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar
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muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó
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graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que
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él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros
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andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura
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algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este
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artificio, no había poder averiguarse con él.
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En este tiempo, solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de
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bien -si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca
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sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y
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prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de
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escudero. Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir
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con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase,
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en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador
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della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba
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el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino.
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Dio luego don Quijote orden en buscar dineros; y, vendiendo una cosa y
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empeñando otra, y malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad.
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Acomodóse asimesmo de una rodela, que pidió prestada a un su amigo, y,
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pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho
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del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase
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de lo que viese que más le era menester. Sobre todo le encargó que llevase
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alforjas; e dijo que sí llevaría, y que ansimesmo pensaba llevar un asno
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que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie. En lo
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del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún
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caballero andante había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le
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vino alguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó que le llevase, con
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presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión
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para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase.
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Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo
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que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse
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Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche
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se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron
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tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían
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aunque los buscasen.
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Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su
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bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le
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había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que
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el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel,
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por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por
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ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les
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fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:
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-Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que
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de la ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que
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sea.
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A lo cual le respondió don Quijote:
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-Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los
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caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las
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ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte
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tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos
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algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen
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viejos; y, ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores
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noches, les daban algún título de conde, o, por lo mucho, de marqués, de
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algún valle o provincia de poco más a menos; pero, si tú vives y yo vivo,
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bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese
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otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno
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dellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales
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caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te
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podría dar aún más de lo que te prometo.
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-De esa manera -respondió Sancho Panza-, si yo fuese rey por algún milagro
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de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana Gutiérrez, mi oíslo,
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vendría a ser reina, y mis hijos infantes.
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-Pues, ¿quién lo duda? -respondió don Quijote.
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-Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-; porque tengo para mí que, aunque
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lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la
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cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para
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reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
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-Encomiéndalo tú a Dios, Sancho -respondió don Quijote-, que Él dará lo que
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más le convenga, pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar
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con menos que con ser adelantado.
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-No lo haré, señor mío -respondió Sancho-; y más teniendo tan principal amo
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en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo
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pueda llevar.
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Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la
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espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros
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sucesos dignos de felice recordación
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En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel
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campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
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-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear,
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porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos
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más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a
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todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es
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buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre
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la faz de la tierra.
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-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.
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-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos, que los
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suelen tener algunos de casi dos leguas.
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-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no
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son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son
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las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
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-Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las
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aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte
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en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual
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batalla.
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Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las
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voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna,
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eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él
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iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero
|
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Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes,
|
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iba diciendo en voces altas:
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-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que
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os acomete.
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Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a
|
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moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
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-Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis
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de pagar.
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Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea,
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pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con
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la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió
|
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con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el
|
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aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos,
|
|
llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho
|
|
por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su
|
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asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio
|
|
con él Rocinante.
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-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase
|
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bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía
|
|
ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
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-Calla, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que las cosas de la guerra,
|
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más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso,
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|
y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los
|
|
libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su
|
|
vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de
|
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poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
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-Dios lo haga como puede -respondió Sancho Panza.
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Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio
|
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despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino
|
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del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar
|
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de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino
|
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que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza; y, diciéndoselo a su
|
|
escudero, le dijo:
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-Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de
|
|
Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina
|
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un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó
|
|
tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus
|
|
decendientes se llamaron, desde aquel día en adelante, Vargas y Machuca.
|
|
Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare
|
|
pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquél, que me imagino y
|
|
pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de
|
|
haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán
|
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ser creídas.
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|
-A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo todo así como vuestra merced
|
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lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe
|
|
de ser del molimiento de la caída.
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-Así es la verdad -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es
|
|
porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna,
|
|
aunque se le salgan las tripas por ella.
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-Si eso es así, no tengo yo qué replicar -respondió Sancho-, pero sabe Dios
|
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si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le
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doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que
|
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tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros
|
|
andantes eso del no quejarse.
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|
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|
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le
|
|
declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con
|
|
ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de
|
|
caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su
|
|
amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le
|
|
antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su
|
|
jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba
|
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caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en
|
|
cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más
|
|
regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera
|
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menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le
|
|
hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar
|
|
buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.
|
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|
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno
|
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dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza,
|
|
y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda
|
|
aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por
|
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acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros
|
|
pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados,
|
|
entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó ansí Sancho Panza,
|
|
que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se
|
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la llevó toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara,
|
|
los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que,
|
|
muchas y muy regocijadamente, la venida del nuevo día saludaban. Al
|
|
levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche
|
|
antes; y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de
|
|
remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque,
|
|
como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su
|
|
comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le
|
|
descubrieron.
|
|
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|
-Aquí -dijo, en viéndole, don Quijote- podemos, hermano Sancho Panza, meter
|
|
las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que,
|
|
aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu
|
|
espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y
|
|
gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren
|
|
caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de
|
|
caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.
|
|
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|
-Por cierto, señor -respondió Sancho-, que vuestra merced sea muy bien
|
|
obedicido en esto; y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de
|
|
meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que, en lo que tocare a
|
|
defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las
|
|
divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere
|
|
agraviarle.
|
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|
-No digo yo menos -respondió don Quijote-; pero, en esto de ayudarme contra
|
|
caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.
|
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|
-Digo que así lo haré -respondió Sancho-, y que guardaré ese preceto tan
|
|
bien como el día del domingo.
|
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|
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de
|
|
San Benito, caballeros sobre dos dromedarios: que no eran más pequeñas dos
|
|
mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás
|
|
dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y
|
|
dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una
|
|
señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a
|
|
las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque
|
|
iban el mesmo camino; mas, apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su
|
|
escudero:
|
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|
-O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto;
|
|
porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin
|
|
duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel
|
|
coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
|
|
|
|
-Peor será esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, señor, que
|
|
aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente
|
|
pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le
|
|
engañe.
|
|
|
|
-Ya te he dicho, Sancho -respondió don Quijote-, que sabes poco de achaque
|
|
de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
|
|
|
|
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde
|
|
los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le
|
|
podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
|
|
|
|
-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas
|
|
que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta
|
|
muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
|
|
|
|
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura
|
|
de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:
|
|
|
|
-Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos
|
|
religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este
|
|
coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas.
|
|
|
|
-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida
|
|
canalla -dijo don Quijote.
|
|
|
|
Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió
|
|
contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo que, si el fraile no se
|
|
dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun
|
|
malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que
|
|
trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y
|
|
comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.
|
|
|
|
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su
|
|
asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto
|
|
dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba.
|
|
Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente, como despojos
|
|
de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no
|
|
sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que
|
|
ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche
|
|
venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle
|
|
pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo
|
|
sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile,
|
|
todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y, cuando se vio a
|
|
caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba
|
|
aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer
|
|
aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino,
|
|
haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.
|
|
|
|
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche,
|
|
diciéndole:
|
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|
|
-La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le
|
|
viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el
|
|
suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por saber el
|
|
nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la
|
|
Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa
|
|
doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis
|
|
recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte
|
|
os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he
|
|
fecho.
|
|
|
|
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche
|
|
acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el
|
|
coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso,
|
|
se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua
|
|
castellana y peor vizcaína, desta manera:
|
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-Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas
|
|
coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.
|
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Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
|
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|
|
-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y
|
|
atrevimiento, cautiva criatura.
|
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|
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A lo cual replicó el vizcaíno:
|
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-¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza
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arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas!
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Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes que
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mira si otra dices cosa.
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-¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondió don Quijote.
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Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y
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arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno,
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que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de
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las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa
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sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de
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donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el
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uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente
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quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal
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trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había
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de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del
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coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase
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de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en
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el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote
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encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa,
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le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel
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desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:
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-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este
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vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este
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riguroso trance se halla!
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El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y
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el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de
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aventurarlo todo a la de un golpe solo.
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El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo
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su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y así, le aguardó
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bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra
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parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía
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dar un paso.
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Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la
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espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le
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aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos
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los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder
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de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y
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las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas
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las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su
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escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
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Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente
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el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más
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escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es
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verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa
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historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido
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tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos
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o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y
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así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible
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historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se
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contará en la segunda parte.
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Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
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Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el
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gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron
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Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso
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don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos
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furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos
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se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y
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que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa
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historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que
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della faltaba.
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Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se
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volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo
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mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa
|
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imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le
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hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas
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hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
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de los que dicen las gentes
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que van a sus aventuras,
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porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no
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solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos
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pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser
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tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a
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Platir y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan
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gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a
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la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el
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cual, o la tenía oculta o consumida.
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Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan
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modernos como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que
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también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese
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escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella
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circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y
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verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don
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|
Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero
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que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y
|
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ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas,
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amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y
|
|
con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle;
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que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o
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algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos
|
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que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de
|
|
tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había
|
|
parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno
|
|
nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no
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|
se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin
|
|
desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la
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|
fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto
|
|
que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó,
|
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pues, el hallarla en esta manera:
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Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos
|
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cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer,
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aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural
|
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inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con
|
|
caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no
|
|
los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado
|
|
que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues,
|
|
aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin,
|
|
la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en
|
|
las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
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|
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía
|
|
aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese; y
|
|
él, sin dejar la risa, dijo:
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-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: "Esta Dulcinea del
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|
Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
|
|
mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha".
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Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso", quedé atónito y suspenso, porque
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|
luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de
|
|
don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y,
|
|
haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que
|
|
decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete
|
|
Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para
|
|
disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del
|
|
libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y
|
|
cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que
|
|
yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la
|
|
compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor,
|
|
y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don
|
|
Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada,
|
|
ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y
|
|
dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con
|
|
mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la
|
|
mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y
|
|
medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.
|
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Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don
|
|
Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia
|
|
cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la
|
|
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de
|
|
alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título
|
|
que decía: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y
|
|
a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba
|
|
Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y
|
|
flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al
|
|
descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el
|
|
nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro
|
|
a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas,
|
|
y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande,
|
|
el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre
|
|
de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces
|
|
la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son
|
|
de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la
|
|
historia; que ninguna es mala como sea verdadera.
|
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|
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá
|
|
ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de
|
|
aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes
|
|
se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me
|
|
parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las
|
|
alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en
|
|
silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los
|
|
historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el
|
|
interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del
|
|
camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito
|
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de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
|
|
advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se
|
|
acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
|
|
mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del
|
|
sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta
|
|
manera:
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Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y
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|
enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a
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|
la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el
|
|
primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue
|
|
dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el
|
|
camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa
|
|
contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena
|
|
suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su
|
|
contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo
|
|
otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte
|
|
de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina
|
|
vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
|
|
|
|
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia
|
|
que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella
|
|
manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los
|
|
estribos, y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia
|
|
descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre
|
|
la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él
|
|
una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca y por
|
|
los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
|
|
duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de
|
|
los estribos y luego soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible
|
|
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en
|
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tierra.
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Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y, como lo vio caer,
|
|
saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y, poniéndole la
|
|
punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le
|
|
cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder
|
|
palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras
|
|
del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia,
|
|
no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese
|
|
tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual
|
|
don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
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|
-Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me
|
|
pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero
|
|
me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante
|
|
la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su
|
|
voluntad.
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|
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don
|
|
Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el
|
|
escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.
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-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía
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bien merecido.
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Capítulo X. De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del
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peligro en que se vio con una turba de yangüeses
|
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Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los
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mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor don
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Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria y que
|
|
en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo
|
|
había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía
|
|
a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se
|
|
hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se la besó y le
|
|
dijo:
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-Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de
|
|
la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que
|
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sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro
|
|
que haya gobernado ínsulas en el mundo.
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|
A lo cual respondió don Quijote:
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|
-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no
|
|
son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana
|
|
otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos. Tened paciencia, que
|
|
aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino
|
|
más adelante.
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|
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la
|
|
loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió sobre su asno y
|
|
comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar
|
|
más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba.
|
|
Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto
|
|
Rocinante que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo que
|
|
se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante
|
|
hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:
|
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|
|
-Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que,
|
|
según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den
|
|
noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo
|
|
hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha de sudar el hopo.
|
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|
|
-Calla -dijo don Quijote-. Y ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que
|
|
caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que
|
|
hubiese cometido?
|
|
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|
-Yo no sé nada de omecillos -respondió Sancho-, ni en mi vida le caté a
|
|
ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en
|
|
el campo, y en esotro no me entremeto.
|
|
|
|
-Pues no tengas pena, amigo -respondió don Quijote-, que yo te sacaré de
|
|
las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime, por
|
|
tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de
|
|
la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío
|
|
en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más
|
|
maña en el derribar?
|
|
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|
-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no he leído ninguna historia
|
|
jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más
|
|
atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi
|
|
vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo
|
|
dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha
|
|
sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en
|
|
las alforjas.
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|
-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me
|
|
acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una
|
|
gota se ahorraran tiempo y medicinas.
|
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|
-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
|
|
|
|
-Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la
|
|
memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar
|
|
morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
|
|
que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por
|
|
medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte
|
|
del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que
|
|
la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla,
|
|
advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me darás a beber
|
|
solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que
|
|
una manzana.
|
|
|
|
-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la
|
|
prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos
|
|
servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor;
|
|
que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no
|
|
he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es
|
|
de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
|
|
|
|
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don
|
|
Quijote.
|
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|
-¡Pecador de mí! -replicó Sancho-. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a
|
|
hacelle y a enseñármele?
|
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|
-Calla, amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso
|
|
enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja
|
|
me duele más de lo que yo quisiera.
|
|
|
|
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó
|
|
a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la
|
|
espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
|
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|
-Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro
|
|
Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo
|
|
el grande marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino
|
|
Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y
|
|
otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas,
|
|
hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
|
|
|
|
Oyendo esto Sancho, le dijo:
|
|
|
|
-Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo
|
|
que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del
|
|
Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no
|
|
comete nuevo delito.
|
|
|
|
-Has hablado y apuntado muy bien -respondió don Quijote-; y así, anulo el
|
|
juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y
|
|
confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite
|
|
por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a algún caballero. Y no
|
|
pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien
|
|
imitar en ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de
|
|
Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.
|
|
|
|
-Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío -replicó
|
|
Sancho-; que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la
|
|
conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre
|
|
armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a
|
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despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir
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vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el
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juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced
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quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos
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caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo
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no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de
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su vida.
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-Engáñaste en eso -dijo don Quijote-, porque no habremos estado dos horas
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por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron
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sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella.
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-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien, y
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que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y
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muérame yo luego.
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-Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que, cuando
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faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te
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vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te debes
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más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas
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alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde
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alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto
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a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
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-Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de
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pan -dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente
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caballero como vuestra merced.
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-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-. Hágote saber, Sancho, que
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es honra de los caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman,
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sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si
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hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en
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todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes
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comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían,
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y los demás días se los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender que
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no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales,
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porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que,
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andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin
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cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como
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las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a
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mí me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
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andante de sus quicios.
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-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-; que, como yo no sé leer ni
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escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la
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profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré las alforjas de
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todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí
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las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.
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-No digo yo, Sancho -replicó don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros
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andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más
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ordinario sustento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban
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por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.
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-Virtud es -respondió Sancho- conocer esas yerbas; que, según yo me voy
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imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
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Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y
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compaña. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con
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mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse
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priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltóles el sol, y
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la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos
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cabreros, y así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre
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para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al
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cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer
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un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.
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Capítulo XI. De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros
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Fue recogido de los cabreros con buen ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor
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que pudo, acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que
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despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un
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caldero estaban; y, aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban
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en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque
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los cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles
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de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los
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dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la
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redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había,
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habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se
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sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron. Sentóse don
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Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
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cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
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-Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y
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cuán a pique están los que en cualquiera ministerio della se ejercitan de
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venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi
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lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa
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conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por
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donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo
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que del amor se dice: que todas las cosas iguala.
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-¡Gran merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a vuestra merced que, como yo
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tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas
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como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho
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mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos, aunque
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sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso
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mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si
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me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen
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consigo. Ansí que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme
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por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo
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escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más
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cómodo y provecho; que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las
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renuncio para desde aquí al fin del mundo.
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-Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios le
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ensalza.
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Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase.
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No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros
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andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a sus
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huéspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban tasajo como el puño.
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Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de
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bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si
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fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque
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andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de
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noria) que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto.
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Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de
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bellotas en la mano, y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes
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razones:
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-Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron
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nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de
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hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga
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alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos
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palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes;
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a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro
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trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que
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liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las
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claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y
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transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo
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hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas
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abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha
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de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin
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otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con
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que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas,
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no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz
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entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada
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reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra
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primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de
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su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a
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los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y
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hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en
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cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir
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honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra;
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y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro
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y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas
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verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas
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y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas
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invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban
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los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y
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manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
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encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la
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verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que
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la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto
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ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había
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sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar,
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ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo
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dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura
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y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y
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propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está
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segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de
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Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la
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maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con
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todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los
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tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros
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andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los
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huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a
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quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi
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escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a
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favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber
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vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la
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voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.
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Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro
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caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la
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edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros,
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que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron
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escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a
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menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado
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de un alcornoque.
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Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual,
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uno de los cabreros dijo:
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-Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero
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andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle
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solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará
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mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y
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que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay
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más que desear.
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Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el
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son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de
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hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros
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si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los
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ofrecimientos le dijo:
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-De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco,
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porque vea este señor huésped que tenemos quien; también por los montes y
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selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y
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deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu
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vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el
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beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.
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-Que me place -respondió el mozo.
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Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada
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encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,
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comenzó a cantar, diciendo desta manera:
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Antonio
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-Yo sé, Olalla, que me adoras,
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puesto que no me lo has dicho
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ni aun con los ojos siquiera,
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mudas lenguas de amoríos.
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Porque sé que eres sabida,
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en que me quieres me afirmo;
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que nunca fue desdichado
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amor que fue conocido.
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Bien es verdad que tal vez,
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Olalla, me has dado indicio
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que tienes de bronce el alma
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y el blanco pecho de risco.
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Mas allá entre tus reproches
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y honestísimos desvíos,
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tal vez la esperanza muestra
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la orilla de su vestido.
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Abalánzase al señuelo
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mi fe, que nunca ha podido,
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ni menguar por no llamado,
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ni crecer por escogido.
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Si el amor es cortesía,
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de la que tienes colijo
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que el fin de mis esperanzas
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ha de ser cual imagino.
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Y si son servicios parte
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de hacer un pecho benigno,
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algunos de los que he hecho
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fortalecen mi partido.
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Porque si has mirado en ello,
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más de una vez habrás visto
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que me he vestido en los lunes
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lo que me honraba el domingo.
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Como el amor y la gala
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andan un mesmo camino,
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en todo tiempo a tus ojos
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quise mostrarme polido.
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Dejo el bailar por tu causa,
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ni las músicas te pinto
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que has escuchado a deshoras
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y al canto del gallo primo.
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No cuento las alabanzas
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que de tu belleza he dicho;
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que, aunque verdaderas, hacen
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ser yo de algunas malquisto.
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Teresa del Berrocal,
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yo alabándote, me dijo:
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''Tal piensa que adora a un ángel,
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y viene a adorar a un jimio;
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merced a los muchos dijes
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y a los cabellos postizos,
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y a hipócritas hermosuras,
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que engañan al Amor mismo''.
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Desmentíla y enojóse;
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volvió por ella su primo:
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desafióme, y ya sabes
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lo que yo hice y él hizo.
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No te quiero yo a montón,
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ni te pretendo y te sirvo
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por lo de barraganía;
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que más bueno es mi designio.
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Coyundas tiene la Iglesia
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que son lazadas de sirgo;
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pon tú el cuello en la gamella;
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verás como pongo el mío.
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Donde no, desde aquí juro,
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por el santo más bendito,
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de no salir destas sierras
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sino para capuchino.
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Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que
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algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para
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dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo:
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-Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta
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noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no
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permite que pasen las noches cantando.
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-Ya te entiendo, Sancho -le respondió don Quijote-; que bien se me trasluce
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que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.
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-A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -respondió Sancho.
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-No lo niego -replicó don Quijote-, pero acomódate tú donde quisieres, que
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los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo
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esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va
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doliendo más de lo que es menester.
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Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida,
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le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se
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sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había,
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|
las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se
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la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así
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|
fue la verdad.
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Capítulo XII. De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote
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Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el
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bastimento, y dijo:
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-¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
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-¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno dellos.
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-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta mañana aquel famoso pastor
|
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estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de
|
|
aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla
|
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que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
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-Por Marcela dirás -dijo uno.
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-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo bueno, que mandó en su
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testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al
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|
pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama,
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|
y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y
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también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se
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han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A
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|
todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que
|
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también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar
|
|
nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo
|
|
alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos
|
|
los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran
|
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pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a
|
|
lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
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-Todos haremos lo mesmo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a
|
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quién ha de quedar a guardar las cabras de todos.
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|
-Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será menester usar de esa
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diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a
|
|
poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro
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día me pasó este pie.
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|
-Con todo eso, te lo agradecemos -respondió Pedro.
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|
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora
|
|
aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era
|
|
un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el
|
|
cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales
|
|
había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
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|
-«Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que
|
|
pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el
|
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cris del sol y de la luna.»
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|
-Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares
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|
mayores -dijo don Quijote.
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|
|
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
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|
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|
-«Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
|
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-Estéril queréis decir, amigo -dijo don Quijote.
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-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo se sale allá. «Y digo que con esto
|
|
que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy
|
|
ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: ''Sembrad este
|
|
año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que
|
|
viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota''.»
|
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-Esa ciencia se llama astrología -dijo don Quijote.
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|
-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-, mas sé que todo esto sabía, y aún
|
|
más. «Finalmente, no pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca,
|
|
cuando un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico,
|
|
habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente
|
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se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que
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|
había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir como
|
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Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que él
|
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hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos
|
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para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y
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todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de
|
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improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y
|
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no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan
|
|
estraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro
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Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en
|
|
muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor,
|
|
y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor
|
|
desoluto, y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y
|
|
caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición.
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Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por
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otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora
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Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el
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pobre difunto de Grisóstomo.» Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo
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sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis oído
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semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años
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que sarna.
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-Decid Sarra -replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los
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vocablos del cabrero.
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-Harto vive la sarna -respondió Pedro-; y si es, señor, que me habéis de
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andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año.
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-Perdonad, amigo -dijo don Quijote-; que por haber tanta diferencia de
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sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien, porque vive más
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sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en
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nada.
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-«Digo, pues, señor mío de mi alma -dijo el cabrero-, que en nuestra aldea
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hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se
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llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes
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riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada
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mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora la veo,
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con aquella cara que del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y, sobre
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todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su
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ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la
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muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija
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Marcela, muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado
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en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar
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de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que
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le había de pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de
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catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan
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hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella.
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Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con
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todo esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por
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ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo,
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sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era
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rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que
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a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como
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la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la
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ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza,
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dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en
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el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.» Que quiero que sepa, señor
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andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura;
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y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser demasiadamente
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bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél,
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especialmente en las aldeas.
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-Así es la verdad -dijo don Quijote-, y proseguid adelante, que el cuento
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es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.
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-La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. «Y en lo demás
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sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades
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de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole
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que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino
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que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se
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sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba,
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al parecer justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que
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entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque
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decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos
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estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que
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remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su
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tío ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo
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con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así
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como ella salió en público y su hermosura se vio al descubierto, no os
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sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han
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tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos campos. Uno
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de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que
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la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se
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puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún
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recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en
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menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con
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que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha
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alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña
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esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la
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compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y
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amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos,
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aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como
|
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con un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra
|
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que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura
|
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atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su
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desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no saben
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qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos
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a éste semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si
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aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos
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valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy
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lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay
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ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de
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Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si
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más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la
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hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se
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oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas
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las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí,
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sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus
|
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pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni
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tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del
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verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo.
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Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente
|
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triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando
|
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en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir
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a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.» Por
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ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que
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también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la
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muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros
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mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos
|
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amigos, y no está de este lugar a aquél donde manda enterrarse media legua.
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-En cuidado me lo tengo -dijo don Quijote-, y agradézcoos el gusto que me
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habéis dado con la narración de tan sabroso cuento.
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-¡Oh! -replicó el cabrero-, aún no sé yo la mitad de los casos sucedidos a
|
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los amantes de Marcela, mas podría ser que mañana topásemos en el camino
|
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algún pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais a
|
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dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida,
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puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de
|
|
contrario acidente.
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Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó,
|
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por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo
|
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así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora
|
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Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó
|
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entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido,
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sino como hombre molido a coces.
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Capítulo XIII. Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros
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sucesos
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Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente,
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cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a
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don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el
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famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote,
|
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que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y
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enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la
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mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de
|
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legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis
|
|
pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con
|
|
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de
|
|
acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos gentiles hombres de a
|
|
caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que
|
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los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y,
|
|
preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se
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|
encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos
|
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juntos.
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|
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
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-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza
|
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que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser
|
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famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas, ansí del muerto
|
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pastor como de la pastora homicida.
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-Así me lo parece a mí -respondió Vivaldo-; y no digo yo hacer tardanza de
|
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un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
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Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de
|
|
Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con
|
|
aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les
|
|
habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos
|
|
se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada
|
|
Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel
|
|
Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a
|
|
don Quijote había contado.
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Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a
|
|
don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella
|
|
manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
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-La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra
|
|
manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los
|
|
blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se
|
|
inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes,
|
|
de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
|
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|
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y, por
|
|
averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a
|
|
preguntar Vivaldo que qué quería decir "caballeros andantes".
|
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-¿No han vuestras mercedes leído -respondió don Quijote- los anales e
|
|
historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey
|
|
Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey
|
|
Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran
|
|
Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se
|
|
convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a
|
|
cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo
|
|
a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen
|
|
rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de
|
|
la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se
|
|
cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera
|
|
dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació
|
|
aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de:
|
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|
|
Nunca fuera caballero
|
|
de damas tan bien servido
|
|
como fuera Lanzarote
|
|
cuando de Bretaña vino;
|
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|
|
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos.
|
|
Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería
|
|
estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en
|
|
ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula,
|
|
con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso
|
|
Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco,
|
|
y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y
|
|
valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser
|
|
caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería; en la
|
|
cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo
|
|
mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por
|
|
estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado
|
|
de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me
|
|
deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
|
|
|
|
Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era
|
|
don Quijote falto de juicio, y del género de locura que lo señoreaba, de lo
|
|
cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de
|
|
nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta
|
|
y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían
|
|
que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a
|
|
que pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
|
|
|
|
-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de
|
|
las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun
|
|
la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
|
|
|
|
-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro don Quijote-, pero tan
|
|
necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si
|
|
va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su
|
|
capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que
|
|
los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la
|
|
tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos
|
|
piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras
|
|
espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco
|
|
de los insufribles rayos del sol en verano y de los erizados yelos del
|
|
invierno. Así que, somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien
|
|
se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de la guerra y las a
|
|
ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino
|
|
sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan
|
|
tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo
|
|
están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir,
|
|
ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante
|
|
como el del encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo
|
|
padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento
|
|
y sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los
|
|
caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su
|
|
vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a
|
|
fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor; y que si a los que
|
|
a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran,
|
|
que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus
|
|
esperanzas.
|
|
|
|
-De ese parecer estoy yo -replicó el caminante-; pero una cosa, entre otras
|
|
muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se
|
|
ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee
|
|
manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella
|
|
se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a
|
|
hacer en peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta
|
|
gana y devoción como si ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele
|
|
algo a gentilidad.
|
|
|
|
-Señor -respondió don Quijote-, eso no puede ser menos en ninguna manera, y
|
|
caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está
|
|
en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante
|
|
que, al acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora
|
|
delante,vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con
|
|
ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie
|
|
le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de
|
|
todo corazón se le encomiende; y desto tenemos innumerables ejemplos en las
|
|
historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse
|
|
a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la
|
|
obra.
|
|
|
|
-Con todo eso -replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que
|
|
muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros,
|
|
y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los
|
|
caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo
|
|
el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se
|
|
encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno
|
|
cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a
|
|
parte, y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo,
|
|
no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar
|
|
para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor
|
|
fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las
|
|
gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que
|
|
yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien
|
|
encomendarse, porque no todos son enamorados.
|
|
|
|
-Eso no puede ser -respondió don Quijote-: digo que no puede ser que haya
|
|
caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los
|
|
tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no
|
|
se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por
|
|
el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo
|
|
caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería
|
|
dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón.
|
|
|
|
-Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo, haber
|
|
leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama
|
|
señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en
|
|
menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
|
|
|
|
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
|
|
|
|
-Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de
|
|
secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de
|
|
querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien
|
|
no podía ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él
|
|
tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se
|
|
encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto
|
|
caballero.
|
|
|
|
-Luego, si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado
|
|
-dijo el caminante-, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es
|
|
de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto
|
|
como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda esta
|
|
compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su
|
|
dama; que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es
|
|
querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
|
|
|
|
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo:
|
|
|
|
-Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo
|
|
sepa que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto
|
|
comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso,
|
|
un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa,
|
|
pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se
|
|
vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de
|
|
belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente
|
|
campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas
|
|
rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol
|
|
su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista
|
|
humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que
|
|
sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.
|
|
|
|
-El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber -replicó Vivaldo.
|
|
|
|
A lo cual respondió don Quijote:
|
|
|
|
-No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los
|
|
modernos Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni
|
|
menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes, Nuzas,
|
|
Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón;
|
|
Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y
|
|
Meneses de Portogal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque
|
|
moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias
|
|
de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no fuere con las
|
|
condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que
|
|
decía:
|
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|
|
nadie las mueva
|
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que estar no pueda con Roldán a prueba.
|
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|
-Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo -respondió el caminante-, no
|
|
le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir
|
|
verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
|
|
|
|
-¡Como eso no habrá llegado! -replicó don Quijote.
|
|
|
|
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y
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aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de
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juicio de nuestro don Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo
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decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido desde su
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nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda
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Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado
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jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.
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En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas
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montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra
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lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que después pareció,
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eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas,
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cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno
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de los cabreros, dijo:
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-Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el
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pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.
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Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían
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habían puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos con agudos picos
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estaban cavando la sepultura a un lado de una dura peña.
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Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y luego don Quijote y los
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que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto
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de flores un cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de
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treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro
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hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas
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andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que
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esto miraban, como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí
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había, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al
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muerto trujeron dijo a otro:
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-Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo dijo, ya que
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queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su
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testamento.
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-Éste es -respondió Ambrosio-; que muchas veces en él me contó mi
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desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la
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vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también
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donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado,
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y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar,
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de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en
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memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas
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del eterno olvido.
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Y, volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo:
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-Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario
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de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el
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cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía,
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estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin
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presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser
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bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue
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aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol,
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corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de
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quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la
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carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba
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eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran
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mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado
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que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
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-De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos -dijo Vivaldo- que su
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mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de
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quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera
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bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el
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divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya
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que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus
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escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos
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cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando la vida a estos papeles, que
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la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los
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tiempos que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan
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de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos,
|
|
la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la
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amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar
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de la vida; de la cual lamentable historia se puede sacar cuánto haya sido
|
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la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra,
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con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que
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el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte
|
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de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado; y así, de
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curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de
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venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en
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pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si
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pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo menos, yo te lo
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suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes
|
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llevar algunos dellos.
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Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de
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|
los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
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-Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis
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tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento
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vano.
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Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno
|
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dellos y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y
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dijo:
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-Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor,
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en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído;
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que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.
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-Eso haré yo de muy buena gana -dijo Vivaldo.
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Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la
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|
redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
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Capítulo XIV. Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor,
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con otros no esperados sucesos
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Canción de Grisóstomo
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Ya que quieres, cruel, que se publique,
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de lengua en lengua y de una en otra gente,
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del áspero rigor tuyo la fuerza,
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haré que el mesmo infierno comunique
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al triste pecho mío un son doliente,
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con que el uso común de mi voz tuerza.
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Y al par de mi deseo, que se esfuerza
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a decir mi dolor y tus hazañas,
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de la espantable voz irá el acento,
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y en él mezcladas, por mayor tormento,
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pedazos de las míseras entrañas.
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Escucha, pues, y presta atento oído,
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no al concertado son, sino al rüido
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que de lo hondo de mi amargo pecho,
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llevado de un forzoso desvarío,
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por gusto mío sale y tu despecho.
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El rugir del león, del lobo fiero
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el temeroso aullido, el silbo horrendo
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de escamosa serpiente, el espantable
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baladro de algún monstruo, el agorero
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graznar de la corneja, y el estruendo
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del viento contrastado en mar instable;
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del ya vencido toro el implacable
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bramido, y de la viuda tortolilla
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el sentible arrullar; el triste canto
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del envidiado búho, con el llanto
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de toda la infernal negra cuadrilla,
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salgan con la doliente ánima fuera,
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mezclados en un son, de tal manera
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que se confundan los sentidos todos,
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|
pues la pena cruel que en mí se halla
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para contalla pide nuevos modos.
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De tanta confusión no las arenas
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del padre Tajo oirán los tristes ecos,
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ni del famoso Betis las olivas:
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que allí se esparcirán mis duras penas
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en altos riscos y en profundos huecos,
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con muerta lengua y con palabras vivas;
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o ya en escuros valles, o en esquivas
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playas, desnudas de contrato humano,
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|
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
|
|
o entre la venenosa muchedumbre
|
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de fieras que alimenta el libio llano;
|
|
que, puesto que en los páramos desiertos
|
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los ecos roncos de mi mal, inciertos,
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|
suenen con tu rigor tan sin segundo,
|
|
por privilegio de mis cortos hados,
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|
serán llevados por el ancho mundo.
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Mata un desdén, atierra la paciencia,
|
|
o verdadera o falsa, una sospecha;
|
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matan los celos con rigor más fuerte;
|
|
desconcierta la vida larga ausencia;
|
|
contra un temor de olvido no aprovecha
|
|
firme esperanza de dichosa suerte.
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|
En todo hay cierta, inevitable muerte;
|
|
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
|
|
celoso, ausente, desdeñado y cierto
|
|
de las sospechas que me tienen muerto;
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|
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
|
|
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
|
|
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
|
|
ni yo, desesperado, la procuro;
|
|
antes, por estremarme en mi querella,
|
|
estar sin ella eternamente juro.
|
|
|
|
¿Puédese, por ventura, en un instante
|
|
esperar y temer, o es bien hacello,
|
|
siendo las causas del temor más ciertas?
|
|
¿Tengo, si el duro celo está delante,
|
|
de cerrar estos ojos, si he de vello
|
|
por mil heridas en el alma abiertas?
|
|
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
|
|
a la desconfianza, cuando mira
|
|
descubierto el desdén, y las sospechas,
|
|
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
|
|
y la limpia verdad vuelta en mentira?
|
|
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
|
|
celos, ponedme un hierro en estas manos!
|
|
Dame, desdén, una torcida soga.
|
|
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
|
|
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
|
|
|
|
Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
|
|
buen suceso en la muerte ni en la vida,
|
|
pertinaz estaré en mi fantasía.
|
|
Diré que va acertado el que bien quiere,
|
|
y que es más libre el alma más rendida
|
|
a la de amor antigua tiranía.
|
|
Diré que la enemiga siempre mía
|
|
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
|
|
y que su olvido de mi culpa nace,
|
|
y que, en fe de los males que nos hace,
|
|
amor su imperio en justa paz mantiene.
|
|
Y, con esta opinión y un duro lazo,
|
|
acelerando el miserable plazo
|
|
a que me han conducido sus desdenes,
|
|
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
|
|
sin lauro o palma de futuros bienes.
|
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|
Tú, que con tantas sinrazones muestras
|
|
la razón que me fuerza a que la haga
|
|
a la cansada vida que aborrezco,
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pues ya ves que te da notorias muestras
|
|
esta del corazón profunda llaga,
|
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de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
|
|
si, por dicha, conoces que merezco
|
|
que el cielo claro de tus bellos ojos
|
|
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
|
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que no quiero que en nada satisfagas,
|
|
al darte de mi alma los despojos.
|
|
Antes, con risa en la ocasión funesta,
|
|
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
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|
mas gran simpleza es avisarte desto,
|
|
pues sé que está tu gloria conocida
|
|
en que mi vida llegue al fin tan presto.
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Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
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Tántalo con su sed; Sísifo venga
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con el peso terrible de su canto;
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Ticio traya su buitre, y ansimismo
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con su rueda Egïón no se detenga,
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ni las hermanas que trabajan tanto;
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|
y todos juntos su mortal quebranto
|
|
trasladen en mi pecho, y en voz baja
|
|
-si ya a un desesperado son debidas-
|
|
canten obsequias tristes, doloridas,
|
|
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
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|
Y el portero infernal de los tres rostros,
|
|
con otras mil quimeras y mil monstros,
|
|
lleven el doloroso contrapunto;
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|
que otra pompa mejor no me parece
|
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que la merece un amador difunto.
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|
Canción desesperada, no te quejes
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cuando mi triste compañía dejes;
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antes, pues que la causa do naciste
|
|
con mi desdicha augmenta su ventura,
|
|
aun en la sepultura no estés triste.
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|
Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo,
|
|
puesto que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la
|
|
relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella
|
|
se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio
|
|
del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio,
|
|
como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
|
|
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando
|
|
este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien
|
|
él se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia
|
|
de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no
|
|
le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los
|
|
celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con
|
|
esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de
|
|
Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante y un mucho
|
|
desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
|
|
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|
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
|
|
|
|
Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo
|
|
estorbó una maravillosa visión -que tal parecía ella- que improvisamente se
|
|
les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la
|
|
sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su
|
|
hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con
|
|
admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no
|
|
quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas, apenas la
|
|
hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo:
|
|
|
|
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con
|
|
tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad
|
|
quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición,
|
|
o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su
|
|
abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la
|
|
ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué
|
|
es aquello de que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de
|
|
Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te
|
|
obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
|
|
|
|
-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho -respondió
|
|
Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de
|
|
razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me
|
|
culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no
|
|
será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una
|
|
verdad a los discretos.
|
|
|
|
»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin
|
|
ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el
|
|
amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros.
|
|
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo
|
|
hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté
|
|
obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que
|
|
podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo
|
|
digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir ''Quiérote por hermosa; hasme
|
|
de amar aunque sea feo''. Pero, puesto caso que corran igualmente las
|
|
hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas
|
|
hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad;
|
|
que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las
|
|
voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar;
|
|
porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los
|
|
deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de
|
|
ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por
|
|
qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís
|
|
que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me
|
|
hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades?
|
|
Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que
|
|
tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni
|
|
escogella. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que
|
|
tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo
|
|
merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer
|
|
honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema
|
|
ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son
|
|
adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de
|
|
parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo
|
|
y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada
|
|
por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su
|
|
gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
|
|
|
|
»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos.
|
|
Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos
|
|
arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis
|
|
pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los
|
|
que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los
|
|
deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo
|
|
ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se puede decir que antes le
|
|
mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus
|
|
pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo
|
|
que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me
|
|
descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en
|
|
perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi
|
|
recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este
|
|
desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento,
|
|
¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le
|
|
entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor
|
|
intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido:
|
|
¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese
|
|
el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas
|
|
esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero
|
|
no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni
|
|
admito.
|
|
|
|
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar
|
|
que tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a
|
|
cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase,
|
|
de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni
|
|
desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los
|
|
desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera
|
|
y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata,
|
|
no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga;
|
|
que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta
|
|
desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna
|
|
manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué
|
|
se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza
|
|
con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que
|
|
quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas
|
|
propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de
|
|
sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito
|
|
aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación
|
|
honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me
|
|
entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí
|
|
salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma
|
|
a su morada primera.
|
|
|
|
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y
|
|
se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando
|
|
admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que
|
|
allí estaban. Y algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa
|
|
flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir,
|
|
sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto
|
|
por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería,
|
|
socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su
|
|
espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
|
|
|
|
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a
|
|
seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía.
|
|
Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa
|
|
que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender
|
|
con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo que, en
|
|
lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los
|
|
buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan
|
|
honesta intención vive.
|
|
|
|
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo
|
|
que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores
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se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los
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papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas
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de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto
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que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con
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un epitafio que había de decir desta manera:
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Yace aquí de un amador
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el mísero cuerpo helado,
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que fue pastor de ganado,
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perdido por desamor.
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Murió a manos del rigor
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de una esquiva hermosa ingrata,
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con quien su imperio dilata
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la tiranía de su amor.
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Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando
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todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron
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Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los
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caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser
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lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada
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esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el
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aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces
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no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas
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sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban
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llenas. Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes
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importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y
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prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la
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historia de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote. El
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cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que
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él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta
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en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parte.
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Tercera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
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Capítulo XV. Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don
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Quijote en topar con unos desalmados yangüeses
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Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que, así como don Quijote se despidió
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de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor
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Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron
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que se había entrado la pastora Marcela; y, habiendo andado más de dos
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horas por él, buscándola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a
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parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo
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apacible y fresco; tanto, que convidó y forzó a pasar allí las horas de la
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siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar.
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Apeáronse don Quijote y Sancho, y, dejando al jumento y a Rocinante a sus
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anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las
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alforjas, y, sin cerimonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo
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comieron lo que en ellas hallaron.
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No se había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le
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conocía por tan manso y tan poco rijoso que todas las yeguas de la dehesa
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de Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y
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el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo
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una manada de hacas galicianas de unos arrieros gallegos, de los cuales es
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costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua; y aquel
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donde acertó a hallarse don Quijote era muy a propósito de los gallegos.
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Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las
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señoras facas; y saliendo, así como las olió, de su natural paso y
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costumbre, sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico algo picadillo
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y se fue a comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas, que, a lo que
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pareció, debían de tener más gana de pacer que de ál, recibiéronle con las
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herraduras y con los dientes, de tal manera que, a poco espacio, se le
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rompieron las cinchas y quedó, sin silla, en pelota. Pero lo que él debió
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más de sentir fue que, viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se
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les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron que le
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derribaron malparado en el suelo.
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Ya en esto don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto,
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llegaban ijadeando; y dijo don Quijote a Sancho:
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-A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y
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de baja ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar a tomar la debida
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venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a
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Rocinante.
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-¿Qué diablos de venganza hemos de tomar -respondió Sancho-, si éstos son
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más de veinte y nosotros no más de dos, y aun, quizá, nosotros sino uno y
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medio?
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-Yo valgo por ciento -replicó don Quijote.
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Y, sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los
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gallegos, y lo mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su
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amo. Y, a las primeras, dio don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió
|
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un sayo de cuero de que venía vestido, con gran parte de la espalda.
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Los gallegos, que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo
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ellos tantos, acudieron a sus estacas, y, cogiendo a los dos en medio,
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comenzaron a menudear sobre ellos con grande ahínco y vehemencia. Verdad es
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que al segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mesmo le avino a
|
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don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo; y quiso su
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ventura que viniese a caer a los pies de Rocinante, que aún no se había
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levantado; donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas
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en manos rústicas y enojadas.
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Viendo, pues, los gallegos el mal recado que habían hecho, con la mayor
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presteza que pudieron, cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a
|
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los dos aventureros de mala traza y de peor talante.
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El primero que se resintió fue Sancho Panza; y, hallándose junto a su
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señor, con voz enferma y lastimada, dijo:
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-¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don Quijote!
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-¿Qué quieres, Sancho hermano? -respondió don Quijote con el mesmo tono
|
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afeminado y doliente que Sancho.
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-Querría, si fuese posible -respondió Sancho Panza-, que vuestra merced me
|
|
diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra
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merced ahí a mano. Quizá será de provecho para los quebrantamientos de
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|
huesos como lo es para las feridas.
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-Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? -respondió don
|
|
Quijote-. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que
|
|
antes que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de
|
|
tener en mi poder, o mal me han de andar las manos.
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-Pues, ¿en cuántos le parece a vuestra merced que podremos mover los pies?
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|
-replicó Sancho Panza.
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-De mí sé decir -dijo el molido caballero don Quijote- que no sabré poner
|
|
término a esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no había de
|
|
poner mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como
|
|
yo; y así, creo que, en pena de haber pasado las leyes de la caballería, ha
|
|
permitido el dios de las batallas que se me diese este castigo. Por lo
|
|
cual, Sancho Panza, conviene que estés advertido en esto que ahora te diré,
|
|
porque importa mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando veas que
|
|
semejante canalla nos hace algún agravio, no aguardes a que yo ponga mano
|
|
al espada para ellos, porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tú mano
|
|
a tu espada y castígalos muy a tu sabor; que si en su ayuda y defensa
|
|
acudieren caballeros, yo te sabré defender y ofendellos con todo mi poder;
|
|
que ya habrás visto por mil señales y experiencias hasta adónde se estiende
|
|
el valor de este mi fuerte brazo.
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Tal quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente
|
|
vizcaíno. Mas no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su amo que
|
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dejase de responder, diciendo:
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-Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimilar cualquiera
|
|
injuria, porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar. Así que, séale a
|
|
vuestra merced también aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna
|
|
manera pondré mano a la espada, ni contra villano ni contra caballero; y
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|
que, desde aquí para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho
|
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y han de hacer: ora me los haya hecho, o haga o haya de hacer, persona alta
|
|
o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado ni condición
|
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alguna.
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|
Lo cual oído por su amo, le respondió:
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-Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el
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|
dolor que tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte a
|
|
entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá, pecador; si el viento
|
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de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve,
|
|
llevándonos las velas del deseo para que seguramente y sin contraste alguno
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tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería
|
|
de ti si, ganándola yo, te hiciese señor della? Pues ¿lo vendrás a
|
|
imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni
|
|
intención de vengar tus injurias y defender tu señorío? Porque has de saber
|
|
que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están tan
|
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quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor que no
|
|
se tengan temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo
|
|
las cosas, y volver, como dicen, a probar ventura; y así, es menester que
|
|
el nuevo posesor tenga entendimiento para saberse gobernar, y valor para
|
|
ofender y defenderse en cualquiera acontecimiento.
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-En este que ahora nos ha acontecido -respondió Sancho-, quisiera yo tener
|
|
ese entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas yo le juro, a fe
|
|
de pobre hombre, que más estoy para bizmas que para pláticas. Mire vuestra
|
|
merced si se puede levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece,
|
|
porque él fue la causa principal de todo este molimiento. Jamás tal creí de
|
|
Rocinante, que le tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin,
|
|
bien dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas,
|
|
y que no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas
|
|
tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado
|
|
caballero andante, había de venir, por la posta y en seguimiento suyo, esta
|
|
tan grande tempestad de palos que ha descargado sobre nuestras espaldas?
|
|
-Aun las tuyas, Sancho -replicó don Quijote-, deben de estar hechas a
|
|
semejantes nublados; pero las mías, criadas entre sinabafas y holandas,
|
|
claro está que sentirán más el dolor desta desgracia. Y si no fuese porque
|
|
imagino..., ¿qué digo imagino?, sé muy cierto, que todas estas
|
|
incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría
|
|
morir de puro enojo.
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|
A esto replicó el escudero:
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|
-Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame
|
|
vuestra merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos limitados
|
|
en que acaecen; porque me parece a mí que a dos cosechas quedaremos
|
|
inútiles para la tercera, si Dios, por su infinita misericordia, no nos
|
|
socorre.
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|
-Sábete, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que la vida de los
|
|
caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras; y, ni más ni
|
|
menos, está en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y
|
|
emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos
|
|
caballeros, de cuyas historias yo tengo entera noticia. Y pudiérate contar
|
|
agora, si el dolor me diera lugar, de algunos que, sólo por el valor de su
|
|
brazo, han subido a los altos grados que he contado; y estos mesmos se
|
|
vieron antes y después en diversas calamidades y miserias. Porque el
|
|
valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcaláus el
|
|
encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio, teniéndole
|
|
preso, más de docientos azotes con las riendas de su caballo, atado a una
|
|
coluna de un patio. Y aun hay un autor secreto, y de no poco crédito, que
|
|
dice que, habiendo cogido al Caballero del Febo con una cierta trampa que
|
|
se le hundió debajo de los pies, en un cierto castillo, y al caer, se halló
|
|
en una honda sima debajo de tierra, atado de pies y manos, y allí le
|
|
echaron una destas que llaman melecinas, de agua de nieve y arena, de lo
|
|
que llegó muy al cabo; y si no fuera socorrido en aquella gran cuita de un
|
|
sabio grande amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. Ansí que,
|
|
bien puedo yo pasar entre tanta buena gente; que mayores afrentas son las
|
|
que éstos pasaron, que no las que ahora nosotros pasamos. Porque quiero
|
|
hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los
|
|
instrumentos que acaso se hallan en las manos; y esto está en la ley del
|
|
duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero da a otro con la
|
|
horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por
|
|
eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella. Digo esto porque
|
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no pienses que, puesto que quedamos desta pendencia molidos, quedamos
|
|
afrentados; porque las armas que aquellos hombres traían, con que nos
|
|
machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se me
|
|
acuerda, tenía estoque, espada ni puñal.
|
|
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|
-No me dieron a mí lugar -respondió Sancho- a que mirase en tanto; porque,
|
|
apenas puse mano a mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus
|
|
pinos, de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los
|
|
pies, dando conmigo adonde ahora yago, y adonde no me da pena alguna el
|
|
pensar si fue afrenta o no lo de los estacazos, como me la da el dolor de
|
|
los golpes, que me han de quedar tan impresos en la memoria como en las
|
|
espaldas.
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|
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|
-Con todo eso, te hago saber, hermano Panza -replicó don Quijote-, que no
|
|
hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma.
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-Pues, ¿qué mayor desdicha puede ser -replicó Panza- de aquella que aguarda
|
|
al tiempo que la consuma y a la muerte que la acabe? Si esta nuestra
|
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desgracia fuera de aquellas que con un par de bizmas se curan, aun no tan
|
|
malo; pero voy viendo que no han de bastar todos los emplastos de un
|
|
hospital para ponerlas en buen término siquiera.
|
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-Déjate deso y saca fuerzas de flaqueza, Sancho -respondió don Quijote-,
|
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que así haré yo, y veamos cómo está Rocinante; que, a lo que me parece, no
|
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le ha cabido al pobre la menor parte desta desgracia.
|
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-No hay de qué maravillarse deso -respondió Sancho-, siendo él tan buen
|
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caballero andante; de lo que yo me maravillo es de que mi jumento haya
|
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quedado libre y sin costas donde nosotros salimos sin costillas.
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-Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar
|
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remedio a ellas -dijo don Quijote-. Dígolo porque esa bestezuela podrá
|
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suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome a mí desde aquí a algún
|
|
castillo donde sea curado de mis feridas. Y más, que no tendré a deshonra
|
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la tal caballería, porque me acuerdo haber leído que aquel buen viejo
|
|
Sileno, ayo y pedagogo del alegre dios de la risa, cuando entró en la
|
|
ciudad de las cien puertas iba, muy a su placer, caballero sobre un muy
|
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hermoso asno.
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-Verdad será que él debía de ir caballero, como vuestra merced dice
|
|
-respondió Sancho-, pero hay grande diferencia del ir caballero al ir
|
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atravesado como costal de basura.
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A lo cual respondió don Quijote:
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-Las feridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan.
|
|
Así que, Panza amigo, no me repliques más, sino, como ya te he dicho,
|
|
levántate lo mejor que pudieres y ponme de la manera que más te agradare
|
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encima de tu jumento, y vamos de aquí antes que la noche venga y nos saltee
|
|
en este despoblado.
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-Pues yo he oído decir a vuestra merced -dijo Panza- que es muy de
|
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caballeros andantes el dormir en los páramos y desiertos lo más del año, y
|
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que lo tienen a mucha ventura.
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-Eso es -dijo don Quijote- cuando no pueden más, o cuando están enamorados;
|
|
y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha estado sobre una
|
|
peña, al sol y a la sombra, y a las inclemencias del cielo, dos años, sin
|
|
que lo supiese su señora. Y uno déstos fue Amadís, cuando, llamándose
|
|
Beltenebros, se alojó en la Peña Pobre, ni sé si ocho años o ocho meses,
|
|
que no estoy muy bien en la cuenta: basta que él estuvo allí haciendo
|
|
penitencia, por no sé qué sinsabor que le hizo la señora Oriana. Pero
|
|
dejemos ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda otra desgracia al
|
|
jumento, como a Rocinante.
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|
-Aun ahí sería el diablo -dijo Sancho.
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|
Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta sospiros, y ciento y veinte pésetes
|
|
y reniegos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado
|
|
en la mitad del camino, como arco turquesco, sin poder acabar de
|
|
enderezarse; y con todo este trabajo aparejó su asno, que también había
|
|
andado algo destraído con la demasiada libertad de aquel día. Levantó luego
|
|
a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro que
|
|
Sancho ni su amo no le fueran en zaga.
|
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|
En resolución, Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de reata a
|
|
Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se encaminó, poco más a menos,
|
|
hacia donde le pareció que podía estar el camino real. Y la suerte, que sus
|
|
cosas de bien en mejor iba guiando, aún no hubo andado una pequeña legua,
|
|
cuando le deparó el camino, en el cual descubrió una venta que, a pesar
|
|
suyo y gusto de don Quijote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que era
|
|
venta, y su amo que no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que tuvieron
|
|
lugar, sin acabarla, de llegar a ella, en la cual Sancho se entró, sin más
|
|
averiguación, con toda su recua.
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Capítulo XVI. De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él
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|
imaginaba ser castillo
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El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho
|
|
qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una
|
|
caída de una peña abajo, y que venía algo brumadas las costillas. Tenía el
|
|
ventero por mujer a una, no de la condición que suelen tener las de
|
|
semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolía de las
|
|
calamidades de sus prójimos; y así, acudió luego a curar a don Quijote y
|
|
hizo que una hija suya, doncella, muchacha y de muy buen parecer, la
|
|
ayudase a curar a su huésped. Servía en la venta, asimesmo, una moza
|
|
asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta
|
|
y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las
|
|
demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las
|
|
espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo
|
|
que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos
|
|
hicieron una muy mala cama a don Quijote en un camaranchón que, en otros
|
|
tiempos, daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años.
|
|
En la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más
|
|
allá de la de nuestro don Quijote. Y, aunque era de las enjalmas y mantas
|
|
de sus machos, hacía mucha ventaja a la de don Quijote, que sólo contenía
|
|
cuatro mal lisas tablas, sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que
|
|
en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran
|
|
de lana por algunas roturas, al tiento, en la dureza, semejaban de
|
|
guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada, cuyos
|
|
hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta.
|
|
En esta maldita cama se acostó don Quijote, y luego la ventera y su hija le
|
|
emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba
|
|
la asturiana; y, como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a
|
|
partes a don Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.
|
|
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|
-No fueron golpes -dijo Sancho-, sino que la peña tenía muchos picos y
|
|
tropezones.
|
|
|
|
Y que cada uno había hecho su cardenal. Y también le dijo:
|
|
|
|
-Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no
|
|
faltará quien las haya menester; que también me duelen a mí un poco los
|
|
lomos.
|
|
|
|
-Desa manera -respondió la ventera-, también debistes vos de caer.
|
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|
|
-No caí -dijo Sancho Panza-, sino que del sobresalto que tomé de ver caer a
|
|
mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo que me parece que me han dado
|
|
mil palos.
|
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|
-Bien podrá ser eso -dijo la doncella-; que a mí me ha acontecido muchas
|
|
veces soñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al
|
|
suelo, y, cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida y quebrantada
|
|
como si verdaderamente hubiera caído.
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|
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|
-Ahí está el toque, señora -respondió Sancho Panza-: que yo, sin soñar
|
|
nada, sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos
|
|
cardenales que mi señor don Quijote.
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-¿Cómo se llama este caballero? -preguntó la asturiana Maritornes.
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-Don Quijote de la Mancha -respondió Sancho Panza-, y es caballero
|
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aventurero, y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se
|
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han visto en el mundo.
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-¿Qué es caballero aventurero? -replicó la moza.
|
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-¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos? -respondió Sancho
|
|
Panza-. Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que
|
|
en dos palabras se ve apaleado y emperador. Hoy está la más desdichada
|
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criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendría dos o tres
|
|
coronas de reinos que dar a su escudero.
|
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|
-Pues, ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor -dijo la ventera-, no
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tenéis, a lo que parece, siquiera algún condado?
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-Aún es temprano -respondió Sancho-, porque no ha sino un mes que andamos
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buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo
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sea. Y tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra. Verdad es que, si
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mi señor don Quijote sana desta herida o caída y yo no quedo contrecho
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della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de España.
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Todas estas pláticas estaba escuchando, muy atento, don Quijote, y,
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sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo:
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-Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado
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en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo,
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es por lo que suele decirse que la alabanza propria envilece; pero mi
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escudero os dirá quién soy. Sólo os digo que tendré eternamente escrito en
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mi memoria el servicio que me habedes fecho, para agradecéroslo mientras la
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vida me durare; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera
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tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata
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que digo entre mis dientes; que los desta fermosa doncella fueran señores
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de mi libertad.
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Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las
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razones del andante caballero, que así las entendían como si hablara en
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griego, aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y
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requiebros; y, como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y
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admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se usaban; y,
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agradeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron; y la
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asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su
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amo.
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Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían
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juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los
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huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en
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cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes
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palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo
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alguno; porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en
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aquel ejercicio de servir en la venta, porque decía ella que desgracias y
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malos sucesos la habían traído a aquel estado.
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El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero
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en mitad de aquel estrellado establo, y luego, junto a él, hizo el suyo
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Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes
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mostraba ser de anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos dos lechos el
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del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas y todo el adorno
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de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y
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famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el
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autor desta historia, que deste arriero hace particular mención, porque le
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conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de
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que Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en
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todas las cosas; y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con
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ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde
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podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones
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tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los labios, dejándose en
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el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo más sustancial de
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la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel
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del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas; y con qué
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puntualidad lo describen todo!
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Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el
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segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su
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puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque
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procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote,
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con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la
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venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba
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una lámpara que colgada en medio del portal ardía.
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Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero
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traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su
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desgracia, le trujo a la imaginación una de las estrañas locuras que
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buenamente imaginarse pueden. Y fue que él se imaginó haber llegado a un
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famoso castillo -que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas
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las ventas donde alojaba-, y que la hija del ventero lo era del señor del
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castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél y
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prometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendría a yacer con él
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una buena pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado,
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por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso
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trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no
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cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina
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Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.
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Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora -que para
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él fue menguada- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y
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descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos y
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atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban en busca del
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arriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y,
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sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas,
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tendió los brazos para recebir a su fermosa doncella. La asturiana, que,
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toda recogida y callando, iba con las manos delante buscando a su querido,
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topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una
|
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muñeca y, tirándola hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo
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sentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de
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harpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las
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muñecas unas cuentas de vidro, pero a él le dieron vislumbres de preciosas
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perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él
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los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del
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mesmo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada
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fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor
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suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma
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traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino
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a ver el mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos
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que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el
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tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no
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le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera
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arriero; antes, le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la
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hermosura. Y, teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a
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decir:
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-Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar
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tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes
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fecho, pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los
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buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado que,
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aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y
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|
más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe
|
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que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más
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escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo
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tan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que
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vuestra gran bondad me ha puesto.
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Maritornes estaba congojadísima y trasudando, de verse tan asida de don
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Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía,
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procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, a quien
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tenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la
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puerta, la sintió; estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote
|
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decía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por
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otro, se fue llegando más al lecho de don Quijote, y estúvose quedo hasta
|
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ver en qué paraban aquellas razones, que él no podía entender. Pero, como
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vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba por
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tenella, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargó
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tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero,
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que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió
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encima de las costillas, y con los pies más que de trote, se las paseó
|
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todas de cabo a cabo.
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El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo
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sufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido
|
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despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de
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Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía. Con esta
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sospecha se levantó, y, encendiendo un candil, se fue hacia donde había
|
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sentido la pelaza. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición
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terrible, toda medrosica y alborotada, se acogió a la cama de Sancho Panza,
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que aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró
|
|
diciendo:
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-¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas éstas.
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En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó
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|
que tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre
|
|
otras alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor,
|
|
echando a rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas que, a su
|
|
despecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera y
|
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sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y
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comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.
|
|
Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba
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su dama, dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo
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mismo hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigar
|
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a la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella
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armonía. Y así como suele decirse: el gato al rato, el rato a la cuerda, la
|
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cuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él,
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|
el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa que no se daban
|
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punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y,
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como quedaron ascuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto que, a
|
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doquiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana.
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Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de
|
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la Santa Hermandad Vieja de Toledo, el cual, oyendo ansimesmo el estraño
|
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estruendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus
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títulos, y entró ascuras en el aposento, diciendo:
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-¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa Hermandad!
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Y el primero con quien topó fue con el apuñeado de don Quijote, que estaba
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en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno, y,
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echándole a tiento mano a las barbas, no cesaba de decir:
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-¡Favor a la justicia!
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Pero, viendo que el que tenía asido no se bullía ni meneaba, se dio a
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entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus
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matadores; y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo:
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-¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie, que han muerto
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aquí a un hombre!
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Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que
|
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le tomó la voz. Retiróse el ventero a su aposento, el arriero a sus
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enjalmas, la moza a su rancho; solos los desventurados don Quijote y Sancho
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no se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la
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barba de don Quijote, y salió a buscar luz para buscar y prender los
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delincuentes; mas no la halló, porque el ventero, de industria, había
|
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muerto la lámpara cuando se retiró a su estancia, y fuele forzoso acudir a
|
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la chimenea, donde, con mucho trabajo y tiempo, encendió el cuadrillero
|
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otro candil.
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Capítulo XVII. Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo
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don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su
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mal, pensó que era castillo
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Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote, y, con el mesmo
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tono de voz con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba
|
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tendido en el val de las estacas, le comenzó a llamar, diciendo:
|
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-Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
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-¿Qué tengo de dormir, pesia a mí -respondió Sancho, lleno de pesadumbre y
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de despecho-; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo
|
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esta noche?
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-Puédeslo creer ansí, sin duda -respondió don Quijote-, porque, o yo sé
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|
poco, o este castillo es encantado. Porque has de saber... Mas, esto que
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|
ahora quiero decirte hasme de jurar que lo tendrás secreto hasta después de
|
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mi muerte.
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-Sí juro -respondió Sancho.
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-Dígolo -replicó don Quijote-, porque soy enemigo de que se quite la honra
|
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a nadie.
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-Digo que sí juro -tornó a decir Sancho- que lo callaré hasta después de
|
|
los días de vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir mañana.
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|
-¿Tan malas obras te hago, Sancho -respondió don Quijote-, que me querrías
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ver muerto con tanta brevedad?
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-No es por eso -respondió Sancho-, sino porque soy enemigo de guardar mucho
|
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las cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas.
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-Sea por lo que fuere -dijo don Quijote-; que más fío de tu amor y de tu
|
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cortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más
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|
estrañas aventuras que yo sabré encarecer; y, por contártela en breve,
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|
sabrás que poco ha que a mí vino la hija del señor deste castillo, que es
|
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la más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede
|
|
hallar. ¿Qué te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su gallardo
|
|
entendimiento? ¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo
|
|
a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio? Sólo
|
|
te quiero decir que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me
|
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había puesto en las manos, o quizá, y esto es lo más cierto, que, como
|
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tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella
|
|
en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni supiese por
|
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dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante
|
|
y asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en
|
|
sangre; y después me molió de tal suerte que estoy peor que ayer cuando los
|
|
gallegos, que, por demasías de Rocinante, nos hicieron el agravio que
|
|
sabes. Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella le
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|
debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí.
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|
-Ni para mí tampoco -respondió Sancho-, porque más de cuatrocientos moros
|
|
me han aporreado a mí, de manera que el molimiento de las estacas fue
|
|
tortas y pan pintado. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y rara
|
|
aventura, habiendo quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menos
|
|
mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho,
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|
pero yo, ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recebir en toda mi
|
|
vida? ¡Desdichado de mí y de la madre que me parió, que ni soy caballero
|
|
andante, ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la
|
|
mayor parte!
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|
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-Luego, ¿también estás tú aporreado? -respondió don Quijote.
|
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|
|
-¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? -dijo Sancho.
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|
-No tengas pena, amigo -dijo don Quijote-, que yo haré agora el bálsamo
|
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precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
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|
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que
|
|
pensaba que era muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en
|
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camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala
|
|
cara, preguntó a su amo:
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|
-Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a
|
|
castigar, si se dejó algo en el tintero?
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-No puede ser el moro -respondió don Quijote-, porque los encantados no se
|
|
dejan ver de nadie.
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|
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-Si no se dejan ver, déjanse sentir -dijo Sancho-; si no, díganlo mis
|
|
espaldas.
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|
-También lo podrían decir las mías -respondió don Quijote-, pero no es
|
|
bastante indicio ése para creer que este que se vee sea el encantado moro.
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|
Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando en tan sosegada
|
|
conversación, quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se estaba
|
|
boca arriba, sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse a él
|
|
el cuadrillero y díjole:
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|
-Pues, ¿cómo va, buen hombre?
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|
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|
-Hablara yo más bien criado -respondió don Quijote-, si fuera que vos.
|
|
¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes,
|
|
majadero?
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|
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer,
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|
no lo pudo sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don
|
|
Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado;
|
|
y, como todo quedó ascuras, salióse luego; y Sancho Panza dijo:
|
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|
-Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe de guardar el
|
|
tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los
|
|
candilazos.
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|
-Así es -respondió don Quijote-, y no hay que hacer caso destas cosas de
|
|
encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como
|
|
son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque más
|
|
lo procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta
|
|
fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero
|
|
para hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he bien
|
|
menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma
|
|
me ha dado.
|
|
|
|
Levántose Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue ascuras donde estaba
|
|
el ventero; y, encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en
|
|
qué paraba su enemigo, le dijo:
|
|
|
|
-Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un
|
|
poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los
|
|
mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella
|
|
cama, malferido por las manos del encantado moro que está en esta venta.
|
|
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y, porque
|
|
ya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y, llamando al
|
|
ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de
|
|
cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos
|
|
en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más
|
|
mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era
|
|
sangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.
|
|
En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto,
|
|
mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que
|
|
estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y, como no la
|
|
hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja
|
|
de lata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre la
|
|
alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y
|
|
credos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todo
|
|
lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya el
|
|
arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos.
|
|
Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquel
|
|
precioso bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudo
|
|
caber en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi media
|
|
azumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que
|
|
no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le
|
|
dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen
|
|
solo. Hiciéronlo ansí, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las
|
|
cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor
|
|
de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyó que
|
|
había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía
|
|
acometer desde allí adelante, sin temor alguno, cualesquiera ruinas,
|
|
batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen.
|
|
|
|
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que
|
|
le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad.
|
|
Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor
|
|
talante, se la echó a pechos, y envasó bien poco menos que su amo. Es,
|
|
pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado
|
|
como el de su amo, y así, primero que vomitase, le dieron tantas ansias y
|
|
bascas, con tantos trasudores y desmayos que él pensó bien y verdaderamente
|
|
que era llegada su última hora; y, viéndose tan afligido y congojado,
|
|
maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Viéndole así don
|
|
Quijote, le dijo:
|
|
|
|
-Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero,
|
|
porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo
|
|
son.
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|
-Si eso sabía vuestra merced -replicó Sancho-, ¡mal haya yo y toda mi
|
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parentela!, ¿para qué consintió que lo gustase?
|
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|
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En esto, hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero a
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desaguarse por entrambas canales, con tanta priesa que la estera de enea,
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sobre quien se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que se
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cubría, fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos y
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accidentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la
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vida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las
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cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podía
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tener.
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Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso
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partirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí
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se tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor y
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amparo; y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo. Y
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así, forzado deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó al
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jumento de su escudero, a quien también ayudó a vestir y a subir en el
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asno. Púsose luego a caballo, y, llegándose a un rincón de la venta, asió
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de un lanzón que allí estaba, para que le sirviese de lanza.
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Estábanle mirando todos cuantos había en la venta, que pasaban de más de
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veinte personas; mirábale también la hija del ventero, y él también no
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quitaba los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un sospiro que
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parecía que le arrancaba de lo profundo de sus entrañas, y todos pensaban
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que debía de ser del dolor que sentía en las costillas; a lo menos,
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pensábanlo aquellos que la noche antes le habían visto bizmar.
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Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta, llamó
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al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo:
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-Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro
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castillo he recebido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los días
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de mi vida. Si os las puedo pagar en haceros vengado de algún soberbio que
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os haya fecho algún agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer a
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los que poco pueden, y vengar a los que reciben tuertos, y castigar
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alevosías. Recorred vuestra memoria, y si halláis alguna cosa deste jaez
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que encomendarme, no hay sino decilla; que yo os prometo, por la orden de
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caballero que recebí, de faceros satisfecho y pagado a toda vuestra
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voluntad.
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El ventero le respondió con el mesmo sosiego:
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-Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue
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ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece, cuando se me
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hacen. Sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche
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ha hecho en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de
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la cena y camas.
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-Luego, ¿venta es ésta? -replicó don Quijote.
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-Y muy honrada -respondió el ventero.
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-Engañado he vivido hasta aquí -respondió don Quijote-, que en verdad que
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pensé que era castillo, y no malo; pero, pues es ansí que no es castillo
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sino venta, lo que se podrá hacer por agora es que perdonéis por la paga,
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que yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los
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cuales sé cierto, sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario, que
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jamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les
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debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere,
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en pago del insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de noche
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y de día, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre,
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con calor y con frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todos
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los incómodos de la tierra.
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-Poco tengo yo que ver en eso -respondió el ventero-; págueseme lo que se
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me debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías, que yo no tengo cuenta
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con otra cosa que con cobrar mi hacienda.
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-Vos sois un sandio y mal hostalero -respondió don Quijote.
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Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando su lanzón, se salió de la
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venta sin que nadie le detuviese, y él, sin mirar si le seguía su escudero,
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se alongó un buen trecho.
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El ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho
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Panza, el cual dijo que, pues su señor no había querido pagar, que tampoco
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él pagaría; porque, siendo él escudero de caballero andante, como era, la
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mesma regla y razón corría por él como por su amo en no pagar cosa alguna
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en los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle que
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si no le pagaba, que lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho
|
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respondió que, por la ley de caballería que su amo había recebido, no
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pagaría un solo cornado, aunque le costase la vida; porque no había de
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perder por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se
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habían de quejar dél los escuderos de los tales que estaban por venir al
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mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero.
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Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba
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en la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del
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Potro de Córdoba y dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien
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intencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y
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movidos de un mesmo espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del asno,
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uno dellos entró por la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella,
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alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían
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menester para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenía por
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límite el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a
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levantarle en alto y a holgarse con él como con perro por carnestolendas.
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Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los
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oídos de su amo; el cual, determinándose a escuchar atentamente, creyó que
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alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que
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gritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un penado galope
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llegó a la venta, y, hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por
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donde entrar; pero no hubo llegado a las paredes del corral, que no eran
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muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía a su escudero. Viole
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bajar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza que, si la cólera le
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dejara, tengo para mí que se riera. Probó a subir desde el caballo a las
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bardas, pero estaba tan molido y quebrantado que aun apearse no pudo; y
|
|
así, desde encima del caballo, comenzó a decir tantos denuestos y baldones
|
|
a los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribillos; mas
|
|
no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho
|
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dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo
|
|
aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados le dejaron.
|
|
Trujéronle allí su asno, y, subiéndole encima, le arroparon con su gabán. Y
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la compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien
|
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socorrelle con un jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por ser más
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frío. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las voces que su amo
|
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le daba, diciendo:
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-¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí
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tengo el santísimo bálsamo -y enseñábale la alcuza del brebaje-, que con
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dos gotas que dél bebas sanarás sin duda.
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A estas voces volvió Sancho los ojos, como de través, y dijo con otras
|
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mayores:
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-¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o
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quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche?
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|
Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí.
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Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber todo fue uno; mas, como al
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primer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a Maritornes
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que se le trujese de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo
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pagó de su mesmo dinero; porque, en efecto, se dice della que, aunque
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estaba en aquel trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana.
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Así como bebió Sancho, dio de los carcaños a su asno, y, abriéndole la
|
|
puerta de la venta de par en par, se salió della, muy contento de no haber
|
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pagado nada y de haber salido con su intención, aunque había sido a costa
|
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de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el
|
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ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; mas Sancho
|
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no las echó menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la
|
|
puerta así como le vio fuera, mas no lo consintieron los manteadores, que
|
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eran gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros
|
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andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
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Capítulo XVIII. Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su
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señor Don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas
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Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado; tanto, que no podía arrear a su
|
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jumento. Cuando así le vio don Quijote, le dijo:
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|
-Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta, de que es
|
|
encantado sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo
|
|
contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo
|
|
esto por haber visto que, cuando estaba por las bardas del corral mirando
|
|
los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni
|
|
menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que
|
|
te juro, por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te
|
|
hiciera vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran
|
|
de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de
|
|
la caballería, que, como ya muchas veces te he dicho, no consienten que
|
|
caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su
|
|
propria vida y persona, en caso de urgente y gran necesidad.
|
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-También me vengara yo si pudiera, fuera o no fuera armado caballero, pero
|
|
no pude; aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eran
|
|
fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de
|
|
carne y hueso como nosotros; y todos, según los oí nombrar cuando me
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|
volteaban, tenían sus nombres: que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el
|
|
otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque el
|
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Zurdo. Así que, señor, el no poder saltar las bardas del corral, ni apearse
|
|
del caballo, en ál estuvo que en encantamentos. Y lo que yo saco en limpio
|
|
de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al cabo,
|
|
nos han de traer a tantas desventuras que no sepamos cuál es nuestro pie
|
|
derecho. Y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento,
|
|
fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo de la siega y de
|
|
entender en la hacienda, dejándonos de andar de Ceca en Meca y de zoca en
|
|
colodra, como dicen.
|
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|
-¡Qué poco sabes, Sancho -respondió don Quijote-, de achaque de caballería!
|
|
Calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán
|
|
honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué mayor contento
|
|
puede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer una
|
|
batalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna.
|
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|
-Así debe de ser -respondió Sancho-, puesto que yo no lo sé; sólo sé que,
|
|
después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no
|
|
hay para qué me cuente en tan honroso número), jamás hemos vencido batalla
|
|
alguna, si no fue la del vizcaíno, y aun de aquélla salió vuestra merced
|
|
con media oreja y media celada menos; que, después acá, todo ha sido palos
|
|
y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento
|
|
y haberme sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme,
|
|
para saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como
|
|
vuestra merced dice.
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-Ésa es la pena que yo tengo y la que tú debes tener, Sancho -respondió don
|
|
Quijote-; pero, de aquí adelante, yo procuraré haber a las manos alguna
|
|
espada hecha por tal maestría, que al que la trujere consigo no le puedan
|
|
hacer ningún género de encantamentos; y aun podría ser que me deparase la
|
|
ventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el Caballero de la Ardiente
|
|
Espada, que fue una de las mejores espadas que tuvo caballero en el mundo,
|
|
porque, fuera que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no
|
|
había armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase delante.
|
|
-Yo soy tan venturoso -dijo Sancho- que, cuando eso fuese y vuestra merced
|
|
viniese a hallar espada semejante, sólo vendría a servir y aprovechar a los
|
|
armados caballeros, como el bálsamo; y los escuderos, que se los papen
|
|
duelos.
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|
-No temas eso, Sancho -dijo don Quijote-, que mejor lo hará el cielo
|
|
contigo.
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|
Es estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote
|
|
que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda;
|
|
y, en viéndola, se volvió a Sancho y le dijo:
|
|
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|
-Éste es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene
|
|
guardado mi suerte; éste es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto
|
|
como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras
|
|
que queden escritas en el libro de la Fama por todos los venideros siglos.
|
|
¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de
|
|
un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí
|
|
viene marchando.
|
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|
|
-A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-, porque desta parte contraria
|
|
se levanta asimesmo otra semejante polvareda.
|
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|
|
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así era la verdad; y, alegrándose
|
|
sobremanera, pensó, sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a
|
|
embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura; porque
|
|
tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas,
|
|
encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de
|
|
caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era
|
|
encaminado a cosas semejantes. Y la polvareda que había visto la levantaban
|
|
dos grandes manadas de ovejas y carneros que, por aquel mesmo camino, de
|
|
dos diferentes partes venían, las cuales, con el polvo, no se echaron de
|
|
ver hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba don Quijote que
|
|
eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer y a decirle:
|
|
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|
-Señor, ¿pues qué hemos de hacer nosotros?
|
|
|
|
-¿Qué? -dijo don Quijote-: favorecer y ayudar a los menesterosos y
|
|
desvalidos. Y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente
|
|
le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla
|
|
Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha es el de su enemigo, el rey
|
|
de los garamantas, Pentapolén del Arremangado Brazo, porque siempre entra
|
|
en las batallas con el brazo derecho desnudo.
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-Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? -preguntó Sancho.
|
|
-Quierénse mal -respondió don Quijote- porque este Alefanfarón es un
|
|
foribundo pagano y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy
|
|
fermosa y además agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se la
|
|
quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta
|
|
Mahoma y se vuelve a la suya.
|
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-¡Para mis barbas -dijo Sancho-, si no hace muy bien Pentapolín, y que le
|
|
tengo de ayudar en cuanto pudiere!
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|
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|
-En eso harás lo que debes, Sancho -dijo don Quijote-, porque, para entrar
|
|
en batallas semejantes, no se requiere ser armado caballero.
|
|
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|
-Bien se me alcanza eso -respondió Sancho-, pero, ¿dónde pondremos a este
|
|
asno que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega? Porque
|
|
el entrar en ella en semejante caballería no creo que está en uso hasta
|
|
agora.
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-Así es verdad -dijo don Quijote-. Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus
|
|
aventuras, ora se pierda o no, porque serán tantos los caballos que
|
|
tendremos, después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante
|
|
no le trueque por otro. Pero estáme atento y mira, que te quiero dar cuenta
|
|
de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen. Y,
|
|
para que mejor los veas y notes, retirémonos a aquel altillo que allí se
|
|
hace, de donde se deben de descubrir los dos ejércitos.
|
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|
Hiciéronlo ansí, y pusierónse sobre una loma, desde la cual se vieran bien
|
|
las dos manadas que a don Quijote se le hicieron ejército, si las nubes del
|
|
polvo que levantaban no les turbara y cegara la vista; pero, con todo esto,
|
|
viendo en su imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó
|
|
a decir:
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|
|
-Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el escudo un
|
|
león coronado, rendido a los pies de una doncella, es el valeroso
|
|
Laurcalco, señor de la Puente de Plata; el otro de las armas de las flores
|
|
de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en campo azul, es el
|
|
temido Micocolembo, gran duque de Quirocia; el otro de los miembros
|
|
giganteos, que está a su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbarán
|
|
de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de
|
|
serpiente, y tiene por escudo una puerta que, según es fama, es una de las
|
|
del templo que derribó Sansón, cuando con su muerte se vengó de sus
|
|
enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte y verás delante y en la
|
|
frente destotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de
|
|
Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas
|
|
partidas a cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el
|
|
escudo un gato de oro en campo leonado, con una letra que dice: Miau, que
|
|
es el principio del nombre de su dama, que, según se dice, es la sin par
|
|
Miulina, hija del duque Alfeñiquén del Algarbe; el otro, que carga y oprime
|
|
los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas
|
|
y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación
|
|
francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique; el otro,
|
|
que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y ligera
|
|
cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso duque de
|
|
Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una
|
|
esparraguera, con una letra en castellano que dice así: Rastrea mi suerte.
|
|
Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro
|
|
escuadrón, que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores,
|
|
empresas y motes de improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista
|
|
locura; y, sin parar, prosiguió diciendo:
|
|
|
|
-A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí
|
|
están los que bebían las dulces aguas del famoso Janto; los montuosos que
|
|
pisan los masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo oro en la
|
|
felice Arabia; los que gozan las famosas y frescas riberas del claro
|
|
Termodonte; los que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo;
|
|
los númidas, dudosos en sus promesas; los persas, arcos y flechas famosos;
|
|
los partos, los medos, que pelean huyendo; los árabes, de mudables casas;
|
|
los citas, tan crueles como blancos; los etiopes, de horadados labios, y
|
|
otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los
|
|
nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben las
|
|
corrientes cristalinas del olivífero Betis; los que tersan y pulen sus
|
|
rostros con el licor del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan las
|
|
provechosas aguas del divino Genil; los que pisan los tartesios campos, de
|
|
pastos abundantes; los que se alegran en los elíseos jerezanos prados; los
|
|
manchegos, ricos y coronados de rubias espigas; los de hierro vestidos,
|
|
reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso
|
|
por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan en las
|
|
estendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso;
|
|
los que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos
|
|
del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y
|
|
encierra.
|
|
|
|
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a
|
|
cada una, con maravillosa presteza, los atributos que le pertenecían, todo
|
|
absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos!
|
|
Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y, de
|
|
cuando en cuando, volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes
|
|
que su amo nombraba; y, como no descubría a ninguno, le dijo:
|
|
|
|
-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos
|
|
vuestra merced dice parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo; quizá
|
|
todo debe ser encantamento, como las fantasmas de anoche.
|
|
|
|
-¿Cómo dices eso? -respondió don Quijote-. ¿No oyes el relinchar de los
|
|
caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores?
|
|
|
|
-No oigo otra cosa -respondió Sancho- sino muchos balidos de ovejas y
|
|
carneros.
|
|
|
|
Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
|
|
|
|
-El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace, Sancho, que ni veas ni
|
|
oyas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos
|
|
y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes,
|
|
retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la
|
|
parte a quien yo diere mi ayuda.
|
|
|
|
Y, diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante, y, puesta la lanza en el
|
|
ristre, bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho, diciéndole:
|
|
-¡Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote, que voto a Dios que son
|
|
carneros y ovejas las que va a embestir! ¡Vuélvase, desdichado del padre
|
|
que me engendró! ¿Qué locura es ésta? Mire que no hay gigante ni caballero
|
|
alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules
|
|
ni endiablados. ¿Qué es lo que hace? ¡Pecador soy yo a Dios!
|
|
|
|
Ni por ésas volvió don Quijote; antes, en altas voces, iba diciendo:
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-¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del
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valeroso emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos: veréis
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cuán fácilmente le doy venganza de su enemigo Alefanfarón de la Trapobana!
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Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de
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alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus
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mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían
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dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que no aprovechaban,
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desciñéronse las hondas y comenzaron a saludalle los oídos con piedras como
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el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes, discurriendo a
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todas partes, decía:
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-¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón? Vente a mí; que un caballero solo soy,
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que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena
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de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta.
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Llegó en esto una peladilla de arroyo, y, dándole en un lado, le sepultó
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dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que
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estaba muerto o malferido, y, acordándose de su licor, sacó su alcuza y
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púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el estómago; mas, antes que
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acabase de envasar lo que a él le parecía que era bastante, llegó otra
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almendra y diole en la mano y en el alcuza tan de lleno que se la hizo
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pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y
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machucándole malamente dos dedos de la mano.
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Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre
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caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y
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creyeron que le habían muerto; y así, con mucha priesa, recogieron su
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ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y, sin
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averiguar otra cosa, se fueron.
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Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que
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su amo hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en
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que la fortuna se le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el
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suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a
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él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y
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díjole:
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-¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a
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acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?
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-Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo.
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Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que
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quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que
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yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos
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en manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te
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desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos
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bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en
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su ser primero, y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos,
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como yo te los pinté primero... Pero no vayas agora, que he menester tu
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favor y ayuda; llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que
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me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.
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Llegóse Sancho tan cerca que casi le metía los ojos en la boca, y fue a
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tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote; y, al
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tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una
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escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del
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compasivo escudero.
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-¡Santa María! -dijo Sancho-, ¿y qué es esto que me ha sucedido? Sin duda,
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este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca.
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Pero, reparando un poco más en ello, echó de ver en la color, sabor y olor,
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que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto
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beber; y fue tanto el asco que tomó que, revolviéndosele el estómago,
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vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de
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perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con qué
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limpiarse y con qué curar a su amo; y, como no las halló, estuvo a punto de
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perder el juicio. Maldíjose de nuevo, y propuso en su corazón de dejar a su
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amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las
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esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.
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Levantóse en esto don Quijote, y, puesta la mano izquierda en la boca,
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porque no se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas
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de Rocinante, que nunca se había movido de junto a su amo -tal era de leal
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y bien acondicionado-, y fuese adonde su escudero estaba, de pechos sobre
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su asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo además. Y,
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viéndole don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta tristeza, le
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dijo:
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-Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro.
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Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de
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serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible
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que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo
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durado mucho el mal, el bien está ya cerca. Así que, no debes congojarte
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por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe parte dellas.
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-¿Cómo no? -respondió Sancho-. Por ventura, el que ayer mantearon, ¿era
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otro que el hijo de mi padre? Y las alforjas que hoy me faltan, con todas
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mis alhajas, ¿son de otro que del mismo?
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-¿Que te faltan las alforjas, Sancho? -dijo don Quijote.
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-Sí que me faltan -respondió Sancho.
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-Dese modo, no tenemos qué comer hoy -replicó don Quijote.
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-Eso fuera -respondió Sancho- cuando faltaran por estos prados las yerbas
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que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas
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los tan malaventurados andantes caballeros como vuestra merced es.
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-Con todo eso -respondió don Quijote-, tomara yo ahora más aína un cuartal
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de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas
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describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna. Mas,
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con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí; que
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Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más
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andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del
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aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua; y es
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tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve
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sobre los injustos y justos.
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-Más bueno era vuestra merced -dijo Sancho- para predicador que para
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caballero andante.
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-De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho -dijo don
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Quijote-, porque caballero andante hubo en los pasados siglos que así se
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paraba a hacer un sermón o plática, en mitad de un campo real, como si
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fuera graduado por la Universidad de París; de donde se infiere que nunca
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la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza.
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-Ahora bien, sea así como vuestra merced dice -respondió Sancho-, vamos
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ahora de aquí, y procuremos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea
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en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros
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encantados; que si los hay, daré al diablo el hato y el garabato.
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-Pídeselo tú a Dios, hijo -dijo don Quijote-, y guía tú por donde
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quisieres, que esta vez quiero dejar a tu eleción el alojarnos. Pero dame
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acá la mano y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas
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me faltan deste lado derecho de la quijada alta, que allí siento el dolor.
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Metió Sancho los dedos, y, estándole tentando, le dijo:
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-¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte?
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-Cuatro -respondió don Quijote-, fuera de la cordal, todas enteras y muy
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sanas.
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-Mire vuestra merced bien lo que dice, señor -respondió Sancho.
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-Digo cuatro, si no eran cinco -respondió don Quijote-, porque en toda mi
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vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído ni comido
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de neguijón ni de reuma alguna.
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-Pues en esta parte de abajo -dijo Sancho- no tiene vuestra merced más de
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dos muelas y media, y en la de arriba, ni media ni ninguna, que toda está
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rasa como la palma de la mano.
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-¡Sin ventura yo! -dijo don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su
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escudero le daba-, que más quisiera que me hubieran derribado un brazo,
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como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca
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sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un
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diente que un diamante. Mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos
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la estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré
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al paso que quisieres.
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Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que podía hallar
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acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy seguido.
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Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de don Quijote
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no le dejaba sosegar ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y
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divertille diciéndole alguna cosa; y, entre otras que le dijo, fue lo que
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se dirá en el siguiente capítulo.
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Capítulo XIX. De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de
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la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos
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famosos
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-Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han
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sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra
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merced contra la orden de su caballería, no habiendo cumplido el juramento
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que hizo de no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo
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aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar
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aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo
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bien.
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-Tienes mucha razón, Sancho -dijo don Quijote-; mas, para decirte verdad,
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ello se me había pasado de la memoria; y también puedes tener por cierto
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que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello
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de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la
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orden de la caballería para todo.
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-Pues, ¿juré yo algo, por dicha? -respondió Sancho.
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-No importa que no hayas jurado -dijo don Quijote-: basta que yo entiendo
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que de participantes no estás muy seguro, y, por sí o por no, no será malo
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proveernos de remedio.
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-Pues si ello es así -dijo Sancho-, mire vuestra merced no se le torne a
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olvidar esto, como lo del juramento; quizá les volverá la gana a las
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fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced si le ven
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tan pertinaz.
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En estas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener
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ni descubrir donde aquella noche se recogiesen; y lo que no había de bueno
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en ello era que perecían de hambre; que, con la falta de las alforjas, les
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faltó toda la despensa y matalotaje. Y, para acabar de confirmar esta
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desgracia, les sucedió una aventura que, sin artificio alguno,
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verdaderamente lo parecía. Y fue que la noche cerró con alguna escuridad;
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pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era
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real, a una o dos leguas, de buena razón, hallaría en él alguna venta.
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Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo
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con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia
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ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se
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movían. Pasmóse Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas
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consigo; tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su
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rocino, y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podía ser aquello,
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y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se
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llegaban, mayores parecían; a cuya vista Sancho comenzó a temblar como un
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azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a don Quijote; el cual,
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animándose un poco, dijo:
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-Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura,
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donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.
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-¡Desdichado de mí! -respondió Sancho-; si acaso esta aventura fuese de
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fantasmas, como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran?
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-Por más fantasmas que sean -dijo don Quijote-, no consentiré yo que te
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toque en el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron contigo, fue
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porque no pude yo saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en
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campo raso, donde podré yo como quisiere esgremir mi espada.
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-Y si le encantan y entomecen, como la otra vez lo hicieron -dijo Sancho-,
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¿qué aprovechará estar en campo abierto o no?
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-Con todo eso -replicó don Quijote-, te ruego, Sancho, que tengas buen
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ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo.
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-Sí tendré, si a Dios place -respondió Sancho.
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Y, apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente
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lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser; y de allí a muy
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poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo punto
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remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente,
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como quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear
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cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte
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encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos;
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detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían
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otros seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas; que bien
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vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban. Iban los
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encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva. Esta estraña
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visión, a tales horas y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en
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el corazón de Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera en cuanto a don
|
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Quijote, que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo. Lo
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contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su
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imaginación al vivo que aquélla era una de las aventuras de sus libros.
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Figurósele que la litera eran andas donde debía de ir algún mal ferido o
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muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada; y, sin hacer
|
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otro discurso, enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil
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brío y continente se puso en la mitad del camino por donde los encamisados
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forzosamente habían de pasar, y cuando los vio cerca alzó la voz y dijo:
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-Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién
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sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis;
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que, según las muestras, o vosotros habéis fecho, o vos han fecho, algún
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desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para
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castigaros del mal que fecistes, o bien para vengaros del tuerto que vos
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ficieron.
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-Vamos de priesa -respondió uno de los encamisados- y está la venta lejos,
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y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedís.
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Y, picando la mula, pasó adelante. Sintióse desta respuesta grandemente don
|
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Quijote, y, trabando del freno, dijo:
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-Deteneos y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado;
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si no, conmigo sois todos en batalla.
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Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantó de manera que,
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alzándose en los pies, dio con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo
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que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó a denostar a don Quijote,
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el cual, ya encolerizado, sin esperar más, enristrando su lanzón, arremetió
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a uno de los enlutados, y, mal ferido, dio con él en tierra; y,
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revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza que los
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acometía y desbarataba; que no parecía sino que en aquel instante le habían
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nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso.
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Todos los encamisados era gente medrosa y sin armas, y así, con facilidad,
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|
en un momento dejaron la refriega y comenzaron a correr por aquel campo con
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las hachas encendidas, que no parecían sino a los de las máscaras que en
|
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noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimesmo, revueltos y
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|
envueltos en sus faldamentos y lobas, no se podían mover; así que, muy a su
|
|
salvo, don Quijote los apaleó a todos y les hizo dejar el sitio mal de su
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|
grado, porque todos pensaron que aquél no era hombre, sino diablo del
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infierno que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
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|
Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento de su señor, y decía entre
|
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sí:
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-Sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado como él dice.
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Estaba una hacha ardiendo en el suelo, junto al primero que derribó la
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mula, a cuya luz le pudo ver don Quijote; y, llegándose a él, le puso la
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|
punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese; si no, que le
|
|
mataría. A lo cual respondió el caído:
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-Harto rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna
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|
quebrada; suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me
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mate; que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las
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primeras órdenes.
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-Pues, ¿quién diablos os ha traído aquí -dijo don Quijote-, siendo hombre
|
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de Iglesia?
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-¿Quién, señor? -replicó el caído-: mi desventura.
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-Pues otra mayor os amenaza -dijo don Quijote-, si no me satisfacéis a todo
|
|
cuanto primero os pregunté.
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-Con facilidad será vuestra merced satisfecho -respondió el licenciado-; y
|
|
así, sabrá vuestra merced que, aunque denantes dije que yo era licenciado,
|
|
no soy sino bachiller, y llámome Alonso López; soy natural de Alcobendas;
|
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vengo de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que
|
|
huyeron con las hachas; vamos a la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo
|
|
muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en
|
|
Baeza, donde fue depositado; y ahora, como digo, llevábamos sus huesos a su
|
|
sepultura, que está en Segovia, de donde es natural.
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-¿Y quién le mató? -preguntó don Quijote.
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-Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron -respondió el
|
|
bachiller.
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-Desa suerte -dijo don Quijote-, quitado me ha Nuestro Señor del trabajo
|
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que había de tomar en vengar su muerte si otro alguno le hubiera muerto;
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pero, habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los
|
|
hombros, porque lo mesmo hiciera si a mí mismo me matara. Y quiero que sepa
|
|
vuestra reverencia que yo soy un caballero de la Mancha, llamado don
|
|
Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos
|
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y desfaciendo agravios.
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-No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos -dijo el bachiller-, pues a
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mí de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la
|
|
cual no se verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio que en
|
|
mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré
|
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agraviado para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos, que vais
|
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buscando aventuras.
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-No todas las cosas -respondió don Quijote- suceden de un mismo modo. El
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daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir, como veníades, de
|
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noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encendidas,
|
|
rezando, cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y del
|
|
otro mundo; y así, yo no pude dejar de cumplir con mi obligación
|
|
acometiéndoos, y os acometiera aunque verdaderamente supiera que érades los
|
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memos satanases del infierno, que por tales os juzgué y tuve siempre.
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|
-Ya que así lo ha querido mi suerte -dijo el bachiller-, suplico a vuestra
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merced, señor caballero andante (que tan mala andanza me ha dado), me ayude
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a salir de debajo desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el
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estribo y la silla.
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-¡Hablara yo para mañana! -dijo don Quijote-. Y ¿hasta cuándo aguardábades
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a decirme vuestro afán?
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Dio luego voces a Sancho Panza que viniese; pero él no se curó de venir,
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porque andaba ocupado desvalijando una acémila de repuesto que traían
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aquellos buenos señores, bien bastecida de cosas de comer. Hizo Sancho
|
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costal de su gabán, y, recogiendo todo lo que pudo y cupo en el talego,
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cargó su jumento, y luego acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al
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señor bachiller de la opresión de la mula; y, poniéndole encima della, le
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dio la hacha, y don Quijote le dijo que siguiese la derrota de sus
|
|
compañeros, a quien de su parte pidiese perdón del agravio, que no había
|
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sido en su mano dejar de haberle hecho. Díjole también Sancho:
|
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-Si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales
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los puso, diráles vuestra merced que es el famoso don Quijote de la Mancha,
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que por otro nombre se llama el Caballero de la Triste Figura.
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Con esto, se fue el bachiller; y don Quijote preguntó a Sancho que qué le
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había movido a llamarle el Caballero de la Triste Figura, más entonces que
|
|
nunca.
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-Yo se lo diré -respondió Sancho-: porque le he estado mirando un rato a la
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luz de aquella hacha que lleva aquel malandante, y verdaderamente tiene
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vuestra merced la más mala figura, de poco acá, que jamás he visto; y
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débelo de haber causado, o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de
|
|
las muelas y dientes.
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-No es eso -respondió don Quijote-, sino que el sabio, a cuyo cargo debe de
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estar el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será
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bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban todos los
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caballeros pasados: cuál se llamaba el de la Ardiente Espada; cuál, el del
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Unicornio; aquel, de las Doncellas; aquéste, el del Ave Fénix; el otro, el
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Caballero del Grifo; estotro, el de la Muerte; y por estos nombres e
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insignias eran conocidos por toda la redondez de la tierra. Y así, digo que
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el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora
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que me llamases el Caballero de la Triste Figura, como pienso llamarme
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desde hoy en adelante; y, para que mejor me cuadre tal nombre, determino de
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hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo una muy triste figura.
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-No hay para qué gastar tiempo y dineros en hacer esa figura -dijo Sancho-,
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sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra la suya y dé
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rostro a los que le miraren; que, sin más ni más, y sin otra imagen ni
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escudo, le llamarán el de la Triste Figura; y créame que le digo verdad,
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porque le prometo a vuestra merced, señor, y esto sea dicho en burlas, que
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le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que, como ya
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tengo dicho, se podrá muy bien escusar la triste pintura.
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Rióse don Quijote del donaire de Sancho, pero, con todo, propuso de
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llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo, o rodela, como había
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imaginado.
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En esto volvió el bachiller y le dijo a don Quijote:
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-Olvidábaseme de decir que advierta vuestra merced que queda descomulgado
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por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada: juxta illud: Si
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quis suadente diabolo, etc.
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-No entiendo ese latín -respondió don Quijote-, mas yo sé bien que no puse
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las manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé que ofendía a
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sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico
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y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y,
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cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo que le pasó al Cid Ruy Díaz,
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cuando quebró la silla del embajador de aquel rey delante de Su Santidad
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del Papa, por lo cual lo descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de
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Vivar como muy honrado y valiente caballero.
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En oyendo esto el bachiller, se fue, como queda dicho, sin replicarle
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palabra. Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la litera
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eran huesos o no, pero no lo consintió Sancho, diciéndole:
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-Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo
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de todas las que yo he visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada,
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podría ser que cayese en la cuenta de que los venció sola una persona, y,
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corridos y avergonzados desto, volviesen a rehacerse y a buscarnos, y nos
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diesen en qué entender. El jumento está como conviene, la montaña cerca, la
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hambre carga, no hay que hacer sino retirarnos con gentil compás de pies,
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y, como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza.
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Y, antecogiendo su asno, rogó a su señor que le siguiese; el cual,
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pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volverle a replicar, le siguió. Y,
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a poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas, se hallaron en un
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espacioso y escondido valle, donde se apearon; y Sancho alivió el jumento,
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y, tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su hambre, almorzaron,
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comieron, merendaron y cenaron a un mesmo punto, satisfaciendo sus
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estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto
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-que pocas veces se dejan mal pasar- en la acémila de su repuesto traían.
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Mas sucedióles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor de todas, y
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fue que no tenían vino que beber, ni aun agua que llegar a la boca; y,
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acosados de la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba
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colmado de verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.
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Capítulo XX. De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro
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fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso
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don Quijote de la Mancha
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-No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por
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aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece;
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y así, será bien que vamos un poco más adelante, que ya toparemos donde
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podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa
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mayor pena que la hambre.
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Parecióle bien el consejo a don Quijote, y, tomando de la rienda a
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Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, después de haber puesto sobre
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él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a caminar por el prado
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arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa
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alguna; mas, no hubieron andado docientos pasos, cuando llegó a sus oídos
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un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se
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despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y, parándose a escuchar hacia
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qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento
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del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco
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ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir
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de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que
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pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
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Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre
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unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un
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temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad,
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el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y
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espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento
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dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar
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donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón,
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saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo:
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-Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta
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nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como
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suele llamarse. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las
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grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de
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resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la
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Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes
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y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos
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caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo
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tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más
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claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas
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desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos
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árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que
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parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la luna, y
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aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales
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cosas, todas juntas y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo,
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temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no
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está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto
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que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que
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el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta
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aventura, por más dificultosa que se muestra. Así que, aprieta un poco las
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cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no
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más, en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y
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desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a
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la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por
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acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
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Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor
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ternura del mundo y a decille:
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-Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa
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aventura: ahora es de noche, aquí no nos vee nadie, bien podemos torcer el
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camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y, pues no
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hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes; cuanto más, que
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yo he oído predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien
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conoce, que quien busca el peligro perece en él; así que, no es bien tentar
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a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por
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milagro; y basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle
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de ser manteado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo de
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entre tantos enemigos como acompañaban al difunto. Y, cuando todo esto no
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mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se
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habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi ánima a
|
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quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer por
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venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más y no menos; pero, como
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la cudicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando
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más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula que tantas
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veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en pago y trueco della, me
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quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano. Por un solo
|
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Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no
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quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo, a lo
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menos, hasta la mañana; que, a lo que a mí me muestra la ciencia que
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aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas,
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porque la boca de la Bocina está encima de la cabeza, y hace la media noche
|
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en la línea del brazo izquierdo.
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-¿Cómo puedes tú, Sancho -dijo don Quijote-, ver dónde hace esa línea, ni
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dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan escura
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que no parece en todo el cielo estrella alguna?
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-Así es -dijo Sancho-, pero tiene el miedo muchos ojos y vee las cosas
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debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo; puesto que, por buen
|
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discurso, bien se puede entender que hay poco de aquí al día.
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-Falte lo que faltare -respondió don Quijote-; que no se ha de decir por
|
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mí, ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer
|
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lo que debía a estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho, que calles;
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que Dios, que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y
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tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar
|
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tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y
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quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
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Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con
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él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su
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industria y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando
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apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el
|
|
cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don
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Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino
|
|
a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo:
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-Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha
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ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y
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espolear, y dalle, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra
|
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el aguijón.
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Desesperábase con esto don Quijote, y, por más que ponía las piernas al
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caballo, menos le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura,
|
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tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante
|
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se menease, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte que de la
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industria de Sancho; y así, le dijo:
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-Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de
|
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esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.
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-No hay que llorar -respondió Sancho-, que yo entretendré a vuestra merced
|
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contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear y
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|
echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros
|
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andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día y punto de
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|
acometer esta tan desemejable aventura que le espera.
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-¿A qué llamas apear o a qué dormir? -dijo don Quijote-. ¿Soy yo, por
|
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ventura, de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme
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tú, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que
|
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viere que más viene con mi pretensión.
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No se enoje vuestra merced, señor mío -respondió Sancho-, que no lo dije
|
|
por tanto.
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Y, llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el
|
|
otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin
|
|
osarse apartar dél un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes, que
|
|
todavía alternativamente sonaban. Díjole don Quijote que contase algún
|
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cuento para entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo
|
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que sí hiciera si le dejara el temor de lo que oía.
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-Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la
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acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y
|
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estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. «Érase que se era, el bien
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que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar...» Y
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|
advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos
|
|
dieron a sus consejas no fue así comoquiera, que fue una sentencia de Catón
|
|
Zonzorino, romano, que dice: "Y el mal, para quien le fuere a buscar", que
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viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo y no
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vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro
|
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camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos
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sobresaltan.
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-Sigue tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, y del camino que hemos de
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seguir déjame a mí el cuidado.
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-«Digo, pues -prosiguió Sancho-, que en un lugar de Estremadura había un
|
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pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor o
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cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz
|
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andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora
|
|
llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...»
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|
-Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, repitiendo
|
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dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y
|
|
cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
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|
-De la misma manera que yo lo cuento -respondió Sancho-, se cuentan en mi
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tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que
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vuestra merced me pida que haga usos nuevos.
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-Di como quisieres -respondió don Quijote-; que, pues la suerte quiere que
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no pueda dejar de escucharte, prosigue.
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-«Así que, señor mío de mi ánima -prosiguió Sancho-, que, como ya tengo
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|
dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una
|
|
moza rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de
|
|
bigotes, que parece que ahora la veo.»
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|
-Luego, ¿conocístela tú? -dijo don Quijote.
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-No la conocí yo -respondió Sancho-, pero quien me contó este cuento me
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dijo que era tan cierto y verdadero que podía bien, cuando lo contase a
|
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otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. «Así que, yendo días y
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|
viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de
|
|
manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo
|
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y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad
|
|
de celillos que ella le dio, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo
|
|
vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante que, por
|
|
no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la
|
|
viesen jamás. La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso
|
|
bien, mas que nunca le había querido.»
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-Ésa es natural condición de mujeres -dijo don Quijote-: desdeñar a quien
|
|
las quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
|
|
-«Sucedió -dijo Sancho- que el pastor puso por obra su determinación, y,
|
|
antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para
|
|
pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él,
|
|
y seguíale a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con
|
|
unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo
|
|
y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas,
|
|
llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo,
|
|
sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río
|
|
Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la
|
|
parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su
|
|
ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la
|
|
Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus
|
|
ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía
|
|
junto a sí un barco, tan pequeño que solamente podían caber en él una
|
|
persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le
|
|
pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el
|
|
barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a
|
|
pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va
|
|
pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no
|
|
será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el
|
|
desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y
|
|
tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por
|
|
otra cabra, y otra, y otra...»
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|
|
-Haz cuenta que las pasó todas -dijo don Quijote-: no andes yendo y
|
|
viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
|
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-¿Cuántas han pasado hasta agora? -dijo Sancho.
|
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-¡Yo qué diablos sé! -respondió don Quijote-.
|
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|
-He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha
|
|
acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
|
|
|
|
-¿Cómo puede ser eso? -respondió don Quijote-. ¿Tan de esencia de la
|
|
historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra
|
|
una del número no puedes seguir adelante con la historia?
|
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|
-No señor, en ninguna manera -respondió Sancho-; porque, así como yo
|
|
pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me
|
|
respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la
|
|
memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y
|
|
contento.
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|
-¿De modo -dijo don Quijote- que ya la historia es acabada?
|
|
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|
-Tan acabada es como mi madre -dijo Sancho.
|
|
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|
-Dígote de verdad -respondió don Quijote- que tú has contado una de las más
|
|
nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y
|
|
que tal modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en
|
|
toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no
|
|
me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener
|
|
turbado el entendimiento.
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-Todo puede ser -respondió Sancho-, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay
|
|
más que decir: que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del
|
|
pasaje de las cabras.
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-Acabe norabuena donde quisiere -dijo don Quijote-, y veamos si se puede
|
|
mover Rocinante.
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|
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo:
|
|
tanto estaba de bien atado.
|
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|
|
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho
|
|
hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural -que es lo
|
|
que más se debe creer-, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que
|
|
otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en
|
|
su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar
|
|
de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por
|
|
bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero,
|
|
con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza
|
|
con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en
|
|
quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto,
|
|
alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no
|
|
eran muy pequeñas. Hecho esto -que él pensó que era lo más que tenía que
|
|
hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia-, le sobrevino otra
|
|
mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y
|
|
ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo
|
|
en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue
|
|
tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien
|
|
diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
|
|
-¿Qué rumor es ése, Sancho?
|
|
|
|
-No sé, señor -respondió él-. Alguna cosa nueva debe de ser, que las
|
|
aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
|
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Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni
|
|
alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le
|
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había dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como
|
|
el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por
|
|
línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que
|
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algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él
|
|
fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso,
|
|
dijo:
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-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
|
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|
-Sí tengo -respondió Sancho-; mas, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced
|
|
ahora más que nunca?
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-En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar -respondió don Quijote.
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|
-Bien podrá ser -dijo Sancho-, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra
|
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merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.
|
|
-Retírate tres o cuatro allá, amigo -dijo don Quijote (todo esto sin
|
|
quitarse los dedos de las narices)-, y desde aquí adelante ten más cuenta
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con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que
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tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
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-Apostaré -replicó Sancho- que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi
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persona alguna cosa que no deba.
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-Peor es meneallo, amigo Sancho -respondió don Quijote.
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En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo. Mas,
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viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó
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a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él
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de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar
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manotadas; porque corvetas -con perdón suyo- no las sabía hacer. Viendo,
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pues, don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó
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que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
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Acabó en esto de descubrirse el alba y de parecer distintamente las cosas,
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y vio don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que ellos eran
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castaños, que hacen la sombra muy escura. Sintió también que el golpear no
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cesaba, pero no vio quién lo podía causar; y así, sin más detenerse, hizo
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sentir las espuelas a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho, le
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mandó que allí le aguardase tres días, a lo más largo, como ya otra vez se
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lo había dicho; y que, si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por
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cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se
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le acabasen sus días. Tornóle a referir el recado y embajada que había de
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llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga
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de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado hecho su
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testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de
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todo lo tocante a su salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese
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servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin
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cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.
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De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de
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su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de
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aquel negocio.
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Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor
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desta historia que debía de ser bien nacido, y, por lo menos, cristiano
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viejo. Cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto que
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mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a
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caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del
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golpear venía.
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Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su
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jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y,
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habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles
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sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía,
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de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie de las
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peñas, estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios
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que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo
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de aquel golpear, que aún no cesaba.
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Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y,
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sosegándole don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas,
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encomendándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella
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temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba
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también a Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el
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cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de
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Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.
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Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando, al doblar de una punta,
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pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de
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aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos
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toda la noche los había tenido. Y eran -si no lo has, ¡oh lector!, por
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pesadumbre y enojo- seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes
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aquel estruendo formaban.
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Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo.
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Miróle Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con
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muestras de estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho, y viole que
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tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa, con evidentes
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señales de querer reventar con ella, y no pudo su melanconía tanto con él
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que, a la vista de Sancho, pudiese dejar de reírse; y, como vio Sancho que
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su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de
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apretarse las ijadas con los puños, por no reventar riendo. Cuatro veces
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sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero; de
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lo cual ya se daba al diablo don Quijote, y más cuando le oyó decir, como
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por modo de fisga:
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-«Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací, por querer del cielo, en
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esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo
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soy aquél para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los
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valerosos fechos...»
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Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que don Quijote dijo la
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vez primera que oyeron los temerosos golpes.
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Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojó en
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tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que, si, como
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los recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de
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pagarle el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo Sancho que sacaba
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tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante
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en ellas, con mucha humildad le dijo:
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-Sosiéguese vuestra merced; que, por Dios, que me burlo.
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-Pues, porque os burláis, no me burlo yo -respondió don Quijote-. Venid
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acá, señor alegre: ¿paréceos a vos que, si como éstos fueron mazos de
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batán, fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que
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convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado, a dicha, siendo,
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como soy, caballero, a conocer y destinguir los sones y saber cuáles son de
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batán o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en
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mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y
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nacido entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en
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seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y,
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cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que
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quisiéredes.
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-No haya más, señor mío -replicó Sancho-, que yo confieso que he andado
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algo risueño en demasía. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en
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paz (así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y
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salvo como le ha sacado désta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de
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contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de
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vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto.
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-No niego yo -respondió don Quijote- que lo que nos ha sucedido no sea cosa
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digna de risa, pero no es digna de contarse; que no son todas las personas
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tan discretas que sepan poner en su punto las cosas.
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-A lo menos -respondió Sancho-, supo vuestra merced poner en su punto el
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lanzón, apuntándome a la cabeza, y dándome en las espaldas, gracias a Dios
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y a la diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá en la
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colada; que yo he oído decir: "Ése te quiere bien, que te hace llorar"; y
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más, que suelen los principales señores, tras una mala palabra que dicen a
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un criado, darle luego unas calzas; aunque no sé lo que le suelen dar tras
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haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan tras
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palos ínsulas o reinos en tierra firme.
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-Tal podría correr el dado -dijo don Quijote- que todo lo que dices viniese
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a ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los
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primeros movimientos no son en mano del hombre, y está advertido de aquí
|
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adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar
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demasiado conmigo; que en cuantos libros de caballerías he leído, que son
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infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor
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como tú con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía:
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tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más. Sí,
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|
que Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, conde fue de la ínsula Firme; y
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se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano,
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inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues, ¿qué diremos
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de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado que, para
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|
declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se
|
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nombra su nombre en toda aquella tan grande como verdadera historia? De
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todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer
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diferencia de amo a mozo, de señor a criado y de caballero a escudero. Así
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que, desde hoy en adelante, nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos
|
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cordelejo, porque, de cualquiera manera que yo me enoje con vos, ha de ser
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mal para el cántaro. Las mercedes y beneficios que yo os he prometido
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llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de
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perder, como ya os he dicho.
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-Está bien cuanto vuestra merced dice -dijo Sancho-, pero querría yo saber,
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|
por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir
|
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al de los salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en
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aquellos tiempos, y si se concertaban por meses, o por días, como peones de
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|
albañir.
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-No creo yo -respondió don Quijote- que jamás los tales escuderos
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estuvieron a salario, sino a merced. Y si yo ahora te le he señalado a ti
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en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder;
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que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la
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caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro
|
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mundo. Porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más
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peligroso que el de los aventureros.
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-Así es verdad -dijo Sancho-, pues sólo el ruido de los mazos de un batán
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pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante
|
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aventurero como es vuestra merced. Mas, bien puede estar seguro que, de
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aquí adelante, no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de
|
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vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y señor natural.
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-Desa manera -replicó don Quijote-, vivirás sobre la haz de la tierra;
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porque, después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo
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fuesen.
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Capítulo XXI. Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de
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Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero
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En esto, comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el
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molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento don Quijote,
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por la pesada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro; y así,
|
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torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían
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llevado el día de antes.
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De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la
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cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aún él apenas le
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hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo:
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-Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son
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sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas,
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especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre".
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|
Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que
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buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par
|
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otra, para otra mejor y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar
|
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por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de
|
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batanes ni a la escuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaño,
|
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hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino,
|
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sobre que yo hice el juramento que sabes.
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-Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace -dijo Sancho-,
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que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y
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aporrear el sentido.
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-¡Válate el diablo por hombre! -replicó don Quijote-. ¿Qué va de yelmo a
|
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batanes?
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-No sé nada -respondió Sancho-; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto
|
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como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se
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engañaba en lo que dice.
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-¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? -dijo don
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Quijote-. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un
|
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caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
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-Lo que yo veo y columbro -respondió Sancho- no es sino un hombre sobre un
|
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asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
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-Pues ése es el yelmo de Mambrino -dijo don Quijote-. Apártate a una parte
|
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y déjame con él a solas: verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del
|
|
tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he
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deseado.
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-Yo me tengo en cuidado el apartarme -replicó Sancho-, mas quiera Dios,
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torno a decir, que orégano sea, y no batanes.
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-Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los
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batanes -dijo don Quijote-; que voto..., y no digo más, que os batanee el
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alma.
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Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto que le había
|
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echado, redondo como una bola.
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Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero que don Quijote
|
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veía, era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño
|
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que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto, sí; y
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|
así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un
|
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enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el
|
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barbero, y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al tiempo que
|
|
venía, comenzó a llover, y, porque no se le manchase el sombrero, que debía
|
|
de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia,
|
|
desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo,
|
|
y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y
|
|
caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha
|
|
facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes
|
|
pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin
|
|
ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el
|
|
lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a
|
|
él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
|
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-¡Defiéndete, cautiva criatura, o entriégame de tu voluntad lo que con
|
|
tanta razón se me debe!
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El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma
|
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sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza,
|
|
si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando
|
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se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que
|
|
no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se
|
|
contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto y que
|
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había imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los cazadores, se
|
|
taraza y arpa con los dientes aquéllo por lo que él, por distinto natural,
|
|
sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual,
|
|
tomándola en las manos, dijo:
|
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|
-Por Dios, que la bacía es buena y que vale un real de a ocho como un
|
|
maravedí.
|
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|
|
Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una
|
|
parte y a otra, buscándole el encaje; y, como no se le hallaba, dijo:
|
|
-Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada,
|
|
debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.
|
|
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; mas
|
|
vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della.
|
|
-¿De qué te ríes, Sancho? -dijo don Quijote.
|
|
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|
-Ríome -respondió él- de considerar la gran cabeza que tenía el pagano
|
|
dueño deste almete, que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.
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|
-¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo,
|
|
por algún estraño acidente, debió de venir a manos de quien no supo conocer
|
|
ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo,
|
|
debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra
|
|
mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo
|
|
que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su trasmutación; que
|
|
yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no
|
|
le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las
|
|
herrerías para el dios de las batallas; y, en este entretanto, la traeré
|
|
como pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto más, que bien será
|
|
bastante para defenderme de alguna pedrada.
|
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|
-Eso será -dijo Sancho- si no se tira con honda, como se tiraron en la
|
|
pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las
|
|
muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que
|
|
me hizo vomitar las asaduras.along
|
|
|
|
-No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho -dijo don
|
|
Quijote-, que yo tengo la receta en la memoria.
|
|
|
|
-También la tengo yo -respondió Sancho-, pero si yo le hiciere ni le
|
|
probare más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto más, que no pienso ponerme
|
|
en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco
|
|
sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo del ser otra vez
|
|
manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y
|
|
si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el
|
|
aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos
|
|
llevare.
|
|
|
|
-Mal cristiano eres, Sancho -dijo, oyendo esto, don Quijote-, porque nunca
|
|
olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos
|
|
nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué
|
|
costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?
|
|
Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que, a no entenderlo yo
|
|
ansí, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que
|
|
el que hicieron los griegos por la robada Elena. La cual, si fuera en este
|
|
tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera
|
|
tanta fama de hermosa como tiene.
|
|
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|
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:
|
|
|
|
-Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de
|
|
qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán
|
|
de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto
|
|
aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado, que
|
|
parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra
|
|
merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de
|
|
Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para mis barbas,
|
|
si no es bueno el rucio!
|
|
|
|
-Nunca yo acostumbro -dijo don Quijote- despojar a los que venzo, ni es uso
|
|
de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que
|
|
el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso,
|
|
lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que,
|
|
Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, como
|
|
su dueño nos vea alongados de aquí, volverá por él.
|
|
|
|
-Dios sabe si quisiera llevarle -replicó Sancho-, o, por lo menos, trocalle
|
|
con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas
|
|
las leyes de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por
|
|
otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
|
|
|
|
-En eso no estoy muy cierto -respondió don Quijote-; y, en caso de duda,
|
|
hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos
|
|
necesidad estrema.
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|
|
|
-Tan estrema es -respondió Sancho- que si fueran para mi misma persona, no
|
|
los hubiera menester más.
|
|
|
|
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su
|
|
jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.
|
|
Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron,
|
|
bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos:
|
|
tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían
|
|
puesto.
|
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|
|
Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía, subieron a caballo, y, sin
|
|
tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar
|
|
ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante
|
|
quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre
|
|
le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo
|
|
esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro
|
|
disignio alguno.
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Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:
|
|
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|
-Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él?
|
|
Que, después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han
|
|
podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en
|
|
el pico de la lengua no querría que se mal lograse.
|
|
|
|
-Dila -dijo don Quijote-, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay
|
|
gustoso si es largo.
|
|
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-Digo, pues, señor -respondió Sancho-, que, de algunos días a esta parte,
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he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas
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aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de
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caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más eligrosas, no hay quien
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las vea ni sepa; y así, se han de quedar en perpetuo silencio, y en
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perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y
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así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced,
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que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que
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tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su
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persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del
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señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual
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según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de
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vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no
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han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en
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la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de
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quedar las mías entre renglones.
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-No dices mal, Sancho -respondió don Quijote-; mas, antes que se llegue a
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ese término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando
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las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que,
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cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero
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conocido por sus obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos
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por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces,
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diciendo: ''Éste es el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o de otra
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insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. ''Éste
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es -dirán- el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la
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Gran Fuerza; el que desencantó al Gran Mameluco de Persia del largo
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encantamento en que había estado casi novecientos años''. Así que, de mano
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en mano, irán pregonando tus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos
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y de la demás gente, se parará a las fenestras de su real palacio el rey de
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aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por
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la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: ''¡Ea, sus! ¡Salgan mis
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caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir a la flor de la
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caballería, que allí viene!'' A cuyo mandamiento saldrán todos, y él
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llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y
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le dará paz besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al
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aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta,
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su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que, en
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gran parte de lo descubierto de la tierra, a duras penas se pueda hallar.
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Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el
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caballero y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más divina que
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humana; y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en
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la intricable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones por no saber
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cómo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. Desde allí
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le llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado,
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donde, habiéndole quitado las armas, le traerán un rico manto de escarlata
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con que se cubra; y si bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer
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en farseto. Venida la noche, cenará con el rey, reina e infanta, donde
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nunca quitará los ojos della, mirándola a furto de los circustantes, y ella
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hará lo mesmo con la mesma sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy
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discreta doncella. Levantarse han las tablas, y entrará a deshora por la
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puerta de la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña, que, entre
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dos gigantes, detrás del enano viene, con cierta aventura, hecha por un
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antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por el mejor caballero
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del mundo. Mandará luego el rey que todos los que están presentes la
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prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped, en mucho
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pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por
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contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus pensamientos en
|
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tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o príncipe, o lo que es, tiene
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una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero huésped
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le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su corte) licencia para
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ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy buen talante,
|
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y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le face. Y
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aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un
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jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras
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muchas veces la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una
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doncella de quien la infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse
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ella, traerá agua la doncella, acuitaráse mucho porque viene la mañana, y
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no querría que fuesen descubiertos, por la honra de su señora. Finalmente,
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la infanta volverá en sí y dará sus blancas manos por la reja al caballero,
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el cual se las besará mil y mil veces y se las bañará en lágrimas. Quedará
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concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o
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malos sucesos, y rogarále la princesa que se detenga lo menos que pudiere;
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prometérselo ha él con muchos juramentos; tórnale a besar las manos, y
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despídese con tanto sentimiento que estará poco por acabar la vida. Vase
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desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor
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de la partida, madruga muy de mañana, vase a despedir del rey y de la reina
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y de la infanta; dícenle, habiéndose despedido de los dos, que la señora
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infanta está mal dispuesta y que no puede recebir visita; piensa el
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caballero que es de pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta
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poco de no dar indicio manifiesto de su pena. Está la doncella medianera
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delante, halo de notar todo, váselo a decir a su señora, la cual la recibe
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con lágrimas y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber
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quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; asegúrala la
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doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de
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su caballero sino en subjeto real y grave; consuélase con esto la cuitada;
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procura consolarse, por no dar mal indicio de sí a sus padres, y, a cabo de
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dos días, sale en público. Ya se es ido el caballero: pelea en la guerra,
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|
vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas,
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vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase que la pida
|
|
a su padre por mujer en pago de sus servicios. No se la quiere dar el rey,
|
|
porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada o de otra cualquier
|
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suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a
|
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tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es
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hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de
|
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estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la infanta, queda rey el
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|
caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer mercedes a su escudero
|
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y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su
|
|
escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda, la que fue
|
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tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.
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-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-; a eso me atengo, porque todo,
|
|
al pie de la letra, ha de suceder por vuestra merced, llamándose el
|
|
Caballero de la Triste Figura.
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-No lo dudes, Sancho -replicó don Quijote-, porque del mesmo y por los
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|
mesmos pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes
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a ser reyes y emperadores. Sólo falta agora mirar qué rey de los cristianos
|
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o de los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para
|
|
pensar esto, pues, como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por
|
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otras partes que se acuda a la corte. También me falta otra cosa; que,
|
|
puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya
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cobrado fama increíble por todo el universo, no sé yo cómo se podía hallar
|
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que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador;
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|
porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer si no está primero muy
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enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos. Así que, por
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esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad
|
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que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de
|
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devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese mi
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historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me
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hallase quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay
|
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dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derriban su
|
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decendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha
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deshecho, y han acabado en punta, como pirámide puesta al revés; otros
|
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tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta
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|
llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos
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fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podría ser yo
|
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déstos que, después de averiguado, hubiese sido mi principio grande y
|
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famoso, con lo cual se debía de contentar el rey, mi suegro, que hubiere de
|
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ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su
|
|
padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de admitir
|
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por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde más
|
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gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus
|
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padres.
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-Ahí entra bien también -dijo Sancho- lo que algunos desalmados dicen: "No
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pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir:
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"Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos". Dígolo porque si el
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señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregalle a
|
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mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y
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|
trasponella. Pero está el daño que, en tanto que se hagan las paces y se
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|
goce pacíficamente el reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en
|
|
esto de las mercedes. Si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su
|
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mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta
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|
que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego
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|
dársela su señor por ligítima esposa.
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-Eso no hay quien la quite -dijo don Quijote.
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-Pues, como eso sea -respondió Sancho-, no hay sino encomendarnos a Dios, y
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dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
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-Hágalo Dios -respondió don Quijote- como yo deseo y tú, Sancho, has
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menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.
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-Sea par Dios -dijo Sancho-, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde
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esto me basta.
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-Y aun te sobra -dijo don Quijote-; y cuando no lo fueras, no hacía nada al
|
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caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la
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compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, cátate ahí
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caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar
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señoría, mal que les pese.
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-Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! -dijo Sancho.
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-Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo.
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-Sea ansí -respondió Sancho Panza-. Digo que le sabría bien acomodar,
|
|
porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me
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asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia
|
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para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me
|
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ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de
|
|
conde estranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas.
|
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-Bien parecerás -dijo don Quijote-, pero será menester que te rapes las
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barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal
|
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puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de
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|
escopeta se echará de ver lo que eres.
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-¿Qué hay más -dijo Sancho-, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en
|
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casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo
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de grande.
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-Pues, ¿cómo sabes tú -preguntó don Quijote- que los grandes llevan detrás
|
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de sí a sus caballerizos?
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-Yo se lo diré -respondió Sancho-: los años pasados estuve un mes en la
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corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era
|
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muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que
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no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se
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juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme que
|
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era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales.
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Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.
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-Digo que tienes razón -dijo don Quijote-, y que así puedes tú llevar a tu
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barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y
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puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de
|
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más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
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-Quédese eso del barbero a mi cargo -dijo Sancho-, y al de vuestra merced
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se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
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-Así será -respondió don Quijote.
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Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.
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Capítulo XXII. De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que,
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mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir
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Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima,
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altisonante, mínima, dulce e imaginada historia que, después que entre el
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famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron
|
|
aquellas razones que en el fin del capítulo veinte y uno quedan referidas,
|
|
que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían
|
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hasta doce hombres a pie, ensartados, como cuentas, en una gran cadena de
|
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hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían ansimismo
|
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con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con
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escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así como
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Sancho Panza los vido, dijo:
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-Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
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-¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-. ¿Es posible que el rey haga
|
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fuerza a ninguna gente?
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-No digo eso -respondió Sancho-, sino que es gente que, por sus delitos, va
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condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.
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-En resolución -replicó don Quijote-, comoquiera que ello sea, esta gente,
|
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aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
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-Así es -dijo Sancho.
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-Pues desa manera -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio:
|
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desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
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-Advierta vuestra merced -dijo Sancho- que la justicia, que es el mesmo
|
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rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en
|
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pena de sus delitos.
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Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses
|
|
razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y
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|
decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera.
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|
Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su
|
|
Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más
|
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que saber.
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-Con todo eso -replicó don Quijote-, querría saber de cada uno dellos en
|
|
particular la causa de su desgracia.
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Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que
|
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dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo:
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-Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno
|
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destos malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a
|
|
leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos
|
|
lo dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de
|
|
hacer y decir bellaquerías.
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|
Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se
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|
llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan
|
|
mala guisa. Él le respondió que por enamorado iba de aquella manera.
|
|
-¿Por eso no más? -replicó don Quijote-. Pues, si por enamorados echan a
|
|
galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
|
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|
-No son los amores como los que vuestra merced piensa -dijo el galeote-;
|
|
que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de
|
|
ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente que, a no quitármela la
|
|
justicia por fuerza, aún hasta agora no la hubiera dejado de mi voluntad.
|
|
Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa,
|
|
acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de
|
|
gurapas, y acabóse la obra.
|
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|
|
-¿Qué son gurapas? -preguntó don Quijote.
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|
-Gurapas son galeras -respondió el galeote.
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|
El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era
|
|
natural de Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al segundo, el cual no
|
|
respondió palabra, según iba de triste y malencónico; mas respondió por él
|
|
el primero, y dijo:
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|
-Éste, señor, va por canario; digo, por músico y cantor.
|
|
|
|
-Pues, ¿cómo -repitió don Quijote-, por músicos y cantores van también a
|
|
galeras?
|
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|
-Sí, señor -respondió el galeote-, que no hay peor cosa que cantar en el
|
|
ansia.
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|
-Antes, he yo oído decir -dijo don Quijote- que quien canta sus males
|
|
espanta.
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-Acá es al revés -dijo el galeote-, que quien canta una vez llora toda la
|
|
vida.
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-No lo entiendo -dijo don Quijote.
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|
Mas una de las guardas le dijo:
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|
-Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente non santa,
|
|
confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su
|
|
delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por haber
|
|
confesado, le condenaron por seis años a galeras, amén de docientos azotes
|
|
que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los
|
|
demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y
|
|
escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones.
|
|
Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta
|
|
ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y
|
|
no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera
|
|
de camino.
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|
-Y yo lo entiendo así -respondió don Quijote.
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|
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual, de
|
|
presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
|
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-Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados.
|
|
-Yo daré veinte de muy buena gana -dijo don Quijote- por libraros desa
|
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pesadumbre.
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|
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|
-Eso me parece -respondió el galeote- como quien tiene dineros en mitad del
|
|
golfo y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha
|
|
menester. Dígolo porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que
|
|
vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del
|
|
escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera
|
|
en mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino,
|
|
atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.
|
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|
|
Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro con una
|
|
barba blanca que le pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar la causa
|
|
por que allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto
|
|
condenado le sirvió de lengua, y dijo:
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|
-Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las
|
|
acostumbradas vestido en pompa y a caballo.
|
|
|
|
-Eso es -dijo Sancho Panza-, a lo que a mí me parece, haber salido a la
|
|
vergüenza.
|
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-Así es -replicó el galeote-; y la culpa por que le dieron esta pena es por
|
|
haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero
|
|
decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas
|
|
y collar de hechicero.
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-A no haberle añadido esas puntas y collar -dijo don Quijote-, por
|
|
solamente el alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en las galeras,
|
|
sino a mandallas y a ser general dellas; porque no es así comoquiera el
|
|
oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarísimo en la
|
|
república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien
|
|
nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay
|
|
de los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de
|
|
lonja; y desta manera se escusarían muchos males que se causan por andar
|
|
este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como
|
|
son mujercillas de poco más a menos, pajecillos y truhanes de pocos años y
|
|
de poca experiencia, que, a la más necesaria ocasión y cuando es menester
|
|
dar una traza que importe, se les yelan las migas entre la boca y la mano y
|
|
no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones
|
|
por que convenía hacer elección de los que en la república habían de tener
|
|
tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado para ello: algún día lo
|
|
diré a quien lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora que la pena que
|
|
me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta
|
|
fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque
|
|
bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la
|
|
voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no
|
|
hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas
|
|
simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos con que
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vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer
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querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.
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-Así es -dijo el buen viejo-, y, en verdad, señor, que en lo de hechicero
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que no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensé
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que hacía mal en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se
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holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me
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aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero volver,
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según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja
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reposar un rato.
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Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y túvole Sancho tanta compasión,
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que sacó un real de a cuatro del seno y se le dio de limosna.
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Pasó adelante don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió
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con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado:
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-Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y
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con otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto me burlé con
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todas, que resultó de la burla crecer la parentela, tan intricadamente que
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no hay diablo que la declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros,
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víame a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis
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años, consentí: castigo es de mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con
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ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa
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con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y
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nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras
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oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan
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buena como su buena presencia merece.
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Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy
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grande hablador y muy gentil latino.
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Tras todos éstos, venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta
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años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía
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diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan
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grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la
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una en la cadena, y la otra de las que llaman guardaamigo o piedeamigo, de
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la cual decendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se
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asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado,
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de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la
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cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que cómo iba aquel hombre
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con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda porque tenía
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aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y
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tan grande bellaco que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban
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seguros dél, sino que temían que se les había de huir.
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-¿Qué delitos puede tener -dijo don Quijote-, si no han merecido más pena
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que echalle a las galeras?
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-Va por diez años -replicó la guarda-, que es como muerte cevil. No se
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quiera saber más, sino que este buen hombre es el famoso Ginés de
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Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
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-Señor comisario -dijo entonces el galeote-, váyase poco a poco, y no
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andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres. Ginés me llamo y no
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Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice; y
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cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco.
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-Hable con menos tono -replicó el comisario-, señor ladrón de más de la
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marca, si no quiere que le haga callar, mal que le pese.
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-Bien parece -respondió el galeote- que va el hombre como Dios es servido,
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pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.
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-Pues, ¿no te llaman ansí, embustero? -dijo la guarda.
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-Sí llaman -respondió Ginés-, mas yo haré que no me lo llamen, o me las
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pelaría donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que
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darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber
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vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte,
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cuya vida está escrita por estos pulgares.
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-Dice verdad -dijo el comisario-: que él mesmo ha escrito su historia, que
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no hay más, y deja empeñado el libro en la cárcel en docientos reales.
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-Y le pienso quitar -dijo Ginés-, si quedara en docientos ducados.
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-¿Tan bueno es? -dijo don Quijote.
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-Es tan bueno -respondió Ginés- que mal año para Lazarillo de Tormes y para
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todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren. Lo que le sé
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decir a voacé es que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan
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donosas que no pueden haber mentiras que se le igualen.
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-¿Y cómo se intitula el libro? -preguntó don Quijote.
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-La vida de Ginés de Pasamonte -respondió el mismo.
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-¿Y está acabado? -preguntó don Quijote.
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-¿Cómo puede estar acabado -respondió él-, si aún no está acabada mi vida?
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Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última
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vez me han echado en galeras.
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-Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas? -dijo don Quijote.
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-Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué
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sabe el bizcocho y el corbacho -respondió Ginés-; y no me pesa mucho de ir
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a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas
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cosas que decir, y en las galeras de España hay mas sosiego de aquel que
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sería menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo tengo de
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escribir, porque me lo sé de coro.
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-Hábil pareces -dijo don Quijote.
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-Y desdichado -respondió Ginés-; porque siempre las desdichas persiguen al
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buen ingenio.
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-Persiguen a los bellacos -dijo el comisario.
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-Ya le he dicho, señor comisario -respondió Pasamonte-, que se vaya poco a
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poco, que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los
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pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde Su
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Majestad manda. Si no, ¡por vida de...! ¡Basta!, que podría ser que
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saliesen algún día en la colada las manchas que se hicieron en la venta; y
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todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor y caminemos, que ya es
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mucho regodeo éste.
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Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus
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amenazas, mas don Quijote se puso en medio y le rogó que no le maltratase,
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pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún
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tanto suelta la lengua. Y, volviéndose a todos los de la cadena, dijo:
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-De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio
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que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a
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padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy
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contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo
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en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro y,
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|
finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra
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perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte
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teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria de manera
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que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando que muestre con vosotros
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el efeto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la
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orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a
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los menesterosos y opresos de los mayores. Pero, porque sé que una de las
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partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por
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mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario sean servidos de
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desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en
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mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios
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y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas -añadió don Quijote-,
|
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que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada
|
|
uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al
|
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malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean
|
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verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta
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mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros;
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y, cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de
|
|
mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.
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-¡Donosa majadería! -respondió el comisario- ¡Bueno está el donaire con que
|
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ha salido a cabo de rato! ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como
|
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si tuviéramos autoridad para soltarlos o él la tuviera para mandárnoslo!
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|
Váyase vuestra merced, señor, norabuena, su camino adelante, y enderécese
|
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ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
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-¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! -respondió don Quijote.
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Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto que, sin que tuviese
|
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lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo, malherido de una
|
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lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas
|
|
quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero,
|
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volviendo sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de
|
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a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los
|
|
aguardaba; y, sin duda, lo pasara mal si los galeotes, viendo la ocasión
|
|
que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran, procurando
|
|
romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las
|
|
guardas, ya por acudir a los galeotes, que se desataban, ya por acometer a
|
|
don Quijote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho.
|
|
Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el
|
|
primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y, arremetiendo al
|
|
comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando
|
|
al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo
|
|
el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte como de
|
|
las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.
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Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los
|
|
que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la
|
|
cual, a campana herida, saldría a buscar los delincuentes, y así se lo dijo
|
|
a su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen y se emboscasen en la
|
|
sierra, que estaba cerca.
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-Bien está eso -dijo don Quijote-, pero yo sé lo que ahora conviene que se
|
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haga.
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Y, llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían
|
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despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la
|
|
redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
|
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-De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los
|
|
pecados que más a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo porque ya habéis
|
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visto, señores, con manifiesta experiencia, el que de mí habéis recebido;
|
|
en pago del cual querría, y es mi voluntad, que, cargados de esa cadena que
|
|
quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vais a la ciudad
|
|
del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le
|
|
digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar,
|
|
y le contéis, punto por punto, todos los que ha tenido esta famosa aventura
|
|
hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde
|
|
quisiéredes a la buena ventura.
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Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo:
|
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-Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible
|
|
de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los
|
|
caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando
|
|
meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la Santa
|
|
Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que
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vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y
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montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías y
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credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced; y ésta es
|
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cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o
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en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto,
|
|
digo, a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso, es pensar
|
|
que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a
|
|
nosotros eso como pedir peras al olmo.
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-Pues ¡voto a tal! -dijo don Quijote, ya puesto en cólera-, don hijo de la
|
|
puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos
|
|
solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas.
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|
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Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando ya enterado que don
|
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Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido como el de
|
|
querer darles libertad, viéndose tratar de aquella manera, hizo del ojo a
|
|
los compañeros, y, apartándose aparte, comenzaron a llover tantas piedras
|
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sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el
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|
pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de
|
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bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y
|
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pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don
|
|
Quijote que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta
|
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fuerza que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre
|
|
él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o
|
|
cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo
|
|
pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias
|
|
calzas le querían quitar si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le
|
|
quitaron el gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás
|
|
despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de
|
|
escaparse de la Hermandad, que temían, que de cargarse de la cadena e ir a
|
|
presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.
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Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote; el jumento,
|
|
cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando
|
|
que aún no había cesado la borrasca de las piedras, que le perseguían los
|
|
oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra
|
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pedrada; Sancho, en pelota y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote,
|
|
mohinísimo de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había
|
|
hecho.
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Capítulo XXIII. De lo que le aconteció al famoso don Quijote en Sierra
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Morena, que fue una de las más raras aventuras que en esta verdadera
|
|
historia se cuentan
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Viéndose tan malparado don Quijote, dijo a su escudero:
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-Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar
|
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agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera escusado
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esta pesadumbre; pero ya está hecho: paciencia, y escarmentar para desde
|
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aquí adelante.
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-Así escarmentará vuestra merced -respondió Sancho- como yo soy turco;
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pero, pues dice que si me hubiera creído se hubiera escusado este daño,
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créame ahora y escusará otro mayor; porque le hago saber que con la Santa
|
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Hermandad no hay usar de caballerías, que no se le da a ella por cuantos
|
|
caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me parece que sus
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saetas me zumban por los oídos.
|
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-Naturalmente eres cobarde, Sancho -dijo don Quijote-, pero, porque no
|
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digas que soy contumaz y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez
|
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quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes; mas ha de
|
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ser con una condición: que jamás, en vida ni en muerte, has de decir a
|
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nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer
|
|
a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde ahora
|
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para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo que
|
|
mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres. Y no me
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|
repliques más, que en sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro,
|
|
especialmente déste, que parece que lleva algún es no es de sombra de
|
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miedo, estoy ya para quedarme, y para aguardar aquí solo, no solamente a la
|
|
Santa Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de los doce tribus
|
|
de Israel, y a los siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a todos los
|
|
hermanos y hermandades que hay en el mundo.
|
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-Señor -respondió Sancho-, que el retirar no es huir, ni el esperar es
|
|
cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es
|
|
guardarse hoy para mañana y no aventurarse todo en un día. Y sepa que,
|
|
aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman buen
|
|
gobierno; así que, no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba
|
|
en Rocinante, si puede, o si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me
|
|
dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.
|
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|
Subió don Quijote, sin replicarle más palabra, y, guiando Sancho sobre su
|
|
asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba,
|
|
llevando Sancho intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o a
|
|
Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas, por
|
|
no ser hallados si la Hermandad los buscase. Animóle a esto haber visto que
|
|
de la refriega de los galeotes se había escapado libre la despensa que
|
|
sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron
|
|
y buscaron los galeotes.
|
|
|
|
Así como don Quijote entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón,
|
|
pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba.
|
|
Reducíansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes
|
|
soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes. Iba pensando
|
|
en estas cosas, tan embebecido y trasportado en ellas que de ninguna otra
|
|
se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado -después que le pareció que
|
|
caminaba por parte segura- sino de satisfacer su estómago con los relieves
|
|
que del despojo clerical habían quedado; y así, iba tras su amo sentado a
|
|
la mujeriega sobre su jumento, sacando de un costal y embaulando en su
|
|
panza; y no se le diera por hallar otra ventura, entretanto que iba de
|
|
aquella manera, un ardite.
|
|
|
|
En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando con la
|
|
punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo
|
|
cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester; y cuando llegó
|
|
fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida
|
|
a él, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos; mas, pesaba tanto,
|
|
que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos, y mandóle su amo que
|
|
viese lo que en la maleta venía.
|
|
|
|
Hízolo con mucha presteza Sancho, y, aunque la maleta venía cerrada con una
|
|
cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había,
|
|
que eran cuatro camisas de delgada holanda y otras cosas de lienzo, no
|
|
menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de
|
|
escudos de oro; y, así como los vio, dijo:
|
|
|
|
-¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de
|
|
provecho!
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|
|
Y buscando más, halló un librillo de memoria, ricamente guarnecido. Éste le
|
|
pidió don Quijote, y mandóle que guardase el dinero y lo tomase para él.
|
|
Besóle las manos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su
|
|
lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual visto por don
|
|
Quijote, dijo:
|
|
|
|
-Paréceme, Sancho, y no es posible que sea otra cosa, que algún caminante
|
|
descaminado debió de pasar por esta sierra, y, salteándole malandrines, le
|
|
debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte.
|
|
-No puede ser eso -respondió Sancho-, porque si fueran ladrones, no se
|
|
dejaran aquí este dinero.
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-Verdad dices -dijo don Quijote-, y así, no adivino ni doy en lo que esto
|
|
pueda ser; mas, espérate: veremos si en este librillo de memoria hay alguna
|
|
cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que
|
|
deseamos.
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Abrióle, y lo primero que halló en él escrito, como en borrador, aunque de
|
|
muy buena letra, fue un soneto, que, leyéndole alto porque Sancho también
|
|
lo oyese, vio que decía desta manera:
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O le falta al Amor conocimiento,
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|
o le sobra crueldad, o no es mi pena
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igual a la ocasión que me condena
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al género más duro de tormento.
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|
Pero si Amor es dios, es argumento
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que nada ignora, y es razón muy buena
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que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién ordena
|
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el terrible dolor que adoro y siento?
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Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
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que tanto mal en tanto bien no cabe,
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|
ni me viene del cielo esta rüina.
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|
Presto habré de morir, que es lo más cierto;
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|
que al mal de quien la causa no se sabe
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|
milagro es acertar la medicina.
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-Por esa trova -dijo Sancho- no se puede saber nada, si ya no es que por
|
|
ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo.
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-¿Qué hilo está aquí? -dijo don Quijote.
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-Paréceme -dijo Sancho- que vuestra merced nombró ahí hilo.
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-No dije sino Fili -respondió don Quijote-, y éste, sin duda, es el nombre
|
|
de la dama de quien se queja el autor deste soneto; y a fe que debe de ser
|
|
razonable poeta, o yo sé poco del arte.
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-Luego, ¿también -dijo Sancho- se le entiende a vuestra merced de trovas?
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-Y más de lo que tú piensas -respondió don Quijote-, y veráslo cuando
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lleves una carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi señora Dulcinea
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del Toboso. Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros
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andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos; que
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estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a los
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enamorados andantes. Verdad es que las coplas de los pasados caballeros
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tienen más de espíritu que de primor.
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-Lea más vuestra merced -dijo Sancho-, que ya hallará algo que nos
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satisfaga.
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Volvió la hoja don Quijote y dijo:
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-Esto es prosa, y parece carta.
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-¿Carta misiva, señor? -preguntó Sancho.
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-En el principio no parece sino de amores -respondió don Quijote.
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-Pues lea vuestra merced alto -dijo Sancho-, que gusto mucho destas cosas
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de amores.
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-Que me place -dijo don Quijote.
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Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta
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manera:
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Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes
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volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas.
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Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que
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yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas
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ajenas ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han
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derribado tus obras: por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco
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que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que
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los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes
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arrepentida de lo que heciste y yo no tome venganza de lo que no deseo.
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Acabando de leer la carta, dijo don Quijote:
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-Menos por ésta que por los versos se puede sacar más de que quien la
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escribió es algún desdeñado amante.
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Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros versos y cartas, que algunos
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pudo leer y otros no; pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos,
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desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solenizados los
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unos y llorados los otros.
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En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin
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dejar rincón en toda ella, ni en el cojín, que no buscase, escudriñase e
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inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no
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escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado: tal
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golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de
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ciento. Y, aunque no halló mas de lo hallado, dio por bien empleados los
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vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas,
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las puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y toda
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la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor,
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pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced recebida de la
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entrega del hallazgo.
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Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura de saber quién fuese
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el dueño de la maleta, conjeturando, por el soneto y carta, por el dinero
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en oro y por las tan buenas camisas, que debía de ser de algún principal
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enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debían de haber
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conducido a algún desesperado término. Pero, como por aquel lugar
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inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder
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informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino
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que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre
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con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna estraña
|
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aventura.
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Yendo, pues, con este pensamiento, vio que, por cima de una montañuela que
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delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre, de risco en
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risco y de mata en mata, con estraña ligereza. Figurósele que iba desnudo,
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la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies
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descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones,
|
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al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos que por muchas
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partes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta, y, aunque
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pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó
|
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el Caballero de la Triste Figura; y, aunque lo procuró, no pudo seguille,
|
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porque no era dado a la debilidad de Rocinante andar por aquellas
|
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asperezas, y más siendo él de suyo pisacorto y flemático. Luego imaginó don
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Quijote que aquél era el dueño del cojín y de la maleta, y propuso en sí de
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buscalle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas hasta hallarle;
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y así, mandó a Sancho que se apease del asno y atajase por la una parte de
|
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la montaña, que él iría por la otra y podría ser que topasen, con esta
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diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado de
|
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delante.
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-No podré hacer eso -respondió Sancho-, porque, en apartándome de vuestra
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merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de
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sobresaltos y visiones. Y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí
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adelante no me aparte un dedo de su presencia.
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-Así será -dijo el de la Triste Figura-, y yo estoy muy contento de que te
|
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quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte el
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ánima del cuerpo. Y vente ahora tras mí poco a poco, o como pudieres, y haz
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de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quizá toparemos con
|
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aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño
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de nuestro hallazgo.
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A lo que Sancho respondió:
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-Harto mejor sería no buscalle, porque si le hallamos y acaso fuese el
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dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir; y así, fuera mejor,
|
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sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena fe hasta que, por
|
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otra vía menos curiosa y diligente, pareciera su verdadero señor; y quizá
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fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco.
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-Engáñaste en eso, Sancho -respondió don Quijote-; que, ya que hemos caído
|
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en sospecha de quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados a
|
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buscarle y volvérselos; y, cuando no le buscásemos, la vehemente sospecha
|
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que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese.
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Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me
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quitará si le hallo.
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Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho con su acostumbrado jumento; y,
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habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta
|
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y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y
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enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que
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|
huía era el dueño de la mula y del cojín.
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Estándola mirando, oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a
|
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deshora, a su siniestra mano, parecieron una buena cantidad de cabras, y
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|
tras ellas, por cima de la montaña, pareció el cabrero que las guardaba,
|
|
que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogóle que bajase
|
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donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por aquel
|
|
lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y
|
|
otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase, que de
|
|
todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y, en llegando adonde don
|
|
Quijote estaba, dijo:
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-Apostaré que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa
|
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hondonada. Pues a buena fe que ha ya seis meses que está en ese lugar.
|
|
Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?
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-No hemos topado a nadie -respondió don Quijote-, sino a un cojín y a una
|
|
maletilla que no lejos deste lugar hallamos.
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-También la hallé yo -respondió el cabrero-, mas nunca la quise alzar ni
|
|
llegar a ella, temeroso de algún desmán y de que no me la pidiesen por de
|
|
hurto; que es el diablo sotil, y debajo de los pies se levanta allombre
|
|
cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no.
|
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-Eso mesmo es lo que yo digo -respondió Sancho-: que también la hallé yo, y
|
|
no quise llegar a ella con un tiro de piedra; allí la dejé y allí se queda
|
|
como se estaba, que no quiero perro con cencerro.
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-Decidme, buen hombre -dijo don Quijote-, ¿sabéis vos quién sea el dueño
|
|
destas prendas?
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-Lo que sabré yo decir -dijo el cabrero- es que «habrá al pie de seis
|
|
meses, poco más a menos, que llegó a una majada de pastores, que estará
|
|
como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura,
|
|
caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mesmo cojín y
|
|
maleta que decís que hallastes y no tocastes. Preguntónos que cuál parte
|
|
desta sierra era la más áspera y escondida; dijímosle que era esta donde
|
|
ahora estamos; y es ansí la verdad, porque si entráis media legua más
|
|
adentro, quizá no acertaréis a salir; y estoy maravillado de cómo habéis
|
|
podido llegar aquí, porque no hay camino ni senda que a este lugar
|
|
encamine. Digo, pues, que, en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió
|
|
las riendas y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos a
|
|
todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa
|
|
con que le víamos caminar y volverse hacia la sierra; y desde entonces
|
|
nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino a
|
|
uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegó a él y le dio
|
|
muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato y le quitó
|
|
cuanto pan y queso en ella traía; y, con estraña ligereza, hecho esto, se
|
|
volvió a emboscar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le
|
|
anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo
|
|
de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente
|
|
alcornoque. Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y
|
|
el rostro disfigurado y tostado del sol, de tal suerte que apenas le
|
|
conocíamos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos
|
|
teníamos, nos dieron a entender que era el que buscábamos. Saludónos
|
|
cortésmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos
|
|
maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía
|
|
para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido
|
|
impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era, mas nunca lo pudimos acabar
|
|
con él. Pedímosle también que, cuando hubiese menester el sustento, sin el
|
|
cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor
|
|
y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que,
|
|
a lo menos, saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los pastores. Agradeció
|
|
nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció de
|
|
pedillo de allí adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie.
|
|
En cuanto lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no tenía
|
|
otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche; y
|
|
acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los
|
|
que escuchado le habíamos, si en él no le acompañáramos, considerándole
|
|
cómo le habíamos visto la vez primera, y cuál le veíamos entonces. Porque,
|
|
como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses
|
|
y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona;
|
|
que, puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era
|
|
tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad. Y, estando en
|
|
lo mejor de su plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos en el suelo por
|
|
un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando
|
|
en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo;
|
|
porque, por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin
|
|
mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos, apretando los labios y
|
|
enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de locura le
|
|
había sobrevenido. Mas él nos dio a entender presto ser verdad lo que
|
|
pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo, donde se había
|
|
echado, y arremetió con el primero que halló junto a sí, con tal denuedo y
|
|
rabia que, si no se le quitáramos, le matara a puñadas y a bocados; y todo
|
|
esto hacía, diciendo: ''¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la
|
|
sinrazón que me heciste: estas manos te sacarán el corazón, donde albergan
|
|
y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente la fraude y el
|
|
engaño!'' Y a éstas añadía otras razones, que todas se encaminaban a decir
|
|
mal de aquel Fernando y a tacharle de traidor y fementido. Quitámossele,
|
|
pues, con no poca pesadumbre, y él, sin decir más palabra, se apartó de
|
|
nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo
|
|
que nos imposibilitó el seguille. Por esto conjeturamos que la locura le
|
|
venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de haber
|
|
hecho alguna mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le
|
|
había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces,
|
|
que han sido muchas, que él ha salido al camino, unas a pedir a los
|
|
pastores le den de lo que llevan para comer y otras a quitárselo por
|
|
fuerza; porque cuando está con el accidente de la locura, aunque los
|
|
pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que lo toma a
|
|
puñadas; y cuando está en su seso, lo pide por amor de Dios, cortés y
|
|
comedidamente, y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de lágrimas.
|
|
Y en verdad os digo, señores -prosiguió el cabrero-, que ayer determinamos
|
|
yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos amigos míos, de buscarle
|
|
hasta tanto que le hallemos, y, después de hallado, ya por fuerza ya por
|
|
grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí ocho
|
|
leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos quién
|
|
es cuando esté en sus seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su
|
|
desgracia». Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis
|
|
preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes es el
|
|
mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez -que ya le había
|
|
dicho don Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la
|
|
sierra.
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El cual quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más
|
|
deseo de saber quién era el desdichado loco; y propuso en sí lo mesmo que
|
|
ya tenía pensado: de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni
|
|
cueva en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hízolo mejor la suerte de
|
|
lo que él pensaba ni esperaba, porque en aquel mesmo instante pareció, por
|
|
entre una quebrada de una sierra que salía donde ellos estaban, el mancebo
|
|
que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser
|
|
entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado,
|
|
sólo que, llegando cerca, vio don Quijote que un coleto hecho pedazos que
|
|
sobre sí traía era de ámbar; por donde acabó de entender que persona que
|
|
tales hábitos traía no debía de ser de ínfima calidad.
|
|
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En llegando el mancebo a ellos, les saludó con una voz desentonada y
|
|
bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote le volvió las saludes con no
|
|
menos comedimiento, y, apeándose de Rocinante, con gentil continente y
|
|
donaire, le fue a abrazar y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus
|
|
brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, a quien
|
|
podemos llamar el Roto de la Mala Figura -como a don Quijote el de la
|
|
Triste-, después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y,
|
|
puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando, como
|
|
que quería ver si le conocía; no menos admirado quizá de ver la figura,
|
|
talle y armas de don Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a él. En
|
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resolución, el primero que habló después del abrazamiento fue el Roto, y
|
|
dijo lo que se dirá adelante.
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Capítulo XXIV. Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena
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Dice la historia que era grandísima la atención con que don Quijote
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|
escuchaba al astroso Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su
|
|
plática, dijo:
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|
-Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no os conozco, yo os
|
|
agradezco las muestras y la cortesía que conmigo habéis usado; y quisiera
|
|
yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera servir la que
|
|
habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me habéis hecho, mas no
|
|
quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda a las buenas obras que
|
|
me hacen, que buenos deseos de satisfacerlas.
|
|
|
|
-Los que yo tengo -respondió don Quijote- son de serviros; tanto, que tenía
|
|
determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si el
|
|
dolor que en la estrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía hallar
|
|
algún género de remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle con la
|
|
diligencia posible. Y, cuando vuestra desventura fuera de aquellas que
|
|
tienen cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a
|
|
llorarla y plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las
|
|
desgracias hallar quien se duela dellas. Y, si es que mi buen intento
|
|
merece ser agradecido con algún género de cortesía, yo os suplico, señor,
|
|
por la mucha que veo que en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la
|
|
cosa que en esta vida más habéis amado o amáis, que me digáis quién sois y
|
|
la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades como
|
|
bruto animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mismo cual lo
|
|
muestra vuestro traje y persona. Y juro -añadió don Quijote-, por la orden
|
|
de caballería que recebí, aunque indigno y pecador, y por la profesión de
|
|
caballero andante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros con
|
|
las veras a que me obliga el ser quien soy: ora remediando vuestra
|
|
desgracia, si tiene remedio, ora ayudándoos a llorarla, como os lo he
|
|
prometido.
|
|
|
|
El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la Triste
|
|
Figura, no hacía sino mirarle, y remirarle y tornarle a mirar de arriba
|
|
abajo; y, después que le hubo bien mirado, le dijo:
|
|
|
|
-Si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios que me lo den; que,
|
|
después de haber comido, yo haré todo lo que se me manda, en agradecimiento
|
|
de tan buenos deseos como aquí se me han mostrado.
|
|
|
|
Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón, con que
|
|
satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona
|
|
atontada, tan apriesa que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes
|
|
los engullía que tragaba; y, en tanto que comía, ni él ni los que le
|
|
miraban hablaban palabra. Como acabó de comer, les hizo de señas que le
|
|
siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo que a la
|
|
vuelta de una peña poco desviada de allí estaba. En llegando a él se tendió
|
|
en el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mismo; y todo esto
|
|
sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en
|
|
su asiento, dijo:
|
|
|
|
-Si gustáis, señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis
|
|
desventuras, habéisme de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra
|
|
cosa, no interromperéis el hilo de mi triste historia; porque en el punto
|
|
que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere contando.
|
|
|
|
Estas razones del Roto trujeron a la memoria a don Quijote el cuento que le
|
|
había contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que
|
|
habían pasado el río y se quedó la historia pendiente. Pero, volviendo al
|
|
Roto, prosiguió diciendo:
|
|
|
|
-Esta prevención que hago es porque querría pasar brevemente por el cuento
|
|
de mis desgracias; que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa
|
|
que añadir otras de nuevo, y, mientras menos me preguntáredes, más presto
|
|
acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna que sea
|
|
de importancia para no satisfacer del todo a vuestro deseo.
|
|
|
|
Don Quijote se lo prometió, en nombre de los demás, y él, con este seguro,
|
|
comenzó desta manera:
|
|
|
|
-«Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de las mejores desta
|
|
Andalucía; mi linaje, noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta que la
|
|
deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla aliviar
|
|
con su riqueza; que para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los
|
|
bienes de fortuna. Vivía en esta mesma tierra un cielo, donde puso el amor
|
|
toda la gloria que yo acertara a desearme: tal es la hermosura de Luscinda,
|
|
doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura y de menos
|
|
firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda
|
|
amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí
|
|
con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían
|
|
nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veían
|
|
que, cuando pasaran adelante, no podían tener otro fin que el de casarnos,
|
|
cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas.
|
|
Creció la edad, y con ella el amor de entrambos, que al padre de Luscinda
|
|
le pareció que por buenos respetos estaba obligado a negarme la entrada de
|
|
su casa, casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan decantada
|
|
de los poetas. Y fue esta negación añadir llama a llama y deseo a deseo,
|
|
porque, aunque pusieron silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las
|
|
plumas, las cuales, con más libertad que las lenguas, suelen dar a entender
|
|
a quien quieren lo que en el alma está encerrado; que muchas veces la
|
|
presencia de la cosa amada turba y enmudece la intención más determinada y
|
|
la lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos billetes le escribí! ¡Cuán
|
|
regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas canciones compuse y cuántos
|
|
enamorados versos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos,
|
|
pintaba sus encendidos deseos, entretenía sus memorias y recreaba su
|
|
voluntad!
|
|
|
|
»En efeto, viéndome apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de
|
|
verla, determiné poner por obra y acabar en un punto lo que me pareció que
|
|
más convenía para salir con mi deseado y merecido premio; y fue el
|
|
pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice; a lo que él me
|
|
respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honralle, y de
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querer honrarme con prendas suyas, pero que, siendo mi padre vivo, a él
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tocaba de justo derecho hacer aquella demanda; porque, si no fuese con
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mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a
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hurto.
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»Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que
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decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese; y con este
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intento, luego en aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre lo que
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deseaba. Y, al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con
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una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me
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la dio y me dijo: ''Por esa carta verás, Cardenio, la voluntad que el duque
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Ricardo tiene de hacerte merced''.» Este duque Ricardo, como ya vosotros,
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señores, debéis de saber, es un grande de España que tiene su estado en lo
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mejor desta Andalucía. «Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida
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que a mí mesmo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella
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se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba; que quería que
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fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el
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ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí
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la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: ''De
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aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque; y da
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gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo sé
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que mereces''. Añadió a éstas otras razones de padre consejero.
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»Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo
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lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese
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algunos días y dilatase el darle estado hasta que yo viese lo que Ricardo
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me quería. Él me lo prometió y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil
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desmayos. Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba. Fui dél tan bien
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recebido y tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio,
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teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el
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duque daba de hacerme merced habían de ser en perjuicio suyo. Pero el que
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más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando,
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mozo gallardo, gentilhombre, liberal y enamorado, el cual, en poco tiempo,
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quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y, aunque el
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mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al estremo con que don
|
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Fernando me quería y trataba.
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»Es, pues, el caso que, como entre los amigos no hay cosa secreta que no se
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comunique, y la privanza que yo tenía con don Fernando dejada de serlo por
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ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno
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enamorado, que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien a una
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labradora, vasalla de su padre (y ella los tenía muy ricos), y era tan
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hermosa, recatada, discreta y honesta que nadie que la conocía se
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determinaba en cuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se
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aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal
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término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlo
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y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo,
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porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de su
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amistad, con las mejores razones que supe y con los más vivos ejemplos que
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pude, procuré estorbarle y apartarle de tal propósito. Pero, viendo que no
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aprovechaba, determiné de decirle el caso al duque Ricardo, su padre. Mas
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don Fernando, como astuto y discreto, se receló y temió desto, por
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parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, no tener
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encubierta cosa que tan en perjuicio de la honra de mi señor el duque
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venía; y así, por divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba otro mejor
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remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le
|
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tenía, que el ausentarse por algunos meses; y que quería que el ausencia
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fuese que los dos nos viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que
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darían al duque que venía a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en
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mi ciudad había, que es madre de los mejores del mundo.
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»Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de mi afición, aunque su
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determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más
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acertadas que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y coyuntura se
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me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo,
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aprobé su parecer y esforcé su propósito, diciéndole que lo pusiese por
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obra con la brevedad posible, porque, en efeto, la ausencia hacía su
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oficio, a pesar de los más firmes pensamientos. Ya cuando él me vino a
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decir esto, según después se supo, había gozado a la labradora con título
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de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que
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el duque su padre haría cuando supiese su disparate.
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»Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos, por la mayor parte, no lo
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es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite, en
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llegando a alcanzarle se acaba y ha de volver atrás aquello que parecía
|
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amor, porque no puede pasar adelante del término que le puso naturaleza, el
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cual término no le puso a lo que es verdadero amor...; quiero decir que,
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así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se
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resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía quererse ausentar, por
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remediarlos, ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución.
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Diole el duque licencia, y mandóme que le acompañase. Venimos a mi ciudad,
|
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recibióle mi padre como quien era; vi yo luego a Luscinda, tornaron a
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vivir, aunque no habían estado muertos ni amortiguados, mis deseos, de los
|
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cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando, por parecerme que, en la ley
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de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir nada. Alabéle la
|
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hermosura, donaire y discreción de Luscinda de tal manera, que mis
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alabanzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tantas buenas
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partes adornada. Cumplíselos yo, por mi corta suerte, enseñándosela una
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noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos
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hablarnos. Viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por él
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vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto y,
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finalmente, tan enamorado cual lo veréis en el discurso del cuento de mi
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desventura. Y, para encenderle más el deseo, que a mí me celaba y al cielo
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a solas descubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo
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pidiéndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto
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y tan enamorado que, en leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se
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encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que en las
|
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demás mujeres del mundo estaban repartidas.
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»Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuán
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justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas
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alabanzas de su boca, y comencé a temer y a recelarme dél, porque no se
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pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la
|
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plática, aunque la trujese por los cabellos; cosa que despertaba en mí un
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no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la
|
|
fe de Luscinda, pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo que
|
|
ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a
|
|
Luscinda enviaba y los que ella me respondía, a título que de la discreción
|
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de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que, habiéndome pedido Luscinda un
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libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era
|
|
el de Amadís de Gaula...»
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No hubo bien oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo:
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-Con que me dijera vuestra merced, al principio de su historia, que su
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|
merced de la señora Luscinda era aficionada a libros de caballerías, no
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fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su
|
|
entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le habéis
|
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pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que, para
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conmigo, no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura,
|
|
valor y entendimiento; que, con sólo haber entendido su afición, la
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confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo. Y quisiera yo,
|
|
señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al
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bueno de Don Rugel de Grecia, que yo sé que gustara la señora Luscinda
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mucho de Daraida y Geraya, y de las discreciones del pastor Darinel y de
|
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aquellos admirables versos de sus bucólicas, cantadas y representadas por
|
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él con todo donaire, discreción y desenvoltura. Pero tiempo podrá venir en
|
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que se enmiende esa falta, y no dura más en hacerse la enmienda de cuanto
|
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quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo a mi aldea, que allí
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le podré dar más de trecientos libros, que son el regalo de mi alma y el
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|
entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno,
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merced a la malicia de malos y envidiosos encantadores. Y perdóneme vuestra
|
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merced el haber contravenido a lo que prometimos de no interromper su
|
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plática, pues, en oyendo cosas de caballerías y de caballeros andantes, así
|
|
es en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los rayos del
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sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna. Así que, perdón y
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|
proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.
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|
En tanto que don Quijote estaba diciendo lo que queda dicho, se le había
|
|
caído a Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando muestras de estar
|
|
profundamente pensativo. Y, puesto que dos veces le dijo don Quijote que
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|
prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondía palabra; pero, al
|
|
cabo de un buen espacio, la levantó y dijo:
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-No se me puede quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el
|
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mundo, ni quien me dé a entender otra cosa (y sería un majadero el que lo
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contrario entendiese o creyese), sino que aquel bellaconazo del maestro
|
|
Elisabat estaba amancebado con la reina Madésima.
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-Eso no, ¡voto a tal! -respondió con mucha cólera don Quijote (y arrojóle,
|
|
como tenía de costumbre)-; y ésa es una muy gran malicia, o bellaquería,
|
|
por mejor decir: la reina Madásima fue muy principal señora, y no se ha de
|
|
presumir que tan alta princesa se había de amancebar con un sacapotras; y
|
|
quien lo contrario entendiere, miente como muy gran bellaco. Y yo se lo
|
|
daré a entender, a pie o a caballo, armado o desarmado, de noche o de día,
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|
o como más gusto le diere.
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|
Estábale mirando Cardenio muy atentamente, al cual ya había venido el
|
|
accidente de su locura y no estaba para proseguir su historia; ni tampoco
|
|
don Quijote se la oyera, según le había disgustado lo que de Madásima le
|
|
había oído. ¡Estraño caso; que así volvió por ella como si verdaderamente
|
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fuera su verdadera y natural señora: tal le tenían sus descomulgados
|
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libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco y se oyó tratar de
|
|
mentís y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la
|
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burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en los pechos
|
|
tal golpe a don Quijote que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de
|
|
tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco con el puño cerrado; y el
|
|
Roto le recibió de tal suerte que con una puñada dio con él a sus pies, y
|
|
luego se subió sobre él y le brumó las costillas muy a su sabor. El
|
|
cabrero, que le quiso defender, corrió el mesmo peligro. Y, después que los
|
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tuvo a todos rendidos y molidos, los dejó y se fue, con gentil sosiego, a
|
|
emboscarse en la montaña.
|
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|
Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin
|
|
merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero, diciéndole que él tenía
|
|
la culpa de no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiempos la
|
|
locura; que, si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse
|
|
guardar. Respondió el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no lo
|
|
había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a
|
|
replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y
|
|
darse tales puñadas que, si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran
|
|
pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero:
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-Déjeme vuestra merced, señor Caballero de la Triste Figura, que en éste,
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que es villano como yo y no está armado caballero, bien puedo a mi salvo
|
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satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano, como
|
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hombre honrado.
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-Así es -dijo don Quijote-, pero yo sé que él no tiene ninguna culpa de lo
|
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sucedido.
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|
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió a preguntar al cabrero si sería
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posible hallar a Cardenio, porque quedaba con grandísimo deseo de saber el
|
|
fin de su historia. Díjole el cabrero lo que primero le había dicho, que
|
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era no saber de cierto su manida; pero que, si anduviese mucho por aquellos
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|
contornos, no dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.
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Capítulo XXV. Que trata de las estrañas cosas que en Sierra Morena
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sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a
|
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la penitencia de Beltenebros
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Despidióse del cabrero don Quijote, y, subiendo otra vez sobre Rocinante,
|
|
mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy
|
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mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y
|
|
Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él comenzase la
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plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas, no pudiendo
|
|
sufrir tanto silencio, le dijo:
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|
-Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición y me dé licencia;
|
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que desde aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer y a mis hijos, con
|
|
los cuales, por lo menos, hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque
|
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querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades, de día y de
|
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noche, y que no le hable cuando me diere gusto es enterrarme en vida. Si ya
|
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quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempos de
|
|
Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me
|
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viniera en gana, y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y
|
|
que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida
|
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y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y, con todo
|
|
esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en
|
|
su corazón, como si fuera mudo.
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|
-Ya te entiendo, Sancho -respondió don Quijote-: tú mueres porque te alce
|
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el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que
|
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quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en
|
|
cuanto anduviéremos por estas sierras.
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-Sea ansí -dijo Sancho-: hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será;
|
|
y, comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que ¿qué le iba a vuestra
|
|
merced en volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se llama? O, ¿qué
|
|
hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que, si vuestra merced
|
|
pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara
|
|
adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y
|
|
las coces, y aun más de seis torniscones.
|
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|
-A fe, Sancho -respondió don Quijote-, que si tú supieras, como yo lo sé,
|
|
cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madásima, yo sé que
|
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dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales
|
|
blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una
|
|
reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel
|
|
maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy
|
|
sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que
|
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ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y, porque veas
|
|
que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya
|
|
estaba sin juicio.
|
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|
-Eso digo yo -dijo Sancho-: que no había para qué hacer cuenta de las
|
|
palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced
|
|
y encaminara el guijarro a la cabeza, como le encaminó al pecho, buenos
|
|
quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohonda. Pues,
|
|
¡montas que no se librara Cardenio por loco!
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|
-Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a
|
|
volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por
|
|
las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a quien yo
|
|
tengo particular afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido
|
|
fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las
|
|
tuvo muchas; y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le
|
|
fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con
|
|
prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal
|
|
intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo
|
|
otra vez, y mentirán otras docientas, todos los que tal pensaren y dijeren.
|
|
-Ni yo lo digo ni lo pienso -respondió Sancho-: allá se lo hayan; con su
|
|
pan se lo coman. Si fueron amancebados, o no, a Dios habrán dado la cuenta.
|
|
De mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el
|
|
que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací,
|
|
desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y
|
|
muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas. Mas, ¿quién puede poner
|
|
puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
|
|
|
|
-¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué de necedades vas, Sancho,
|
|
ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu
|
|
vida, Sancho, que calles; y de aquí adelante, entremétete en espolear a tu
|
|
asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus
|
|
cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto
|
|
en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que
|
|
cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
|
|
|
|
-Señor -respondió Sancho-, y ¿es buena regla de caballería que andemos
|
|
perdidos por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el
|
|
cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó
|
|
comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis
|
|
costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
|
|
|
|
-Calla, te digo otra vez, Sancho -dijo don Quijote-; porque te hago saber
|
|
que no sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el
|
|
que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre
|
|
y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con
|
|
ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante
|
|
caballero.
|
|
|
|
-Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña? -preguntó Sancho Panza.
|
|
|
|
-No -respondió el de la Triste Figura-, puesto que de tal manera podía
|
|
correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de
|
|
estar en tu diligencia.
|
|
|
|
-¿En mi diligencia? -dijo Sancho.
|
|
|
|
-Sí -dijo don Quijote-, porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte,
|
|
presto se acabará mi pena y presto comenzará mi gloria. Y, porque no es
|
|
bien que te tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar mis
|
|
razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de
|
|
los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el
|
|
solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en
|
|
el mundo. Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos que
|
|
dijeren que se le igualó en algo, porque se engañan, juro cierto. Digo
|
|
asimismo que, cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura
|
|
imitar los originales de los más únicos pintores que sabe; y esta mesma
|
|
regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven
|
|
para adorno de las repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que quiere
|
|
alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y
|
|
trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento;
|
|
como también nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo
|
|
piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni
|
|
descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar
|
|
ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís
|
|
fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a
|
|
quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y
|
|
de la caballería militamos. Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo,
|
|
Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca
|
|
de alcanzar la perfeción de la caballería. Y una de las cosas en que más
|
|
este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y
|
|
amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer
|
|
penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre,
|
|
por cierto, significativo y proprio para la vida que él de su voluntad
|
|
había escogido. Ansí que, me es a mí más fácil imitarle en esto que no en
|
|
hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar
|
|
ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y, pues estos lugares
|
|
son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué se deje pasar
|
|
la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas.
|
|
|
|
-En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en
|
|
este tan remoto lugar?
|
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|
-¿Ya no te he dicho -respondió don Quijote- que quiero imitar a Amadís,
|
|
haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar
|
|
juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales
|
|
de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya
|
|
pesadumbre se volvió loco y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las
|
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claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó
|
|
casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno
|
|
nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando,
|
|
o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte en todas
|
|
las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere,
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en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a
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contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño,
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sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
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-Paréceme a mí -dijo Sancho- que los caballeros que lo tal ficieron fueron
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provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias, pero
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vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha
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desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora
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Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?
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-Ahí esta el punto -respondió don Quijote- y ésa es la fineza de mi
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negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni
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gracias: el toque está desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que
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si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más, que harta ocasión
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tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea
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del Toboso; que, como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio:
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quien está ausente todos los males tiene y teme. Así que, Sancho amigo, no
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gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista
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imitación. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la
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respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si
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fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y
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si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada.
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Ansí que, de cualquiera manera que responda, saldré del conflito y trabajo
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en que me dejares, gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o no
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sintiendo el mal que me aportares, por loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien
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guardado el yelmo de Mambrino?; que ya vi que le alzaste del suelo cuando
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aquel desagradecido le quiso hacer pedazos. Pero no pudo, donde se puede
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echar de ver la fineza de su temple.
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A lo cual respondió Sancho:
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-Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni
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llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas
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vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías y de alcanzar
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reinos e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y grandezas,
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como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y
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mentira, y todo pastraña, o patraña, o como lo llamáremos. Porque quien
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oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de
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Mambrino, y que no salga de este error en más de cuatro días, ¿qué ha de
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pensar, sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La
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bacía yo la llevo en el costal, toda abollada, y llévola para aderezarla en
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mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia que algún
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día me vea con mi mujer y hijos.
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-Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste, te juro -dijo don
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Quijote- que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero
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en el mundo. ¿Que es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has
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echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen
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quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no
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porque sea ello ansí, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva
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de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan y les vuelven
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según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y
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así, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de
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Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio
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que es de mi parte hacer que parezca bacía a todos lo que real y
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verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de tanta
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estima, todo el mundo me perseguirá por quitármele; pero, como ven que no
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es más de un bacín de barbero, no se curan de procuralle, como se mostró
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bien en el que quiso rompelle y le dejó en el suelo sin llevarle; que a fe
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que si le conociera, que nunca él le dejara. Guárdale, amigo, que por ahora
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no le he menester; que antes me tengo de quitar todas estas armas y quedar
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desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de seguir en mi
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penitencia más a Roldán que a Amadís.
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Llegaron, en estas pláticas, al pie de una alta montaña que, casi como
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peñón tajado, estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su
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falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde
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y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban. Había por allí
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muchos árboles silvestres y algunas plantas y flores, que hacían el lugar
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apacible. Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su
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penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en voz alta, como si
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estuviera sin juicio:
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-Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la
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desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto. Éste es el sitio donde
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el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis
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continos y profundos sospiros moverán a la contina las hojas destos
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montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi asendereado
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corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses que en
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este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste
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desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han
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traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura
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condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana
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hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de
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habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros,
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de quien sois, aunque en vano, amadas, no perturben jamás vuestro dulce
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sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o, a lo menos, no os
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canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi
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pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te la dé
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buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el estado a
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que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas al que
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a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante
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habéis de hacer compañía a mi soledad, dad indicio, con el blando
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movimiento de vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia! ¡Oh tú,
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escudero mío, agradable compañero en más prósperos y adversos sucesos, toma
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bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes y
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recetes a la causa total de todo ello!
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Y, diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momento le quitó el freno y
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la silla; y, dándole una palmada en las ancas, le dijo:
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-Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan estremado por tus
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obras cuan desdichado por tu suerte! Vete por do quisieres, que en la
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frente llevas escrito que no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo,
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ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó a Bradamante.
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Viendo esto Sancho, dijo:
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-Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar al rucio; que
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a fe que no faltaran palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su
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alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le
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desalbardara, pues no había para qué, que a él no le tocaban las generales
|
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de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo,
|
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cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero de la Triste Figura, que
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si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que será
|
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bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio,
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porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé
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cuándo llegaré ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.
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-Digo, Sancho -respondió don Quijote-, que sea como tú quisieres, que no me
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parece mal tu designio; y digo que de aquí a tres días te partirás, porque
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quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo
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digas.
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-Pues, ¿qué más tengo de ver -dijo Sancho- que lo que he visto?
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-¡Bien estás en el cuento! -respondió don Quijote-. Ahora me falta rasgar
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las vestiduras, esparcir las armas y darme de calabazadas por estas peñas,
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con otras cosas deste jaez que te han de admirar.
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-Por amor de Dios -dijo Sancho-, que mire vuestra merced cómo se da esas
|
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calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que con la
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primera se acabase la máquina desta penitencia; y sería yo de parecer que,
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ya que vuestra merced le parece que son aquí necesarias calabazadas y que
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no se puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo esto es
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fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con dárselas en
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el agua, o en alguna cosa blanda, como algodón; y déjeme a mí el cargo, que
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yo diré a mi señora que vuestra merced se las daba en una punta de peña más
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dura que la de un diamante.
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-Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho -respondió don Quijote-, mas
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|
quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas,
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sino muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir a las órdenes
|
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de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de
|
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relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir. Ansí que, mis
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calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada
|
|
del sofístico ni del fantástico. Y será necesario que me dejes algunas
|
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hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el bálsamo
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que perdimos.
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-Más fue perder el asno -respondió Sancho-, pues se perdieron en él las
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hilas y todo. Y ruégole a vuestra merced que no se acuerde más de aquel
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maldito brebaje; que en sólo oírle mentar se me revuelve el alma, no que el
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estómago. Y más le ruego: que haga cuenta que son ya pasados los tres días
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que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las doy por
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vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y
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|
escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a
|
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sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo.
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-¿Purgatorio le llamas, Sancho? -dijo don Quijote-. Mejor hicieras de
|
|
llamarle infierno, y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
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-Quien ha infierno -respondió Sancho-, nula es retencio, según he oído
|
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decir.
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-No entiendo qué quiere decir retencio -dijo don Quijote.
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-Retencio es -respondió Sancho- que quien está en el infierno nunca sale
|
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dél, ni puede. Lo cual será al revés en vuestra merced, o a mí me andarán
|
|
mal los pies, si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y póngame
|
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yo una por una en el Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que yo le
|
|
diré tales cosas de las necedades y locuras, que todo es uno, que vuestra
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merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un
|
|
guante, aunque la halle más dura que un alcornoque; con cuya respuesta
|
|
dulce y melificada volveré por los aires, como brujo, y sacaré a vuestra
|
|
merced deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza
|
|
de salir dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que
|
|
están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.
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-Así es la verdad -dijo el de la Triste Figura-; pero, ¿qué haremos para
|
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escribir la carta?
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-Y la libranza pollinesca también -añadió Sancho.
|
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-Todo irá inserto -dijo don Quijote-; y sería bueno, ya que no hay papel,
|
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que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles, o en
|
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unas tablitas de cera; aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como
|
|
el papel. Mas ya me ha venido a la memoria dónde será bien, y aun más que
|
|
bien, escribilla: que es en el librillo de memoria que fue de Cardenio; y
|
|
tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en papel, de buena letra, en el
|
|
primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela de muchachos, o si
|
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no, cualquiera sacristán te la trasladará; y no se la des a trasladar a
|
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ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás.
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|
-Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma? -dijo Sancho.
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-Nunca las cartas de Amadís se firman -respondió don Quijote.
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-Está bien -respondió Sancho-, pero la libranza forzosamente se ha de
|
|
firmar, y ésa, si se traslada, dirán que la firma es falsa y quedaréme sin
|
|
pollinos.
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|
-La libranza irá en el mesmo librillo firmada; que, en viéndola, mi sobrina
|
|
no pondrá dificultad en cumplilla. Y, en lo que toca a la carta de amores,
|
|
pondrás por firma: "Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste
|
|
Figura". Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me
|
|
sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto
|
|
letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre
|
|
platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de
|
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cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la
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quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he
|
|
visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella
|
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echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con
|
|
que sus padres, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han
|
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criado.
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-¡Ta, ta! -dijo Sancho-. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora
|
|
Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
|
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-Ésa es -dijo don Quijote-, y es la que merece ser señora de todo el
|
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universo.
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-Bien la conozco -dijo Sancho-, y sé decir que tira tan bien una barra como
|
|
el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de
|
|
chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del
|
|
lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora!
|
|
¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día
|
|
encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en
|
|
un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua, así
|
|
la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es
|
|
que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se
|
|
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la
|
|
Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras
|
|
por ella, sino que, con justo título, puede desesperarse y ahorcarse; que
|
|
nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que
|
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le lleve el diablo. Y querría ya verme en camino, sólo por vella; que ha
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|
muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho
|
|
la faz de las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso
|
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a vuestra merced una verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he estado en
|
|
una grande ignorancia; que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea
|
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debía de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o
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alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le
|
|
ha enviado: así el del vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que
|
|
deben ser, según deben de ser muchas las vitorias que vuestra merced ha
|
|
ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero. Pero, bien
|
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considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la
|
|
señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante
|
|
della los vencidos que vuestra merced le envía y ha de enviar? Porque
|
|
podría ser que, al tiempo que ellos llegasen, estuviese ella rastrillando
|
|
lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se
|
|
riese y enfadase del presente.
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-Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, Sancho -dijo don Quijote-,
|
|
que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto, muchas veces
|
|
despuntas de agudo. Mas, para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto
|
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soy yo, quiero que me oyas un breve cuento. «Has de saber que una viuda
|
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hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se enamoró de un
|
|
mozo motilón, rollizo y de buen tomo. Alcanzólo a saber su mayor, y un día
|
|
dijo a la buena viuda, por vía de fraternal reprehensión: ''Maravillado
|
|
estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan
|
|
hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan
|
|
soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos
|
|
maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced
|
|
pudiera escoger como entre peras, y decir: "Éste quiero, aquéste no
|
|
quiero"''. Mas ella le respondió, con mucho donaire y desenvoltura:
|
|
''Vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo
|
|
si piensa que yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece, pues,
|
|
para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles''».
|
|
Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale
|
|
como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que
|
|
alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es
|
|
verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las
|
|
Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los
|
|
libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las
|
|
comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de
|
|
aquéllos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se
|
|
las fingen, por dar subjeto a sus versos y porque los tengan por enamorados
|
|
y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y
|
|
creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del
|
|
linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle
|
|
algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo.
|
|
Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a
|
|
amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos
|
|
cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna
|
|
le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo,
|
|
yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y
|
|
píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la
|
|
principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna
|
|
de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina.
|
|
Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los
|
|
ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
|
|
|
|
-Digo que en todo tiene vuestra merced razón -respondió Sancho-, y que yo
|
|
soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de
|
|
mentar la soga en casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a Dios, que me
|
|
mudo.
|
|
|
|
Sacó el libro de memoria don Quijote, y, apartándose a una parte, con mucho
|
|
sosiego comenzó a escribir la carta; y, en acabándola, llamó a Sancho y le
|
|
dijo que se la quería leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le
|
|
perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer. A lo
|
|
cual respondió Sancho:
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|
-Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro y démele, que yo
|
|
le llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria
|
|
es disparate: que la tengo tan mala que muchas veces se me olvida cómo me
|
|
llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra merced, que me holgaré mucho de
|
|
oílla, que debe de ir como de molde.
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|
|
|
-Escucha, que así dice -dijo don Quijote:
|
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|
Carta de don Quijote a Dulcinea del Toboso
|
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|
Soberana y alta señora:
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|
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón,
|
|
dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu
|
|
fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en
|
|
mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en
|
|
esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero
|
|
Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del
|
|
modo que por tu causa quedo. Si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no,
|
|
haz lo que te viniere en gusto; que, con acabar mi vida, habré satisfecho a
|
|
tu crueldad y a mi deseo.
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|
Tuyo hasta la muerte,
|
|
|
|
El Caballero de la Triste Figura.
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|
-Por vida de mi padre -dijo Sancho en oyendo la carta-, que es la más alta
|
|
cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí
|
|
todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la
|
|
Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que
|
|
no haya cosa que no sepa.
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|
-Todo es menester -respondió don Quijote- para el oficio que trayo.
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|
-Ea, pues -dijo Sancho-, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cédula de
|
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los tres pollinos y fírmela con mucha claridad, porque la conozcan en
|
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viéndola.
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|
-Que me place -dijo don Quijote.
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|
Y, habiéndola escrito,se la leyó; que decía ansí:
|
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|
Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a
|
|
Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y están a
|
|
cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar y
|
|
pagar por otros tantos aquí recebidos de contado, que consta, y con su
|
|
carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a
|
|
veinte y dos de agosto deste presente año.
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-Buena está -dijo Sancho-; fírmela vuestra merced.
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|
-No es menester firmarla -dijo don Quijote-, sino solamente poner mi
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|
rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para
|
|
trecientos, fuera bastante.
|
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-Yo me confío de vuestra merced -respondió Sancho-. Déjeme, iré a ensillar
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a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a echarme su bendición, que luego
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pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que
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yo diré que le vi hacer tantas que no quiera más.
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-Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester ansí, quiero, digo, que
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me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en
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menos de media hora, porque, habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas
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jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no
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dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
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-Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que
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me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza,
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del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en
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nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas
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locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento. Cuanto
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más, que para mí no era menester nada deso, y, como ya tengo dicho, fuera
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ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra
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merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora Dulcinea; que si no
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responde como es razón, voto hago solene a quien puedo que le tengo de
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sacar la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque, ¿dónde
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se ha de sufrir que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced,
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se vuelva loco, sin qué ni para qué, por una...? No me lo haga decir la
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señora, porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca
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se venda. ¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues, a fe que si me
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conociese, que me ayunase!
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-A fe, Sancho -dijo don Quijote-, que, a lo que parece, que no estás tú más
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cuerdo que yo.
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-No estoy tan loco -respondió Sancho-, mas estoy más colérico. Pero,
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dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que
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yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino, como Cardenio, a quitárselo a los
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pastores?
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-No te dé pena ese cuidado -respondió don Quijote-, porque, aunque tuviera,
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no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos árboles
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me dieren, que la fineza de mi negocio está en no comer y en hacer otras
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asperezas equivalentes.
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-A Dios, pues. Pero, ¿sabe vuestra merced qué temo? Que no tengo de acertar
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a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de escondido.
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-Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos -dijo
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don Quijote-, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos,
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por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado
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será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las
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muchas que por aquí hay y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta
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salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me
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halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Teseo.
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-Así lo haré -respondió Sancho Panza.
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Y, cortando algunos, pidió la bendición a su señor, y, no sin muchas
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lágrimas de entrambos, se despidió dél. Y, subiendo sobre Rocinante, a
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quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como por su propria
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persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los
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ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado. Y así, se fue,
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aunque todavía le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos
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locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió y dijo:
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-Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que, para que pueda
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jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que
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vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra
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merced.
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-¿No te lo decía yo? -dijo don Quijote-. Espérate, Sancho, que en un credo
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las haré.
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Y, desnudándose con toda priesa las calzones, quedó en carnes y en pañales,
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y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas, la
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cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra
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vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento y satisfecho
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de que podía jurar que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su
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camino, hasta la vuelta, que fue breve.
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Capítulo XXVI. Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo don
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Quijote en Sierra Morena
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Y, volviendo a contar lo que hizo el de la Triste Figura después que se vio
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solo, dice la historia que, así como don Quijote acabó de dar las tumbas o
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vueltas, de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido, y que vio que
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Sancho se había ido sin querer aguardar a ver más sandeces, se subió sobre
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una punta de una alta peña y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces
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había pensado, sin haberse jamás resuelto en ello. Y era que cuál sería
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mejor y le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las locuras desaforadas
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que hizo, o Amadís en las malencónicas. Y, hablando entre sí mesmo, decía:
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-Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué
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maravilla?, pues, al fin, era encantado y no le podía matar nadie si no era
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metiéndole un alfiler de a blanca por la planta del pie, y él traía siempre
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los zapatos con siete suelas de hierro. Aunque no le valieron tretas contra
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Bernardo del Carpio, que se las entendió y le ahogó entre los brazos, en
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Roncesvalles. Pero, dejando en él lo de la valentía a una parte, vengamos a
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lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió, por las señales que
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halló en la fontana y por las nuevas que le dio el pastor de que Angélica
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había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos
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enrizados y paje de Agramante; y si él entendió que esto era verdad y que
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su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco. Pero
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yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión
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dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no ha visto en
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todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje,
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y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto
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si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de locura
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de Roldán el furioso. Por otra parte, veo que Amadís de Gaula, sin perder
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el juicio y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el que
|
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más; porque lo que hizo, según su historia, no fue más de que, por verse
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desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado que no pareciese ante
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su presencia hasta que fuese su voluntad, de que se retiró a la Peña Pobre
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en compañía de un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de encomendarse a
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Dios, hasta que el cielo le acorrió, en medio de su mayor cuita y
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necesidad. Y si esto es verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar
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trabajo agora de desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a estos árboles,
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que no me han hecho mal alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua clara
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destos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana. Viva
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la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo
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que pudiere; del cual se dirá lo que del otro se dijo: que si no acabó
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grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado
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de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea,
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pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por
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dónde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue
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rezar y encomendarse a Dios; pero, ¿qué haré de rosario, que no le tengo?
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En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira
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de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el
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uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí
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estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era
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no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse. Y
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así, se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por
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las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos
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acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea. Mas los que se
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pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer, después que a él allí le
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hallaron, no fueron más que estos que aquí se siguen:
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Árboles, yerbas y plantas
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que en aqueste sitio estáis,
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tan altos, verdes y tantas,
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si de mi mal no os holgáis,
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escuchad mis quejas santas.
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Mi dolor no os alborote,
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aunque más terrible sea,
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pues, por pagaros escote,
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aquí lloró don Quijote
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ausencias de Dulcinea
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del Toboso.
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Es aquí el lugar adonde
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el amador más leal
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de su señora se esconde,
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y ha venido a tanto mal
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sin saber cómo o por dónde.
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Tráele amor al estricote,
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que es de muy mala ralea;
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y así, hasta henchir un pipote,
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aquí lloró don Quijote
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ausencias de Dulcinea
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del Toboso.
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Buscando las aventuras
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por entre las duras peñas,
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maldiciendo entrañas duras,
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que entre riscos y entre breñas
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halla el triste desventuras,
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hirióle amor con su azote,
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no con su blanda correa;
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y, en tocándole el cogote,
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aquí lloró don Quijote
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ausencias de Dulcinea
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del Toboso.
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No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos el añadidura
|
|
del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debió de imaginar
|
|
don Quijote que si, en nombrando a Dulcinea, no decía también del Toboso,
|
|
no se podría entender la copla; y así fue la verdad, como él después
|
|
confesó. Otros muchos escribió, pero, como se ha dicho, no se pudieron
|
|
sacar en limpio, ni enteros, más destas tres coplas. En esto, y en suspirar
|
|
y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de
|
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los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y
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|
escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse
|
|
en tanto que Sancho volvía; que, si como tardó tres días, tardara tres
|
|
semanas, el Caballero de la Triste Figura quedara tan desfigurado que no le
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|
conociera la madre que lo parió.
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Y será bien dejalle, envuelto entre sus suspiros y versos, por contar lo
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|
que le avino a Sancho Panza en su mandadería. Y fue que, en saliendo al
|
|
camino real, se puso en busca del Toboso, y otro día llegó a la venta donde
|
|
le había sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo bien visto, cuando
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le pareció que otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar dentro,
|
|
aunque llegó a hora que lo pudiera y debiera hacer, por ser la del comer y
|
|
llevar en deseo de gustar algo caliente; que había grandes días que todo
|
|
era fiambre.
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Esta necesidad le forzó a que llegase junto a la venta, todavía dudoso si
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|
entraría o no. Y, estando en esto, salieron de la venta dos personas que
|
|
luego le conocieron; y dijo el uno al otro:
|
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|
-Dígame, señor licenciado, aquel del caballo, ¿no es Sancho Panza, el que
|
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dijo el ama de nuestro aventurero que había salido con su señor por
|
|
escudero?
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-Sí es -dijo el licenciado-; y aquél es el caballo de nuestro don Quijote.
|
|
Y conociéronle tan bien como aquellos que eran el cura y el barbero de su
|
|
mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto general de los libros.
|
|
Los cuales, así como acabaron de conocer a Sancho Panza y a Rocinante,
|
|
deseosos de saber de don Quijote, se fueron a él; y el cura le llamó por su
|
|
nombre, diciéndole:
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|
-Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro amo?
|
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Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar y la suerte
|
|
donde y como su amo quedaba; y así, les respondió que su amo quedaba
|
|
ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia,
|
|
la cual él no podía descubrir, por los ojos que en la cara tenía.
|
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-No, no -dijo el barbero-, Sancho Panza; si vos no nos decís dónde queda,
|
|
imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muerto y robado, pues
|
|
venís encima de su caballo. En verdad que nos habéis de dar el dueño del
|
|
rocín, o sobre eso, morena.
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-No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy hombre que robo ni mato a
|
|
nadie: a cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo. Mi amo queda
|
|
haciendo penitencia en la mitad desta montaña, muy a su sabor.
|
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|
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de la suerte que quedaba, las
|
|
aventuras que le habían sucedido y cómo llevaba la carta a la señora
|
|
Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba
|
|
enamorado hasta los hígados.
|
|
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|
Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y, aunque ya
|
|
sabían la locura de don Quijote y el género della, siempre que la oían se
|
|
admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza que les enseñase la carta que
|
|
llevaba a la señora Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba escrita en un
|
|
libro de memoria y que era orden de su señor que la hiciese trasladar en
|
|
papel en el primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura que se la
|
|
mostrase, que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la mano en el
|
|
seno Sancho Panza, buscando el librillo, pero no le halló, ni le podía
|
|
hallar si le buscara hasta agora, porque se había quedado don Quijote con
|
|
él y no se le había dado, ni a él se le acordó de pedírsele.
|
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|
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele parando mortal el
|
|
rostro; y, tornándose a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó a echar de
|
|
ver que no le hallaba; y, sin más ni más, se echó entrambos puños a las
|
|
barbas y se arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio
|
|
media docena de puñadas en el rostro y en las narices, que se las bañó
|
|
todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero, le dijeron que qué
|
|
le había sucedido, que tan mal se paraba.
|
|
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|
-¿Qué me ha de suceder -respondió Sancho-, sino el haber perdido de una
|
|
mano a otra, en un estante, tres pollinos, que cada uno era como un
|
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castillo?
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|
-¿Cómo es eso? -replicó el barbero.
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-He perdido el libro de memoria -respondió Sancho-, donde venía carta para
|
|
Dulcinea y una cédula firmada de su señor, por la cual mandaba que su
|
|
sobrina me diese tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en casa.
|
|
Y, con esto, les contó la pérdida del rucio. Consolóle el cura, y díjole
|
|
que, en hallando a su señor, él le haría revalidar la manda y que tornase a
|
|
hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se
|
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hacían en libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
|
|
|
|
Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como aquello fuese ansí, que no le
|
|
daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi
|
|
de memoria, de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen.
|
|
-Decildo, Sancho, pues -dijo el barbero-, que después la trasladaremos.
|
|
Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza para traer a la memoria la carta, y
|
|
ya se ponía sobre un pie, y ya sobre otro; unas veces miraba al suelo,
|
|
otras al cielo; y, al cabo de haberse roído la mitad de la yema de un dedo,
|
|
teniendo suspensos a los que esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de
|
|
grandísimo rato:
|
|
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|
-Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta
|
|
se me acuerda; aunque en el principio decía: «Alta y sobajada señora».
|
|
-No diría -dijo el barbero- sobajada, sino sobrehumana o soberana señora.
|
|
-Así es -dijo Sancho-. Luego, si mal no me acuerdo, proseguía..., si mal no
|
|
me acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el ferido besa a vuestra merced
|
|
las manos, ingrata y muy desconocida hermosa», y no sé qué decía de salud y
|
|
de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo, hasta que acababa
|
|
en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura».
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|
No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y
|
|
alabáronsela mucho, y le pidieron que dijese la carta otras dos veces, para
|
|
que ellos, ansimesmo, la tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo.
|
|
Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y otras tantas volvió a decir
|
|
otros tres mil disparates. Tras esto, contó asimesmo las cosas de su amo,
|
|
pero no habló palabra acerca del manteamiento que le había sucedido en
|
|
aquella venta, en la cual rehusaba entrar. Dijo también como su señor, en
|
|
trayendo que le trujese buen despacho de la señora Dulcinea del Toboso, se
|
|
había de poner en camino a procurar cómo ser emperador, o, por lo menos,
|
|
monarca; que así lo tenían concertado entre los dos, y era cosa muy fácil
|
|
venir a serlo, según era el valor de su persona y la fuerza de su brazo; y
|
|
que, en siéndolo, le había de casar a él, porque ya sería viudo, que no
|
|
podía ser menos, y le había de dar por mujer a una doncella de la
|
|
emperatriz, heredera de un rico y grande estado de tierra firme, sin
|
|
ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería.
|
|
|
|
Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las
|
|
narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo,
|
|
considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había
|
|
llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en
|
|
sacarle del error en que estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba nada
|
|
la conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les sería de más gusto
|
|
oír sus necedades. Y así, le dijeron que rogase a Dios por la salud de su
|
|
señor, que cosa contingente y muy agible era venir, con el discurso del
|
|
tiempo, a ser emperador, como él decía, o, por lo menos, arzobispo, o otra
|
|
dignidad equivalente. A lo cual respondió Sancho:
|
|
|
|
-Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera que a mi amo le viniese
|
|
en voluntad de no ser emperador, sino de ser arzobispo, querría yo saber
|
|
agora qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos.
|
|
-Suélenles dar -respondió el cura- algún beneficio, simple o curado, o
|
|
alguna sacristanía, que les vale mucho de renta rentada, amén del pie de
|
|
altar, que se suele estimar en otro tanto.
|
|
|
|
-Para eso será menester -replicó Sancho- que el escudero no sea casado y
|
|
que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si esto es así, ¡desdichado de yo,
|
|
que soy casado y no sé la primera letra del ABC! ¿Qué será de mí si a mi
|
|
amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es uso y costumbre
|
|
de los caballeros andantes?
|
|
|
|
-No tengáis pena, Sancho amigo -dijo el barbero-, que aquí rogaremos a
|
|
vuestro amo y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso de
|
|
conciencia, que sea emperador y no arzobispo, porque le será más fácil, a
|
|
causa de que él es más valiente que estudiante.
|
|
|
|
-Así me ha parecido a mí -respondió Sancho-, aunque sé decir que para todo
|
|
tiene habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte es rogarle a Nuestro
|
|
Señor que le eche a aquellas partes donde él más se sirva y adonde a mí más
|
|
mercedes me haga.
|
|
|
|
-Vos lo decís como discreto -dijo el cura- y lo haréis como buen cristiano.
|
|
Mas lo que ahora se ha de hacer es dar orden como sacar a vuestro amo de
|
|
aquella inútil penitencia que decís que queda haciendo; y, para pensar el
|
|
modo que hemos de tener, y para comer, que ya es hora, será bien nos
|
|
entremos en esta venta.
|
|
|
|
Sancho dijo que entrasen ellos, que él esperaría allí fuera y que después
|
|
les diría la causa por que no entraba ni le convenía entrar en ella; mas
|
|
que les rogaba que le sacasen allí algo de comer que fuese cosa caliente,
|
|
y, ansimismo, cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le dejaron, y, de
|
|
allí a poco, el barbero le sacó de comer. Después, habiendo bien pensado
|
|
entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el
|
|
cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote y para lo que
|
|
ellos querían. Y fue que dijo al barbero que lo que había pensado era que
|
|
él se vestiría en hábito de doncella andante, y que él procurase ponerse lo
|
|
mejor que pudiese como escudero, y que así irían adonde don Quijote estaba,
|
|
fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa, y le pediría un
|
|
don, el cual él no podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero
|
|
andante. Y que el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella
|
|
donde ella le llevase, a desfacelle un agravio que un mal caballero le
|
|
tenía fecho; y que le suplicaba, ansimesmo, que no la mandase quitar su
|
|
antifaz, ni la demandase cosa de su facienda, fasta que la hubiese fecho
|
|
derecho de aquel mal caballero; y que creyese, sin duda, que don Quijote
|
|
vendría en todo cuanto le pidiese por este término; y que desta manera le
|
|
sacarían de allí y le llevarían a su lugar, donde procurarían ver si tenía
|
|
algún remedio su estraña locura.
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|
Capítulo XXVII. De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con
|
|
otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia
|
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|
No le pareció mal al barbero la invención del cura, sino tan bien, que
|
|
luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas,
|
|
dejándole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran
|
|
barba de una cola rucia o roja de buey, donde el ventero tenía colgado el
|
|
peine. Preguntóles la ventera que para qué le pedían aquellas cosas. El
|
|
cura le contó en breves razones la locura de don Quijote, y cómo convenía
|
|
aquel disfraz para sacarle de la montaña, donde a la sazón estaba. Cayeron
|
|
luego el ventero y la ventera en que el loco era su huésped, el del
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bálsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con
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él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución,
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la ventera vistió al cura de modo que no había más que ver: púsole una saya
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de paño, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo en ancho, todas
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acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo verde, guarnecidos con unos
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ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en
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tiempo del rey Wamba. No consintió el cura que le tocasen, sino púsose en
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la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de
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noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con otra liga
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hizo un antifaz, con que se cubrió muy bien las barbas y el rostro;
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encasquetóse su sombrero, que era tan grande que le podía servir de
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quitasol, y, cubriéndose su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas, y el
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barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre roja y
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blanca, como aquella que, como se ha dicho, era hecha de la cola de un buey
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barroso.
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Despidiéronse de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió de rezar
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un rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese buen suceso en tan arduo
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y tan cristiano negocio como era el que habían emprendido.
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Mas, apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un pensamiento:
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que hacía mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente
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que un sacerdote se pusiese así, aunque le fuese mucho en ello; y,
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diciéndoselo al barbero, le rogó que trocasen trajes, pues era más justo
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que él fuese la doncella menesterosa, y que él haría el escudero, y que así
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se profanaba menos su dignidad; y que si no lo quería hacer, determinaba de
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no pasar adelante, aunque a don Quijote se le llevase el diablo.
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En esto, llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo tener la
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risa. En efeto, el barbero vino en todo aquello que el cura quiso, y,
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trocando la invención, el cura le fue informando el modo que había de tener
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y las palabras que había de decir a don Quijote para moverle y forzarle a
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que con él se viniese, y dejase la querencia del lugar que había escogido
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para su vana penitencia. El barbero respondió que, sin que se le diese
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lición, él lo pondría bien en su punto. No quiso vestirse por entonces,
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hasta que estuviesen junto de donde don Quijote estaba; y así, dobló sus
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vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguieron su camino, guiándolos
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Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les aconteció con el loco que
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hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta y de
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cuanto en ella venía; que, maguer que tonto, era un poco codicioso el
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mancebo.
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Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de
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las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y, en
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reconociéndole, les dijo como aquélla era la entrada, y que bien se podían
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vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor;
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porque ellos le habían dicho antes que el ir de aquella suerte y vestirse
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de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala
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vida que había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo
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quien ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo
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había de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por
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no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba,
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so pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella,
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que era cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos
|
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pensaban decirle tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con
|
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él que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que en
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lo de ser arzobispo no había de qué temer.
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Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les agradeció
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mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor fuese emperador y no
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arzobispo, porque él tenía para sí que, para hacer mercedes a sus
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escuderos, más podían los emperadores que los arzobispos andantes. También
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les dijo que sería bien que él fuese delante a buscarle y darle la
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respuesta de su señora, que ya sería ella bastante a sacarle de aquel
|
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lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles bien lo que
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Sancho Panza decía, y así, determinaron de aguardarle hasta que volviese
|
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con las nuevas del hallazgo de su amo.
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Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en
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una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra
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agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El
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calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de agosto, que por
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aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la
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tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase a que en
|
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él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron.
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Estando, pues, los dos allí, sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una
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voz que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y
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regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél
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no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque, aunque
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suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces
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estremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; y más, cuando
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advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos,
|
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sino de discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos
|
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que oyeron éstos:
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¿Quién menoscaba mis bienes?
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Desdenes.
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Y ¿quién aumenta mis duelos?
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Los celos.
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Y ¿quién prueba mi paciencia?
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Ausencia.
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De ese modo, en mi dolencia
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ningún remedio se alcanza,
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pues me matan la esperanza
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desdenes, celos y ausencia.
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¿Quién me causa este dolor?
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Amor.
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Y ¿quién mi gloria repugna?
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Fortuna.
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Y ¿quién consiente en mi duelo?
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El cielo
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De ese modo, yo recelo
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morir deste mal estraño,
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pues se aumentan en mi daño,
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amor, fortuna y el cielo.
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¿Quién mejorará mi suerte?
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La muerte.
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Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
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Mudanza.
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Y sus males, ¿quién los cura?
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Locura.
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De ese modo, no es cordura
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querer curar la pasión
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cuando los remedios son
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muerte, mudanza y locura.
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La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó
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admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos,
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esperando si otra alguna cosa oían; pero, viendo que duraba algún tanto el
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silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz
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cantaba. Y, queriéndolo poner en efeto, hizo la mesma voz que no se
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moviesen, la cual llegó de nuevo a sus oídos, cantando este soneto:
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Soneto
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Santa amistad, que con ligeras alas,
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tu apariencia quedándose en el suelo,
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entre benditas almas, en el cielo,
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subiste alegre a las impíreas salas,
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desde allá, cuando quieres, nos señalas
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la justa paz cubierta con un velo,
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por quien a veces se trasluce el celo
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de buenas obras que, a la fin, son malas.
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Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
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que el engaño se vista tu librea,
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con que destruye a la intención sincera;
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que si tus apariencias no le quitas,
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presto ha de verse el mundo en la pelea
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de la discorde confusión primera.
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El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos, con atención,
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volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se había
|
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vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el
|
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triste, tan estremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no
|
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anduvieron mucho, cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a un
|
|
hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuando
|
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les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin
|
|
sobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho a guisa
|
|
de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera,
|
|
cuando de improviso llegaron.
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|
El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía noticia de su
|
|
desgracia, pues por las señas le había conocido), se llegó a él, y con
|
|
breves aunque muy discretas razones le rogó y persuadió que aquella tan
|
|
miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la desdicha
|
|
mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, libre
|
|
de aquel furioso accidente que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y así,
|
|
viendo a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades
|
|
andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le habían
|
|
hablado en su negocio como en cosa sabida -porque las razones que el cura
|
|
le dijo así lo dieron a entender-; y así, respondió desta manera:
|
|
-Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tiene
|
|
cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo
|
|
merecerlo, me envía, en estos tan remotos y apartados lugares del trato
|
|
común de las gentes, algunas personas que, poniéndome delante de los ojos
|
|
con vivas y varias razones cuán sin ella ando en hacer la vida que hago,
|
|
han procurado sacarme désta a mejor parte; pero, como no saben que sé yo
|
|
que en saliendo deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben de
|
|
tener por hombre de flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por de
|
|
ningún juicio. Y no sería maravilla que así fuese, porque a mí se me
|
|
trasluce que la fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan intensa y
|
|
puede tanto en mi perdición que, sin que yo pueda ser parte a estobarlo,
|
|
vengo a quedar como piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; y
|
|
vengo a caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos me dicen y muestran
|
|
señales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me
|
|
señorea, y no sé más que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi
|
|
ventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir la causa dellas a
|
|
cuantos oírla quieren; porque, viendo los cuerdos cuál es la causa, no se
|
|
maravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos no me
|
|
darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en lástima de
|
|
mis desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís con la mesma intención
|
|
que otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas
|
|
persuasiones, os ruego que escuchéis el cuento, que no le tiene, de mis
|
|
desventuras; porque quizá, después de entendido, ahorraréis del trabajo que
|
|
tomaréis en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz.
|
|
|
|
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la causa de
|
|
su daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole de no hacer otra cosa de la
|
|
que él quisiese, en su remedio o consuelo; y con esto, el triste caballero
|
|
comenzó su lastimera historia, casi por las mesmas palabras y pasos que la
|
|
había contado a don Quijote y al cabrero pocos días atrás, cuando, por
|
|
ocasión del maestro Elisabat y puntualidad de don Quijote en guardar el
|
|
decoro a la caballería, se quedó el cuento imperfeto, como la historia lo
|
|
deja contado. Pero ahora quiso la buena suerte que se detuvo el accidente
|
|
de la locura y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y así, llegando al
|
|
paso del billete que había hallado don Fernando entre el libro de Amadís de
|
|
Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la memoria, y que decía desta
|
|
manera:
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|
«Luscinda a Cardenio
|
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|
Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más os
|
|
estime; y así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin ejecutarme en la
|
|
honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
|
|
quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la que será justo
|
|
que vos tengáis, si es que me estimáis como decís y como yo creo.
|
|
-»Por este billete me moví a pedir a Luscinda por esposa, como ya os he
|
|
contado, y éste fue por quien quedó Luscinda en la opinión de don Fernando
|
|
por una de las más discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y este
|
|
billete fue el que le puso en deseo de destruirme, antes que el mío se
|
|
efetuase. Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de Luscinda,
|
|
que era en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir,
|
|
temeroso que no vendría en ello, no porque no tuviese bien conocida la
|
|
calidad, bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que tenía partes
|
|
bastantes para enoblecer cualquier otro linaje de España, sino porque yo
|
|
entendía dél que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el
|
|
duque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que no me aventuraba a
|
|
decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente como por otros muchos que
|
|
me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yo
|
|
desease jamás había de tener efeto.
|
|
|
|
»A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi
|
|
padre y hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh Mario ambicioso, oh
|
|
Catilina cruel, oh Sila facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellido
|
|
traidor, oh Julián vengativo, oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo
|
|
y embustero, ¿qué deservicios te había hecho este triste, que con tanta
|
|
llaneza te descubrió los secretos y contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te
|
|
hice? ¿Qué palabras te dije, o qué consejos te di, que no fuesen todos
|
|
encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas, ¿de qué me quejo?,
|
|
¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias
|
|
la corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo, despeñándose con
|
|
furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni
|
|
industria humana que prevenirlas pueda. ¿Quién pudiera imaginar que don
|
|
Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso
|
|
para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le
|
|
ocupase, se había de enconar, como suele decirse, en tomarme a mí una sola
|
|
oveja, que aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como
|
|
inútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.
|
|
|
|
»Digo, pues, que, pareciéndole a don Fernando que mi presencia le era
|
|
inconveniente para poner en ejecución su falso y mal pensamiento, determinó
|
|
de enviarme a su hermano mayor, con ocasión de pedirle unos dineros para
|
|
pagar seis caballos, que de industria, y sólo para este efeto de que me
|
|
ausentase (para poder mejor salir con su dañado intento), el mesmo día que
|
|
se ofreció hablar a mi padre los compró, y quiso que yo viniese por el
|
|
dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer en
|
|
imaginarla? No, por cierto; antes, con grandísimo gusto, me ofrecí a partir
|
|
luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda,
|
|
y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese firme
|
|
esperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella me
|
|
dijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurase
|
|
volver presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras
|
|
voluntades que tardase mi padre de hablar al suyo. No sé qué se fue, que,
|
|
en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo
|
|
se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras
|
|
muchas que me pareció que procuraba decirme.
|
|
|
|
»Quedé admirado deste nuevo accidente, hasta allí jamás en ella visto,
|
|
porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna y mi
|
|
diligencia lo concedía, con todo regocijo y contento, sin mezclar en
|
|
nuestras pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores. Todo era
|
|
engrandecer yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por señora:
|
|
exageraba su belleza, admirábame de su valor y entendimiento. Volvíame ella
|
|
el recambio, alabando en mí lo que, como enamorada, le parecía digno de
|
|
alabanza. Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de
|
|
nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se entendía mi desenvoltura
|
|
era a tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, y
|
|
llegarla a mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos
|
|
dividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ella
|
|
lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión y
|
|
sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de
|
|
dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todo
|
|
lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar la
|
|
ausencia en los que bien se quieren.
|
|
|
|
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones y
|
|
sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros indicios que me
|
|
mostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada. Llegué al
|
|
lugar donde era enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien
|
|
recebido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a mi
|
|
disgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me viese,
|
|
porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin su
|
|
sabiduría. Y todo fue invención del falso don Fernando, pues no le faltaban
|
|
a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue éste que
|
|
me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar
|
|
tantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y más, habiéndola dejado
|
|
con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como buen
|
|
criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud.
|
|
|
|
»Pero, a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi busca con
|
|
una carta, que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque
|
|
la letra dél era suya. Abríla, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa
|
|
grande debía de ser la que la había movido a escribirme estando ausente,
|
|
pues presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla,
|
|
quién se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Díjome
|
|
que acaso, pasando por una calle de la ciudad a la hora de medio día, una
|
|
señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas,
|
|
y que con mucha priesa le dijo: ''Hermano: si sois cristiano, como
|
|
parecéis, por amor de Dios os ruego que encaminéis luego luego esta carta
|
|
al lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido,
|
|
y en ello haréis un gran servicio a nuestro Señor; y, para que no os falte
|
|
comodidad de poderlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo''. ''Y,
|
|
diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían atados
|
|
cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he
|
|
dado. Y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana; aunque
|
|
primero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo, y, por señas, le dije que
|
|
haría lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo que
|
|
podía tomar en traérosla y conociendo por el sobrescrito que érades vos a
|
|
quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado
|
|
asimesmo de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de no fiarme
|
|
de otra persona, sino venir yo mesmo a dárosla; y en diez y seis horas que
|
|
ha que se me dio, he hecho el camino, que sabéis que es de diez y ocho
|
|
leguas''.
|
|
|
|
»En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado
|
|
de sus palabras, temblándome las piernas de manera que apenas podía
|
|
sostenerme. En efeto, abrí la carta y vi que contenía estas razones:
|
|
La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que
|
|
hablase al mío, la ha cumplido más en su gusto que en vuestro provecho.
|
|
Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la
|
|
ventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere,
|
|
con tantas veras que de aquí a dos días se ha de hacer el desposorio, tan
|
|
secreto y tan a solas, que sólo han de ser testigos los cielos y alguna
|
|
gente de casa. Cual yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si
|
|
os quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dará a entender. A Dios
|
|
plega que ésta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición
|
|
de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.
|
|
»Éstas, en suma, fueron las razones que la carta contenía y las que me
|
|
hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otros
|
|
dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de los caballos,
|
|
sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano.
|
|
El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la
|
|
prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me
|
|
pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar, al
|
|
punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, y
|
|
dejé una mula en que venía en casa del buen hombre que me había llevado la
|
|
carta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena que hallé a
|
|
Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda
|
|
luego, y conocíla yo; mas no como debía ella conocerme y yo conocerla.
|
|
Pero, ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido
|
|
el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno, por
|
|
cierto.
|
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|
|
»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio, me dijo: ''Cardenio, de boda
|
|
estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernando el traidor y
|
|
mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi muerte
|
|
que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a
|
|
este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, una
|
|
daga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas, dando fin
|
|
a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y
|
|
tengo''. Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar
|
|
para responderla: ''Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que
|
|
si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte
|
|
con ella o para matarme si la suerte nos fuere contraria''. No creo que
|
|
pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porque
|
|
el desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza, púsoseme
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el sol de mi alegría: quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el
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entendimiento. No acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme a parte
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alguna; pero, considerando cuánto importaba mi presencia para lo que
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suceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y entré en su casa.
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Y, como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con el
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alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver. Así que, sin
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ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de la
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mesma sala, que con las puntas y remates de dos tapices se cubría, por
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entre las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se
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hacía.
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»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras
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allí estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones que
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hice?, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien que
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se digan. Basta que sepáis que el desposado entró en la sala sin otro
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adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a un
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primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera,
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sino los criados de casa. De allí a un poco, salió de una recámara
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Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien
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aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien
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era la perfeción de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi
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suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que
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traía vestido; sólo pude advertir a las colores, que eran encarnado y
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blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el
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vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus
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hermosos y rubios cabellos; tales que, en competencia de las preciosas
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piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con
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más resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi
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descanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de
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aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes
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y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto
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agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida?» No os
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canséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que no es mi pena de
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aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada
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circunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.
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A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino que
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les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que
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merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del
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cuento.
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-«Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que, estando todos en la sala, entró el
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cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en
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tal acto se requiere, al decir: ''¿Queréis, señora Luscinda, al señor don
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Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la
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Santa Madre Iglesia?'', yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los
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tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que
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Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o
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la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces,
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diciendo a voces!: ''¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera
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lo que me debes, mira que eres mía y que no puedes ser de otro! Advierte
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que el decir tú sí y el acabárseme la vida ha de ser todo a un punto. ¡Ah
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traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Qué
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quieres? ¿Qué pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al
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fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido''. ¡Ah,
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loco de mí, ahora que estoy ausente y lejos del peligro, digo que había de
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hacer lo que no hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al
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robador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazón para ello como le
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tengo para quejarme! En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho
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que muera ahora corrido, arrepentido y loco.
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»Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen
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espacio en darla, y, cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, o
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desataba la lengua para decir alguna verdad o desengaño que en mi provecho
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redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: ''Sí quiero''; y lo
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mesmo dijo don Fernando; y, dándole el anillo, quedaron en disoluble nudo
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ligados. Llegó el desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose la
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mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre. Resta
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ahora decir cuál quedé yo viendo, en el sí que había oído, burladas mis
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esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda: imposibilitado de
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cobrar en algún tiempo el bien que en aquel instante había perdido. Quedé
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falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hecho
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enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis
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suspiros y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de
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manera que todo ardía de rabia y de celos.
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»Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole su
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madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel
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cerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso a leer a la luz de una de
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las hachas; y, en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso la
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mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los
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remedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese. Yo,
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viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré a salir, ora fuese
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visto o no, con determinación que si me viesen, de hacer un desatino tal,
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que todo el mundo viniera a entender la justa indignación de mi pecho en el
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castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada
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traidora. Pero mi suerte, que para mayores males, si es posible que los
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haya, me debe tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase el
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entendimiento que después acá me ha faltado; y así, sin querer tomar
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venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mío,
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fuera fácil tomarla), quise tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena que
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ellos merecían; y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara si
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|
entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba la
|
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pena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata, sin acabar la vida.
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»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquél donde había dejado la
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mula; hice que me la ensillase, sin despedirme dél subí en ella, y salí de
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la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando me
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vi en el campo solo, y que la escuridad de la noche me encubría y su
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|
silencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni
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conocido, solté la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda
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y de don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me habían
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hecho. Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero,
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sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la había cerrado
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los ojos de la voluntad, para quitármela a mí y entregarla a aquél con
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|
quien más liberal y franca la fortuna se había mostrado; y, en mitad de la
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fuga destas maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo que no era
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mucho que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha y acostumbrada
|
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siempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con su gusto, pues le
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daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan gentil hombre
|
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que, a no querer recebirle, se podía pensar, o que no tenía juicio, o que
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en otra parte tenía la voluntad: cosa que redundaba tan en perjuicio de su
|
|
buena opinión y fama. Luego volvía diciendo que, puesto que ella dijera que
|
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yo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala
|
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elección, que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando no
|
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pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón midiesen su deseo,
|
|
otro mejor que yo para esposo de su hija; y que bien pudiera ella, antes de
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ponerse en el trance forzoso y último de dar la mano, decir que ya yo le
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|
había dado la mía; que yo viniera y concediera con todo cuanto ella
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|
acertara a fingir en este caso.
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»En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición y deseos
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de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que me había
|
|
engañado, entretenido y sustentado en mis firmes esperanzas y honestos
|
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deseos. Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que quedaba de
|
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aquella noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las
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|
cuales caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno, hasta que vine a
|
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parar a unos prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y allí
|
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pregunté a unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas sierras.
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|
Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé a ella, con intención de
|
|
acabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de
|
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la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de sí
|
|
tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la
|
|
naturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me
|
|
socorriese.
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»De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido en el suelo, al cabo
|
|
del cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos cabreros, que,
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|
sin duda, debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me
|
|
dijeron de la manera que me habían hallado, y cómo estaba diciendo tantos
|
|
disparates y desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el
|
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juicio; y yo he sentido en mí, después acá, que no todas veces le tengo
|
|
cabal, sino tan desmedrado y flaco que hago mil locuras, rasgándome los
|
|
vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura y
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|
repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso
|
|
ni intento entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mí
|
|
vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi más
|
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común habitación es en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir este
|
|
miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas,
|
|
movidos de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los caminos y
|
|
por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así,
|
|
aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer el
|
|
mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de
|
|
tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, que
|
|
yo salgo a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de
|
|
grado, a los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas.
|
|
»Desta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el cielo sea
|
|
servido de conducirle a su último fin, o de ponerle en mi memoria, para que
|
|
no me acuerde de la hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio de
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|
don Fernando; que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré a mejor
|
|
discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino rogarle que absolutamente
|
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tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas para
|
|
sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle».
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|
Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si es
|
|
tal, que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mí habéis
|
|
visto; y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razón os
|
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dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de aprovechar conmigo
|
|
lo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico al enfermo que
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recebir no la quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y, pues ella gustó
|
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de ser ajena, siendo, o debiendo ser, mía, guste yo de ser de la
|
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desventura, pudiendo haber sido de la buena dicha. Ella quiso, con su
|
|
mudanza, hacer estable mi perdición; yo querré, con procurar perderme,
|
|
hacer contenta su voluntad, y será ejemplo a los por venir de que a mí solo
|
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faltó lo que a todos los desdichados sobra, a los cuales suele ser consuelo
|
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la imposibilidad de tenerle, y en mí es causa de mayores sentimientos y
|
|
males, porque aun pienso que no se han de acabar con la muerte.
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Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan desdichada como amorosa
|
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historia. Y, al tiempo que el cura se prevenía para decirle algunas razones
|
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de consuelo, le suspendió una voz que llegó a sus oídos, que en lastimados
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acentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta parte desta narración,
|
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que en este punto dio fin a la tercera el sabio y atentado historiador Cide
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Hamete Benengeli.
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Cuarta parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
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Capítulo XXVIII. Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y
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barbero sucedió en la mesma sierra
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Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el
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audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan
|
|
honrosa determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya
|
|
perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora, en
|
|
esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la
|
|
dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della,
|
|
que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la
|
|
misma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado
|
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hilo, cuenta que, así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a
|
|
Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que, con tristes
|
|
acentos, decía desta manera:
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-¡Ay Dios! ¿Si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de
|
|
escondida sepultura a la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi
|
|
voluntad sostengo? Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no me
|
|
miente. ¡Ay, desdichada, y cuán más agradable compañía harán estos riscos y
|
|
malezas a mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique
|
|
mi desgracia al cielo, que no la de ningún hombre humano, pues no hay
|
|
ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio
|
|
en las quejas, ni remedio en los males!
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Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban,
|
|
y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron a
|
|
buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un
|
|
peñasco vieron, sentado al pie de un fresno, a un mozo vestido como
|
|
labrador, al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba
|
|
los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver por
|
|
entonces. Y ellos llegaron con tanto silencio que dél no fueron sentidos,
|
|
ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que
|
|
no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras
|
|
del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los
|
|
pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras
|
|
el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así, viendo
|
|
que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los
|
|
otros dos que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña
|
|
que allí había, y así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el
|
|
mozo hacía; el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy
|
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ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía, ansimesmo, unos calzones y
|
|
polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las
|
|
polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de
|
|
blanco alabastro parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con
|
|
un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió; y, al
|
|
querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole
|
|
estaban de ver una hermosura incomparable; tal, que Cardenio dijo al cura,
|
|
con voz baja:
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|
-Ésta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.
|
|
|
|
El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte,
|
|
se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos, que pudieran los del
|
|
sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era
|
|
mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los
|
|
dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a
|
|
Luscinda; que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía
|
|
contender con aquélla. Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrieron
|
|
las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos; que si no
|
|
eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y tantos
|
|
eran. En esto, les sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua
|
|
habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban
|
|
pedazos de apretada nieve; todo lo cual, en más admiración y en más deseo
|
|
de saber quién era ponía a los tres que la miraban.
|
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|
|
Por esto determinaron de mostrarse, y, al movimiento que hicieron de
|
|
ponerse en pie, la hermosa moza alzó la cabeza, y, apartándose los cabellos
|
|
de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que el ruido hacían; y
|
|
apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie, y, sin aguardar a calzarse
|
|
ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto, como de ropa,
|
|
que junto a sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación y
|
|
sobresalto; mas no hubo dado seis pasos cuando, no pudiendo sufrir los
|
|
delicados pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual
|
|
visto por los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo:
|
|
-Deteneos, señora, quienquiera que seáis, que los que aquí veis sólo tienen
|
|
intención de serviros. No hay para qué os pongáis en tan impertinente
|
|
huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir ni nosotros consentir.
|
|
A todo esto, ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues,
|
|
a ella, y, asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo:
|
|
|
|
-Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren:
|
|
señales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han
|
|
disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta
|
|
soledad como es ésta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no para
|
|
dar remedio a vuestros males, a lo menos para darles consejo, pues ningún
|
|
mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al estremo de serlo, mientras no
|
|
acaba la vida, que rehúya de no escuchar siquiera el consejo que con buena
|
|
intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía, o señor mío, o lo
|
|
que vos quisierdes ser, perded el sobresalto que nuestra vista os ha
|
|
causado y contadnos vuestra buena o mala suerte; que en nosotros juntos, o
|
|
en cada uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
|
|
|
|
En tanto que el cura decía estas razones, estaba la disfrazada moza como
|
|
embelesada, mirándolos a todos, sin mover labio ni decir palabra alguna:
|
|
bien así como rústico aldeano que de improviso se le muestran cosas raras y
|
|
dél jamás vistas. Mas, volviendo el cura a decirle otras razones al mesmo
|
|
efeto encaminadas, dando ella un profundo suspiro, rompió el silencio y
|
|
dijo:
|
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|
-Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la
|
|
soltura de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi
|
|
lengua, en balde sería fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me creyese,
|
|
sería más por cortesía que por otra razón alguna. Presupuesto esto, digo,
|
|
señores, que os agradezco el ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me
|
|
ha puesto en obligación de satisfaceros en todo lo que me habéis pedido,
|
|
puesto que temo que la relación que os hiciere de mis desdichas os ha de
|
|
causar, al par de la compasión, la pesadumbre, porque no habéis de hallar
|
|
remedio para remediarlas ni consuelo para entretenerlas. Pero, con todo
|
|
esto, porque no ande vacilando mi honra en vuestras intenciones, habiéndome
|
|
ya conocido por mujer y viéndome moza, sola y en este traje, cosas todas
|
|
juntas, y cada una por sí, que pueden echar por tierra cualquier honesto
|
|
crédito, os habré de decir lo que quisiera callar si pudiera.
|
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|
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tan suelta
|
|
lengua, con voz tan suave, que no menos les admiró su discreción que su
|
|
hermosura. Y, tornándole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para
|
|
que lo prometido cumpliese, ella, sin hacerse más de rogar, calzándose con
|
|
toda honestidad y recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de una
|
|
piedra, y, puestos los tres alrededor della, haciéndose fuerza por detener
|
|
algunas lágrimas que a los ojos se le venían, con voz reposada y clara,
|
|
comenzó la historia de su vida desta manera:
|
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|
-«En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace
|
|
uno de los que llaman grandes en España. Éste tiene dos hijos: el mayor,
|
|
heredero de su estado, y, al parecer, de sus buenas costumbres; y el menor,
|
|
no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los
|
|
embustes de Galalón. Deste señor son vasallos mis padres, humildes en
|
|
linaje, pero tan ricos que si los bienes de su naturaleza igualaran a los
|
|
de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme en la
|
|
desdicha en que me veo; porque quizá nace mi poca ventura de la que no
|
|
tuvieron ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad que no son tan
|
|
bajos que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos que a mí me quiten
|
|
la imaginación que tengo de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos,
|
|
en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante,
|
|
y, como suele decirse, cristianos viejos ranciosos; pero tan ricos que su
|
|
riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de
|
|
hidalgos, y aun de caballeros. Puesto que de la mayor riqueza y nobleza que
|
|
ellos se preciaban era de tenerme a mí por hija; y, así por no tener otra
|
|
ni otro que los heredase como por ser padres, y aficionados, yo era una de
|
|
las más regaladas hijas que padres jamás regalaron. Era el espejo en que se
|
|
miraban, el báculo de su vejez, y el sujeto a quien encaminaban,
|
|
midiéndolos con el cielo, todos sus deseos; de los cuales, por ser ellos
|
|
tan buenos, los míos no salían un punto. Y del mismo modo que yo era señora
|
|
de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí se recebían y despedían
|
|
los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi
|
|
mano; los molinos de aceite, los lagares de vino, el número del ganado
|
|
mayor y menor, el de las colmenas. Finalmente, de todo aquello que un tan
|
|
rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era
|
|
la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo, que
|
|
buenamente no acertaré a encarecerlo. Los ratos que del día me quedaban,
|
|
después de haber dado lo que convenía a los mayorales, a capataces y a
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otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las doncellas tan
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lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la almohadilla,
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y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos
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ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto,
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o a tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone
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los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu.
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»Ésta, pues, era la vida que yo tenía en casa de mis padres, la cual, si
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tan particularmente he contado, no ha sido por ostentación ni por dar a
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entender que soy rica, sino porque se advierta cuán sin culpa me he venido
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de aquel buen estado que he dicho al infelice en que ahora me hallo. Es,
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pues, el caso que, pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un
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encerramiento tal que al de un monesterio pudiera compararse, sin ser
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vista, a mi parecer, de otra persona alguna que de los criados de casa,
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porque los días que iba a misa era tan de mañana, y tan acompañada de mi
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madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada que apenas vían mis
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ojos más tierra de aquella donde ponía los pies; y, con todo esto, los del
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amor, o los de la ociosidad, por mejor decir, a quien los de lince no
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pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don Fernando, que
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éste es el nombre del hijo menor del duque que os he contado».
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No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a
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Cardenio se le mudó la color del rostro, y comenzó a trasudar, con tan
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grande alteración que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron
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que le venía aquel accidente de locura que habían oído decir que de cuando
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en cuando le venía. Mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse
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quedo, mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién ella era;
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la cual, sin advertir en los movimientos de Cardenio, prosiguió su
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historia, diciendo:
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-«Y no me hubieron bien visto cuando, según él dijo después, quedó tan
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preso de mis amores cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones.
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Mas, por acabar presto con el cuento, que no le tiene, de mis desdichas,
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quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo para
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declararme su voluntad. Sobornó toda la gente de mi casa, dio y ofreció
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dádivas y mercedes a mis parientes. Los días eran todos de fiesta y de
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regocijo en mi calle; las noches no dejaban dormir a nadie las músicas. Los
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billetes que, sin saber cómo, a mis manos venían, eran infinitos, llenos de
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enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y
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juramentos. Todo lo cual no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de
|
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manera como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras que para
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reducirme a su voluntad hacía, las hiciera para el efeto contrario; no
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porque a mí me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese a
|
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demasía sus solicitudes; porque me daba un no sé qué de contento verme tan
|
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querida y estimada de un tan principal caballero, y no me pesaba ver en sus
|
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papeles mis alabanzas: que en esto, por feas que seamos las mujeres, me
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parece a mí que siempre nos da gusto el oír que nos llaman hermosas.
|
|
»Pero a todo esto se opone mi honestidad y los consejos continuos que mis
|
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padres me daban, que ya muy al descubierto sabían la voluntad de don
|
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Fernando, porque ya a él no se le daba nada de que todo el mundo la
|
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supiese. Decíanme mis padres que en sola mi virtud y bondad dejaban y
|
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depositaban su honra y fama, y que considerase la desigualdad que había
|
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entre mí y don Fernando, y que por aquí echaría de ver que sus
|
|
pensamientos, aunque él dijese otra cosa, mas se encaminaban a su gusto que
|
|
a mi provecho; y que si yo quisiese poner en alguna manera algún
|
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inconveniente para que él se dejase de su injusta pretensión, que ellos me
|
|
casarían luego con quien yo más gustase: así de los más principales de
|
|
nuestro lugar como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar
|
|
de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos,
|
|
y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás
|
|
quise responder a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de
|
|
muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo.
|
|
|
|
»Todos estos recatos míos, que él debía de tener por desdenes, debieron de
|
|
ser causa de avivar más su lascivo apetito, que este nombre quiero dar a la
|
|
voluntad que me mostraba; la cual, si ella fuera como debía, no la
|
|
supiérades vosotros ahora, porque hubiera faltado la ocasión de decírosla.
|
|
Finalmente, don Fernando supo que mis padres andaban por darme estado, por
|
|
quitalle a él la esperanza de poseerme, o, a lo menos, porque yo tuviese
|
|
más guardas para guardarme; y esta nueva o sospecha fue causa para que
|
|
hiciese lo que ahora oiréis. Y fue que una noche, estando yo en mi aposento
|
|
con sola la compañía de una doncella que me servía, teniendo bien cerradas
|
|
las puertas, por temor que, por descuido, mi honestidad no se viese en
|
|
peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio destos recatos y
|
|
prevenciones, y en la soledad deste silencio y encierro, me le hallé
|
|
delante, cuya vista me turbó de manera que me quitó la de mis ojos y me
|
|
enmudeció la lengua; y así, no fui poderosa de dar voces, ni aun él creo
|
|
que me las dejara dar, porque luego se llegó a mí, y, tomándome entre sus
|
|
brazos (porque yo, como digo, no tuve fuerzas para defenderme, según estaba
|
|
turbada), comenzó a decirme tales razones, que no sé cómo es posible que
|
|
tenga tanta habilidad la mentira que las sepa componer de modo que parezcan
|
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tan verdaderas. Hacía el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras
|
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y los suspiros su intención. Yo, pobrecilla, sola entre los míos, mal
|
|
ejercitada en casos semejantes, comencé, no sé en qué modo, a tener por
|
|
verdaderas tantas falsedades, pero no de suerte que me moviesen a compasión
|
|
menos que buena sus lágrimas y suspiros.
|
|
|
|
»Y así, pasándoseme aquel sobresalto primero, torné algún tanto a cobrar
|
|
mis perdidos espíritus, y con más ánimo del que pensé que pudiera tener, le
|
|
dije: ''Si como estoy, señor, en tus brazos, estuviera entre los de un león
|
|
fiero y el librarme dellos se me asegurara con que hiciera, o dijera, cosa
|
|
que fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera posible hacella o
|
|
decilla como es posible dejar de haber sido lo que fue. Así que, si tú
|
|
tienes ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis
|
|
buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos como lo verás si con
|
|
hacerme fuerza quisieres pasar adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no
|
|
tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para
|
|
deshonrar y tener en poco la humildad de la mía; y en tanto me estimo yo,
|
|
villana y labradora, como tú, señor y caballero. Conmigo no han de ser de
|
|
ningún efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus riquezas, ni tus
|
|
palabras han de poder engañarme, ni tus suspiros y lágrimas enternecerme.
|
|
Si alguna de todas estas cosas que he dicho viera yo en el que mis padres
|
|
me dieran por esposo, a su voluntad se ajustara la mía, y mi voluntad de la
|
|
suya no saliera; de modo que, como quedara con honra, aunque quedara sin
|
|
gusto, de grado te entregara lo que tú, señor, ahora con tanta fuerza
|
|
procuras. Todo esto he dicho porque no es pensar que de mí alcance cosa
|
|
alguna el que no fuere mi ligítimo esposo''. ''Si no reparas más que en
|
|
eso, bellísima Dorotea -(que éste es el nombre desta desdichada), dijo el
|
|
desleal caballero-, ves: aquí te doy la mano de serlo tuyo, y sean testigos
|
|
desta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se asconde, y esta imagen de
|
|
Nuestra Señora que aquí tienes''.»
|
|
|
|
Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Dorotea, tornó de nuevo a sus
|
|
sobresaltos y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión; pero no
|
|
quiso interromper el cuento, por ver en qué venía a parar lo que él ya casi
|
|
sabía; sólo dijo:
|
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|
|
-¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído yo decir del mesmo, que
|
|
quizá corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que tiempo vendrá en
|
|
que te diga cosas que te espanten en el mesmo grado que te lastimen.
|
|
Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su estraño y desastrado
|
|
traje, y rogóle que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la dijese
|
|
luego; porque si algo le había dejado bueno la fortuna, era el ánimo que
|
|
tenía para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de que, a
|
|
su parecer, ninguno podía llegar que el que tenía acrecentase un punto.
|
|
-No le perdiera yo, señora -respondió Cardenio-, en decirte lo que pienso,
|
|
si fuera verdad lo que imagino; y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni a
|
|
ti te importa nada el saberlo.
|
|
|
|
-Sea lo que fuere -respondió Dorotea-, «lo que en mi cuento pasa fue que,
|
|
tomando don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por
|
|
testigo de nuestro desposorio. Con palabras eficacísimas y juramentos
|
|
estraordinarios, me dio la palabra de ser mi marido, puesto que, antes que
|
|
acabase de decirlas, le dije que mirase bien lo que hacía y que considerase
|
|
el enojo que su padre había de recebir de verle casado con una villana
|
|
vasalla suya; que no le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no era
|
|
bastante para hallar en ella disculpa de su yerro, y que si algún bien me
|
|
quería hacer, por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte a lo
|
|
igual de lo que mi calidad podía, porque nunca los tan desiguales
|
|
casamientos se gozan ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan.
|
|
»Todas estas razones que aquí he dicho le dije, y otras muchas de que no me
|
|
acuerdo, pero no fueron parte para que él dejase de seguir su intento, bien
|
|
ansí como el que no piensa pagar, que, al concertar de la barata, no repara
|
|
en inconvenientes. Yo, a esta sazón, hice un breve discurso conmigo, y me
|
|
dije a mí mesma: ''Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio
|
|
haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a
|
|
quien hermosura, o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar
|
|
compañía desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo,
|
|
bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en éste no
|
|
dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure el cumplimiento de su
|
|
deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero con desdenes
|
|
despedille, en término le veo que, no usando el que debe, usará el de la
|
|
fuerza y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podía
|
|
dar el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto. Porque, ¿qué
|
|
razones serán bastantes para persuadir a mis padres, y a otros, que este
|
|
caballero entró en mi aposento sin consentimiento mío?''
|
|
|
|
»Todas estas demandas y respuestas revolví yo en un instante en la
|
|
imaginación; y, sobre todo, me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a
|
|
lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición: los juramentos de don Fernando,
|
|
los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y, finalmente, su
|
|
dispusición y gentileza, que, acompañada con tantas muestras de verdadero
|
|
amor, pudieran rendir a otro tan libre y recatado corazón como el mío.
|
|
Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase a los testigos del
|
|
cielo; tornó don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos; añadió a
|
|
los primeros nuevos santos por testigos; echóse mil futuras maldiciones, si
|
|
no cumpliese lo que me prometía; volvió a humedecer sus ojos y a acrecentar
|
|
sus suspiros; apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás me había
|
|
dejado; y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo
|
|
dejé de serlo y él acabó de ser traidor y fementido.
|
|
|
|
»El día que sucedió a la noche de mi desgracia se venía aun no tan apriesa
|
|
como yo pienso que don Fernando deseaba, porque, después de cumplido
|
|
aquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse de
|
|
donde le alcanzaron. Digo esto porque don Fernando dio priesa por partirse
|
|
de mí, y, por industria de mi doncella, que era la misma que allí le había
|
|
traído, antes que amaneciese se vio en la calle. Y, al despedirse de mí,
|
|
aunque no con tanto ahínco y vehemencia como cuando vino, me dijo que
|
|
estuviese segura de su fe y de ser firmes y verdaderos sus juramentos; y,
|
|
para más confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo y lo puso
|
|
en el mío. En efecto, él se fue y yo quedé ni sé si triste o alegre; esto
|
|
sé bien decir: que quedé confusa y pensativa, y casi fuera de mí con el
|
|
nuevo acaecimiento, y no tuve ánimo, o no se me acordó, de reñir a mi
|
|
doncella por la traición cometida de encerrar a don Fernando en mi mismo
|
|
aposento, porque aún no me determinaba si era bien o mal el que me había
|
|
sucedido. Díjele, al partir, a don Fernando que por el mesmo camino de
|
|
aquélla podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que, cuando él
|
|
quisiese, aquel hecho se publicase. Pero no vino otra alguna, si no fue la
|
|
siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un mes;
|
|
que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villa
|
|
y que los más días iba a caza, ejercicio de que él era muy aficionado.
|
|
»Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos y
|
|
menguadas, y bien sé que comencé a dudar en ellos, y aun a descreer de la
|
|
fe de don Fernando; y sé también que mi doncella oyó entonces las palabras
|
|
que en reprehensión de su atrevimiento antes no había oído; y sé que me fue
|
|
forzoso tener cuenta con mis lágrimas y con la compostura de mi rostro, por
|
|
no dar ocasión a que mis padres me preguntasen que de qué andaba
|
|
descontenta y me obligasen a buscar mentiras que decilles. Pero todo esto
|
|
se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respectos y se
|
|
acabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y salieron
|
|
a plaza mis secretos pensamientos. Y esto fue porque, de allí a pocos días,
|
|
se dijo en el lugar como en una ciudad allí cerca se había casado don
|
|
Fernando con una doncella hermosísima en todo estremo, y de muy principales
|
|
padres, aunque no tan rica que, por la dote, pudiera aspirar a tan noble
|
|
casamiento. Díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus
|
|
desposorios sucedieron dignas de admiración.»
|
|
|
|
Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los
|
|
hombros, morderse los labios, enarcar las cejas y dejar de allí a poco caer
|
|
por sus ojos dos fuentes de lágrimas. Mas no por esto dejó Dorotea de
|
|
seguir su cuento, diciendo:
|
|
|
|
-«Llegó esta triste nueva a mis oídos, y, en lugar de helárseme el corazón
|
|
en oílla, fue tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó poco
|
|
para no salirme por las calles dando voces, publicando la alevosía y
|
|
traición que se me había hecho. Mas templóse esta furia por entonces con
|
|
pensar de poner aquella mesma noche por obra lo que puse: que fue ponerme
|
|
en este hábito, que me dio uno de los que llaman zagales en casa de los
|
|
labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi
|
|
desventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad donde entendí que mi
|
|
enemigo estaba. Él, después que hubo reprehendido mi atrevimiento y afeado
|
|
mi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció a tenerme
|
|
compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego, al momento, encerré
|
|
en una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas joyas y dineros,
|
|
por lo que podía suceder. Y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta
|
|
a mi traidora doncella, salí de mi casa, acompañada de mi criado y de
|
|
muchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad a pie, llevada en
|
|
vuelo del deseo de llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por hecho, a
|
|
lo menos a decir a don Fernando me dijese con qué alma lo había hecho.
|
|
»Llegué en dos días y medio donde quería, y, en entrando por la ciudad,
|
|
pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y al primero a quien hice
|
|
la pregunta me respondió más de lo que yo quisiera oír. Díjome la casa y
|
|
todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija, cosa tan pública en
|
|
la ciudad, que se hace en corrillos para contarla por toda ella. Díjome que
|
|
la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de haber ella
|
|
dado el sí de ser su esposa, le había tomado un recio desmayo, y que,
|
|
llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, le
|
|
halló un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía y
|
|
declaraba que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de
|
|
Cardenio, que, a lo que el hombre me dijo, era un caballero muy principal
|
|
de la mesma ciudad; y que si había dado el sí a don Fernando, fue por no
|
|
salir de la obediencia de sus padres. En resolución, tales razones dijo que
|
|
contenía el papel, que daba a entender que ella había tenido intención de
|
|
matarse en acabándose de desposar, y daba allí las razones por que se había
|
|
quitado la vida. Todo lo cual dicen que confirmó una daga que le hallaron
|
|
no sé en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual visto por don Fernando,
|
|
pareciéndole que Luscinda le había burlado y escarnecido y tenido en poco,
|
|
arremetió a ella, antes que de su desmayo volviese, y con la misma daga que
|
|
le hallaron la quiso dar de puñaladas; y lo hiciera si sus padres y los que
|
|
se hallaron presentes no se lo estorbaran. Dijeron más: que luego se
|
|
ausentó don Fernando, y que Luscinda no había vuelto de su parasismo hasta
|
|
otro día, que contó a sus padres cómo ella era verdadera esposa de aquel
|
|
Cardenio que he dicho. Supe más: que el Cardenio, según decían, se halló
|
|
presente en los desposorios, y que, en viéndola desposada, lo cual él jamás
|
|
pensó, se salió de la ciudad desesperado, dejándole primero escrita una
|
|
carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de
|
|
cómo él se iba adonde gentes no le viesen.
|
|
|
|
»Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello;
|
|
y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de sus
|
|
padres y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el
|
|
juicio sus padres y no sabían qué medio se tomar para hallarla. Esto que
|
|
supe puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado a don
|
|
Fernando, que no hallarle casado, pareciéndome que aún no estaba del todo
|
|
cerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a entender que podría ser que el
|
|
cielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio, por
|
|
atraerle a conocer lo que al primero debía, y a caer en la cuenta de que
|
|
era cristiano y que estaba más obligado a su alma que a los respetos
|
|
humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin
|
|
tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, para
|
|
entretener la vida, que ya aborrezco.
|
|
|
|
»Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué hacerme, pues a don Fernando no
|
|
hallaba, llegó a mis oídos un público pregón, donde se prometía grande
|
|
hallazgo a quien me hallase, dando las señas de la edad y del mesmo traje
|
|
que traía; y oí decir que se decía que me había sacado de casa de mis
|
|
padres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán de
|
|
caída andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi venida, sino
|
|
añadir el con quién, siendo subjeto tan bajo y tan indigno de mis buenos
|
|
pensamientos. Al punto que oí el pregón, me salí de la ciudad con mi
|
|
criado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fe que de
|
|
fidelidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso
|
|
desta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero, como suele decirse
|
|
que un mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio
|
|
de otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen criado, hasta entonces
|
|
fiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su mesma
|
|
bellaquería antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión
|
|
que, a su parecer, estos yermos le ofrecían; y, con poca vergüenza y menos
|
|
temor de Dios ni respeto mío, me requirió de amores; y, viendo que yo con
|
|
feas y justas palabras respondía a las desvergüenzas de sus propósitos,
|
|
dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó a
|
|
usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de
|
|
mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las mías, de manera
|
|
que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un
|
|
derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo; y luego, con más
|
|
ligereza que mi sobresalto y cansancio pedían, me entré por estas montañas,
|
|
sin llevar otro pensamiento ni otro disignio que esconderme en ellas y huir
|
|
de mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando.
|
|
|
|
»Con este deseo, ha no sé cuántos meses que entré en ellas, donde hallé un
|
|
ganadero que me llevó por su criado a un lugar que está en las entrañas
|
|
desta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando
|
|
estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que ahora, tan si
|
|
pensarlo, me han descubierto. Pero toda mi industria y toda mi solicitud
|
|
fue y ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento de que
|
|
yo no era varón, y nació en él el mesmo mal pensamiento que en mi criado;
|
|
y, como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé
|
|
derrumbadero ni barranco de donde despeñar y despenar al amo, como le hallé
|
|
para el criado; y así, tuve por menor inconveniente dejalle y asconderme de
|
|
nuevo entre estas asperezas que probar con él mis fuerzas o mis disculpas.
|
|
Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar donde sin impedimento
|
|
alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de mi
|
|
desventura y me dé industria y favor para salir della, o para dejar la vida
|
|
entre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sin
|
|
culpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y murmure en la
|
|
suya y en las ajenas tierras.»
|
|
|
|
|
|
|
|
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|
|
Capítulo XXIX. Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras
|
|
cosas de mucho gusto y pasatiempo
|
|
|
|
|
|
-Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad
|
|
ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y las
|
|
lágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante para mostrarse en
|
|
mayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis que
|
|
será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego
|
|
(lo que con facilidad podréis y debéis hacer) que me aconsejéis dónde podré
|
|
pasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de ser
|
|
hallada de los que me buscan; que, aunque sé que el mucho amor que mis
|
|
padres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta la
|
|
vergüenza que me ocupa sólo el pensar que, no como ellos pensaban, tengo de
|
|
parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser
|
|
vista que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mío ajeno
|
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de la honestidad que de mí se debían de tener prometida.
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Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró
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bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los
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que escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y,
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aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la
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mano Cardenio, diciendo:
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-En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico
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Clenardo.
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Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de
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poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que
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Cardenio estaba vestido; y así, le dijo:
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-Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? Porque
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yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi
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desdicha no le he nombrado.
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-Soy -respondió Cardenio- aquel sin ventura que, según vos, señora, habéis
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dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien
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el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis me ha
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traído a que me veáis cual me veis: roto, desnudo, falto de todo humano
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consuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino
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cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Teodora,
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soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que
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aguardó oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy el que no
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tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel
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que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver
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tantas desventuras juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y una carta
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que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la
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pusiese, y víneme a estas soledades, con intención de acabar en ellas la
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vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía. Mas no ha
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querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá
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por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues, siendo
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verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser que
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a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros
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desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que Luscinda no puede
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casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser
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vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar
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que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, y
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no se ha enajenado ni deshecho. Y, pues este consuelo tenemos, nacido no de
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muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos,
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señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues
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yo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que
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yo os juro, por la fe de caballero y de cristiano, de no desampararos hasta
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veros en poder de don Fernando, y que, cuando con razones no le pudiere
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atraer a que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me
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concede el ser caballero, y poder con justo título desafialle, en razón de
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la sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza
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dejaré al cielo por acudir en la tierra a los vuestros.
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Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber qué
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gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para
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besárselos; mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por
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entrambos, y aprobó el buen discurso de Cardenio, y, sobre todo, les rogó,
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aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían
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reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden cómo
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buscar a don Fernando, o cómo llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que
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más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y
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acetaron la merced que se les ofrecía. El barbero, que a todo había estado
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suspenso y callado, hizo también su buena plática y se ofreció con no menos
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voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles.
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Contó asimesmo con brevedad la causa que allí los había traído, con la
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estrañeza de la locura de don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero, que
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había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio, como por sueños, la
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pendencia que con don Quijote había tenido y contóla a los demás, mas no
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supo decir por qué causa fue su quistión.
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En esto, oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza,
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que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a
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voces. Saliéronle al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo
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cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de
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hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que, puesto que le había
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dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del
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Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado
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de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le
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ficiesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante, corría
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peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun
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arzobispo, que era lo menos que podía ser. Por eso, que mirasen lo que se
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había de hacer para sacarle de allí.
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El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían de
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allí, mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían
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pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A
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lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que el
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barbero, y más, que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y que
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la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester
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para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de
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caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando
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pedían sus dones a los andantes caballeros.
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-Pues no es menester más -dijo el cura- sino que luego se ponga por obra;
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que, sin duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sin
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pensarlo, a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para
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vuestro remedio y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester.
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Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y
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una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y
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otras joyas, con que en un instante se adornó de manera que una rica y gran
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señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su casa para
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lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasión
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de habello menester. A todos contentó en estremo su mucha gracia, donaire y
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hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues
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tanta belleza desechaba.
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Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle -como era así
|
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verdad- que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura;
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y así, preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan
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fermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.
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-Esta hermosa señora -respondió el cura-, Sancho hermano, es, como quien no
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dice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de
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Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual
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es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y,
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a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto,
|
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de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.
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-Dichosa buscada y dichoso hallazgo -dijo a esta sazón Sancho Panza-, y más
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si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto,
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matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice; que sí matará
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si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no
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tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra
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merced, entre otras, señor licenciado, y es que, porque a mi amo no le tome
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gana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced le
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aconseje que se case luego con esta princesa, y así quedará imposibilitado
|
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de recebir órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a su imperio y yo al
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fin de mis deseos; que yo he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta que
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no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la
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Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder
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tener renta por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y hijos, sería
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nunca acabar. Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case
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luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así, no la llamo
|
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por su nombre.
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-Llámase -respondió el cura- la princesa Micomicona, porque, llamándose su
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reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
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-No hay duda en eso -respondió Sancho-, que yo he visto a muchos tomar el
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apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá,
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Juan de Úbeda y Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe de usar allá en
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Guinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos.
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-Así debe de ser -dijo el cura-; y en lo del casarse vuestro amo, yo haré
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en ello todos mis poderíos.
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Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto el cura admirado de su
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simplicidad, y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mesmos
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disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que había de
|
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venir a ser emperador.
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Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero se
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había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho
|
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que los guiase adonde don Quijote estaba; al cual advirtieron que no dijese
|
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que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía
|
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todo el toque de venir a ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni
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Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a don Quijote la
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pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era menester
|
|
por entonces su presencia. Y así, los dejaron ir delante, y ellos los
|
|
fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había
|
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de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría,
|
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sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.
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|
Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote
|
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entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y, así como
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|
Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquél era don Quijote, dio del
|
|
azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero. Y, en llegando
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junto a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a
|
|
Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar de
|
|
rodillas ante las de don Quijote; y, aunque él pugnaba por levantarla,
|
|
ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:
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-De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la
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vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y
|
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prez de vuestra persona, y en pro de la más desconsolada y agraviada
|
|
doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo
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|
corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer
|
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a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famoso
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nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.
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-No os responderé palabra, fermosa señora -respondió don Quijote-, ni oiré
|
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más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.
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-No me levantaré, señor -respondió la afligida doncella-, si primero, por
|
|
la vuestra cortesía, no me es otorgado el don que pido.
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-Yo vos le otorgo y concedo -respondió don Quijote-, como no se haya de
|
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cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi
|
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corazón y libertad tiene la llave.
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-No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor -replicó la
|
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dolorosa doncella.
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Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy pasito
|
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le dijo:
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-Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es
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cosa de nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la alta
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princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
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-Sea quien fuere -respondió don Quijote-, que yo haré lo que soy obligado y
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lo que me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo.
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Y, volviéndose a la doncella, dijo:
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-La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme
|
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quisiere.
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-Pues el que pido es -dijo la doncella- que la vuestra magnánima persona se
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venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de
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entremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un
|
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traidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi
|
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reino.
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-Digo que así lo otorgo -respondió don Quijote-, y así podéis, señora,
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desde hoy más, desechar la malenconía que os fatiga y hacer que cobre
|
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nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza; que, con el ayuda de
|
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Dios y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino y
|
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sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y a
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|
despecho de los follones que contradecirlo quisieren. Y manos a labor, que
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en la tardanza dicen que suele estar el peligro.
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La menesterosa doncella pugnó, con mucha porfía, por besarle las manos, mas
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don Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo
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consintió; antes, la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y
|
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comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le
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armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un
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árbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su
|
|
señor; el cual, viéndose armado, dijo:
|
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-Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.
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Estábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la
|
|
risa y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todos
|
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sin conseguir su buena intención; y, viendo que ya el don estaba concedido
|
|
y con la diligencia que don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se
|
|
levantó y tomó de la otra mano a su señora, y entre los dos la subieron en
|
|
la mula. Luego subió don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó
|
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en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó la
|
|
pérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía; mas todo lo llevaba
|
|
con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy a
|
|
pique, de ser emperador; porque sin duda alguna pensaba que se había de
|
|
casar con aquella princesa, y ser, por lo menos, rey de Micomicón. Sólo le
|
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daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la
|
|
gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual
|
|
hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo:
|
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-¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con
|
|
ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán
|
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de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con
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que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no
|
|
tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender
|
|
treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de
|
|
volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he
|
|
de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que me mamo el dedo!
|
|
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|
Con esto, andaba tan solícito y tan contento que se le olvidaba la
|
|
pesadumbre de caminar a pie.
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|
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|
Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué
|
|
hacerse para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista,
|
|
imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban; y fue que con
|
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unas tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza la barba a
|
|
Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traía y diole un herreruelo
|
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negro, y él se quedó en calzas y en jubón; y quedó tan otro de lo que antes
|
|
parecía Cardenio, que él mesmo no se conociera, aunque a un espejo se
|
|
mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelante en tanto
|
|
que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que
|
|
ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían
|
|
que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie. En efeto, ellos se
|
|
pusieron en el llano, a la salida de la sierra, y, así como salió della don
|
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Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando
|
|
señales de que le iba reconociendo; y, al cabo de haberle una buena pieza
|
|
estado mirando, se fue a él abiertos los brazos y diciendo a voces:
|
|
-Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriote
|
|
don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y
|
|
remedio de los menesterosos, la quintaesencia de los caballeros andantes.
|
|
Y, diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda a
|
|
don Quijote; el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer aquel
|
|
hombre, se le puso a mirar con atención, y, al fin, le conoció y quedó como
|
|
espantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse; mas el cura no lo
|
|
consintió, por lo cual don Quijote decía:
|
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|
|
-Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté a
|
|
caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie.
|
|
-Eso no consentiré yo en ningún modo -dijo el cura-: estése la vuestra
|
|
grandeza a caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazañas y
|
|
aventuras que en nuestra edad se han visto; que a mí, aunque indigno
|
|
sacerdote, bastaráme subir en las ancas de una destas mulas destos señores
|
|
que con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo. Y aun haré cuenta
|
|
que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que
|
|
cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún hasta ahora yace encantado
|
|
en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto.
|
|
|
|
-Aún no caía yo en tanto, mi señor licenciado -respondió don Quijote-; y yo
|
|
sé que mi señora la princesa será servida, por mi amor, de mandar a su
|
|
escudero dé a vuestra merced la silla de su mula, que él podrá acomodarse
|
|
en las ancas, si es que ella las sufre.
|
|
|
|
-Sí sufre, a lo que yo creo -respondió la princesa-; y también sé que no
|
|
será menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortés y tan
|
|
cortesano que no consentirá que una persona eclesiástica vaya a pie,
|
|
pudiendo ir a caballo.
|
|
|
|
-Así es -respondió el barbero.
|
|
|
|
Y, apeándose en un punto, convidó al cura con la silla, y él la tomó sin
|
|
hacerse mucho de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero,
|
|
la mula, que, en efeto, era de alquiler, que para decir que era mala esto
|
|
basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que, a
|
|
darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la
|
|
venida por don Quijote. Con todo eso, le sobresaltaron de manera que cayó
|
|
en el suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el
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|
suelo; y, como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a
|
|
cubrirse el rostro con ambas manos y a quejarse que le habían derribado las
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muelas. Don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin
|
|
sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo:
|
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-¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le ha derribado y
|
|
arrancado del rostro, como si las quitaran aposta!
|
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|
El cura, que vio el peligro que corría su invención de ser descubierta,
|
|
acudió luego a las barbas y fuese con ellas adonde yacía maese Nicolás,
|
|
dando aún voces todavía, y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se
|
|
las puso, murmurando sobre él unas palabras, que dijo que era cierto
|
|
ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verían; y, cuando se las tuvo
|
|
puestas, se apartó, y quedó el escudero tan bien barbado y tan sano como de
|
|
antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y rogó al cura que cuando
|
|
tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo; que él entendía que su virtud a
|
|
más que pegar barbas se debía de estender, pues estaba claro que de donde
|
|
las barbas se quitasen había de quedar la carne llagada y maltrecha, y que,
|
|
pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba.
|
|
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|
-Así es -dijo el cura, y prometió de enseñársele en la primera ocasión.
|
|
Concertáronse que por entonces subiese el cura, y a trechos se fuesen los
|
|
tres mudando, hasta que llegasen a la venta, que estaría hasta dos leguas
|
|
de allí. Puestos los tres a caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y
|
|
el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero y Sancho Panza, don Quijote
|
|
dijo a la doncella:
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|
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|
-Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere.
|
|
|
|
Y, antes que ella respondiese, dijo el licenciado:
|
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|
|
-¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría? ¿Es, por ventura, hacia
|
|
el de Micomicón?; que sí debe de ser, o yo sé poco de reinos.
|
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|
|
Ella, que estaba bien en todo, entendió que había de responder que sí; y
|
|
así, dijo:
|
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|
|
-Sí, señor, hacia ese reino es mi camino.
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|
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-Si así es -dijo el cura-, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de
|
|
allí tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar
|
|
con la buena ventura; y si hay viento próspero, mar tranquilo y sin
|
|
borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar a vista de la gran
|
|
laguna Meona, digo, Meótides, que está poco más de cien jornadas más acá
|
|
del reino de vuestra grandeza.
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|
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-Vuestra merced está engañado, señor mío -dijo ella-, porque no ha dos años
|
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que yo partí dél, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y, con todo eso,
|
|
he llegado a ver lo que tanto deseaba, que es al señor don Quijote de la
|
|
Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oídos así como puse los pies en España,
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y ellas me movieron a buscarle, para encomendarme en su cortesía y fiar mi
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justicia del valor de su invencible brazo.
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-No más: cesen mis alabanzas -dijo a esta sazón don Quijote-, porque soy
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enemigo de todo género de adulación; y, aunque ésta no lo sea, todavía
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ofenden mis castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé decir, señora
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mía, que ora tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear
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en vuestro servicio hasta perder la vida; y así, dejando esto para su
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tiempo, ruego al señor licenciado me diga qué es la causa que le ha traído
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por estas partes, tan solo, y tan sin criados, y tan a la ligera, que me
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pone espanto.
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-A eso yo responderé con brevedad -respondió el cura-, porque sabrá vuestra
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merced, señor don Quijote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro
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barbero, íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un pariente mío que ha
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muchos años que pasó a Indias me había enviado, y no tan pocos que no pasan
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de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal; y, pasando ayer por
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estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro salteadores y nos quitaron
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hasta las barbas; y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero
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ponérselas postizas; y aun a este mancebo que aquí va -señalando a
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Cardenio- le pusieron como de nuevo. Y es lo bueno que es pública fama por
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todos estos contornos que los que nos saltearon son de unos galeotes que
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dicen que libertó, casi en este mesmo sitio, un hombre tan valiente que, a
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pesar del comisario y de las guardas, los soltó a todos; y, sin duda
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alguna, él debía de estar fuera de juicio, o debe de ser tan grande bellaco
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como ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al
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lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la
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miel; quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues
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fue contra sus justos mandamientos. Quiso, digo, quitar a las galeras sus
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pies, poner en alboroto a la Santa Hermandad, que había muchos años que
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reposaba; quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y
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no se gane su cuerpo.
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Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes,
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que acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura
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refiriéndola, por ver lo que hacía o decía don Quijote; al cual se le
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mudaba la color a cada palabra, y no osaba decir que él había sido el
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libertador de aquella buena gente.
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-Éstos, pues -dijo el cura-, fueron los que nos robaron; que Dios, por su
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misericordia, se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.
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Capítulo XXX. Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar
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a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había
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puesto
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No hubo bien acabado el cura, cuando Sancho dijo:
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-Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo esa fazaña fue mi amo, y no
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porque yo no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que era
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pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos.
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-¡Majadero! -dijo a esta sazón don Quijote-, a los caballeros andantes no
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les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que
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encuentran por los caminos van de aquella manera, o están en aquella
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angustia, por sus culpas o por sus gracias; sólo le toca ayudarles como a
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menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías. Yo
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topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo
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que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga; y a quien mal le ha
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parecido, salvo la santa dignidad del señor licenciado y su honrada
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persona, digo que sabe poco de achaque de caballería, y que miente como un
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hideputa y mal nacido; y esto le haré conocer con mi espada, donde más
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largamente se contiene.
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Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose el morrión; porque la
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bacía de barbero, que a su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba colgado
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del arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron los
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galeotes.
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Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía el
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menguado humor de don Quijote y que todos hacían burla dél, sino Sancho
|
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Panza, no quiso ser para menos, y, viéndole tan enojado, le dijo:
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-Señor caballero, miémbresele a la vuestra merced el don que me tiene
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prometido, y que, conforme a él, no puede entremeterse en otra aventura,
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por urgente que sea; sosiegue vuestra merced el pecho, que si el señor
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licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido librados los
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galeotes, él se diera tres puntos en la boca, y aun se mordiera tres veces
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la lengua, antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced
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redundara.
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-Eso juro yo bien -dijo el cura-, y aun me hubiera quitado un bigote.
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-Yo callaré, señora mía -dijo don Quijote-, y reprimiré la justa cólera que
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ya en mi pecho se había levantado, y iré quieto y pacífico hasta tanto que
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os cumpla el don prometido; pero, en pago deste buen deseo, os suplico me
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digáis, si no se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita y cuántas,
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quiénes y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida,
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satisfecha y entera venganza.
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-Eso haré yo de gana -respondió Dorotea-, si es que no os enfadan oír
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lástimas y desgracias.
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-No enfadará, señora mía -respondió don Quijote.
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A lo que respondió Dorotea:
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-Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos.
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No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al
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lado, deseosos de ver cómo fingía su historia la discreta Dorotea; y lo
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mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo. Y ella,
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después de haberse puesto bien en la silla y prevenídose con toser y hacer
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otros ademanes, con mucho donaire, comenzó a decir desta manera:
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-«Primeramente, quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que a mí
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me llaman...»
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Y detúvose aquí un poco, porque se le olvidó el nombre que el cura le había
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puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió en lo que reparaba, y
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dijo:
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-No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza se turbe y empache
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|
contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas veces
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quitan la memoria a los que maltratan, de tal manera que aun de sus mesmos
|
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nombres no se les acuerda, como han hecho con vuestra gran señoría, que se
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ha olvidado que se llama la princesa Micomicona, legítima heredera del gran
|
|
reino Micomicón; y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza reducir
|
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ahora fácilmente a su lastimada memoria todo aquello que contar quisiere.
|
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-Así es la verdad -respondió la doncella-, y desde aquí adelante creo que
|
|
no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto con mi
|
|
verdadera historia. «La cual es que el rey mi padre, que se llama Tinacrio
|
|
el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica, y alcanzó por
|
|
su ciencia que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, había de morir
|
|
primero que él, y que de allí a poco tiempo él también había de pasar desta
|
|
vida y yo había de quedar huérfana de padre y madre. Pero decía él que no
|
|
le fatigaba tanto esto cuanto le ponía en confusión saber, por cosa muy
|
|
cierta, que un descomunal gigante, señor de una grande ínsula, que casi
|
|
alinda con nuestro reino, llamado Pandafilando de la Fosca Vista (porque es
|
|
cosa averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre
|
|
mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno y por
|
|
poner miedo y espanto a los que mira); digo que supo que este gigante, en
|
|
sabiendo mi orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino y me
|
|
lo había de quitar todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me recogiese;
|
|
pero que podía escusar toda esta ruina y desgracia si yo me quisiese casar
|
|
con él; mas, a lo que él entendía, jamás pensaba que me vendría a mí en
|
|
voluntad de hacer tan desigual casamiento; y dijo en esto la pura verdad,
|
|
porque jamás me ha pasado por el pensamiento casarme con aquel gigante,
|
|
pero ni con otro alguno, por grande y desaforado que fuese. Dijo también mi
|
|
padre que, después que él fuese muerto y viese yo que Pandafilando
|
|
comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme en defensa,
|
|
porque sería destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado el
|
|
reino, si quería escusar la muerte y total destruición de mis buenos y
|
|
leales vasallos, porque no había de ser posible defenderme de la endiablada
|
|
fuerza del gigante; sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en
|
|
camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando a un
|
|
caballero andante, cuya fama en este tiempo se estendería por todo este
|
|
reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don
|
|
Gigote.»
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|
-Don Quijote diría, señora -dijo a esta sazón Sancho Panza-, o, por otro
|
|
nombre, el Caballero de la Triste Figura.
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-Así es la verdad -dijo Dorotea-. «Dijo más: que había de ser alto de
|
|
cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro
|
|
izquierdo, o por allí junto, había de tener un lunar pardo con ciertos
|
|
cabellos a manera de cerdas.»
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|
|
En oyendo esto don Quijote, dijo a su escudero:
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|
-Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a desnudar, que quiero ver si soy el
|
|
caballero que aquel sabio rey dejó profetizado.
|
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|
-Pues, ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse? -dijo Dorotea.
|
|
-Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo -respondió don Quijote.
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|
-No hay para qué desnudarse -dijo Sancho-, que yo sé que tiene vuestra
|
|
merced un lunar desas señas en la mitad del espinazo, que es señal de ser
|
|
hombre fuerte.
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|
|
|
-Eso basta -dijo Dorotea-, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas
|
|
cosas, y que esté en el hombro o que esté en el espinazo, importa poco;
|
|
basta que haya lunar, y esté donde estuviere, pues todo es una mesma carne;
|
|
y, sin duda, acertó mi buen padre en todo, y yo he acertado en encomendarme
|
|
al señor don Quijote, que él es por quien mi padre dijo, pues las señales
|
|
del rostro vienen con las de la buena fama que este caballero tiene no sólo
|
|
en España, pero en toda la Mancha, pues apenas me hube desembarcado en
|
|
Osuna, cuando oí decir tantas hazañas suyas, que luego me dio el alma que
|
|
era el mesmo que venía a buscar.
|
|
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|
-Pues, ¿cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía -preguntó
|
|
don Quijote-, si no es puerto de mar?
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|
Mas, antes que Dorotea respondiese, tomó el cura la mano y dijo:
|
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|
-Debe de querer decir la señora princesa que, después que desembarcó en
|
|
Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue en Osuna.
|
|
-Eso quise decir -dijo Dorotea.
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|
-Y esto lleva camino -dijo el cura-, y prosiga vuestra majestad adelante.
|
|
-No hay que proseguir -respondió Dorotea-, sino que, finalmente, mi suerte
|
|
ha sido tan buena en hallar al señor don Quijote, que ya me cuento y tengo
|
|
por reina y señora de todo mi reino, pues él, por su cortesía y
|
|
magnificencia, me ha prometido el don de irse conmigo dondequiera que yo le
|
|
llevare, que no será a otra parte que a ponerle delante de Pandafilando de
|
|
la Fosca Vista, para que le mate y me restituya lo que tan contra razón me
|
|
tiene usurpado: que todo esto ha de suceder a pedir de boca, pues así lo
|
|
dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen padre; el cual también dejó
|
|
dicho y escrito en letras caldeas, o griegas, que yo no las sé leer, que si
|
|
este caballero de la profecía, después de haber degollado al gigante,
|
|
quisiese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna por
|
|
su legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino, junto con la de mi
|
|
persona.
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|
-¿Qué te parece, Sancho amigo? -dijo a este punto don Quijote-. ¿No oyes lo
|
|
que pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que mandar y reina
|
|
con quien casar.
|
|
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-¡Eso juro yo -dijo Sancho- para el puto que no se casare en abriendo el
|
|
gaznatico al señor Pandahilado! Pues, ¡monta que es mala la reina! ¡Así se
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|
me vuelvan las pulgas de la cama!
|
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|
Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandísimo
|
|
contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y,
|
|
haciéndola detener, se hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese
|
|
las manos para besárselas, en señal que la recibía por su reina y señora.
|
|
¿Quién no había de reír de los circustantes, viendo la locura del amo y la
|
|
simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometió de
|
|
hacerle gran señor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien que
|
|
se lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales palabras que
|
|
renovó la risa en todos.
|
|
|
|
-Ésta, señores -prosiguió Dorotea-, es mi historia: sólo resta por deciros
|
|
que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino no me ha quedado
|
|
sino sólo este buen barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran
|
|
borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y yo salimos en dos tablas a
|
|
tierra, como por milagro; y así, es todo milagro y misterio el discurso de
|
|
mi vida, como lo habréis notado. Y si en alguna cosa he andado demasiada, o
|
|
no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el señor licenciado
|
|
dijo al principio de mi cuento: que los trabajos continuos y
|
|
extraordinarios quitan la memoria al que los padece.
|
|
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|
-Ésa no me quitarán a mí, ¡oh alta y valerosa señora! -dijo don Quijote-,
|
|
cuantos yo pasare en serviros, por grandes y no vistos que sean; y así, de
|
|
nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir con vos al cabo del
|
|
mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a quien pienso, con el
|
|
ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia con los filos
|
|
desta... no quiero decir buena espada, merced a Ginés de Pasamonte, que me
|
|
llevó la mía.
|
|
|
|
Esto dijo entre dientes, y prosiguió diciendo:
|
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-Y después de habérsela tajado y puéstoos en pacífica posesión de vuestro
|
|
estado, quedará a vuestra voluntad hacer de vuestra persona lo que más en
|
|
talante os viniere; porque, mientras que yo tuviere ocupada la memoria y
|
|
cautiva la voluntad, perdido el entendimiento, a aquella..., y no digo más,
|
|
no es posible que yo arrostre, ni por pienso, el casarme, aunque fuese con
|
|
el ave fénix.
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|
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|
Parecióle tan mal a Sancho lo que últimamente su amo dijo acerca de no
|
|
querer casarse, que, con grande enojo, alzando la voz, dijo:
|
|
|
|
-Voto a mí, y juro a mí, que no tiene vuestra merced, señor don Quijote,
|
|
cabal juicio. Pues, ¿cómo es posible que pone vuestra merced en duda el
|
|
casarse con tan alta princesa como aquésta? ¿Piensa que le ha de ofrecer la
|
|
fortuna, tras cada cantillo, semejante ventura como la que ahora se le
|
|
ofrece? ¿Es, por dicha, más hermosa mi señora Dulcinea? No, por cierto, ni
|
|
aun con la mitad, y aun estoy por decir que no llega a su zapato de la que
|
|
está delante. Así, noramala alcanzaré yo el condado que espero, si vuestra
|
|
merced se anda a pedir cotufas en el golfo. Cásese, cásese luego,
|
|
encomiéndole yo a Satanás, y tome ese reino que se le viene a las manos de
|
|
vobis, vobis, y, en siendo rey, hágame marqués o adelantado, y luego,
|
|
siquiera se lo lleve el diablo todo.
|
|
|
|
Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no
|
|
lo pudo sufrir, y, alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho y sin
|
|
decirle esta boca es mía, le dio tales dos palos que dio con él en tierra;
|
|
y si no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le
|
|
quitara allí la vida.
|
|
|
|
-¿Pensáis -le dijo a cabo de rato-, villano ruin, que ha de haber lugar
|
|
siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha de ser errar
|
|
vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis, bellaco descomulgado, que sin duda
|
|
lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis vos,
|
|
gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi
|
|
brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua
|
|
viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a
|
|
este gigante, y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por
|
|
cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi
|
|
brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo
|
|
vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo
|
|
sois desagradecido: que os veis levantado del polvo de la tierra a ser
|
|
señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os
|
|
la hizo!
|
|
|
|
No estaba tan maltrecho Sancho que no oyese todo cuanto su amo le decía, y,
|
|
levantándose con un poco de presteza, se fue a poner detrás del palafrén de
|
|
Dorotea, y desde allí dijo a su amo:
|
|
|
|
-Dígame, señor: si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta
|
|
gran princesa, claro está que no será el reino suyo; y, no siéndolo, ¿qué
|
|
mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo; cásese vuestra
|
|
merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida
|
|
del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea; que reyes debe
|
|
de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados. En lo de la
|
|
hermosura no me entremeto; que, en verdad, si va a decirla, que entrambas
|
|
me parecen bien, puesto que yo nunca he visto a la señora Dulcinea.
|
|
-¿Cómo que no la has visto, traidor blasfemo? -dijo don Quijote-. Pues, ¿no
|
|
acabas de traerme ahora un recado de su parte?
|
|
|
|
-Digo que no la he visto tan despacio -dijo Sancho- que pueda haber notado
|
|
particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto; pero así,
|
|
a bulto, me parece bien.
|
|
|
|
-Ahora te disculpo -dijo don Quijote-, y perdóname el enojo que te he dado,
|
|
que los primeros movimientos no son en manos de los hombres.
|
|
|
|
-Ya yo lo veo -respondió Sancho-; y así, en mí la gana de hablar siempre es
|
|
primero movimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que
|
|
me viene a la lengua.
|
|
|
|
-Con todo eso -dijo don Quijote-, mira, Sancho, lo que hablas, porque
|
|
tantas veces va el cantarillo a la fuente..., y no te digo más.
|
|
|
|
-Ahora bien -respondió Sancho-, Dios está en el cielo, que ve las trampas,
|
|
y será juez de quién hace más mal: yo en no hablar bien, o vuestra merced
|
|
en obrallo.
|
|
|
|
-No haya más -dijo Dorotea-: corred, Sancho, y besad la mano a vuestro
|
|
señor, y pedilde perdón, y de aquí adelante andad más atentado en vuestras
|
|
alabanzas y vituperios, y no digáis mal de aquesa señora Tobosa, a quien yo
|
|
no conozco si no es para servilla, y tened confianza en Dios, que no os ha
|
|
de faltar un estado donde viváis como un príncipe.
|
|
|
|
Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su señor, y él se la dio con
|
|
reposado continente; y, después que se la hubo besado, le echó la
|
|
bendición, y dijo a Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que
|
|
preguntalle y que departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así
|
|
Sancho y apartáronse los dos algo adelante, y díjole don Quijote:
|
|
-Después que veniste, no he tenido lugar ni espacio para preguntarte muchas
|
|
cosas de particularidad acerca de la embajada que llevaste y de la
|
|
respuesta que trujiste; y ahora, pues la fortuna nos ha concedido tiempo y
|
|
lugar, no me niegues tú la ventura que puedes darme con tan buenas nuevas.
|
|
-Pregunte vuestra merced lo que quisiere -respondió Sancho-, que a todo
|
|
daré tan buena salida como tuve la entrada. Pero suplico a vuestra merced,
|
|
señor mío, que no sea de aquí adelante tan vengativo.
|
|
|
|
-¿Por qué lo dices, Sancho? -dijo don Quijote.
|
|
|
|
-Dígolo -respondió- porque estos palos de agora más fueron por la pendencia
|
|
que entre los dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que dije contra
|
|
mi señora Dulcinea, a quien amo y reverencio como a una reliquia, aunque en
|
|
ella no lo haya, sólo por ser cosa de vuestra merced.
|
|
|
|
-No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu vida -dijo don Quijote-, que me
|
|
dan pesadumbre; ya te perdoné entonces, y bien sabes tú que suele decirse:
|
|
a pecado nuevo, penitencia nueva.
|
|
|
|
En tanto que los dos iban en estas pláticas, dijo el cura a Dorotea que
|
|
había andado muy discreta, así en el cuento como en la brevedad dél, y en
|
|
la similitud que tuvo con los de los libros de caballerías. Ella dijo que
|
|
muchos ratos se había entretenido en leellos, pero que no sabía ella dónde
|
|
eran las provincias ni puertos de mar, y que así había dicho a tiento que
|
|
se había desembarcado en Osuna.
|
|
|
|
-Yo lo entendí así -dijo el cura-, y por eso acudí luego a decir lo que
|
|
dije, con que se acomodó todo. Pero, ¿no es cosa estraña ver con cuánta
|
|
facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones y
|
|
mentiras, sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus
|
|
libros?
|
|
|
|
-Sí es -dijo Cardenio-, y tan rara y nunca vista, que yo no sé si queriendo
|
|
inventarla y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio que
|
|
pudiera dar en ella.
|
|
|
|
-Pues otra cosa hay en ello -dijo el cura-: que fuera de las simplicidades
|
|
que este buen hidalgo dice tocantes a su locura, si le tratan de otras
|
|
cosas, discurre con bonísimas razones y muestra tener un entendimiento
|
|
claro y apacible en todo. De manera que, como no le toquen en sus
|
|
caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen
|
|
entendimiento.
|
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|
|
En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió don Quijote con la
|
|
suya y dijo a Sancho:
|
|
|
|
-Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en esto de nuestras pendencias, y
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dime ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor alguno: ¿Dónde, cómo y
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cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió?
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¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te la trasladó? Y todo
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aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y
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satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes
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por no quitármele.
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-Señor -respondió Sancho-, si va a decir la verdad, la carta no me la
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trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna.
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-Así es como tú dices -dijo don Quijote-, porque el librillo de memoria
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donde yo la escribí le hallé en mi poder a cabo de dos días de tu partida,
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lo cual me causó grandísima pena, por no saber lo que habías tú de hacer
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cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volvieras desde el lugar
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donde la echaras menos.
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-Así fuera -respondió Sancho-, si no la hubiera yo tomado en la memoria
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cuando vuestra merced me la leyó, de manera que se la dije a un sacristán,
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que me la trasladó del entendimiento, tan punto por punto, que dijo que en
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todos los días de su vida, aunque había leído muchas cartas de descomunión,
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no había visto ni leído tan linda carta como aquélla.
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-Y ¿tiénesla todavía en la memoria, Sancho? -dijo don Quijote.
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-No, señor -respondió Sancho-, porque después que la di, como vi que no
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había de ser de más provecho, di en olvidalla. Y si algo se me acuerda, es
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aquello del sobajada, digo, del soberana señora, y lo último: Vuestro hasta
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la muerte, el Caballero de la Triste Figura. Y, en medio destas dos cosas,
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le puse más de trecientas almas, y vidas, y ojos míos.
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Capítulo XXXI. De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote
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y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos
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-Todo eso no me descontenta; prosigue adelante -dijo don Quijote-.
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Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la
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hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo
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para este su cautivo caballero.
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-No la hallé -respondió Sancho- sino ahechando dos hanegas de trigo en un
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corral de su casa.
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-Pues haz cuenta -dijo don Quijote- que los granos de aquel trigo eran
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granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era
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candeal, o trechel?
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-No era sino rubión -respondió Sancho.
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-Pues yo te aseguro -dijo don Quijote- que, ahechado por sus manos, hizo
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pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta,
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¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal
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carta, o qué hizo?
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-Cuando yo se la iba a dar -respondió Sancho-, ella estaba en la fuga del
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meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: ''Poned,
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amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe
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de acribar todo lo que aquí está''.
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-¡Discreta señora! -dijo don Quijote-. Eso debió de ser por leerla despacio
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y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su
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menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué
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le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero una
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mínima.
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-Ella no me preguntó nada -dijo Sancho-, mas yo le dije de la manera que
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vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la
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cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo
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en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y
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maldiciendo su fortuna.
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-En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal -dijo don Quijote-, porque
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antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho
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digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
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-Tan alta es -respondió Sancho-, que a buena fe que me lleva a mí más de un
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coto.
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-Pues, ¿cómo, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Haste medido tú con ella?
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-Medíme en esta manera -respondió Sancho-: que, llegándole a ayudar a poner
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un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver
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que me llevaba más de un gran palmo.
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-Pues ¡es verdad -replicó don Quijote- que no acompaña esa grandeza y la
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adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una
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cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una
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fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle
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nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún
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curioso guantero?
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-Lo que sé decir -dijo Sancho- es que sentí un olorcillo algo hombruno; y
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debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo
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correosa.
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-No sería eso -respondió don Quijote-, sino que tú debías de estar
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romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que
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huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar
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desleído.
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-Todo puede ser -respondió Sancho-, que muchas veces sale de mí aquel olor
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que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero
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no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.
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-Y bien -prosiguió don Quijote-, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de
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enviallo al molino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
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-La carta -dijo Sancho- no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni
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escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la
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quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos,
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y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que
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vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordinaria que por su causa
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quedaba haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le
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besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de
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escribirle; y que, así, le suplicaba y mandaba que, vista la presente,
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saliese de aquellos matorrales y se dejase de hacer disparates, y se
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pusiese luego luego en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia
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no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse
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mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la
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Triste Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome
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que sí, y que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los
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galeotes, mas díjome que no había visto hasta entonces alguno.
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-Todo va bien hasta agora -dijo don Quijote-. Pero dime: ¿qué joya fue la
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que te dio, al despedirte, por las nuevas que de mí le llevaste? Porque es
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usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los
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escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas, de sus damas a ellos,
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a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento
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de su recado.
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-Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debió de
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ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un
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pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por
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las bardas de un corral, cuando della me despedí; y aun, por más señas, era
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el queso ovejuno.
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-Es liberal en estremo -dijo don Quijote-, y si no te dio joya de oro, sin
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duda debió de ser porque no la tendría allí a la mano para dártela; pero
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buenas son mangas después de Pascua: yo la veré, y se satisfará todo.
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¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que fuiste y
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veniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir y venir
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desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas; por lo
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cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con mis
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cosas y es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena
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que yo no sería buen caballero andante); digo que este tal te debió de
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ayudar a caminar, sin que tú lo sintieses; que hay sabio déstos que coge a
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un caballero andante durmiendo en su cama, y, sin saber cómo o en qué
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manera, amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció. Y si no
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fuese por esto, no se podrían socorrer en sus peligros los caballeros
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andantes unos a otros, como se socorren a cada paso. Que acaece estar uno
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peleando en las sierras de Armenia con algún endriago, o con algún fiero
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vestiglo, o con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla y está ya
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a punto de muerte, y cuando no os me cato, asoma por acullá, encima de una
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nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes
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se hallaba en Ingalaterra, que le favorece y libra de la muerte, y a la
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noche se halla en su posada, cenando muy a su sabor; y suele haber de la
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una a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por
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industria y sabiduría destos sabios encantadores que tienen cuidado destos
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valerosos caballeros. Así que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso
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creer que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del
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Toboso, pues, como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar en
|
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volandillas, sin que tú lo sintieses.
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-Así sería -dijo Sancho-; porque a buena fe que andaba Rocinante como si
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fuera asno de gitano con azogue en los oídos.
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-Y ¡cómo si llevaba azogue! -dijo don Quijote-, y aun una legión de
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demonios, que es gente que camina y hace caminar, sin cansarse, todo
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aquello que se les antoja. Pero, dejando esto aparte, ¿qué te parece a ti
|
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que debo yo de hacer ahora cerca de lo que mi señora me manda que la vaya a
|
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ver?; que, aunque yo veo que estoy obligado a cumplir su mandamiento, véome
|
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también imposibilitado del don que he prometido a la princesa que con
|
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nosotros viene, y fuérzame la ley de caballería a cumplir mi palabra antes
|
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que mi gusto. Por una parte, me acosa y fatiga el deseo de ver a mi señora;
|
|
por otra, me incita y llama la prometida fe y la gloria que he de alcanzar
|
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en esta empresa. Pero lo que pienso hacer será caminar apriesa y llegar
|
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presto donde está este gigante, y, en llegando, le cortaré la cabeza, y
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pondré a la princesa pacíficamente en su estado, y al punto daré la vuelta
|
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a ver a la luz que mis sentidos alumbra, a la cual daré tales disculpas que
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ella venga a tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda en
|
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aumento de su gloria y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y
|
|
alcanzare por las armas en esta vida, toda me viene del favor que ella me
|
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da y de ser yo suyo.
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-¡Ay -dijo Sancho-, y cómo está vuestra merced lastimado de esos cascos!
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Pues dígame, señor: ¿piensa vuestra merced caminar este camino en balde, y
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dejar pasar y perder un tan rico y tan principal casamiento como éste,
|
|
donde le dan en dote un reino, que a buena verdad que he oído decir que
|
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tiene más de veinte mil leguas de contorno, y que es abundantísimo de todas
|
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las cosas que son necesarias para el sustento de la vida humana, y que es
|
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mayor que Portugal y que Castilla juntos? Calle, por amor de Dios, y tenga
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vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme, y cásese
|
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luego en el primer lugar que haya cura; y si no, ahí está nuestro
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licenciado, que lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo edad para dar
|
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consejos, y que este que le doy le viene de molde, y que más vale pájaro en
|
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mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que
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se enoja no se venga.
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-Mira, Sancho -respondió don Quijote-: si el consejo que me das de que me
|
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case es porque sea luego rey, en matando al gigante, y tenga cómodo para
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hacerte mercedes y darte lo prometido, hágote saber que sin casarme podré
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cumplir tu deseo muy fácilmente, porque yo sacaré de adahala, antes de
|
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entrar en la batalla, que, saliendo vencedor della, ya que no me case, me
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han de dar una parte del reino, para que la pueda dar a quien yo quisiere;
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y, en dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a ti?
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-Eso está claro -respondió Sancho-, pero mire vuestra merced que la escoja
|
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hacia la marina, porque, si no me contentare la vivienda, pueda embarcar
|
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mis negros vasallos y hacer dellos lo que ya he dicho. Y vuestra merced no
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se cure de ir por agora a ver a mi señora Dulcinea, sino váyase a matar al
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|
gigante, y concluyamos este negocio; que por Dios que se me asienta que ha
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de ser de mucha honra y de mucho provecho.
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-Dígote, Sancho -dijo don Quijote-, que estás en lo cierto, y que habré de
|
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tomar tu consejo en cuanto el ir antes con la princesa que a ver a
|
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Dulcinea. Y avísote que no digas nada a nadie, ni a los que con nosotros
|
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vienen, de lo que aquí hemos departido y tratado; que, pues Dulcinea es tan
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recatada que no quiere que se sepan sus pensamientos, no será bien que yo,
|
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ni otro por mí, los descubra.
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-Pues si eso es así -dijo Sancho-, ¿cómo hace vuestra merced que todos los
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que vence por su brazo se vayan a presentar ante mi señora Dulcinea, siendo
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esto firma de su nombre que la quiere bien y que es su enamorado? Y, siendo
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forzoso que los que fueren se han de ir a hincar de finojos ante su
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presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a dalle la
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obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos?
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-¡Oh, qué necio y qué simple que eres! -dijo don Quijote-. ¿Tú no ves,
|
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Sancho, que eso todo redunda en su mayor ensalzamiento? Porque has de saber
|
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que en este nuestro estilo de caballería es gran honra tener una dama
|
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muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se estiendan más sus
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pensamientos que a servilla, por sólo ser ella quien es, sin esperar otro
|
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premio de sus muchos y buenos deseos, sino que ella se contente de
|
|
acetarlos por sus caballeros.
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-Con esa manera de amor -dijo Sancho- he oído yo predicar que se ha de amar
|
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a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor
|
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de pena. Aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.
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-¡Válate el diablo por villano -dijo don Quijote-, y qué de discreciones
|
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dices a las veces! No parece sino que has estudiado.
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-Pues a fe mía que no sé leer -respondió Sancho.
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En esto, les dio voces maese Nicolás que esperasen un poco, que querían
|
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detenerse a beber en una fontecilla que allí estaba. Detúvose don Quijote,
|
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con no poco gusto de Sancho, que ya estaba cansado de mentir tanto y temía
|
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no le cogiese su amo a palabras; porque, puesto que él sabía que Dulcinea
|
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era una labradora del Toboso, no la había visto en toda su vida.
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Habíase en este tiempo vestido Cardenio los vestidos que Dorotea traía
|
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cuando la hallaron, que, aunque no eran muy buenos, hacían mucha ventaja a
|
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los que dejaba. Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el cura se
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acomodó en la venta satisficieron, aunque poco, la mucha hambre que todos
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traían.
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Estando en esto, acertó a pasar por allí un muchacho que iba de camino, el
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cual, poniéndose a mirar con mucha atención a los que en la fuente estaban,
|
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de allí a poco arremetió a don Quijote, y, abrazándole por las piernas,
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|
comenzó a llorar muy de propósito, diciendo:
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-¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra merced? Pues míreme bien, que yo soy
|
|
aquel mozo Andrés que quitó vuestra merced de la encina donde estaba atado.
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Reconocióle don Quijote, y, asiéndole por la mano, se volvió a los que allí
|
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estaban y dijo:
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-Porque vean vuestras mercedes cuán de importancia es haber caballeros
|
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andantes en el mundo, que desfagan los tuertos y agravios que en él se
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hacen por los insolentes y malos hombres que en él viven, sepan vuestras
|
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mercedes que los días pasados, pasando yo por un bosque, oí unos gritos y
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|
unas voces muy lastimosas, como de persona afligida y menesterosa; acudí
|
|
luego, llevado de mi obligación, hacia la parte donde me pareció que las
|
|
lamentables voces sonaban, y hallé atado a una encina a este muchacho que
|
|
ahora está delante (de lo que me huelgo en el alma, porque será testigo que
|
|
no me dejará mentir en nada); digo que estaba atado a la encina, desnudo
|
|
del medio cuerpo arriba, y estábale abriendo a azotes con las riendas de
|
|
una yegua un villano, que después supe que era amo suyo; y, así como yo le
|
|
vi, le pregunté la causa de tan atroz vapulamiento; respondió el zafio que
|
|
le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenía nacían
|
|
más de ladrón que de simple; a lo cual este niño dijo: ''Señor, no me azota
|
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sino porque le pido mi salario''. El amo replicó no sé qué arengas y
|
|
disculpas, las cuales, aunque de mí fueron oídas, no fueron admitidas. En
|
|
resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento al villano de que le
|
|
llevaría consigo y le pagaría un real sobre otro, y aun sahumados. ¿No es
|
|
verdad todo esto, hijo Andrés? ¿No notaste con cuánto imperio se lo mandé,
|
|
y con cuánta humildad prometió de hacer todo cuanto yo le impuse, y
|
|
notifiqué y quise? Responde; no te turbes ni dudes en nada: di lo que pasó
|
|
a estos señores, porque se vea y considere ser del provecho que digo haber
|
|
caballeros andantes por los caminos.
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-Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha verdad -respondió el
|
|
muchacho-, pero el fin del negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra
|
|
merced se imagina.
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|
-¿Cómo al revés? -replicó don Quijote-; luego, ¿no te pagó el villano?
|
|
-No sólo no me pagó -respondió el muchacho-, pero, así como vuestra merced
|
|
traspuso del bosque y quedamos solos, me volvió a atar a la mesma encina, y
|
|
me dio de nuevo tantos azotes que quedé hecho un San Bartolomé desollado;
|
|
y, a cada azote que me daba, me decía un donaire y chufeta acerca de hacer
|
|
burla de vuestra merced, que, a no sentir yo tanto dolor, me riera de lo
|
|
que decía. En efeto: él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome en
|
|
un hospital del mal que el mal villano entonces me hizo. De todo lo cual
|
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tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante y no
|
|
viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo
|
|
se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y luego me soltara y
|
|
pagara cuanto me debía. Mas, como vuestra merced le deshonró tan sin
|
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propósito y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y, como no la
|
|
pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el
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|
nublado, de modo que me parece que no seré más hombre en toda mi vida.
|
|
-El daño estuvo -dijo don Quijote- en irme yo de allí; que no me había de
|
|
ir hasta dejarte pagado, porque bien debía yo de saber, por luengas
|
|
experiencias, que no hay villano que guarde palabra que tiene, si él vee
|
|
que no le está bien guardalla. Pero ya te acuerdas, Andrés, que yo juré que
|
|
si no te pagaba, que había de ir a buscarle, y que le había de hallar,
|
|
aunque se escondiese en el vientre de la ballena.
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-Así es la verdad -dijo Andrés-, pero no aprovechó nada.
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-Ahora verás si aprovecha -dijo don Quijote.
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|
Y, diciendo esto, se levantó muy apriesa y mandó a Sancho que enfrenase a
|
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Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos comían.
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Preguntóle Dorotea qué era lo que hacer quería. Él le respondió que quería
|
|
ir a buscar al villano y castigalle de tan mal término, y hacer pagado a
|
|
Andrés hasta el último maravedí, a despecho y pesar de cuantos villanos
|
|
hubiese en el mundo. A lo que ella respondió que advirtiese que no podía,
|
|
conforme al don prometido, entremeterse en ninguna empresa hasta acabar la
|
|
suya; y que, pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el
|
|
pecho hasta la vuelta de su reino.
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|
-Así es verdad -respondió don Quijote-, y es forzoso que Andrés tenga
|
|
paciencia hasta la vuelta, como vos, señora, decís; que yo le torno a jurar
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y a prometer de nuevo de no parar hasta hacerle vengado y pagado.
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-No me creo desos juramentos -dijo Andrés-; más quisiera tener agora con
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qué llegar a Sevilla que todas las venganzas del mundo: déme, si tiene ahí,
|
|
algo que coma y lleve, y quédese con Dios su merced y todos los caballeros
|
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andantes; que tan bien andantes sean ellos para consigo como lo han sido
|
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para conmigo.
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|
Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan y otro de queso, y, dándoselo
|
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al mozo, le dijo:
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-Tomá, hermano Andrés, que a todos nos alcanza parte de vuestra desgracia.
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-Pues, ¿qué parte os alcanza a vos? -preguntó Andrés.
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-Esta parte de queso y pan que os doy -respondió Sancho-, que Dios sabe si
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me ha de hacer falta o no; porque os hago saber, amigo, que los escuderos
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de los caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre y a mala ventura,
|
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y aun a otras cosas que se sienten mejor que se dicen.
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Andrés asió de su pan y queso, y, viendo que nadie le daba otra cosa, abajó
|
|
su cabeza y tomó el camino en las manos, como suele decirse. Bien es verdad
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que, al partirse, dijo a don Quijote:
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-Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare,
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aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi
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desgracia; que no será tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda
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de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros
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andantes han nacido en el mundo.
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Íbase a levantar don Quijote para castigalle, mas él se puso a correr de
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modo que ninguno se atrevió a seguille. Quedó corridísimo don Quijote del
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cuento de Andrés, y fue menester que los demás tuviesen mucha cuenta con no
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reírse, por no acaballe de correr del todo.
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|
Capítulo XXXII. Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla
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de don Quijote
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Acabóse la buena comida, ensillaron luego, y, sin que les sucediese cosa
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digna de contar, llegaron otro día a la venta, espanto y asombro de Sancho
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Panza; y, aunque él quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La
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ventera, ventero, su hija y Maritornes, que vieron venir a don Quijote y a
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Sancho, les salieron a recebir con muestras de mucha alegría, y él las
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recibió con grave continente y aplauso, y díjoles que le aderezasen otro
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mejor lecho que la vez pasada; a lo cual le respondió la huéspeda que como
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la pagase mejor que la otra vez, que ella se la daría de príncipes. Don
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Quijote dijo que sí haría, y así, le aderezaron uno razonable en el mismo
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caramanchón de marras, y él se acostó luego, porque venía muy quebrantado y
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falto de juicio.
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No se hubo bien encerrado, cuando la huéspeda arremetió al barbero, y,
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asiéndole de la barba, dijo:
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-Para mi santiguada, que no se ha aún de aprovechar más de mi rabo para su
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barba, y que me ha de volver mi cola; que anda lo de mi marido por esos
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suelos, que es vergüenza; digo, el peine, que solía yo colgar de mi buena
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cola.
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No se la quería dar el barbero, aunque ella más tiraba, hasta que el
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licenciado le dijo que se la diese, que ya no era menester más usar de
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aquella industria, sino que se descubriese y mostrase en su misma forma, y
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dijese a don Quijote que cuando le despojaron los ladrones galeotes se
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habían venido a aquella venta huyendo; y que si preguntase por el escudero
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de la princesa, le dirían que ella le había enviado adelante a dar aviso a
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los de su reino como ella iba y llevaba consigo el libertador de todos. Con
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esto, dio de buena gana la cola a la ventera el barbero, y asimismo le
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volvieron todos los adherentes que había prestado para la libertad de don
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Quijote. Espantáronse todos los de la venta de la hermosura de Dorotea, y
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aun del buen talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les aderezasen de
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comer de lo que en la venta hubiese, y el huésped, con esperanza de mejor
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paga, con diligencia les aderezó una razonable comida; y a todo esto dormía
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don Quijote, y fueron de parecer de no despertalle, porque más provecho le
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haría por entonces el dormir que el comer.
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Trataron sobre comida, estando delante el ventero, su mujer, su hija,
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Maritornes, todos los pasajeros, de la estraña locura de don Quijote y del
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modo que le habían hallado. La huéspeda les contó lo que con él y con el
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arriero les había acontecido, y, mirando si acaso estaba allí Sancho, como
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no le viese, contó todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto
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recibieron. Y, como el cura dijese que los libros de caballerías que don
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Quijote había leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero:
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-No sé yo cómo puede ser eso; que en verdad que, a lo que yo entiendo, no
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hay mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí dos o tres dellos, con otros
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papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo a mí, sino a otros
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muchos. Porque, cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas,
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muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno
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destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle
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escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas; a lo menos, de mí sé
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decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los
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caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar
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oyéndolos noches y días.
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-Y yo ni más ni menos -dijo la ventera-, porque nunca tengo buen rato en mi
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casa sino aquel que vos estáis escuchando leer: que estáis tan embobado,
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que no os acordáis de reñir por entonces.
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-Así es la verdad -dijo Maritornes-, y a buena fe que yo también gusto
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mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas; y más, cuando cuentan que
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se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y
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que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho
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sobresalto. Digo que todo esto es cosa de mieles.
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-Y a vos ¿qué os parece, señora doncella? -dijo el cura, hablando con la
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hija del ventero.
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-No sé, señor, en mi ánima -respondió ella-; también yo lo escucho, y en
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verdad que, aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo; pero no gusto
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yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los
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caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras: que en verdad que
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algunas veces me hacen llorar de compasión que les tengo.
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-Luego, ¿bien las remediárades vos, señora doncella -dijo Dorotea-, si por
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vos lloraran?
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-No sé lo que me hiciera -respondió la moza-; sólo sé que hay algunas
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señoras de aquéllas tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres y
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leones y otras mil inmundicias. Y, ¡Jesús!, yo no sé qué gente es aquélla
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tan desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a un hombre honrado,
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le dejan que se muera, o que se vuelva loco. Yo no sé para qué es tanto
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melindre: si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean
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otra cosa.
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-Calla, niña -dijo la ventera-, que parece que sabes mucho destas cosas, y
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no está bien a las doncellas saber ni hablar tanto.
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-Como me lo pregunta este señor -respondió ella-, no pude dejar de
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respondelle.
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-Ahora bien -dijo el cura-, traedme, señor huésped, aquesos libros, que los
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quiero ver.
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-Que me place -respondió él.
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Y, entrando en su aposento, sacó dél una maletilla vieja, cerrada con una
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cadenilla, y, abriéndola, halló en ella tres libros grandes y unos papeles
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de muy buena letra, escritos de mano. El primer libro que abrió vio que era
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Don Cirongilio de Tracia; y el otro, de Felixmarte de Hircania; y el otro,
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la Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de
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Diego García de Paredes. Así como el cura leyó los dos títulos primeros,
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volvió el rostro al barbero y dijo:
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-Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su sobrina.
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-No hacen -respondió el barbero-, que también sé yo llevallos al corral o a
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la chimenea; que en verdad que hay muy buen fuego en ella.
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-Luego, ¿quiere vuestra merced quemar más libros? -dijo el ventero.
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-No más -dijo el cura- que estos dos: el de Don Cirongilio y el de
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Felixmarte.
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-Pues, ¿por ventura -dijo el ventero- mis libros son herejes o flemáticos,
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que los quiere quemar?
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-Cismáticos queréis decir, amigo -dijo el barbero-, que no flemáticos.
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-Así es -replicó el ventero-; mas si alguno quiere quemar, sea ese del Gran
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Capitán y dese Diego García, que antes dejaré quemar un hijo que dejar
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quemar ninguno desotros.
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-Hermano mío -dijo el cura-, estos dos libros son mentirosos y están llenos
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de disparates y devaneos; y este del Gran Capitán es historia verdadera, y
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tiene los hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba, el cual, por sus muchas y
|
|
grandes hazañas, mereció ser llamado de todo el mundo Gran Capitán,
|
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renombre famoso y claro, y dél sólo merecido. Y este Diego García de
|
|
Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en
|
|
Estremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales que detenía
|
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con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia; y, puesto con un
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|
montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable
|
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ejército, que no pasase por ella; y hizo otras tales cosas que, como si él
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las cuenta y las escribe él asimismo, con la modestia de caballero y de
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coronista propio, las escribiera otro, libre y desapasionado, pusieran en
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su olvido las de los Hétores, Aquiles y Roldanes.
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-¡Tomaos con mi padre! -dijo el dicho ventero-. ¡Mirad de qué se espanta:
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de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora había vuestra merced de
|
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leer lo que hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés solo partió cinco
|
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gigantes por la cintura, como si fueran hechos de habas, como los
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frailecicos que hacen los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo y
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poderosísimo ejército, donde llevó más de un millón y seiscientos mil
|
|
soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató a
|
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todos, como si fueran manadas de ovejas. Pues, ¿qué me dirán del bueno de
|
|
don Cirongilio de Tracia, que fue tan valiente y animoso como se verá en el
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libro, donde cuenta que, navegando por un río, le salió de la mitad del
|
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agua una serpiente de fuego, y él, así como la vio, se arrojó sobre ella, y
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se puso a horcajadas encima de sus escamosas espaldas, y le apretó con
|
|
ambas manos la garganta, con tanta fuerza que, viendo la serpiente que la
|
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iba ahogando, no tuvo otro remedio sino dejarse ir a lo hondo del río,
|
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llevándose tras sí al caballero, que nunca la quiso soltar? Y, cuando
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|
llegaron allá bajo, se halló en unos palacios y en unos jardines tan lindos
|
|
que era maravilla; y luego la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le
|
|
dijo tantas de cosas que no hay más que oír. Calle, señor, que si oyese
|
|
esto, se volvería loco de placer. ¡Dos higas para el Gran Capitán y para
|
|
ese Diego García que dice!
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Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio:
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-Poco le falta a nuestro huésped para hacer la segunda parte de don
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|
Quijote.
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-Así me parece a mí -respondió Cardenio-, porque, según da indicio, él
|
|
tiene por cierto que todo lo que estos libros cuentan pasó ni más ni menos
|
|
que lo escriben, y no le harán creer otra cosa frailes descalzos.
|
|
-Mirad, hermano -tornó a decir el cura-, que no hubo en el mundo Felixmarte
|
|
de Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros semejantes
|
|
que los libros de caballerías cuentan, porque todo es compostura y ficción
|
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de ingenios ociosos, que los compusieron para el efeto que vos decís de
|
|
entretener el tiempo, como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores;
|
|
porque realmente os juro que nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni
|
|
tales hazañas ni disparates acontecieron en él.
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-¡A otro perro con ese hueso! -respondió el ventero-. ¡Como si yo no
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supiese cuántas son cinco y adónde me aprieta el zapato! No piense vuestra
|
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merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es que
|
|
quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos
|
|
libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los
|
|
señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar
|
|
imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas y tantos encantamentos que
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|
quitan el juicio!
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-Ya os he dicho, amigo -replicó el cura-, que esto se hace para entretener
|
|
nuestros ociosos pensamientos; y, así como se consiente en las repúblicas
|
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bien concertadas que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos, para
|
|
entretener a algunos que ni tienen, ni deben, ni pueden trabajar, así se
|
|
consiente imprimir y que haya tales libros, creyendo, como es verdad, que
|
|
no ha de haber alguno tan ignorante que tenga por historia verdadera
|
|
ninguna destos libros. Y si me fuera lícito agora, y el auditorio lo
|
|
requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los libros de
|
|
caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho y aun de gusto
|
|
para algunos; pero yo espero que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar
|
|
con quien pueda remediallo, y en este entretanto creed, señor ventero, lo
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|
que os he dicho, y tomad vuestros libros, y allá os avenid con sus verdades
|
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o mentiras, y buen provecho os hagan, y quiera Dios que no cojeéis del pie
|
|
que cojea vuestro huésped don Quijote.
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-Eso no -respondió el ventero-, que no seré yo tan loco que me haga
|
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caballero andante: que bien veo que ahora no se usa lo que se usaba en
|
|
aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo estos famosos
|
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caballeros.
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A la mitad desta plática se halló Sancho presente, y quedó muy confuso y
|
|
pensativo de lo que había oído decir que ahora no se usaban caballeros
|
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andantes, y que todos los libros de caballerías eran necedades y mentiras,
|
|
y propuso en su corazón de esperar en lo que paraba aquel viaje de su amo,
|
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y que si no salía con la felicidad que él pensaba, determinaba de dejalle y
|
|
volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado trabajo.
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Llevábase la maleta y los libros el ventero, mas el cura le dijo:
|
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-Esperad, que quiero ver qué papeles son esos que de tan buena letra están
|
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escritos.
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Sacólos el huésped, y, dándoselos a leer, vio hasta obra de ocho pliegos
|
|
escritos de mano, y al principio tenían un título grande que decía: Novela
|
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del curioso impertinente. Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones y
|
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dijo:
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-Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene
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voluntad de leella toda.
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A lo que respondió el ventero:
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-Pues bien puede leella su reverencia, porque le hago saber que algunos
|
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huéspedes que aquí la han leído les ha contentado mucho, y me la han pedido
|
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con muchas veras; mas yo no se la he querido dar, pensando volvérsela a
|
|
quien aquí dejó esta maleta olvidada con estos libros y esos papeles; que
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|
bien puede ser que vuelva su dueño por aquí algún tiempo, y, aunque sé que
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me han de hacer falta los libros, a fe que se los he de volver: que, aunque
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|
ventero, todavía soy cristiano.
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-Vos tenéis mucha razón, amigo -dijo el cura-, mas, con todo eso, si la
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|
novela me contenta, me la habéis de dejar trasladar.
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-De muy buena gana -respondió el ventero.
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Mientras los dos esto decían, había tomado Cardenio la novela y comenzado a
|
|
leer en ella; y, pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó que la leyese
|
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de modo que todos la oyesen.
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-Sí leyera -dijo el cura-, si no fuera mejor gastar este tiempo en dormir
|
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que en leer.
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-Harto reposo será para mí -dijo Dorotea- entretener el tiempo oyendo algún
|
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cuento, pues aún no tengo el espíritu tan sosegado que me conceda dormir
|
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cuando fuera razón.
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-Pues desa manera -dijo el cura-, quiero leerla, por curiosidad siquiera;
|
|
quizá tendrá alguna de gusto.
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Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y Sancho también; lo cual visto
|
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del cura, y entendiendo que a todos daría gusto y él le recibiría, dijo:
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-Pues así es, esténme todos atentos, que la novela comienza desta manera:
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Capítulo XXXIII. Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente
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«En Florencia, ciudad rica y famosa de Italia, en la provincia que llaman
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Toscana, vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y
|
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tan amigos que, por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían
|
|
los dos amigos eran llamados. Eran solteros, mozos de una misma edad y de
|
|
unas mismas costumbres; todo lo cual era bastante causa a que los dos con
|
|
recíproca amistad se correspondiesen. Bien es verdad que el Anselmo era
|
|
algo más inclinado a los pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual
|
|
llevaban tras sí los de la caza; pero, cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de
|
|
acudir a sus gustos por seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos
|
|
por acudir a los de Anselmo; y, desta manera, andaban tan a una sus
|
|
voluntades, que no había concertado reloj que así lo anduviese.
|
|
»Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal y hermosa de la
|
|
misma ciudad, hija de tan buenos padres y tan buena ella por sí, que se
|
|
determinó, con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa
|
|
hacía, de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución; y el
|
|
que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio tan a gusto
|
|
de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba,
|
|
y Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo, que no
|
|
cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo medio tanto bien le
|
|
había venido.
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|
»Los primeros días, como todos los de boda suelen ser alegres, continuó
|
|
Lotario, como solía, la casa de su amigo Anselmo, procurando honralle,
|
|
festejalle y regocijalle con todo aquello que a él le fue posible; pero,
|
|
acabadas las bodas y sosegada ya la frecuencia de las visitas y parabienes,
|
|
comenzó Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo,
|
|
por parecerle a él -como es razón que parezca a todos los que fueren
|
|
discretos- que no se han de visitar ni continuar las casas de los amigos
|
|
casados de la misma manera que cuando eran solteros; porque, aunque la
|
|
buena y verdadera amistad no puede ni debe de ser sospechosa en nada, con
|
|
todo esto, es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede
|
|
ofender aun de los mesmos hermanos, cuanto más de los amigos.
|
|
|
|
»Notó Anselmo la remisión de Lotario, y formó dél quejas grandes,
|
|
diciéndole que si él supiera que el casarse había de ser parte para no
|
|
comunicalle como solía, que jamás lo hubiera hecho, y que si, por la buena
|
|
correspondencia que los dos tenían mientras él fue soltero, habían
|
|
alcanzado tan dulce nombre como el de ser llamados los dos amigos, que no
|
|
permitiese, por querer hacer del circunspecto, sin otra ocasión alguna,
|
|
que tan famoso y tan agradable nombre se perdiese; y que así, le suplicaba,
|
|
si era lícito que tal término de hablar se usase entre ellos, que volviese
|
|
a ser señor de su casa, y a entrar y salir en ella como de antes,
|
|
asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra voluntad que
|
|
la que él quería que tuviese, y que, por haber sabido ella con cuántas
|
|
veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta esquiveza.
|
|
»A todas estas y otras muchas razones que Anselmo dijo a Lotario para
|
|
persuadille volviese como solía a su casa, respondió Lotario con tanta
|
|
prudencia, discreción y aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la buena
|
|
intención de su amigo, y quedaron de concierto que dos días en la semana y
|
|
las fiestas fuese Lotario a comer con él; y, aunque esto quedó así
|
|
concertado entre los dos, propuso Lotario de no hacer más de aquello que
|
|
viese que más convenía a la honra de su amigo, cuyo crédito estimaba en
|
|
más que el suyo proprio. Decía él, y decía bien, que el casado a quien el
|
|
cielo había concedido mujer hermosa, tanto cuidado había de tener qué
|
|
amigos llevaba a su casa como en mirar con qué amigas su mujer conversaba,
|
|
porque lo que no se hace ni concierta en las plazas, ni en los templos, ni
|
|
en las fiestas públicas, ni estaciones -cosas que no todas veces las han de
|
|
negar los maridos a sus mujeres-, se concierta y facilita en casa de la
|
|
amiga o la parienta de quien más satisfación se tiene.
|
|
|
|
»También decía Lotario que tenían necesidad los casados de tener cada uno
|
|
algún amigo que le advirtiese de los descuidos que en su proceder hiciese,
|
|
porque suele acontecer que con el mucho amor que el marido a la mujer
|
|
tiene, o no le advierte o no le dice, por no enojalla, que haga o deje de
|
|
hacer algunas cosas, que el hacellas o no, le sería de honra o de
|
|
vituperio; de lo cual, siendo del amigo advertido, fácilmente pondría
|
|
remedio en todo. Pero, ¿dónde se hallará amigo tan discreto y tan leal y
|
|
verdadero como aquí Lotario le pide? No lo sé yo, por cierto; sólo Lotario
|
|
era éste, que con toda solicitud y advertimiento miraba por la honra de su
|
|
amigo y procuraba dezmar, frisar y acortar los días del concierto del ir a
|
|
su casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso y a los ojos vagabundos y
|
|
maliciosos la entrada de un mozo rico, gentilhombre y bien nacido, y de las
|
|
buenas partes que él pensaba que tenía, en la casa de una mujer tan hermosa
|
|
como Camila; que, puesto que su bondad y valor podía poner freno a toda
|
|
maldiciente lengua, todavía no quería poner en duda su crédito ni el de su
|
|
amigo, y por esto los más de los días del concierto los ocupaba y
|
|
entretenía en otras cosas, que él daba a entender ser inexcusables. Así
|
|
que, en quejas del uno y disculpas del otro se pasaban muchos ratos y
|
|
partes del día.
|
|
|
|
»Sucedió, pues, que uno que los dos se andaban paseando por un prado fuera
|
|
de la ciudad, Anselmo dijo a Lotario las semejantes razones:
|
|
»-Pensabas, amigo Lotario, que a las mercedes que Dios me ha hecho en
|
|
hacerme hijo de tales padres como fueron los míos y al darme, no con mano
|
|
escasa, los bienes, así los que llaman de naturaleza como los de fortuna,
|
|
no puedo yo corresponder con agradecimiento que llegue al bien recebido, y
|
|
sobre al que me hizo en darme a ti por amigo y a Camila por mujer propria:
|
|
dos prendas que las estimo, si no en el grado que debo, en el que puedo.
|
|
Pues con todas estas partes, que suelen ser el todo con que los hombres
|
|
suelen y pueden vivir contentos, vivo yo el más despechado y el más
|
|
desabrido hombre de todo el universo mundo; porque no sé qué días a esta
|
|
parte me fatiga y aprieta un deseo tan estraño, y tan fuera del uso común
|
|
de otros, que yo me maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño a solas, y
|
|
procuro callarlo y encubrirlo de mis proprios pensamientos; y así me ha
|
|
sido posible salir con este secreto como si de industria procurara decillo
|
|
a todo el mundo. Y, pues que, en efeto, él ha de salir a plaza,quiero que
|
|
sea en la del archivo de tu secreto, confiado que, con él y con la
|
|
diligencia que pondrás, como mi amigo verdadero, en remediarme, yo me veré
|
|
presto libre de la angustia que me causa, y llegará mi alegría por tu
|
|
solicitud al grado que ha llegado mi descontento por mi locura.
|
|
»Suspenso tenían a Lotario las razones de Anselmo, y no sabía en qué había
|
|
de parar tan larga prevención o preámbulo; y, aunque iba revolviendo en su
|
|
imaginación qué deseo podría ser aquel que a su amigo tanto fatigaba, dio
|
|
siempre muy lejos del blanco de la verdad; y, por salir presto de la agonía
|
|
que le causaba aquella suspensión, le dijo que hacía notorio agravio a su
|
|
mucha amistad en andar buscando rodeos para decirle sus más encubiertos
|
|
pensamientos, pues tenía cierto que se podía prometer dél, o ya consejos
|
|
para entretenellos, o ya remedio para cumplillos.
|
|
|
|
»-Así es la verdad -respondió Anselmo-, y con esa confianza te hago saber,
|
|
amigo Lotario, que el deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi esposa,
|
|
es tan buena y tan perfeta como yo pienso; y no puedo enterarme en esta
|
|
verdad, si no es probándola de manera que la prueba manifieste los quilates
|
|
de su bondad, como el fuego muestra los del oro. Porque yo tengo para mí,
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¡oh amigo!, que no es una mujer más buena de cuanto es o no es solicitada,
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y que aquella sola es fuerte que no se dobla a las promesas, a las dádivas,
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a las lágrimas y a las continuas importunidades de los solícitos amantes.
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Porque, ¿qué hay que agradecer -decía él- que una mujer sea buena, si nadie
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le dice que sea mala? ¿Qué mucho que esté recogida y temerosa la que no le
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dan ocasión para que se suelte, y la que sabe que tiene marido que, en
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cogiéndola en la primera desenvoltura, la ha de quitar la vida? Ansí que,
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la que es buena por temor, o por falta de lugar, yo no la quiero tener en
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aquella estima en que tendré a la solicitada y perseguida que salió con la
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corona del vencimiento. De modo que, por estas razones y por otras muchas
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que te pudiera decir para acreditar y fortalecer la opinión que tengo,
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deseo que Camila, mi esposa, pase por estas dificultades y se acrisole y
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quilate en el fuego de verse requerida y solicitada, y de quien tenga valor
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para poner en ella sus deseos; y si ella sale, como creo que saldrá, con la
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palma desta batalla, tendré yo por sin igual mi ventura; podré yo decir que
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está colmo el vacío de mis deseos; diré que me cupo en suerte la mujer
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fuerte, de quien el Sabio dice que ¿quién la hallará? Y, cuando esto suceda
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al revés de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opinión,
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llevaré sin pena la que de razón podrá causarme mi tan costosa experiencia.
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Y, prosupuesto que ninguna cosa de cuantas me dijeres en contra de mi deseo
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ha de ser de algún provecho para dejar de ponerle por la obra, quiero, ¡oh
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amigo Lotario!, que te dispongas a ser el instrumento que labre aquesta
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obra de mi gusto; que yo te daré lugar para que lo hagas, sin faltarte todo
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aquello que yo viere ser necesario para solicitar a una mujer honesta,
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honrada, recogida y desinteresada. Y muéveme, entre otras cosas, a fiar de
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ti esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de
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llegar el vencimiento a todo trance y rigor, sino a sólo a tener por hecho
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lo que se ha de hacer, por buen respeto; y así, no quedaré yo ofendido más
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de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la virtud de tu
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silencio, que bien sé que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de
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la muerte. Así que, si quieres que yo tenga vida que pueda decir que lo es,
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desde luego has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia ni
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perezosamente, sino con el ahínco y diligencia que mi deseo pide, y con la
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confianza que nuestra amistad me asegura.
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ȃstas fueron las razones que Anselmo dijo a Lotario, a todas las cuales
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estuvo tan atento, que si no fueron las que quedan escritas que le dijo, no
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desplegó sus labios hasta que hubo acabado; y, viendo que no decía más,
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después que le estuvo mirando un buen espacio, como si mirara otra cosa que
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jamás hubiera visto, que le causara admiración y espanto, le dijo:
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»-No me puedo persuadir, ¡oh amigo Anselmo!, a que no sean burlas las cosas
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que me has dicho; que, a pensar que de veras las decías, no consintiera que
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tan adelante pasaras, porque con no escucharte previniera tu larga arenga.
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Sin duda imagino, o que no me conoces, o que yo no te conozco. Pero no; que
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bien sé que eres Anselmo, y tú sabes que yo soy Lotario; el daño está en
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que yo pienso que no eres el Anselmo que solías, y tú debes de haber
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pensado que tampoco yo soy el Lotario que debía ser, porque las cosas que
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me has dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni las que me pides se han
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de pedir a aquel Lotario que tú conoces; porque los buenos amigos han de
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probar a sus amigos y valerse dellos, como dijo un poeta, usque ad aras;
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que quiso decir que no se habían de valer de su amistad en cosas que fuesen
|
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contra Dios. Pues, si esto sintió un gentil de la amistad, ¿cuánto mejor es
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que lo sienta el cristiano, que sabe que por ninguna humana ha de perder la
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amistad divina? Y cuando el amigo tirase tanto la barra que pusiese aparte
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los respetos del cielo por acudir a los de su amigo, no ha de ser por cosas
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ligeras y de poco momento, sino por aquellas en que vaya la honra y la vida
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de su amigo. Pues dime tú ahora, Anselmo: ¿cuál destas dos cosas tienes en
|
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peligro para que yo me aventure a complacerte y a hacer una cosa tan
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detestable como me pides? Ninguna, por cierto; antes, me pides, según yo
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entiendo, que procure y solicite quitarte la honra y la vida, y quitármela
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a mí juntamente. Porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está
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que te quito la vida, pues el hombre sin honra peor es que un muerto; y,
|
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siendo yo el instrumento, como tú quieres que lo sea, de tanto mal tuyo,
|
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¿no vengo a quedar deshonrado, y, por el mesmo consiguiente, sin vida?
|
|
Escucha, amigo Anselmo, y ten paciencia de no responderme hasta que acabe
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de decirte lo que se me ofreciere acerca de lo que te ha pedido tu deseo;
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que tiempo quedará para que tú me repliques y yo te escuche.
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»-Que me place -dijo Anselmo-: di lo que quisieres.
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»Y Lotario prosiguió diciendo:
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»-Paréceme, ¡oh Anselmo!, que tienes tú ahora el ingenio como el que
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siempre tienen los moros, a los cuales no se les puede dar a entender el
|
|
error de su secta con las acotaciones de la Santa Escritura, ni con razones
|
|
que consistan en especulación del entendimiento, ni que vayan fundadas en
|
|
artículos de fe, sino que les han de traer ejemplos palpables, fáciles,
|
|
intelegibles, demonstrativos, indubitables, con demostraciones matemáticas
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que no se pueden negar, como cuando dicen: "Si de dos partes iguales
|
|
quitamos partes iguales, las que quedan también son iguales"; y, cuando
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|
esto no entiendan de palabra, como, en efeto, no lo entienden, háseles de
|
|
mostrar con las manos y ponérselo delante de los ojos, y, aun con todo
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|
esto, no basta nadie con ellos a persuadirles las verdades de mi sacra
|
|
religión. Y este mesmo término y modo me convendrá usar contigo, porque el
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|
deseo que en ti ha nacido va tan descaminado y tan fuera de todo aquello
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que tenga sombra de razonable, que me parece que ha de ser tiempo gastado
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el que ocupare en darte a entender tu simplicidad, que por ahora no le
|
|
quiero dar otro nombre, y aun estoy por dejarte en tu desatino, en pena de
|
|
tu mal deseo; mas no me deja usar deste rigor la amistad que te tengo, la
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|
cual no consiente que te deje puesto en tan manifiesto peligro de perderte.
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Y, porque claro lo veas, dime, Anselmo: ¿tú no me has dicho que tengo de
|
|
solicitar a una retirada, persuadir a una honesta, ofrecer a una
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desinteresada, servir a una prudente? Sí que me lo has dicho. Pues si tú
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sabes que tienes mujer retirada, honesta, desinteresada y prudente, ¿qué
|
|
buscas? Y si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como
|
|
saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos piensas darle después que los que
|
|
ahora tiene, o qué será más después de lo que es ahora? O es que tú no la
|
|
tienes por la que dices, o tú no sabes lo que pides. Si no la tienes por lo
|
|
que dices, ¿para qué quieres probarla, sino, como a mala, hacer della lo
|
|
que más te viniere en gusto? Mas si es tan buena como crees, impertinente
|
|
cosa será hacer experiencia de la mesma verdad, pues, después de hecha, se
|
|
ha de quedar con la estimación que primero tenía. Así que, es razón
|
|
concluyente que el intentar las cosas de las cuales antes nos puede suceder
|
|
daño que provecho es de juicios sin discurso y temerarios, y más cuando
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quieren intentar aquellas a que no son forzados ni compelidos, y que de muy
|
|
lejos traen descubierto que el intentarlas es manifiesta locura. Las cosas
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|
dificultosas se intentan por Dios, o por el mundo, o por entrambos a dos:
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|
las que se acometen por Dios son las que acometieron los santos,
|
|
acometiendo a vivir vida de ángeles en cuerpos humanos; las que se acometen
|
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por respeto del mundo son las de aquellos que pasan tanta infinidad de
|
|
agua, tanta diversidad de climas, tanta estrañeza de gentes, por adquirir
|
|
estos que llaman bienes de fortuna. Y las que se intentan por Dios y por el
|
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mundo juntamente son aquellas de los valerosos soldados, que apenas veen en
|
|
el contrario muro abierto tanto espacio cuanto es el que pudo hacer una
|
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redonda bala de artillería, cuando, puesto aparte todo temor, sin hacer
|
|
discurso ni advertir al manifiesto peligro que les amenaza, llevados en
|
|
vuelo de las alas del deseo de volver por su fe, por su nación y por su
|
|
rey, se arrojan intrépidamente por la mitad de mil contrapuestas muertes
|
|
que los esperan. Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra,
|
|
gloria y provecho intentarlas, aunque tan llenas de inconvenientes y
|
|
peligros. Pero la que tú dices que quieres intentar y poner por obra, ni te
|
|
ha de alcanzar gloria de Dios, bienes de la fortuna, ni fama con los
|
|
hombres; porque, puesto que salgas con ella como deseas, no has de quedar
|
|
ni más ufano, ni más rico, ni más honrado que estás ahora; y si no sales,
|
|
te has de ver en la mayor miseria que imaginarse pueda, porque no te ha de
|
|
aprovechar pensar entonces que no sabe nadie la desgracia que te ha
|
|
sucedido, porque bastará para afligirte y deshacerte que la sepas tú mesmo.
|
|
Y, para confirmación desta verdad, te quiero decir una estancia que hizo el
|
|
famoso poeta Luis Tansilo, en el fin de su primera parte de Las lágrimas de
|
|
San Pedro, que dice así:
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|
Crece el dolor y crece la vergüenza
|
|
en Pedro, cuando el día se ha mostrado;
|
|
y, aunque allí no ve a nadie, se avergüenza
|
|
de sí mesmo, por ver que había pecado:
|
|
que a un magnánimo pecho a haber vergüenza
|
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no sólo ha de moverle el ser mirado;
|
|
que de sí se avergüenza cuando yerra,
|
|
si bien otro no vee que cielo y tierra.
|
|
|
|
Así que, no escusarás con el secreto tu dolor; antes, tendrás que llorar
|
|
contino, si no lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del corazón, como
|
|
las lloraba aquel simple doctor que nuestro poeta nos cuenta que hizo la
|
|
prueba del vaso, que, con mejor discurso, se escusó de hacerla el prudente
|
|
Reinaldos; que, puesto que aquello sea ficción poética, tiene en sí
|
|
encerrados secretos morales dignos de ser advertidos y entendidos e
|
|
imitados. Cuanto más que, con lo que ahora pienso decirte, acabarás de
|
|
venir en conocimiento del grande error que quieres cometer. Dime, Anselmo,
|
|
si el cielo, o la suerte buena, te hubiera hecho señor y legítimo posesor
|
|
de un finísimo diamante, de cuya bondad y quilates estuviesen satisfechos
|
|
cuantos lapidarios le viesen, y que todos a una voz y de común parecer
|
|
dijesen que llegaba en quilates, bondad y fineza a cuanto se podía estender
|
|
la naturaleza de tal piedra, y tú mesmo lo creyeses así, sin saber otra
|
|
cosa en contrario, ¿sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel
|
|
diamante, y ponerle entre un ayunque y un martillo, y allí, a pura fuerza
|
|
de golpes y brazos, probar si es tan duro y tan fino como dicen? Y más, si
|
|
lo pusieses por obra; que, puesto caso que la piedra hiciese resistencia a
|
|
tan necia prueba, no por eso se le añadiría más valor ni más fama; y si se
|
|
rompiese, cosa que podría ser, ¿no se perdería todo? Sí, por cierto,
|
|
dejando a su dueño en estimación de que todos le tengan por simple. Pues
|
|
haz cuenta, Anselmo amigo, que Camila es fínisimo diamante, así en tu
|
|
estimación como en la ajena, y que no es razón ponerla en contingencia de
|
|
que se quiebre, pues, aunque se quede con su entereza, no puede subir a más
|
|
valor del que ahora tiene; y si faltase y no resistiese, considera desde
|
|
ahora cuál quedarías sin ella, y con cuánta razón te podrías quejar de ti
|
|
mesmo, por haber sido causa de su perdición y la tuya. Mira que no hay joya
|
|
en el mundo que tanto valga como la mujer casta y honrada, y que todo el
|
|
honor de las mujeres consiste en la opinión buena que dellas se tiene; y,
|
|
pues la de tu esposa es tal que llega al estremo de bondad que sabes, ¿para
|
|
qué quieres poner esta verdad en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal
|
|
imperfecto, y que no se le han de poner embarazos donde tropiece y caiga,
|
|
sino quitárselos y despejalle el camino de cualquier inconveniente, para
|
|
que sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la perfeción que le falta, que
|
|
consiste en el ser virtuosa. Cuentan los naturales que el arminio es un
|
|
animalejo que tiene una piel blanquísima, y que cuando quieren cazarle, los
|
|
cazadores usan deste artificio: que, sabiendo las partes por donde suele
|
|
pasar y acudir, las atajan con lodo, y después, ojeándole, le encaminan
|
|
hacia aquel lugar, y así como el arminio llega al lodo, se está quedo y se
|
|
deja prender y cautivar, a trueco de no pasar por el cieno y perder y
|
|
ensuciar su blancura, que la estima en más que la libertad y la vida. La
|
|
honesta y casta mujer es arminio, y es más que nieve blanca y limpia la
|
|
virtud de la honestidad; y el que quisiere que no la pierda, antes la
|
|
guarde y conserve, ha de usar de otro estilo diferente que con el arminio
|
|
se tiene, porque no le han de poner delante el cieno de los regalos y
|
|
servicios de los importunos amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no
|
|
tiene tanta virtud y fuerza natural que pueda por sí mesma atropellar y
|
|
pasar por aquellos embarazos, y es necesario quitárselos y ponerle delante
|
|
la limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sí la buena fama. Es
|
|
asimesmo la buena mujer como espejo de cristal luciente y claro; pero está
|
|
sujeto a empañarse y escurecerse con cualquiera aliento que le toque. Hase
|
|
de usar con la honesta mujer el estilo que con las reliquias: adorarlas y
|
|
no tocarlas. Hase de guardar y estimar la mujer buena como se guarda y
|
|
estima un hermoso jardín que está lleno de flores y rosas, cuyo dueño no
|
|
consiente que nadie le pasee ni manosee; basta que desde lejos, y por entre
|
|
las verjas de hierro, gocen de su fragrancia y hermosura. Finalmente,
|
|
quiero decirte unos versos que se me han venido a la memoria, que los oí en
|
|
una comedia moderna, que me parece que hacen al propósito de lo que vamos
|
|
tratando. Aconsejaba un prudente viejo a otro, padre de una doncella, que
|
|
la recogiese, guardase y encerrase, y entre otras razones, le dijo éstas:
|
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|
Es de vidrio la mujer;
|
|
pero no se ha de probar
|
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si se puede o no quebrar,
|
|
porque todo podría ser.
|
|
Y es más fácil el quebrarse,
|
|
y no es cordura ponerse
|
|
a peligro de romperse
|
|
lo que no puede soldarse.
|
|
Y en esta opinión estén
|
|
todos, y en razón la fundo:
|
|
que si hay Dánaes en el mundo,
|
|
hay pluvias de oro también.
|
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|
Cuanto hasta aquí te he dicho, ¡oh Anselmo!, ha sido por lo que a ti te
|
|
toca; y ahora es bien que se oiga algo de lo que a mí me conviene; y si
|
|
fuere largo, perdóname, que todo lo requiere el laberinto donde te has
|
|
entrado y de donde quieres que yo te saque. Tú me tienes por amigo y
|
|
quieres quitarme la honra, cosa que es contra toda amistad; y aun no sólo
|
|
pretendes esto, sino que procuras que yo te la quite a ti. Que me la
|
|
quieres quitar a mí está claro, pues, cuando Camila vea que yo la solicito,
|
|
como me pides, cierto está que me ha de tener por hombre sin honra y mal
|
|
mirado, pues intento y hago una cosa tan fuera de aquello que el ser quien
|
|
soy y tu amistad me obliga. De que quieres que te la quite a ti no hay
|
|
duda, porque, viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar que yo he
|
|
visto en ella alguna liviandad que me dio atrevimiento a descubrirle mi mal
|
|
deseo; y, teniéndose por deshonrada, te toca a ti, como a cosa suya, su
|
|
mesma deshonra. Y de aquí nace lo que comúnmente se platica: que el marido
|
|
de la mujer adúltera, puesto que él no lo sepa ni haya dado ocasión para
|
|
que su mujer no sea la que debe, ni haya sido en su mano, ni en su descuido
|
|
y poco recato estorbar su desgracia, con todo, le llaman y le nombran con
|
|
nombre de vituperio y bajo; y en cierta manera le miran, los que la maldad
|
|
de su mujer saben, con ojos de menosprecio, en cambio de mirarle con los de
|
|
lástima, viendo que no por su culpa, sino por el gusto de su mala
|
|
compañera, está en aquella desventura. Pero quiérote decir la causa por que
|
|
con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque él no sepa
|
|
que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión, para que
|
|
ella lo sea. Y no te canses de oírme, que todo ha de redundar en tu
|
|
provecho. Cuando Dios crió a nuestro primero padre en el Paraíso terrenal,
|
|
dice la Divina Escritura que infundió Dios sueño en Adán, y que, estando
|
|
durmiendo, le sacó una costilla del lado siniestro, de la cual formó a
|
|
nuestra madre Eva; y, así como Adán despertó y la miró, dijo: ''Ésta es
|
|
carne de mi carne y hueso de mis huesos''. Y Dios dijo: ''Por ésta dejará
|
|
el hombre a su padre y madre, y serán dos en una carne misma''. Y entonces
|
|
fue instituido el divino sacramento del matrimonio, con tales lazos que
|
|
sola la muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza y virtud este
|
|
milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean una mesma
|
|
carne; y aún hace más en los buenos casados, que, aunque tienen dos almas,
|
|
no tienen más de una voluntad. Y de aquí viene que, como la carne de la
|
|
esposa sea una mesma con la del esposo, las manchas que en ella caen, o los
|
|
defectos que se procura, redundan en la carne del marido, aunque él no haya
|
|
dado, como queda dicho, ocasión para aquel daño. Porque, así como el dolor
|
|
del pie o de cualquier miembro del cuerpo humano le siente todo el cuerpo,
|
|
por ser todo de una carne mesma, y la cabeza siente el daño del tobillo,
|
|
sin que ella se le haya causado, así el marido es participante de la
|
|
deshonra de la mujer, por ser una mesma cosa con ella. Y como las honras y
|
|
deshonras del mundo sean todas y nazcan de carne y sangre, y las de la
|
|
mujer mala sean deste género, es forzoso que al marido le quepa parte
|
|
dellas, y sea tenido por deshonrado sin que él lo sepa. Mira, pues, ¡oh
|
|
Anselmo!, al peligro que te pones en querer turbar el sosiego en que tu
|
|
buena esposa vive. Mira por cuán vana e impertinente curiosidad quieres
|
|
revolver los humores que ahora están sosegados en el pecho de tu casta
|
|
esposa. Advierte que lo que aventuras a ganar es poco, y que lo que
|
|
perderás será tanto que lo dejaré en su punto, porque me faltan palabras
|
|
para encarecerlo. Pero si todo cuanto he dicho no basta a moverte de tu mal
|
|
propósito, bien puedes buscar otro instrumento de tu deshonra y desventura,
|
|
que yo no pienso serlo, aunque por ello pierda tu amistad, que es la mayor
|
|
pérdida que imaginar puedo.
|
|
|
|
»Calló, en diciendo esto, el virtuoso y prudente Lotario, y Anselmo quedó
|
|
tan confuso y pensativo que por un buen espacio no le pudo responder
|
|
palabra; pero, en fin, le dijo:
|
|
|
|
»-Con la atención que has visto he escuchado, Lotario amigo, cuanto has
|
|
querido decirme, y en tus razones, ejemplos y comparaciones he visto la
|
|
mucha discreción que tienes y el estremo de la verdadera amistad que
|
|
alcanzas; y ansimesmo veo y confieso que si no sigo tu parecer y me voy
|
|
tras el mío, voy huyendo del bien y corriendo tras el mal. Prosupuesto
|
|
esto, has de considerar que yo padezco ahora la enfermedad que suelen tener
|
|
algunas mujeres, que se les antoja comer tierra, yeso, carbón y otras cosas
|
|
peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto más para comerse; así que, es
|
|
menester usar de algún artificio para que yo sane, y esto se podía hacer
|
|
con facilidad, sólo con que comiences, aunque tibia y fingidamente, a
|
|
solicitar a Camila, la cual no ha de ser tan tierna que a los primeros
|
|
encuentros dé con su honestidad por tierra; y con solo este principio
|
|
quedaré contento y tú habrás cumplido con lo que debes a nuestra amistad,
|
|
no solamente dándome la vida, sino persuadiéndome de no verme sin honra. Y
|
|
estás obligado a hacer esto por una razón sola; y es que, estando yo, como
|
|
estoy, determinado de poner en plática esta prueba, no has tú de consentir
|
|
que yo dé cuenta de mi desatino a otra persona, con que pondría en aventura
|
|
el honor que tú procuras que no pierda; y, cuando el tuyo no esté en el
|
|
punto que debe en la intención de Camila en tanto que la solicitares,
|
|
importa poco o nada, pues con brevedad, viendo en ella la entereza que
|
|
esperamos, le podrás decir la pura verdad de nuestro artificio, con que
|
|
volverá tu crédito al ser primero. Y, pues tan poco aventuras y tanto
|
|
contento me puedes dar aventurándote, no lo dejes de hacer, aunque más
|
|
inconvenientes se te pongan delante, pues, como ya he dicho, con sólo que
|
|
comiences daré por concluida la causa.
|
|
|
|
»Viendo Lotario la resoluta voluntad de Anselmo, y no sabiendo qué más
|
|
ejemplos traerle ni qué más razones mostrarle para que no la siguiese, y
|
|
viendo que le amenazaba que daría a otro cuenta de su mal deseo, por evitar
|
|
mayor mal, determinó de contentarle y hacer lo que le pedía, con propósito
|
|
e intención de guiar aquel negocio de modo que, sin alterar los
|
|
pensamientos de Camila, quedase Anselmo satisfecho; y así, le respondió que
|
|
no comunicase su pensamiento con otro alguno, que él tomaba a su cargo
|
|
aquella empresa, la cual comenzaría cuando a él le diese más gusto.
|
|
Abrazóle Anselmo tierna y amorosamente, y agradecióle su ofrecimiento, como
|
|
si alguna grande merced le hubiera hecho; y quedaron de acuerdo entre los
|
|
dos que desde otro día siguiente se comenzase la obra; que él le daría
|
|
lugar y tiempo como a sus solas pudiese hablar a Camila, y asimesmo le
|
|
daría dineros y joyas que darla y que ofrecerla. Aconsejóle que le diese
|
|
músicas, que escribiese versos en su alabanza, y que, cuando él no quisiese
|
|
tomar trabajo de hacerlos, él mesmo los haría. A todo se ofreció Lotario,
|
|
bien con diferente intención que Anselmo pensaba.
|
|
|
|
»Y con este acuerdo se volvieron a casa de Anselmo, donde hallaron a Camila
|
|
con ansia y cuidado, esperando a su esposo, porque aquel día tardaba en
|
|
venir más de lo acostumbrado.
|
|
|
|
»Fuese Lotario a su casa, y Anselmo quedó en la suya, tan contento como
|
|
Lotario fue pensativo, no sabiendo qué traza dar para salir bien de aquel
|
|
impertinente negocio. Pero aquella noche pensó el modo que tendría para
|
|
engañar a Anselmo, sin ofender a Camila; y otro día vino a comer con su
|
|
amigo, y fue bien recebido de Camila, la cual le recebía y regalaba con
|
|
mucha voluntad, por entender la buena que su esposo le tenía.
|
|
»Acabaron de comer, levantaron los manteles y Anselmo dijo a Lotario que se
|
|
quedase allí con Camila, en tanto que él iba a un negocio forzoso, que
|
|
dentro de hora y media volvería. Rogóle Camila que no se fuese y Lotario se
|
|
ofreció a hacerle compañía, más nada aprovechó con Anselmo; antes,
|
|
importunó a Lotario que se quedase y le aguardase, porque tenía que tratar
|
|
con él una cosa de mucha importancia. Dijo también a Camila que no dejase
|
|
solo a Lotario en tanto que él volviese. En efeto, él supo tan bien fingir
|
|
la necesidad, o necedad, de su ausencia, que nadie pudiera entender que era
|
|
fingida. Fuese Anselmo, y quedaron solos a la mesa Camila y Lotario, porque
|
|
la demás gente de casa toda se había ido a comer. Viose Lotario puesto en
|
|
la estacada que su amigo deseaba y con el enemigo delante, que pudiera
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vencer con sola su hermosura a un escuadrón de caballeros armados: mirad si
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era razón que le temiera Lotario.
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»Pero lo que hizo fue poner el codo sobre el brazo de la silla y la mano
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abierta en la mejilla, y, pidiendo perdón a Camila del mal comedimiento,
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dijo que quería reposar un poco en tanto que Anselmo volvía. Camila le
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respondió que mejor reposaría en el estrado que en la silla, y así, le rogó
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se entrase a dormir en él. No quiso Lotario, y allí se quedó dormido hasta
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que volvió Anselmo, el cual, como halló a Camila en su aposento y a Lotario
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durmiendo, creyó que, como se había tardado tanto, ya habrían tenido los
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dos lugar para hablar, y aun para dormir, y no vio la hora en que Lotario
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despertase, para volverse con él fuera y preguntarle de su ventura.
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»Todo le sucedió como él quiso: Lotario despertó, y luego salieron los dos
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de casa, y así, le preguntó lo que deseaba, y le respondió Lotario que no
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le había parecido ser bien que la primera vez se descubriese del todo; y
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así, no había hecho otra cosa que alabar a Camila de hermosa, diciéndole
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que en toda la ciudad no se trataba de otra cosa que de su hermosura y
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discreción, y que éste le había parecido buen principio para entrar ganando
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la voluntad, y disponiéndola a que otra vez le escuchase con gusto, usando
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en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere engañar a alguno que
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está puesto en atalaya de mirar por sí: que se transforma en ángel de luz,
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siéndolo él de tinieblas, y, poniéndole delante apariencias buenas, al cabo
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descubre quién es y sale con su intención, si a los principios no es
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descubierto su engaño. Todo esto le contentó mucho a Anselmo, y dijo que
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cada día daría el mesmo lugar, aunque no saliese de casa, porque en ella se
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ocuparía en cosas que Camila no pudiese venir en conocimiento de su
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artificio.
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»Sucedió, pues, que se pasaron muchos días que, sin decir Lotario palabra a
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Camila, respondía a Anselmo que la hablaba y jamás podía sacar della una
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pequeña muestra de venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun dar una
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señal de sombra de esperanza; antes, decía que le amenazaba que si de aquel
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mal pensamiento no se quitaba, que lo había de decir a su esposo.
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»-Bien está -dijo Anselmo-. Hasta aquí ha resistido Camila a las palabras;
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es menester ver cómo resiste a las obras: yo os daré mañana dos mil escudos
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de oro para que se los ofrezcáis, y aun se los deis, y otros tantos para
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que compréis joyas con que cebarla; que las mujeres suelen ser aficionadas,
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y más si son hermosas, por más castas que sean, a esto de traerse bien y
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andar galanas; y si ella resiste a esta tentación, yo quedaré satisfecho y
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no os daré más pesadumbre.
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»Lotario respondió que ya que había comenzado, que él llevaría hasta el fin
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aquella empresa, puesto que entendía salir della cansado y vencido. Otro
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día recibió los cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones,
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porque no sabía qué decirse para mentir de nuevo; pero, en efeto, determinó
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de decirle que Camila estaba tan entera a las dádivas y promesas como a las
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palabras, y que no había para qué cansarse más, porque todo el tiempo se
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gastaba en balde.
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»Pero la suerte, que las cosas guiaba de otra manera, ordenó que, habiendo
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dejado Anselmo solos a Lotario y a Camila, como otras veces solía, él se
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encerró en un aposento y por los agujeros de la cerradura estuvo mirando y
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escuchando lo que los dos trataban, y vio que en más de media hora Lotario
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no habló palabra a Camila, ni se la hablara si allí estuviera un siglo, y
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cayó en la cuenta de que cuanto su amigo le había dicho de las respuestas
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de Camila todo era ficción y mentira. Y, para ver si esto era ansí, salió
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del aposento, y, llamando a Lotario aparte, le preguntó qué nuevas había y
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de qué temple estaba Camila. Lotario le respondió que no pensaba más darle
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puntada en aquel negocio, porque respondía tan áspera y desabridamente, que
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no tendría ánimo para volver a decirle cosa alguna.
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»-¡Ah! -dijo Anselmo-, Lotario, Lotario, y cuán mal correspondes a lo que
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me debes y a lo mucho que de ti confío! Ahora te he estado mirando por el
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lugar que concede la entrada desta llave, y he visto que no has dicho
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palabra a Camila, por donde me doy a entender que aun las primeras le
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tienes por decir; y si esto es así, como sin duda lo es, ¿para qué me
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engañas, o por qué quieres quitarme con tu industria los medios que yo
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podría hallar para conseguir mi deseo?
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»No dijo más Anselmo, pero bastó lo que había dicho para dejar corrido y
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confuso a Lotario; el cual, casi como tomando por punto de honra el haber
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sido hallado en mentira, juró a Anselmo que desde aquel momento tomaba tan
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a su cargo el contentalle y no mentille, cual lo vería si con curiosidad lo
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espiaba; cuanto más, que no sería menester usar de ninguna diligencia,
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porque la que él pensaba poner en satisfacelle le quitaría de toda
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sospecha. Creyóle Anselmo, y para dalle comodidad más segura y menos
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sobresaltada, determinó de hacer ausencia de su casa por ocho días, yéndose
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a la de un amigo suyo, que estaba en una aldea, no lejos de la ciudad, con
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el cual amigo concertó que le enviase a llamar con muchas veras, para tener
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ocasión con Camila de su partida.
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»¡Desdichado y mal advertido de ti, Anselmo! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué es
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lo que trazas? ¿Qué es lo que ordenas? Mira que haces contra ti mismo,
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trazando tu deshonra y ordenando tu perdición. Buena es tu esposa Camila,
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quieta y sosegadamente la posees, nadie sobresalta tu gusto, sus
|
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pensamientos no salen de las paredes de su casa, tú eres su cielo en la
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tierra, el blanco de sus deseos, el cumplimiento de sus gustos y la medida
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por donde mide su voluntad, ajustándola en todo con la tuya y con la del
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cielo. Pues si la mina de su honor, hermosura, honestidad y recogimiento te
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da sin ningún trabajo toda la riqueza que tiene y tú puedes desear, ¿para
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qué quieres ahondar la tierra y buscar nuevas vetas de nuevo y nunca visto
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tesoro, poniéndote a peligro que toda venga abajo, pues, en fin, se
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sustenta sobre los débiles arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el que
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busca lo imposible es justo que lo posible se le niegue, como lo dijo mejor
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un poeta, diciendo:
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Busco en la muerte la vida,
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salud en la enfermedad,
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en la prisión libertad,
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en lo cerrado salida
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y en el traidor lealtad.
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Pero mi suerte, de quien
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jamás espero algún bien,
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con el cielo ha estatuido
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que, pues lo imposible pido,
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lo posible aun no me den.
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»Fuese otro día Anselmo a la aldea, dejando dicho a Camila que el tiempo
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que él estuviese ausente vendría Lotario a mirar por su casa y a comer con
|
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ella; que tuviese cuidado de tratalle como a su mesma persona. Afligióse
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Camila, como mujer discreta y honrada, de la orden que su marido le dejaba,
|
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y díjole que advirtiese que no estaba bien que nadie, él ausente, ocupase
|
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la silla de su mesa, y que si lo hacía por no tener confianza que ella
|
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sabría gobernar su casa, que probase por aquella vez, y vería por
|
|
experiencia como para mayores cuidados era bastante. Anselmo le replicó que
|
|
aquél era su gusto, y que no tenía más que hacer que bajar la cabeza y
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obedecelle. Camila dijo que ansí lo haría, aunque contra su voluntad.
|
|
»Partióse Anselmo, y otro día vino a su casa Lotario, donde fue rescebido
|
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de Camila con amoroso y honesto acogimiento; la cual jamás se puso en parte
|
|
donde Lotario la viese a solas, porque siempre andaba rodeada de sus
|
|
criados y criadas, especialmente de una doncella suya, llamada Leonela, a
|
|
quien ella mucho quería, por haberse criado desde niñas las dos juntas en
|
|
casa de los padres de Camila, y cuando se casó con Anselmo la trujo
|
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consigo.
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»En los tres días primeros nunca Lotario le dijo nada, aunque pudiera,
|
|
cuando se levantaban los manteles y la gente se iba a comer con mucha
|
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priesa, porque así se lo tenía mandado Camila. Y aun tenía orden Leonela
|
|
que comiese primero que Camila, y que de su lado jamás se quitase; mas
|
|
ella, que en otras cosas de su gusto tenía puesto el pensamiento y había
|
|
menester aquellas horas y aquel lugar para ocuparle en sus contentos, no
|
|
cumplía todas veces el mandamiento de su señora; antes, los dejaba solos,
|
|
como si aquello le hubieran mandado. Mas la honesta presencia de Camila, la
|
|
gravedad de su rostro, la compostura de su persona era tanta, que ponía
|
|
freno a la lengua de Lotario.
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|
»Pero el provecho que las muchas virtudes de Camila hicieron, poniendo
|
|
silencio en la lengua de Lotario, redundó más en daño de los dos, porque si
|
|
la lengua callaba, el pensamiento discurría y tenía lugar de contemplar,
|
|
parte por parte, todos los estremos de bondad y de hermosura que Camila
|
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tenía, bastantes a enamorar una estatua de mármol, no que un corazón de
|
|
carne.
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»Mirábala Lotario en el lugar y espacio que había de hablarla, y
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|
consideraba cuán digna era de ser amada; y esta consideración comenzó poco
|
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a poco a dar asaltos a los respectos que a Anselmo tenía, y mil veces quiso
|
|
ausentarse de la ciudad y irse donde jamás Anselmo le viese a él, ni él
|
|
viese a Camila; mas ya le hacía impedimento y detenía el gusto que hallaba
|
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en mirarla. Hacíase fuerza y peleaba consigo mismo por desechar y no sentir
|
|
el contento que le llevaba a mirar a Camila. Culpábase a solas de su
|
|
desatino, llamábase mal amigo y aun mal cristiano; hacía discursos y
|
|
comparaciones entre él y Anselmo, y todos paraban en decir que más había
|
|
sido la locura y confianza de Anselmo que su poca fidelidad, y que si así
|
|
tuviera disculpa para con Dios como para con los hombres de lo que pensaba
|
|
hacer, que no temiera pena por su culpa.
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|
|
»En efecto, la hermosura y la bondad de Camila, juntamente con la ocasión
|
|
que el ignorante marido le había puesto en las manos, dieron con la lealtad
|
|
de Lotario en tierra. Y, sin mirar a otra cosa que aquella a que su gusto
|
|
le inclinaba, al cabo de tres días de la ausencia de Anselmo, en los cuales
|
|
estuvo en continua batalla por resistir a sus deseos, comenzó a requebrar a
|
|
Camila, con tanta turbación y con tan amorosas razones que Camila quedó
|
|
suspensa, y no hizo otra cosa que levantarse de donde estaba y entrarse a
|
|
su aposento, sin respondelle palabra alguna. Mas no por esta sequedad se
|
|
desmayó en Lotario la esperanza, que siempre nace juntamente con el amor;
|
|
antes, tuvo en más a Camila. La cual, habiendo visto en Lotario lo que
|
|
jamás pensara, no sabía qué hacerse. Y, pareciéndole no ser cosa segura ni
|
|
bien hecha darle ocasión ni lugar a que otra vez la hablase, determinó de
|
|
enviar aquella mesma noche, como lo hizo, a un criado suyo con un billete a
|
|
Anselmo, donde le escribió estas razones:
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|
Capítulo XXXIV. Donde se prosigue la novela del Curioso impertinente
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»Así como suele decirse que parece mal el ejército sin su general y el
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|
castillo sin su castellano, digo yo que parece muy peor la mujer casada y
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|
moza sin su marido, cuando justísimas ocasiones no lo impiden. Yo me hallo
|
|
tan mal sin vos, y tan imposibilitada de no poder sufrir esta ausencia, que
|
|
si presto no venís, me habré de ir a entretener en casa de mis padres,
|
|
aunque deje sin guarda la vuestra; porque la que me dejastes, si es que
|
|
quedó con tal título, creo que mira más por su gusto que por lo que a vos
|
|
os toca; y, pues sois discreto, no tengo más que deciros, ni aun es bien
|
|
que más os diga.
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|
|
»Esta carta recibió Anselmo, y entendió por ella que Lotario había ya
|
|
comenzado la empresa, y que Camila debía de haber respondido como él
|
|
deseaba; y, alegre sobremanera de tales nuevas, respondió a Camila, de
|
|
palabra, que no hiciese mudamiento de su casa en modo ninguno, porque él
|
|
volvería con mucha brevedad. Admirada quedó Camila de la respuesta de
|
|
Anselmo, que la puso en más confusión que primero, porque ni se atrevía a
|
|
estar en su casa, ni menos irse a la de sus padres; porque en la quedada
|
|
corría peligro su honestidad, y en la ida iba contra el mandamiento de su
|
|
esposo.
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|
»En fin, se resolvió en lo que le estuvo peor, que fue en el quedarse, con
|
|
determinación de no huir la presencia de Lotario, por no dar que decir a
|
|
sus criados; y ya le pesaba de haber escrito lo que escribió a su esposo,
|
|
temerosa de que no pensase que Lotario había visto en ella alguna
|
|
desenvoltura que le hubiese movido a no guardalle el decoro que debía.
|
|
Pero, fiada en su bondad, se fió en Dios y en su buen pensamiento, con que
|
|
pensaba resistir callando a todo aquello que Lotario decirle quisiese, sin
|
|
dar más cuenta a su marido, por no ponerle en alguna pendencia y trabajo. Y
|
|
aun andaba buscando manera como disculpar a Lotario con Anselmo, cuando le
|
|
preguntase la ocasión que le había movido a escribirle aquel papel. Con
|
|
estos pensamientos, más honrados que acertados ni provechosos, estuvo otro
|
|
día escuchando a Lotario, el cual cargó la mano de manera que comenzó a
|
|
titubear la firmeza de Camila, y su honestidad tuvo harto que hacer en
|
|
acudir a los ojos, para que no diesen muestra de alguna amorosa compasión
|
|
que las lágrimas y las razones de Lotario en su pecho habían despertado.
|
|
Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía.
|
|
|
|
»Finalmente, a él le pareció que era menester, en el espacio y lugar que
|
|
daba la ausencia de Anselmo, apretar el cerco a aquella fortaleza. Y así,
|
|
acometió a su presunción con las alabanzas de su hermosura, porque no hay
|
|
cosa que más presto rinda y allane las encastilladas torres de la vanidad
|
|
de las hermosas que la mesma vanidad, puesta en las lenguas de la
|
|
adulación. En efecto, él, con toda diligencia, minó la roca de su entereza,
|
|
con tales pertrechos que, aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al
|
|
suelo. Lloró, rogó, ofreció, aduló, porfió, y fingió Lotario con tantos
|
|
sentimientos, con muestras de tantas veras, que dio al través con el recato
|
|
de Camila y vino a triunfar de lo que menos se pensaba y más deseaba.
|
|
»Rindióse Camila, Camila se rindió; pero, ¿qué mucho, si la amistad de
|
|
Lotario no quedó en pie? Ejemplo claro que nos muestra que sólo se vence la
|
|
pasión amorosa con huilla, y que nadie se ha de poner a brazos con tan
|
|
poderoso enemigo, porque es menester fuerzas divinas para vencer las suyas
|
|
humanas. Sólo supo Leonela la flaqueza de su señora, porque no se la
|
|
pudieron encubrir los dos malos amigos y nuevos amantes. No quiso Lotario
|
|
decir a Camila la pretensión de Anselmo, ni que él le había dado lugar para
|
|
llegar a aquel punto, porque no tuviese en menos su amor y pensase que así,
|
|
acaso y sin pensar, y no de propósito, la había solicitado.
|
|
|
|
»Volvió de allí a pocos días Anselmo a su casa, y no echó de ver lo que
|
|
faltaba en ella, que era lo que en menos tenía y más estimaba. Fuese luego
|
|
a ver a Lotario, y hallóle en su casa; abrazáronse los dos, y el uno
|
|
preguntó por las nuevas de su vida o de su muerte.
|
|
|
|
»-Las nuevas que te podré dar, ¡oh amigo Anselmo! -dijo Lotario-, son de
|
|
que tienes una mujer que dignamente puede ser ejemplo y corona de todas las
|
|
mujeres buenas. Las palabras que le he dicho se las ha llevado el aire, los
|
|
ofrecimientos se han tenido en poco, las dádivas no se han admitido, de
|
|
algunas lágrimas fingidas mías se ha hecho burla notable. En resolución,
|
|
así como Camila es cifra de toda belleza, es archivo donde asiste la
|
|
honestidad y vive el comedimiento y el recato, y todas las virtudes que
|
|
pueden hacer loable y bien afortunada a una honrada mujer. Vuelve a tomar
|
|
tus dineros, amigo, que aquí los tengo, sin haber tenido necesidad de tocar
|
|
a ellos; que la entereza de Camila no se rinde a cosas tan bajas como son
|
|
dádivas ni promesas. Conténtate, Anselmo, y no quieras hacer más pruebas de
|
|
las hechas; y, pues a pie enjuto has pasado el mar de las dificultades y
|
|
sospechas que de las mujeres suelen y pueden tenerse, no quieras entrar de
|
|
nuevo en el profundo piélago de nuevos inconvenientes, ni quieras hacer
|
|
experiencia con otro piloto de la bondad y fortaleza del navío que el cielo
|
|
te dio en suerte para que en él pasases la mar deste mundo, sino haz cuenta
|
|
que estás ya en seguro puerto, y aférrate con las áncoras de la buena
|
|
consideración, y déjate estar hasta que te vengan a pedir la deuda que no
|
|
hay hidalguía humana que de pagarla se escuse.
|
|
|
|
»Contentísimo quedó Anselmo de las razones de Lotario, y así se las creyó
|
|
como si fueran dichas por algún oráculo. Pero, con todo eso, le rogó que no
|
|
dejase la empresa, aunque no fuese más de por curiosidad y entretenimiento,
|
|
aunque no se aprovechase de allí adelante de tan ahincadas diligencias como
|
|
hasta entonces; y que sólo quería que le escribiese algunos versos en su
|
|
alabanza, debajo del nombre de Clori, porque él le daría a entender a
|
|
Camila que andaba enamorado de una dama, a quien le había puesto aquel
|
|
nombre por poder celebrarla con el decoro que a su honestidad se le debía;
|
|
y que, cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los versos, que
|
|
él los haría.
|
|
|
|
»-No será menester eso -dijo Lotario-, pues no me son tan enemigas las
|
|
musas que algunos ratos del año no me visiten. Dile tú a Camila lo que has
|
|
dicho del fingimiento de mis amores, que los versos yo los haré; si no tan
|
|
buenos como el subjeto merece, serán, por lo menos, los mejores que yo
|
|
pudiere.
|
|
|
|
»Quedaron deste acuerdo el impertinente y el traidor amigo; y, vuelto
|
|
Anselmo a su casa, preguntó a Camila lo que ella ya se maravillaba que no
|
|
se lo hubiese preguntado: que fue que le dijese la ocasión por que le había
|
|
escrito el papel que le envió. Camila le respondió que le había parecido
|
|
que Lotario la miraba un poco más desenvueltamente que cuando él estaba en
|
|
casa; pero que ya estaba desengañada y creía que había sido imaginación
|
|
suya, porque ya Lotario huía de vella y de estar con ella a solas. Díjole
|
|
Anselmo que bien podía estar segura de aquella sospecha, porque él sabía
|
|
que Lotario andaba enamorado de una doncella principal de la ciudad, a
|
|
quien él celebraba debajo del nombre de Clori, y que, aunque no lo
|
|
estuviera, no había que temer de la verdad de Lotario y de la mucha amistad
|
|
de entrambos. Y, a no estar avisada Camila de Lotario de que eran fingidos
|
|
aquellos amores de Clori, y que él se lo había dicho a Anselmo por poder
|
|
ocuparse algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila, ella, sin duda,
|
|
cayera en la desesperada red de los celos; mas, por estar ya advertida,
|
|
pasó aquel sobresalto sin pesadumbre.
|
|
|
|
»Otro día, estando los tres sobre mesa, rogó Anselmo a Lotario dijese
|
|
alguna cosa de las que había compuesto a su amada Clori; que, pues Camila
|
|
no la conocía, seguramente podía decir lo que quisiese.
|
|
|
|
»-Aunque la conociera -respondió Lotario-, no encubriera yo nada, porque
|
|
cuando algún amante loa a su dama de hermosa y la nota de cruel, ningún
|
|
oprobrio hace a su buen crédito. Pero, sea lo que fuere, lo que sé decir,
|
|
que ayer hice un soneto a la ingratitud desta Clori, que dice ansí:
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|
Soneto
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|
En el silencio de la noche, cuando
|
|
ocupa el dulce sueño a los mortales,
|
|
la pobre cuenta de mis ricos males
|
|
estoy al cielo y a mi Clori dando.
|
|
Y, al tiempo cuando el sol se va mostrando
|
|
por las rosadas puertas orientales,
|
|
con suspiros y acentos desiguales,
|
|
voy la antigua querella renovando.
|
|
Y cuando el sol, de su estrellado asiento,
|
|
derechos rayos a la tierra envía,
|
|
el llanto crece y doblo los gemidos.
|
|
Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,
|
|
y siempre hallo, en mi mortal porfía,
|
|
al cielo, sordo; a Clori, sin oídos.
|
|
|
|
»Bien le pareció el soneto a Camila, pero mejor a Anselmo, pues le alabó, y
|
|
dijo que era demasiadamente cruel la dama que a tan claras verdades no
|
|
correspondía. A lo que dijo Camila:
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|
|
»-Luego, ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad?
|
|
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|
»-En cuanto poetas, no la dicen -respondió Lotario-; mas, en cuanto
|
|
enamorados, siempre quedan tan cortos como verdaderos.
|
|
|
|
»-No hay duda deso -replicó Anselmo, todo por apoyar y acreditar los
|
|
pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo
|
|
como ya enamorada de Lotario.
|
|
|
|
»Y así, con el gusto que de sus cosas tenía, y más, teniendo por entendido
|
|
que sus deseos y escritos a ella se encaminaban, y que ella era la
|
|
verdadera Clori, le rogó que si otro soneto o otros versos sabía, los
|
|
dijese:
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»-Sí sé -respondió Lotario-, pero no creo que es tan bueno como el primero,
|
|
o, por mejor decir, menos malo. Y podréislo bien juzgar, pues es éste:
|
|
|
|
Soneto
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|
|
Yo sé que muero; y si no soy creído,
|
|
es más cierto el morir, como es más cierto
|
|
verme a tus pies, ¡oh bella ingrata!, muerto,
|
|
antes que de adorarte arrepentido.
|
|
Podré yo verme en la región de olvido,
|
|
de vida y gloria y de favor desierto,
|
|
y allí verse podrá en mi pecho abierto
|
|
cómo tu hermoso rostro está esculpido.
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|
Que esta reliquia guardo para el duro
|
|
trance que me amenaza mi porfía,
|
|
que en tu mismo rigor se fortalece.
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|
¡Ay de aquel que navega, el cielo escuro,
|
|
por mar no usado y peligrosa vía,
|
|
adonde norte o puerto no se ofrece!
|
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|
|
»También alabó este segundo soneto Anselmo, como había hecho el primero, y
|
|
desta manera iba añadiendo eslabón a eslabón a la cadena con que se
|
|
enlazaba y trababa su deshonra, pues cuando más Lotario le deshonraba,
|
|
entonces le decía que estaba más honrado; y, con esto, todos los escalones
|
|
que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía, en la
|
|
opinión de su marido, hacia la cumbre de la virtud y de su buena fama.
|
|
»Sucedió en esto que, hallándose una vez, entre otras, sola Camila con su
|
|
doncella, le dijo:
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|
»-Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en cuán poco he sabido estimarme,
|
|
pues siquiera no hice que con el tiempo comprara Lotario la entera posesión
|
|
que le di tan presto de mi voluntad. Temo que ha de estimar mi presteza o
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ligereza, sin que eche de ver la fuerza que él me hizo para no poder
|
|
resistirle.
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|
»-No te dé pena eso, señora mía -respondió Leonela-, que no está la monta,
|
|
ni es causa para menguar la estimación, darse lo que se da presto, si, en
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efecto, lo que se da es bueno, y ello por sí digno de estimarse. Y aun
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suele decirse que el que luego da, da dos veces.
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»-También se suele decir -dijo Camila- que lo que cuesta poco se estima en
|
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menos.
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»-No corre por ti esa razón -respondió Leonela-, porque el amor, según he
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oído decir, unas veces vuela y otras anda, con éste corre y con aquél va
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despacio, a unos entibia y a otros abrasa, a unos hiere y a otros mata, en
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un mesmo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquel mesmo punto la
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acaba y concluye, por la mañana suele poner el cerco a una fortaleza y a la
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noche la tiene rendida, porque no hay fuerza que le resista. Y, siendo así,
|
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¿de qué te espantas, o de qué temes, si lo mismo debe de haber acontecido a
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Lotario, habiendo tomado el amor por instrumento de rendirnos la ausencia
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de mi señor? Y era forzoso que en ella se concluyese lo que el amor tenía
|
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determinado, sin dar tiempo al tiempo para que Anselmo le tuviese de
|
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volver, y con su presencia quedase imperfecta la obra. Porque el amor no
|
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tiene otro mejor ministro para ejecutar lo que desea que es la ocasión: de
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la ocasión se sirve en todos sus hechos, principalmente en los principios.
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Todo esto sé yo muy bien, más de experiencia que de oídas, y algún día te
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lo diré, señora, que yo también soy de carne y de sangre moza. Cuanto más,
|
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señora Camila, que no te entregaste ni diste tan luego, que primero no
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hubieses visto en los ojos, en los suspiros, en las razones y en las
|
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promesas y dádivas de Lotario toda su alma, viendo en ella y en sus
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virtudes cuán digno era Lotario de ser amado. Pues si esto es ansí, no te
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asalten la imaginación esos escrupulosos y melindrosos pensamientos, sino
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asegúrate que Lotario te estima como tú le estimas a él, y vive con
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contento y satisfación de que, ya que caíste en el lazo amoroso, es el que
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te aprieta de valor y de estima. Y que no sólo tiene las cuatro eses que
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dicen que han de tener los buenos enamorados, sino todo un ABC entero: si
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no, escúchame y verás como te le digo de coro. Él es, según yo veo y a mí
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me parece, agradecido, bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme,
|
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gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble, onesto, principal,
|
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quantioso, rico, y las eses que dicen; y luego, tácito, verdadero. La X no
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le cuadra, porque es letra áspera; la Y ya está dicha; la Z, zelador de tu
|
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honra.
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»Rióse Camila del ABC de su doncella, y túvola por más plática en las cosas
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de amor que ella decía; y así lo confesó ella, descubriendo a Camila como
|
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trataba amores con un mancebo bien nacido, de la mesma ciudad; de lo cual
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se turbó Camila, temiendo que era aquél camino por donde su honra podía
|
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correr riesgo. Apuróla si pasaban sus pláticas a más que serlo. Ella, con
|
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poca vergüenza y mucha desenvoltura, le respondió que sí pasaban; porque es
|
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cosa ya cierta que los descuidos de las señoras quitan la vergüenza a las
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criadas, las cuales, cuando ven a las amas echar traspiés, no se les da
|
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nada a ellas de cojear, ni de que lo sepan.
|
|
|
|
»No pudo hacer otra cosa Camila sino rogar a Leonela no dijese nada de su
|
|
hecho al que decía ser su amante, y que tratase sus cosas con secreto,
|
|
porque no viniesen a noticia de Anselmo ni de Lotario. Leonela respondió
|
|
que así lo haría, mas cumpliólo de manera que hizo cierto el temor de
|
|
Camila de que por ella había de perder su crédito. Porque la deshonesta y
|
|
atrevida Leonela, después que vio que el proceder de su ama no era el que
|
|
solía, atrevióse a entrar y poner dentro de casa a su amante, confiada que,
|
|
aunque su señora le viese, no había de osar descubrille; que este daño
|
|
acarrean, entre otros, los pecados de las señoras: que se hacen esclavas de
|
|
sus mesmas criadas y se obligan a encubrirles sus deshonestidades y
|
|
vilezas, como aconteció con Camila; que, aunque vio una y muchas veces que
|
|
su Leonela estaba con su galán en un aposento de su casa, no sólo no la
|
|
osaba reñir, mas dábale lugar a que lo encerrase, y quitábale todos los
|
|
estorbos, para que no fuese visto de su marido.
|
|
|
|
»Pero no los pudo quitar que Lotario no le viese una vez salir, al romper
|
|
del alba; el cual, sin conocer quién era, pensó primero que debía de ser
|
|
alguna fantasma; mas, cuando le vio caminar, embozarse y encubrirse con
|
|
cuidado y recato, cayó de su simple pensamiento y dio en otro, que fuera la
|
|
perdición de todos si Camila no lo remediara. Pensó Lotario que aquel
|
|
hombre que había visto salir tan a deshora de casa de Anselmo no había
|
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entrado en ella por Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en el mundo;
|
|
sólo creyó que Camila, de la misma manera que había sido fácil y ligera con
|
|
él, lo era para otro; que estas añadiduras trae consigo la maldad de la
|
|
mujer mala: que pierde el crédito de su honra con el mesmo a quien se
|
|
entregó rogada y persuadida, y cree que con mayor facilidad se entrega a
|
|
otros, y da infalible crédito a cualquiera sospecha que desto le venga. Y
|
|
no parece sino que le faltó a Lotario en este punto todo su buen
|
|
entendimiento, y se le fueron de la memoria todos sus advertidos discursos,
|
|
pues, sin hacer alguno que bueno fuese, ni aun razonable, sin más ni más,
|
|
antes que Anselmo se levantase, impaciente y ciego de la celosa rabia que
|
|
las entrañas le roía, muriendo por vengarse de Camila, que en ninguna cosa
|
|
le había ofendido, se fue a Anselmo y le dijo:
|
|
|
|
»-Sábete, Anselmo, que ha muchos días que he andado peleando conmigo mesmo,
|
|
haciéndome fuerza a no decirte lo que ya no es posible ni justo que más te
|
|
encubra. Sábete que la fortaleza de Camila está ya rendida y sujeta a todo
|
|
aquello que yo quisiere hacer della; y si he tardado en descubrirte esta
|
|
verdad, ha sido por ver si era algún liviano antojo suyo, o si lo hacía por
|
|
probarme y ver si eran con propósito firme tratados los amores que, con tu
|
|
licencia, con ella he comenzado. Creí, ansimismo, que ella, si fuera la que
|
|
debía y la que entrambos pensábamos, ya te hubiera dado cuenta de mi
|
|
solicitud, pero, habiendo visto que se tarda, conozco que son verdaderas
|
|
las promesas que me ha dado de que, cuando otra vez hagas ausencia de tu
|
|
casa, me hablará en la recámara, donde está el repuesto de tus alhajas -y
|
|
era la verdad, que allí le solía hablar Camila-; y no quiero que
|
|
precipitosamente corras a hacer alguna venganza, pues no está aún cometido
|
|
el pecado sino con pensamiento, y podría ser que, desde éste hasta el
|
|
tiempo de ponerle por obra, se mudase el de Camila y naciese en su lugar el
|
|
arrepentimiento. Y así, ya que, en todo o en parte, has seguido siempre mis
|
|
consejos, sigue y guarda uno que ahora te diré, para que sin engaño y con
|
|
medroso advertimento te satisfagas de aquello que más vieres que te
|
|
convenga. Finge que te ausentas por dos o tres días, como otras veces
|
|
sueles, y haz de manera que te quedes escondido en tu recámara, pues los
|
|
tapices que allí hay y otras cosas con que te puedas encubrir te ofrecen
|
|
mucha comodidad, y entonces verás por tus mismos ojos, y yo por los míos,
|
|
lo que Camila quiere; y si fuere la maldad que se puede temer antes que
|
|
esperar, con silencio, sagacidad y discreción podrás ser el verdugo de tu
|
|
agravio.
|
|
|
|
»Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo con las razones de Lotario,
|
|
porque le cogieron en tiempo donde menos las esperaba oír, porque ya tenía
|
|
a Camila por vencedora de los fingidos asaltos de Lotario y comenzaba a
|
|
gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio,
|
|
mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo:
|
|
|
|
»-Tú lo has hecho, Lotario, como yo esperaba de tu amistad; en todo he de
|
|
seguir tu consejo: haz lo que quisieres y guarda aquel secreto que ves que
|
|
conviene en caso tan no pensado.
|
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|
|
»Prometióselo Lotario, y, en apartándose dél, se arrepintió totalmente de
|
|
cuanto le había dicho, viendo cuán neciamente había andado, pues pudiera él
|
|
vengarse de Camila, y no por camino tan cruel y tan deshonrado. Maldecía su
|
|
entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no sabía qué medio tomarse
|
|
para deshacer lo hecho, o para dalle alguna razonable salida. Al fin,
|
|
acordó de dar cuenta de todo a Camila; y, como no faltaba lugar para
|
|
poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola, y ella, así como vio que le
|
|
podía hablar, le dijo.
|
|
|
|
»-Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en el corazón que me le aprieta
|
|
de suerte que parece que quiere reventar en el pecho, y ha de ser maravilla
|
|
si no lo hace, pues ha llegado la desvergüenza de Leonela a tanto, que cada
|
|
noche encierra a un galán suyo en esta casa y se está con él hasta el día,
|
|
tan a costa de mi crédito cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al
|
|
que le viere salir a horas tan inusitadas de mi casa. Y lo que me fatiga es
|
|
que no la puedo castigar ni reñir: que el ser ella secretario de nuestros
|
|
tratos me ha puesto un freno en la boca para callar los suyos, y temo que
|
|
de aquí ha de nacer algún mal suceso.
|
|
|
|
»Al principio que Camila esto decía creyó Lotario que era artificio para
|
|
desmentille que el hombre que había visto salir era de Leonela, y no suyo;
|
|
pero, viéndola llorar y afligirse, y pedirle remedio, vino a creer la
|
|
verdad, y, en creyéndola, acabó de estar confuso y arrepentido del todo.
|
|
Pero, con todo esto, respondió a Camila que no tuviese pena, que él
|
|
ordenaría remedio para atajar la insolencia de Leonela. Díjole asimismo lo
|
|
que, instigado de la furiosa rabia de los celos, había dicho a Anselmo, y
|
|
cómo estaba concertado de esconderse en la recámara, para ver desde allí a
|
|
la clara la poca lealtad que ella le guardaba. Pidióle perdón desta locura,
|
|
y consejo para poder remedialla y salir bien de tan revuelto laberinto como
|
|
su mal discurso le había puesto.
|
|
|
|
»Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía, y con mucho enojo y
|
|
muchas y discretas razones le riñó y afeó su mal pensamiento y la simple y
|
|
mala determinación que había tenido. Pero, como naturalmente tiene la mujer
|
|
ingenio presto para el bien y para el mal más que el varón, puesto que le
|
|
va faltando cuando de propósito se pone a hacer discursos, luego al
|
|
instante halló Camila el modo de remediar tan al parecer inremediable
|
|
negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro día se escondiese Anselmo
|
|
donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad para
|
|
que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y, sin
|
|
declararle del todo su pensamiento, le advirtió que tuviese cuidado que, en
|
|
estando Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela le llamase, y que a
|
|
cuanto ella le dijese le respondiese como respondiera aunque no supiera que
|
|
Anselmo le escuchaba. Porfió Lotario que le acabase de declarar su
|
|
intención, porque con más seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser
|
|
necesario.
|
|
|
|
»-Digo -dijo Camila- que no hay más que guardar, si no fuere responderme
|
|
como yo os preguntare (no queriendo Camila darle antes cuenta de lo que
|
|
pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que a ella tan
|
|
bueno le parecía, y siguiese o buscase otros que no podrían ser tan
|
|
buenos).
|
|
|
|
»Con esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro día, con la escusa de ir aquella
|
|
aldea de su amigo, se partió y volvió a esconderse: que lo pudo hacer con
|
|
comodidad, porque de industria se la dieron Camila y Leonela.
|
|
»Escondido, pues, Anselmo, con aquel sobresalto que se puede imaginar que
|
|
tendría el que esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las entrañas de
|
|
su honra, íbase a pique de perder el sumo bien que él pensaba que tenía en
|
|
su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba
|
|
escondido, entraron en la recámara; y apenas hubo puesto los pies en ella
|
|
Camilia, cuando, dando un grande suspiro, dijo:
|
|
|
|
»-¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor que, antes que llegase a poner en
|
|
ejecución lo que no quiero que sepas, porque no procures estorbarlo, que
|
|
tomases la daga de Anselmo, que te he pedido, y pasases con ella este
|
|
infame pecho mío? Pero no hagas tal, que no será razón que yo lleve la pena
|
|
de la ajena culpa. Primero quiero saber qué es lo que vieron en mí los
|
|
atrevidos y deshonestos ojos de Lotario que fuese causa de darle
|
|
atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo como es el que me ha
|
|
descubierto, en desprecio de su amigo y en deshonra mía. Ponte, Leonela, a
|
|
esa ventana y llámale, que, sin duda alguna, él debe de estar en la calle,
|
|
esperando poner en efeto su mala intención. Pero primero se pondrá la cruel
|
|
cuanto honrada mía.
|
|
|
|
»-¡Ay, señora mía! -respondió la sagaz y advertida Leonela-, y ¿qué es lo
|
|
que quieres hacer con esta daga? ¿Quieres por ventura quitarte la vida o
|
|
quitársela a Lotario? Que cualquiera destas cosas que quieras ha de
|
|
redundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que disimules tu
|
|
agravio, y no des lugar a que este mal hombre entre ahora en esta casa y
|
|
nos halle solas. Mira, señora, que somos flacas mujeres, y él es hombre y
|
|
determinado; y, como viene con aquel mal propósito, ciego y apasionado,
|
|
quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo, hará él lo que te estaría
|
|
más mal que quitarte la vida. ¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanto mal ha
|
|
querido dar a este desuellacaras en su casa! Y ya, señora, que le mates,
|
|
como yo pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de hacer dél después de
|
|
muerto?
|
|
|
|
»-¿Qué, amiga? -respondió Camila-: dejarémosle para que Anselmo le
|
|
entierre, pues será justo que tenga por descanso el trabajo que tomare en
|
|
poner debajo de la tierra su misma infamia. Llámale, acaba, que todo el
|
|
tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio parece que
|
|
ofendo a la lealtad que a mi esposo debo.
|
|
|
|
»Todo esto escuchaba Anselmo, y, a cada palabra que Camila decía, se le
|
|
mudaban los pensamientos; mas, cuando entendió que estaba resuelta en matar
|
|
a Lotario, quiso salir y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese; pero
|
|
detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía y honesta
|
|
resolución, con propósito de salir a tiempo que la estorbase.
|
|
|
|
»Tomóle en esto a Camila un fuerte desmayo, y, arrojándose encima de una
|
|
cama que allí estaba, comenzó Leonela a llorar muy amargamente y a decir:
|
|
»-¡Ay, desdichada de mí si fuese tan sin ventura que se me muriese aquí
|
|
entre mis brazos la flor de la honestidad del mundo, la corona de las
|
|
buenas mujeres, el ejemplo de la castidad...!
|
|
|
|
»Con otras cosas a éstas semejantes, que ninguno la escuchara que no la
|
|
tuviera por la más lastimada y leal doncella del mundo, y a su señora por
|
|
otra nueva y perseguida Penélope. Poco tardó en volver de su desmayo
|
|
Camila; y, al volver en sí, dijo:
|
|
|
|
»-¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más leal amigo de amigo que vio el
|
|
sol o cubrió la noche? Acaba, corre, aguija, camina, no se esfogue con la
|
|
tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se pase en amenazas y
|
|
maldiciones la justa venganza que espero.
|
|
|
|
»-Ya voy a llamarle, señora mía -dijo Leonela-, mas hasme de dar primero
|
|
esa daga, porque no hagas cosa, en tanto que falto, que dejes con ella que
|
|
llorar toda la vida a todos los que bien te quieren.
|
|
|
|
»-Ve segura, Leonela amiga, que no haré -respondió Camila-; porque, ya que
|
|
sea atrevida y simple a tu parecer en volver por mi honra, no lo he de ser
|
|
tanto como aquella Lucrecia de quien dicen que se mató sin haber cometido
|
|
error alguno, y sin haber muerto primero a quien tuvo la causa de su
|
|
desgracia. Yo moriré, si muero, pero ha de ser vengada y satisfecha del que
|
|
me ha dado ocasión de venir a este lugar a llorar sus atrevimientos,
|
|
nacidos tan sin culpa mía.
|
|
|
|
»Mucho se hizo de rogar Leonela antes que saliese a llamar a Lotario, pero,
|
|
en fin, salió; y, entre tanto que volvía, quedó Camilia diciendo, como que
|
|
hablaba consigo misma:
|
|
|
|
»-¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado haber despedido a Lotario, como
|
|
otras muchas veces lo he hecho, que no ponerle en condición, como ya le he
|
|
puesto, que me tenga por deshonesta y mala, siquiera este tiempo que he de
|
|
tardar en desengañarle? Mejor fuera, sin duda; pero no quedara yo vengada,
|
|
ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso
|
|
llano se volviera a salir de donde sus malos pensamientos le entraron.
|
|
Pague el traidor con la vida lo que intentó con tan lascivo deseo: sepa el
|
|
mundo, si acaso llegare a saberlo, de que Camila no sólo guardó la lealtad
|
|
a su esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle. Mas,
|
|
con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo, pero ya se la
|
|
apunté a dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que el no acudir
|
|
él al remedio del daño que allí le señalé, debió de ser que, de puro bueno
|
|
y confiado, no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo
|
|
pudiese caber género de pensamiento que contra su honra fuese; ni aun yo lo
|
|
creí después, por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no
|
|
llegara a tanto, que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las
|
|
continuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas, ¿para qué hago yo ahora
|
|
estos discursos? ¿Tiene, por ventura, una resulución gallarda necesidad de
|
|
consejo alguno? No, por cierto. ¡Afuera, pues, traidores; aquí, venganzas!
|
|
¡Entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere!
|
|
Limpia entré en poder del que el cielo me dio por mío, limpia he de salir
|
|
dél; y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta sangre, y en la impura del
|
|
más falso amigo que vio la amistad en el mundo.
|
|
|
|
»Y, diciendo esto, se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando
|
|
tan desconcertados y desaforados pasos, y haciendo tales ademanes, que no
|
|
parecía sino que le faltaba el juicio, y que no era mujer delicada, sino un
|
|
rufián desesperado.
|
|
|
|
»Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos tapices donde se había
|
|
escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecía que lo que había visto y
|
|
oído era bastante satisfación para mayores sospechas; y ya quisiera que la
|
|
prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal repentino suceso. Y,
|
|
estando ya para manifestarse y salir, para abrazar y desengañar a su
|
|
esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvía con Lotario de la mano; y,
|
|
así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran raya
|
|
delante della, le dijo:
|
|
|
|
»-Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atrevieres a pasar desta
|
|
raya que ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere que lo intentas,
|
|
en ese mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo. Y,
|
|
antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me
|
|
escuches; que después responderás lo que más te agradare. Lo primero,
|
|
quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi marido, y en qué
|
|
opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me conoces a mí.
|
|
Respóndeme a esto, y no te turbes, ni pienses mucho lo que has de
|
|
responder, pues no son dificultades las que te pregunto.
|
|
|
|
»No era tan ignorante Lotario que, desde el primer punto que Camila le dijo
|
|
que hiciese esconder a Anselmo, no hubiese dado en la cuenta de lo que ella
|
|
pensaba hacer; y así, correspondió con su intención tan discretamente, y
|
|
tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por más que cierta
|
|
verdad; y así, respondió a Camila desta manera:
|
|
|
|
»-No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para preguntarme cosas tan
|
|
fuera de la intención con que yo aquí vengo. Si lo haces por dilatarme la
|
|
prometida merced, desde más lejos pudieras entretenerla, porque tanto más
|
|
fatiga el bien deseado cuanto la esperanza está más cerca de poseello;
|
|
pero, porque no digas que no respondo a tus preguntas, digo que conozco a
|
|
tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros más tiernos años;
|
|
y no quiero decir lo que tú tan bien sabes de nuestra amistad, por no me
|
|
hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga, poderosa disculpa
|
|
de mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la misma posesión que él te
|
|
tiene; que, a no ser así, por menos prendas que las tuyas no había yo de ir
|
|
contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas leyes de la
|
|
verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mí
|
|
rompidas y violadas.
|
|
|
|
»-Si eso confiesas -respondió Camila-, enemigo mortal de todo aquello que
|
|
justamente merece ser amado, ¿con qué rostro osas parecer ante quien sabes
|
|
que es el espejo donde se mira aquel en quien tú te debieras mirar, para
|
|
que vieras con cuán poca ocasión le agravias? Pero ya cayo, ¡ay, desdichada
|
|
de mí!, en la cuenta de quién te ha hecho tener tan poca con lo que a ti
|
|
mismo debes, que debe de haber sido alguna desenvoltura mía, que no quiero
|
|
llamarla deshonestidad, pues no habrá procedido de deliberada
|
|
determinación, sino de algún descuido de los que las mujeres que piensan
|
|
que no tienen de quién recatarse suelen hacer inadvertidamente. Si no,
|
|
dime: ¿cuándo, ¡oh traidor!, respondí a tus ruegos con alguna palabra o
|
|
señal que pudiese despertar en ti alguna sombra de esperanza de cumplir tus
|
|
infames deseos? ¿Cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas y
|
|
reprehendidas de las mías con rigor y con aspereza? ¿Cuándo tus muchas
|
|
promesas y mayores dádivas fueron de mí creídas, ni admitidas? Pero, por
|
|
parecerme que alguno no puede perseverar en el intento amoroso luengo
|
|
tiempo, si no es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme a mí la
|
|
culpa de tu impertinencia, pues, sin duda, algún descuido mío ha sustentado
|
|
tanto tiempo tu cuidado; y así, quiero castigarme y darme la pena que tu
|
|
culpa merece. Y, porque vieses que, siendo conmigo tan inhumana, no era
|
|
posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser testigo del sacrificio
|
|
que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido, agraviado de
|
|
ti con el mayor cuidado que te ha sido posible, y de mí también con el poco
|
|
recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna te di, para favorecer y
|
|
canonizar tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha que tengo
|
|
que algún descuido mío engendró en ti tan desvariados pensamientos es la
|
|
que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con mis propias manos,
|
|
porque, castigándome otro verdugo, quizá sería más pública mi culpa; pero,
|
|
antes que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe
|
|
de satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo allá,
|
|
dondequiera que fuere, la pena que da la justicia desinteresada y que no se
|
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dobla al que en términos tan desesperados me ha puesto.
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»Y, diciendo estas razones, con una increíble fuerza y ligereza arremetió a
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Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela
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en el pecho, que casi él estuvo en duda si aquellas demostraciones eran
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falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su industria y de su
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fuerza para estorbar que Camila no le diese. La cual tan vivamente fingía
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aquel estraño embuste y fealdad que, por dalle color de verdad, la quiso
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matizar con su misma sangre; porque, viendo que no podía haber a Lotario, o
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fingiendo que no podía, dijo:
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»-Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, a lo
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menos, no será tan poderosa que, en parte, me quite que no le satisfaga.
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Y, haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que Lotario la tenía
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asida, la sacó, y, guiando su punta por parte que pudiese herir no
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profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla del lado
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izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como
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desmayada.
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»Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos de tal suceso, y todavía
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dudaban de la verdad de aquel hecho, viendo a Camila tendida en tierra y
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bañada en su sangre. Acudió Lotario con mucha presteza, despavorido y sin
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aliento, a sacar la daga, y, en ver la pequeña herida, salió del temor que
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hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la sagacidad, prudencia y
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mucha discreción de la hermosa Camila; y, por acudir con lo que a él le
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tocaba, comenzó a hacer una larga y triste lamentación sobre el cuerpo de
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Camila, como si estuviera difunta, echándose muchas maldiciones, no sólo a
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él, sino al que había sido causa de habelle puesto en aquel término. Y,
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como sabía que le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas que el que le
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oyera le tuviera mucha más lástima que a Camila, aunque por muerta la
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juzgara.
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»Leonela la tomó en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario
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fuese a buscar quien secretamente a Camila curase; pedíale asimismo consejo
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y parecer de lo que dirían a Anselmo de aquella herida de su señora, si
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acaso viniese antes que estuviese sana. Él respondió que dijesen lo que
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quisiesen, que él no estaba para dar consejo que de provecho fuese; sólo le
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dijo que procurase tomarle la sangre, porque él se iba adonde gentes no le
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viesen. Y, con muestras de mucho dolor y sentimiento, se salió de casa; y,
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cuando se vio solo y en parte donde nadie le veía, no cesaba de hacerse
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cruces, maravillándose de la industria de Camila y de los ademanes tan
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proprios de Leonela. Consideraba cuán enterado había de quedar Anselmo de
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que tenía por mujer a una segunda Porcia, y deseaba verse con él para
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celebrar los dos la mentira y la verdad más disimulada que jamás pudiera
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imaginarse.
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»Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre a su señora, que no era más de
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aquello que bastó para acreditar su embuste; y, lavando con un poco de vino
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la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo tales razones, en tanto
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que la curaba, que, aunque no hubieran precedido otras, bastaran a hacer
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creer a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad.
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»Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llamándose cobarde y
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de poco ánimo, pues le había faltado al tiempo que fuera más necesario
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tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo a
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su doncella si daría, o no, todo aquel suceso a su querido esposo; la cual
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le dijo que no se lo dijese, porque le pondría en obligación de vengarse de
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Lotario, lo cual no podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer
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estaba obligada a no dar ocasión a su marido a que riñese, sino a quitalle
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todas aquellas que le fuese posible.
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»Respondió Camila que le parecía muy bien su parecer y que ella le
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seguiría; pero que en todo caso convenía buscar qué decir a Anselmo de la
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causa de aquella herida, que él no podría dejar de ver; a lo que Leonela
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respondía que ella, ni aun burlando, no sabía mentir.
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»-Pues yo, hermana -replicó Camila-, ¿qué tengo de saber, que no me
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atreveré a forjar ni sustentar una mentira, si me fuese en ello la vida? Y
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si es que no hemos de saber dar salida a esto, mejor será decirle la verdad
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desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta.
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»-No tengas pena, señora: de aquí a mañana -respondió Leonela- yo pensaré
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qué le digamos, y quizá que, por ser la herida donde es, la podrás
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encubrir sin que él la vea, y el cielo será servido de favorecer a nuestros
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tan justos y tan honrados pensamientos. Sosiégate, señora mía, y procura
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sosegar tu alteración, porque mi señor no te halle sobresaltada, y lo demás
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déjalo a mi cargo, y al de Dios, que siempre acude a los buenos deseos.
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»Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia
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de la muerte de su honra; la cual con tan estraños y eficaces afectos la
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representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado
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en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la noche, y el tener
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lugar para salir de su casa, y ir a verse con su buen amigo Lotario,
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congratulándose con él de la margarita preciosa que había hallado en el
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desengaño de la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de darle
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lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella, salió y luego fue a
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buscar a Lotario, el cual hallado, no se puede buenamente contar los
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abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que
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dio a Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar muestras de alguna
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alegría, porque se le representaba a la memoria cuán engañado estaba su
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amigo y cuán injustamente él le agraviaba. Y, aunque Anselmo veía que
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Lotario no se alegraba, creía ser la causa por haber dejado a Camila herida
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y haber él sido la causa; y así, entre otras razones, le dijo que no
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tuviese pena del suceso de Camila, porque, sin duda, la herida era ligera,
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pues quedaban de concierto de encubrírsela a él; y que, según esto, no
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había de qué temer, sino que de allí adelante se gozase y alegrase con él,
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pues por su industria y medio él se veía levantado a la más alta felicidad
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que acertara desearse, y quería que no fuesen otros sus entretenimientos
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que en hacer versos en alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en la
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memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determinación y
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dijo que él, por su parte, ayudaría a levantar tan ilustre edificio.
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»Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber
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en el mundo: él mismo llevó por la mano a su casa, creyendo que llevaba el
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instrumento de su gloria, toda la perdición de su fama. Recebíale Camila
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con rostro, al parecer, torcido, aunque con alma risueña. Duró este engaño
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algunos días, hasta que, al cabo de pocos meses, volvió Fortuna su rueda y
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salió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y a
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Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.»
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Capítulo XXXV. Donde se da fin a la novela del Curioso impertinente
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Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del caramanchón donde
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reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces:
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-Acudid, señores, presto y socorred a mi señor, que anda envuelto en la más
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reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios, que ha dado
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una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le
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ha tajado la cabeza, cercen a cercen, como si fuera un nabo!
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-¿Qué dices, hermano? -dijo el cura, dejando de leer lo que de la novela
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quedaba-. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso que decís,
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estando el gigante dos mil leguas de aquí?
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En esto, oyeron un gran ruido en el aposento, y que don Quijote decía a
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voces:
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-¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo, y no te ha de valer
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tu cimitarra!
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Y parecía que daba grandes cuchilladas por las paredes. Y dijo Sancho:
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-No tienen que pararse a escuchar, sino entren a despartir la pelea, o a
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ayudar a mi amo; aunque ya no será menester, porque, sin duda alguna, el
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gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida, que
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yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado,
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que es tamaña como un gran cuero de vino.
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-Que me maten -dijo a esta sazón el ventero- si don Quijote, o don diablo,
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no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su
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cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le parece
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sangre a este buen hombre.
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Y, con esto, entró en el aposento, y todos tras él, y hallaron a don
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Quijote en el más estraño traje del mundo: estaba en camisa, la cual no era
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tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás
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tenía seis dedos menos; las piernas eran muy largas y flacas, llenas de
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vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un bonetillo colorado,
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grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenía revuelta la
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manta de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el
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porqué; y en la derecha, desenvainada la espada, con la cual daba
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cuchilladas a todas partes, diciendo palabras como si verdaderamente
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estuviera peleando con algún gigante. Y es lo bueno que no tenía los ojos
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abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el
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gigante; que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a
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fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al reino de Micomicón, y
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que ya estaba en la pelea con su enemigo. Y había dado tantas cuchilladas
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en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento
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estaba lleno de vino; lo cual visto por el ventero, tomó tanto enojo que
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arremetió con don Quijote, y a puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes
|
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que si Cardenio y el cura no se le quitaran, él acabara la guerra del
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gigante; y, con todo aquello, no despertaba el pobre caballero, hasta que
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|
el barbero trujo un gran caldero de agua fría del pozo y se le echó por
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todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó don Quijote; mas no con tanto
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acuerdo que echase de ver de la manera que estaba.
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Dorotea, que vio cuán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar a
|
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ver la batalla de su ayudador y de su contrario.
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Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo, y, como no
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la hallaba, dijo:
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-Ya yo sé que todo lo desta casa es encantamento; que la otra vez, en este
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mesmo lugar donde ahora me hallo, me dieron muchos mojicones y porrazos,
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sin saber quién me los daba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no parece
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por aquí esta cabeza que vi cortar por mis mismísimos ojos, y la sangre
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corría del cuerpo como de una fuente.
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-¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos? -dijo el
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ventero-. ¿No vees, ladrón, que la sangre y la fuente no es otra cosa que
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estos cueros que aquí están horadados y el vino tinto que nada en este
|
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aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de quien los horadó?
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-No sé nada -respondió Sancho-; sólo sé que vendré a ser tan desdichado
|
|
que, por no hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi condado como la sal
|
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en el agua.
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Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo: tal le tenían las
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promesas que su amo le había hecho. El ventero se desesperaba de ver la
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flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser
|
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como la vez pasada, que se le fueron sin pagar; y que ahora no le habían de
|
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valer los previlegios de su caballería para dejar de pagar lo uno y lo
|
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otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar a
|
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los rotos cueros.
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Tenía el cura de las manos a don Quijote, el cual, creyendo que ya había
|
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acabado la aventura, y que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se
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hincó de rodillas delante del cura, diciendo:
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-Bien puede la vuestra grandeza, alta y famosa señora, vivir, de hoy más,
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segura que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura; y yo también, de
|
|
hoy más, soy quito de la palabra que os di, pues, con el ayuda del alto
|
|
Dios y con el favor de aquella por quien yo vivo y respiro, tan bien la he
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|
cumplido.
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-¿No lo dije yo? -dijo oyendo esto Sancho-. Sí que no estaba yo borracho:
|
|
¡mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante! ¡Ciertos son los toros:
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mi condado está de molde!
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|
¿Quién no había de reír con los disparates de los dos, amo y mozo? Todos
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reían sino el ventero, que se daba a Satanás. Pero, en fin, tanto hicieron
|
|
el barbero, Cardenio y el cura que, con no poco trabajo, dieron con don
|
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Quijote en la cama, el cual se quedó dormido, con muestras de grandísimo
|
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cansancio. Dejáronle dormir, y saliéronse al portal de la venta a consolar
|
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a Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del gigante; aunque más
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tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado por la
|
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repentina muerte de sus cueros. Y la ventera decía en voz y en grito:
|
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-En mal punto y en hora menguada entró en mi casa este caballero andante,
|
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que nunca mis ojos le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La vez pasada
|
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se fue con el costo de una noche, de cena, cama, paja y cebada, para él y
|
|
para su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo que era caballero
|
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aventurero (que mala ventura le dé Dios a él y a cuantos aventureros hay en
|
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el mundo) y que por esto no estaba obligado a pagar nada, que así estaba
|
|
escrito en los aranceles de la caballería andantesca. Y ahora, por su
|
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respeto, vino estotro señor y me llevó mi cola, y hámela vuelto con más de
|
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dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para lo que la
|
|
quiere mi marido. Y, por fin y remate de todo, romperme mis cueros y
|
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derramarme mi vino; que derramada le vea yo su sangre. ¡Pues no se piense;
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|
que, por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre, si no me lo han
|
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de pagar un cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo ni sería
|
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hija de quien soy!
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Estas y otras razones tales decía la ventera con grande enojo, y ayudábala
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|
su buena criada Maritornes. La hija callaba, y de cuando en cuando se
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sonreía. El cura lo sosegó todo, prometiendo de satisfacerles su pérdida lo
|
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mejor que pudiese, así de los cueros como del vino, y principalmente del
|
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menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta hacían. Dorotea consoló a
|
|
Sancho Panza diciéndole que cada y cuando que pareciese haber sido verdad
|
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que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía, en viéndose
|
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pacífica en su reino, de darle el mejor condado que en él hubiese.
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Consolóse con esto Sancho, y aseguró a la princesa que tuviese por cierto
|
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que él había visto la cabeza del gigante, y que, por más señas, tenía una
|
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barba que le llegaba a la cintura; y que si no parecía, era porque todo
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cuanto en aquella casa pasaba era por vía de encantamento, como él lo había
|
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probado otra vez que había posado en ella. Dorotea dijo que así lo creía, y
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que no tuviese pena, que todo se haría bien y sucedería a pedir de boca.
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Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la novela, porque vio que
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faltaba poco. Cardenio, Dorotea y todos los demás le rogaron la acabase.
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Él, que a todos quiso dar gusto, y por el que él tenía de leerla, prosiguió
|
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el cuento, que así decía:
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«Sucedió, pues, que, por la satisfación que Anselmo tenía de la bondad de
|
|
Camila, vivía una vida contenta y descuidada, y Camila, de industria, hacía
|
|
mal rostro a Lotario, porque Anselmo entendiese al revés de la voluntad que
|
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le tenía; y, para más confirmación de su hecho, pidió licencia Lotario para
|
|
no venir a su casa, pues claramente se mostraba la pesadumbre que con su
|
|
vista Camila recebía; mas el engañado Anselmo le dijo que en ninguna manera
|
|
tal hiciese. Y, desta manera, por mil maneras era Anselmo el fabricador de
|
|
su deshonra, creyendo que lo era de su gusto.
|
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|
|
»En esto, el que tenía Leonela de verse cualificada, no de con sus amores,
|
|
llegó a tanto que, sin mirar a otra cosa, se iba tras él a suelta rienda,
|
|
fiada en que su señora la encubría, y aun la advertía del modo que con poco
|
|
recelo pudiese ponerle en ejecución. En fin, una noche sintió Anselmo pasos
|
|
en el aposento de Leonela, y, queriendo entrar a ver quién los daba, sintió
|
|
que le detenían la puerta, cosa que le puso más voluntad de abrirla; y
|
|
tanta fuerza hizo, que la abrió, y entró dentro a tiempo que vio que un
|
|
hombre saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo con presteza a
|
|
alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela
|
|
se abrazó con él, diciéndole:
|
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|
»-Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al que de aquí saltó;
|
|
es cosa mía, y tanto, que es mi esposo.
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|
|
»No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de enojo, sacó la daga y quiso
|
|
herir a Leonela, diciéndole que le dijese la verdad, si no, que la mataría.
|
|
Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía, le dijo:
|
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|
»-No me mates, señor, que yo te diré cosas de más importancia de las que
|
|
puedes imaginar.
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»-Dilas luego -dijo Anselmo-; si no, muerta eres.
|
|
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|
»-Por ahora será imposible -dijo Leonela-, según estoy de turbada; déjame
|
|
hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo que te ha de admirar; y está
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|
seguro que el que saltó por esta ventana es un mancebo desta ciudad, que me
|
|
ha dado la mano de ser mi esposo.
|
|
|
|
»Sosegóse con esto Anselmo y quiso aguardar el término que se le pedía,
|
|
porque no pensaba oír cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad
|
|
tan satisfecho y seguro; y así, se salió del aposento y dejó encerrada en
|
|
él a Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta que le dijese lo que
|
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tenía que decirle.
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|
»Fue luego a ver a Camila y a decirle, como le dijo, todo aquello que con
|
|
su doncella le había pasado, y la palabra que le había dado de decirle
|
|
grandes cosas y de importancia. Si se turbó Camila o no, no hay para qué
|
|
decirlo, porque fue tanto el temor que cobró, creyendo verdaderamente -y
|
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era de creer- que Leonela había de decir a Anselmo todo lo que sabía de su
|
|
poca fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa o no. Y
|
|
aquella mesma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó las
|
|
mejores joyas que tenía y algunos dineros, y, sin ser de nadie sentida,
|
|
salió de casa y se fue a la de Lotario, a quien contó lo que pasaba, y le
|
|
pidió que la pusiese en cobro, o que se ausentasen los dos donde de Anselmo
|
|
pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso a Lotario fue tal,
|
|
que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resolverse en lo que
|
|
haría.
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|
|
|
»En fin, acordó de llevar a Camila a un monesterio, en quien era priora una
|
|
su hermana. Consintió Camila en ello, y, con la presteza que el caso pedía,
|
|
la llevó Lotario y la dejó en el monesterio, y él, ansimesmo, se ausentó
|
|
luego de la ciudad, sin dar parte a nadie de su ausencia.
|
|
|
|
»Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba de su lado,
|
|
con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se levantó y
|
|
fue adonde la había dejado encerrada. Abrió y entró en el aposento, pero no
|
|
halló en él a Leonela: sólo halló puestas unas sábanas añudadas a la
|
|
ventana, indicio y señal que por allí se había descolgado e ido. Volvió
|
|
luego muy triste a decírselo a Camila, y, no hallándola en la cama ni en
|
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toda la casa, quedó asombrado.Preguntó a los criados de casa por ella, pero
|
|
nadie le supo dar razón de lo que pedía.
|
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|
|
»Acertó acaso, andando a buscar a Camila, que vio sus cofres abiertos y que
|
|
dellos faltaban las más de sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta
|
|
de su desgracia, y en que no era Leonela la causa de su desventura. Y, ansí
|
|
como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta
|
|
de su desdicha a su amigo Lotario. Mas, cuando no le halló, y sus criados
|
|
le dijeron que aquella noche había faltado de casa y había llevado consigo
|
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todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y, para acabar de
|
|
concluir con todo, volviéndose a su casa, no halló en ella ninguno de
|
|
cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola.
|
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|
»No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a poco se le iba
|
|
volviendo el juicio. Contemplábase y mirábase en un instante sin mujer, sin
|
|
amigo y sin criados; desamparado, a su parecer, del cielo que le cubría, y
|
|
sobre todo sin honra, porque en la falta de Camila vio su perdición.
|
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|
»Resolvióse, en fin, a cabo de una gran pieza, de irse a la aldea de su
|
|
amigo, donde había estado cuando dio lugar a que se maquinase toda aquella
|
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desventura. Cerró las puertas de su casa, subió a caballo, y con desmayado
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aliento se puso en camino; y, apenas hubo andado la mitad, cuando, acosado
|
|
de sus pensamientos, le fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un
|
|
árbol, a cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos y dolorosos suspiros, y
|
|
allí se estuvo hasta casi que anochecía; y aquella hora vio que venía un
|
|
hombre a caballo de la ciudad, y, después de haberle saludado, le preguntó
|
|
qué nuevas había en Florencia. El ciudadano respondió:
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»-Las más estrañas que muchos días ha se han oído en ella; porque se dice
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|
públicamente que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía
|
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a San Juan, se llevó esta noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco
|
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parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el
|
|
gobernador descolgándose con una sábana por las ventanas de la casa de
|
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Anselmo. En efeto, no sé puntualmente cómo pasó el negocio; sólo sé que
|
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toda la ciudad está admirada deste suceso, porque no se podía esperar tal
|
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hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta,
|
|
que los llamaban los dos amigos.
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»-¿Sábese, por ventura -dijo Anselmo-, el camino que llevan Lotario y
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|
Camila?
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»-Ni por pienso -dijo el ciudadano-, puesto que el gobernador ha usado de
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mucha diligencia en buscarlos
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»-A Dios vais, señor -dijo Anselmo.
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»-Con Él quedéis -respondió el ciudadano, y fuese.
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»Con tan desdichadas nuevas, casi casi llegó a términos Anselmo, no sólo de
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perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse como pudo y llegó a
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casa de su amigo, que aún no sabía su desgracia; mas, como le vio llegar
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amarillo, consumido y seco, entendió que de algún grave mal venía fatigado.
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Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que le diesen aderezo de escribir.
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Hízose así, y dejáronle acostado y solo, porque él así lo quiso, y aun que
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le cerrasen la puerta. Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar tanto la
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imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba acabando
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la vida; y así, ordenó de dejar noticia de la causa de su estraña muerte;
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y, comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que quería, le
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faltó el aliento y dejó la vida en las manos del dolor que le causó su
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curiosidad impertinente.
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»Viendo el señor de casa que era ya tarde y que Anselmo no llamaba, acordó
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de entrar a saber si pasaba adelante su indisposición, y hallóle tendido
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boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el bufete,
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sobre el cual estaba con el papel escrito y abierto, y él tenía aún la
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pluma en la mano. Llegóse el huésped a él, habiéndole llamado primero; y,
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trabándole por la mano, viendo que no le respondía y hallándole frío, vio
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que estaba muerto. Admiróse y congojóse en gran manera, y llamó a la gente
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de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida; y, finalmente,
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leyó el papel, que conoció que de su mesma mano estaba escrito, el cual
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contenía estas razones:
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Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte
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llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba
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ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella
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los hiciese; y, pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para
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qué...
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»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto,
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sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro día dio aviso su amigo
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a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia,
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y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar a su
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esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por
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las que supo del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso
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salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión de monja, hasta que, no de
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allí a muchos días, le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una
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batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo
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Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el
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tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó
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en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías.
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Éste fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio.»
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-Bien -dijo el cura- me parece esta novela, pero no me puedo persuadir que
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esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede
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imaginar que haya marido tan necio que quiera hacer tan costosa experiencia
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como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase
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llevar, pero entre marido y mujer, algo tiene del imposible; y, en lo que
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toca al modo de contarle, no me descontenta.
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Capítulo XXXVI. Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote
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tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta
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le sucedieron
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Estando en esto, el ventero, que estaba a la puerta de la venta, dijo:
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-Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes: si ellos paran aquí,
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gaudeamus tenemos.
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-¿Qué gente es? -dijo Cardenio.
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-Cuatro hombres -respondió el ventero- vienen a caballo, a la jineta, con
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lanzas y adargas, y todos con antifaces negros; y junto con ellos viene una
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mujer vestida de blanco, en un sillón, ansimesmo cubierto el rostro, y
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otros dos mozos de a pie.
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-¿Vienen muy cerca? -preguntó el cura.
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-Tan cerca -respondió el ventero-, que ya llegan.
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Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cardenio se entró en el
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aposento de don Quijote; y casi no habían tenido lugar para esto, cuando
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entraron en la venta todos los que el ventero había dicho; y, apeándose los
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cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y disposición eran, fueron a
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apear a la mujer que en el sillón venía; y, tomándola uno dellos en sus
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brazos, la sentó en una silla que estaba a la entrada del aposento donde
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Cardenio se había escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se
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habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo que, al
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sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro y dejó caer los
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brazos, como persona enferma y desmayada. Los mozos de a pie llevaron los
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caballos a la caballeriza.
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Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente era aquella que con tal
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traje y tal silencio estaba, se fue donde estaban los mozos, y a uno dellos
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le preguntó lo que ya deseaba; el cual le respondió:
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-Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea ésta; sólo sé que
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muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegó a tomar en sus
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brazos a aquella señora que habéis visto; y esto dígolo porque todos los
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demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa más de la que él ordena y
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manda.
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-Y la señora, ¿quién es? -preguntó el cura.
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-Tampoco sabré decir eso -respondió el mozo-, porque en todo el camino no
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la he visto el rostro; suspirar sí la he oído muchas veces, y dar unos
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gemidos que parece que con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no es de
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maravillar que no sepamos más de lo que habemos dicho, porque mi compañero
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y yo no ha más de dos días que los acompañamos; porque, habiéndolos
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encontrado en el camino, nos rogaron y persuadieron que viniésemos con
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ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy bien.
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-¿Y habéis oído nombrar a alguno dellos? -preguntó el cura.
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-No, por cierto -respondió el mozo-, porque todos caminan con tanto
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silencio que es maravilla, porque no se oye entre ellos otra cosa que los
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suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueven a lástima; y sin
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duda tenemos creído que ella va forzada dondequiera que va, y, según se
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puede colegir por su hábito, ella es monja, o va a serlo, que es lo más
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cierto, y quizá porque no le debe de nacer de voluntad el monjío, va
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triste, como parece.
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-Todo podría ser -dijo el cura.
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Y, dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea, la cual, como había oído
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suspirar a la embozada, movida de natural compasión, se llegó a ella y le
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dijo:
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-¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres
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suelen tener uso y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una
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buena voluntad de serviros.
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A todo esto callaba la lastimada señora; y, aunque Dorotea tornó con
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mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó el
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caballero embozado que dijo el mozo que los demás obedecían, y dijo a
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Dorotea:
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-No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por
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costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procuréis que os
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responda, si no queréis oír alguna mentira de su boca.
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-Jamás la dije -dijo a esta sazón la que hasta allí había estado callando-;
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|
antes, por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas, me veo ahora en
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tanta desventura; y desto vos mesmo quiero que seáis el testigo, pues mi
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|
pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.
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Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba
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tan junto de quien las decía que sola la puerta del aposento de don Quijote
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estaba en medio; y, así como las oyó, dando una gran voz dijo:
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-¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué voz es esta que ha llegado a
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mis oídos?
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Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora, toda sobresaltada, y, no
|
|
viendo quién las daba, se levantó en pie y fuese a entrar en el aposento;
|
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lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A
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ella, con la turbación y desasosiego, se le cayó el tafetán con que traía
|
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cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro
|
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milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba
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rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahínco,
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|
que parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin saber por qué las
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hacía, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teníala el
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caballero fuertemente asida por las espaldas, y, por estar tan ocupado en
|
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tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo, que se le caía, como, en
|
|
efeto, se le cayó del todo; y, alzando los ojos Dorotea, que abrazada con
|
|
la señora estaba, vio que el que abrazada ansimesmo la tenía era su esposo
|
|
don Fernando; y, apenas le hubo conocido, cuando, arrojando de lo íntimo de
|
|
sus entrañas un luengo y tristísimo ''¡ay!'', se dejó caer de espaldas
|
|
desmayada; y, a no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los
|
|
brazos, ella diera consigo en el suelo.
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|
Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro,
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y así como la descubrió la conoció don Fernando, que era el que estaba
|
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abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase,
|
|
con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de
|
|
sus brazos; la cual había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había
|
|
conocido a ella. Oyó asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando se
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cayó desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, salió del aposento
|
|
despavorido, y lo primero que vio fue a don Fernando, que tenía abrazada a
|
|
Luscinda. También don Fernando conoció luego a Cardenio; y todos tres,
|
|
Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo
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|
que les había acontecido.
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Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea a don Fernando, don Fernando a
|
|
Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Mas quien primero
|
|
rompió el silencio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera:
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-Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis a ser quien sois, ya que
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|
por otro respeto no lo hagáis; dejadme llegar al muro de quien yo soy
|
|
yedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras
|
|
importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas.
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|
Notad cómo el cielo, por desusados y a nosotros encubiertos caminos, me ha
|
|
puesto a mi verdadero esposo delante. Y bien sabéis por mil costosas
|
|
experiencias que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria.
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|
Sean, pues, parte tan claros desengaños para que volváis, ya que no podáis
|
|
hacer otra cosa, el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con
|
|
él la vida; que, como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por
|
|
bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le
|
|
mantuve hasta el último trance de la vida.
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|
Había en este entretanto vuelto Dorotea en sí, y había estado escuchando
|
|
todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de
|
|
quién ella era; que, viendo que don Fernando aún no la dejaba de los
|
|
brazos, ni respondía a sus razones, esforzándose lo más que pudo, se
|
|
levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies; y, derramando mucha
|
|
cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, así le comenzó a decir:
|
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|
-Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol que en tus brazos
|
|
eclipsado tienes te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de
|
|
ver que la que a tus pies está arrodillada es la sin ventura, hasta que tú
|
|
quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a quien
|
|
tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder
|
|
llamarse tuya. Soy la que, encerrada en los límites de la honestidad, vivió
|
|
vida contenta hasta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer,
|
|
justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó
|
|
las llaves de su libertad: dádiva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra
|
|
bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte
|
|
yo a ti de la manera que te veo. Pero, con todo esto, no querría que cayese
|
|
en tu imaginación pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra,
|
|
habiéndome traído sólo los del dolor y sentimiento de verme de ti olvidada.
|
|
Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera que, aunque ahora
|
|
quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mío. Mira, señor
|
|
mío, que puede ser recompensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas
|
|
la incomparable voluntad que te tengo. Tú no puedes ser de la hermosa
|
|
Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y
|
|
más fácil te será, si en ello miras, reducir tu voluntad a querer a quien
|
|
te adora, que no encaminar la que te aborrece a que bien te quiera. Tú
|
|
solicitaste mi descuido, tú rogaste a mi entereza, tú no ignoraste mi
|
|
calidad, tú sabes bien de la manera que me entregué a toda tu voluntad: no
|
|
te queda lugar ni acogida de llamarte a engaño. Y si esto es así, como lo
|
|
es, y tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué por tantos rodeos
|
|
dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me heciste en los
|
|
principios? Y si no me quieres por la que soy, que soy tu verdadera y
|
|
legítima esposa, quiéreme, a lo menos, y admíteme por tu esclava; que, como
|
|
yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No permitas,
|
|
con dejarme y desampararme, que se hagan y junten corrillos en mi deshonra;
|
|
no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales servicios
|
|
que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre han hecho. Y si te parece
|
|
que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que
|
|
pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este
|
|
camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en
|
|
las ilustres decendencias; cuanto más, que la verdadera nobleza consiste en
|
|
la virtud, y si ésta a ti te falta, negándome lo que tan justamente me
|
|
debes, yo quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes. En fin,
|
|
señor, lo que últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu
|
|
esposa: testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si
|
|
ya es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo será la
|
|
firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de
|
|
lo que me prometías. Y, cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha
|
|
de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por
|
|
esta verdad que te he dicho y turbando tus mejores gustos y contentos.
|
|
|
|
Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y
|
|
lágrimas, que los mismos que acompañaban a don Fernando, y cuantos
|
|
presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla don Fernando sin
|
|
replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas y principio a tantos
|
|
sollozos y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con
|
|
muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no
|
|
menos lastimada de su sentimiento que admirada de su mucha discreción y
|
|
hermosura; y, aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de
|
|
consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que apretada la tenían.
|
|
El cual, lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen espacio que
|
|
atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió los brazos y, dejando libre a
|
|
Luscinda, dijo:
|
|
|
|
-Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para
|
|
negar tantas verdades juntas.
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|
Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Fernando,
|
|
iba a caer en el suelo; mas, hallándose Cardenio allí junto, que a las
|
|
espaldas de don Fernando se había puesto porque no le conociese,
|
|
prosupuesto todo temor y aventurando a todo riesgo, acudió a sostener a
|
|
Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos, le dijo:
|
|
|
|
-Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algún descanso, leal,
|
|
firme y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás más
|
|
seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te
|
|
recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.
|
|
|
|
A estas razones, puso Luscinda en Cardenio los ojos, y, habiendo comenzado
|
|
a conocerle, primero por la voz, y asegurándose que él era con la vista,
|
|
casi fuera de sentido y sin tener cuenta a ningún honesto respeto, le echó
|
|
los brazos al cuello, y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo:
|
|
|
|
-Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta vuestra captiva, aunque
|
|
más lo impida la contraria suerte, y, aunque más amenazas le hagan a esta
|
|
vida que en la vuestra se sustenta.
|
|
|
|
Estraño espectáculo fue éste para don Fernando y para todos los
|
|
circunstantes, admirándose de tan no visto suceso. Parecióle a Dorotea que
|
|
don Fernando había perdido la color del rostro y que hacía ademán de querer
|
|
vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano a ponella en la
|
|
espada; y, así como lo pensó, con no vista presteza se abrazó con él por
|
|
las rodillas, besándoselas y teniéndole apretado, que no le dejaba mover,
|
|
y, sin cesar un punto de sus lágrimas, le decía:
|
|
|
|
-¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en este tan impensado
|
|
trance? Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea está
|
|
en los brazos de su marido. Mira si te estará bien o te será posible
|
|
deshacer lo que el cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar a
|
|
igualar a ti mismo a la que, pospuesto todo inconveniente, confirmada en su
|
|
verdad y firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos, bañados de licor
|
|
amoroso el rostro y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es te
|
|
ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño no
|
|
sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con
|
|
quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan, sin
|
|
impedimiento tuyo, todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele; y en
|
|
esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo
|
|
que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.
|
|
|
|
En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cardenio tenía abrazada a Luscinda,
|
|
no quitaba los ojos de don Fernando, con determinación de que, si le viese
|
|
hacer algún movimiento en su perjuicio, procurar defenderse y ofender como
|
|
mejor pudiese a todos aquellos que en su daño se mostrasen, aunque le
|
|
costase la vida. Pero a esta sazón acudieron los amigos de don Fernando, y
|
|
el cura y el barbero, que a todo habían estado presentes, sin que faltase
|
|
el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernando, suplicándole
|
|
tuviese por bien de mirar las lágrimas de Dorotea; y que, siendo verdad,
|
|
como sin duda ellos creían que lo era, lo que en sus razones había dicho,
|
|
que no permitiese quedase defraudada de sus tan justas esperanzas. Que
|
|
considerase que, no acaso, como parecía, sino con particular providencia
|
|
del cielo, se habían todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba; y
|
|
que advirtiese -dijo el cura- que sola la muerte podía apartar a Luscinda
|
|
de Cardenio; y, aunque los dividiesen filos de alguna espada, ellos
|
|
tendrían por felicísima su muerte; y que en los lazos inremediables era
|
|
suma cordura, forzándose y venciéndose a sí mismo, mostrar un generoso
|
|
pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el
|
|
cielo ya les había concedido; que pusiese los ojos ansimesmo en la beldad
|
|
de Dorotea, y vería que pocas o ninguna se le podían igualar, cuanto más
|
|
hacerle ventaja, y que juntase a su hermosura su humildad y el estremo del
|
|
amor que le tenía; y, sobre todo, advirtiese que si se preciaba de
|
|
caballero y de cristiano, que no podía hacer otra cosa que cumplille la
|
|
palabra dada, y que, cumpliéndosela, cumpliría con Dios y satisfaría a las
|
|
gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerrogativa de la
|
|
hermosura, aunque esté en sujeto humilde, como se acompañe con la
|
|
honestidad, poder levantarse e igualarse a cualquiera alteza, sin nota de
|
|
menoscabo del que la levanta e iguala a sí mismo; y, cuando se cumplen las
|
|
fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser
|
|
culpado el que las sigue.
|
|
|
|
En efeto, a estas razones añadieron todos otras, tales y tantas, que el
|
|
valeroso pecho de don Fernando (en fin, como alimentado con ilustre sangre)
|
|
se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque
|
|
quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer
|
|
que se le había propuesto fue abajarse y abrazar a Dorotea, diciéndole:
|
|
|
|
-Levantaos, señora mía, que no es justo que esté arrodillada a mis pies la
|
|
que yo tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado muestras de lo que
|
|
digo, quizá ha sido por orden del cielo, para que, viendo yo en vos la fe
|
|
con que me amáis, os sepa estimar en lo que merecéis. Lo que os ruego es
|
|
que no me reprehendáis mi mal término y mi mucho descuido, pues la misma
|
|
ocasión y fuerza que me movió para acetaros por mía, esa misma me impelió
|
|
para procurar no ser vuestro. Y que esto sea verdad, volved y mirad los
|
|
ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis
|
|
yerros; y, pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos
|
|
lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices años con su
|
|
Cardenio, que yo rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea.
|
|
|
|
Y, diciendo esto, la tornó a abrazar y a juntar su rostro con el suyo, con
|
|
tan tierno sentimiento, que le fue necesario tener gran cuenta con que las
|
|
lágrimas no acabasen de dar indubitables señas de su amor y
|
|
arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las
|
|
de casi todos los que allí presentes estaban, porque comenzaron a derramar
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tantas, los unos de contento proprio y los otros del ajeno, que no parecía
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sino que algún grave y mal caso a todos había sucedido. Hasta Sancho Panza
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lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no
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era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes
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esperaba. Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración en todos,
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y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas ante don
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Fernando, dándole gracias de la merced que les había hecho con tan corteses
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razones, que don Fernando no sabía qué responderles; y así, los levantó y
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abrazó con muestras de mucho amor y de mucha cortesía.
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Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había venido a aquel lugar tan
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lejos del suyo. Ella, con breves y discretas razones, contó todo lo que
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antes había contado a Cardenio, de lo cual gustó tanto don Fernando y los
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que con él venían, que quisieran que durara el cuento más tiempo: tanta era
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la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y, así como hubo
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acabado, dijo don Fernando lo que en la ciudad le había acontecido después
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que halló el papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de
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Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de
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sus padres no fuera impedido; y que así, se salió de su casa, despechado y
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corrido, con determinación de vengarse con más comodidad; y que otro día
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supo como Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie
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supiese decir dónde se había ido, y que, en resolución, al cabo de algunos
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meses vino a saber como estaba en un monesterio, con voluntad de quedarse
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en él toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio; y que, así como lo
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supo, escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar
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donde estaba, a la cual no había querido hablar, temeroso que, en sabiendo
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que él estaba allí, había de haber más guarda en el monesterio; y así,
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aguardando un día a que la portería estuviese abierta, dejó a los dos a la
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guarda de la puerta, y él, con otro, habían entrado en el monesterio
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buscando a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una
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monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa, se habían venido con
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ella a un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para
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traella. Todo lo cual habían podido hacer bien a su salvo, por estar el
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monesterio en el campo, buen trecho fuera del pueblo. Dijo que, así como
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Luscinda se vio en su poder, perdió todos los sentidos; y que, después de
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vuelta en sí, no había hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar
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palabra alguna; y que así, acompañados de silencio y de lágrimas, habían
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llegado a aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se
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rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra.
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Capítulo XXXVII. Que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona,
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con otras graciosas aventuras
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Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ánima, viendo que se
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le desparecían e iban en humo las esperanzas de su ditado, y que la linda
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princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don
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Fernando, y su amo se estaba durmiendo a sueño suelto, bien descuidado de
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todo lo sucedido. No se podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que
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poseía. Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría
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por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced
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recebida y haberle sacado de aquel intricado laberinto, donde se hallaba
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tan a pique de perder el crédito y el alma; y, finalmente, cuantos en la
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venta estaban, estaban contentos y gozosos del buen suceso que habían
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tenido tan trabados y desesperados negocios.
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Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el
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parabién del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la
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ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle
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todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen
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venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado
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y el triste; y así, con malencónico semblante, entró a su amo, el cual
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acababa de despertar, a quien dijo:
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-Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que
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quisiere, sin cuidado de matar a ningún gigante, ni de volver a la princesa
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su reino: que ya todo está hecho y concluido.
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-Eso creo yo bien -respondió don Quijote-, porque he tenido con el gigante
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la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días
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de mi vida; y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue
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tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si
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fueran de agua.
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-Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor
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-respondió Sancho-, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo
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sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas
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de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es la puta
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que me parió, y llévelo todo Satanás.
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-Y ¿qué es lo que dices, loco? -replicó don Quijote-. ¿Estás en tu seso?
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-Levántese vuestra merced -dijo Sancho-, y verá el buen recado que ha
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hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá a la reina convertida en una dama
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particular, llamada Dorotea, con otros sucesos que, si cae en ellos, le han
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de admirar.
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-No me maravillaría de nada deso -replicó don Quijote-, porque, si bien te
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acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí
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sucedía eran cosas de encantamento, y no sería mucho que ahora fuese lo
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mesmo.
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-Todo lo creyera yo -respondió Sancho-, si también mi manteamiento fuera
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cosa dese jaez, mas no lo fue, sino real y verdaderamente; y vi yo que el
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ventero que aquí está hoy día tenía del un cabo de la manta, y me empujaba
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hacia el cielo con mucho donaire y brío, y con tanta risa como fuerza; y
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donde interviene conocerse las personas, tengo para mí, aunque simple y
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pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala
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ventura.
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-Ahora bien, Dios lo remediará -dijo don Quijote-. Dame de vestir y déjame
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salir allá fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
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Diole de vestir Sancho, y, en el entretanto que se vestía, contó el cura a
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don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y del artificio que
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habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por
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desdenes de su señora. Contóles asimismo casi todas las aventuras que
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Sancho había contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles
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lo que a todos parecía: ser el más estraño género de locura que podía caber
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en pensamiento desparatado. Dijo más el cura: que, pues ya el buen suceso
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de la señora Dorotea impidía pasar con su disignio adelante, que era
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menester inventar y hallar otro para poderle llevar a su tierra. Ofrecióse
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Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría y representaría la
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persona de Dorotea.
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-No -dijo don Fernando-, no ha de ser así: que yo quiero que Dorotea
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prosiga su invención; que, como no sea muy lejos de aquí el lugar deste
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buen caballero, yo holgaré de que se procure su remedio.
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-No está más de dos jornadas de aquí.
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-Pues, aunque estuviera más, gustara yo de caminallas, a trueco de hacer
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tan buena obra.
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Salió, en esto, don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo,
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aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y
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arrimado a su tronco o lanzón. Suspendió a don Fernando y a los demás la
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estraña presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de
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andadura, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su mesurado
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continente, y estuvieron callando hasta ver lo que él decía, el cual, con
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mucha gravedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
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-Estoy informado, hermosa señora, deste mi escudero que la vuestra grandeza
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se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran
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señora que solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella. Si
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esto ha sido por orden del rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo
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no os diese la necesaria y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la
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misa la media, y que fue poco versado en las historias caballerescas,
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porque si él las hubiera leído y pasado tan atentamente y con tanto espacio
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como yo las pasé y leí, hallara a cada paso cómo otros caballeros de menor
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fama que la mía habían acabado cosas más dificultosas, no siéndolo mucho
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matar a un gigantillo, por arrogante que sea; porque no ha muchas horas que
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yo me vi con él, y... quiero callar, porque no me digan que miento; pero el
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tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos.
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-Vístesos vos con dos cueros, que no con un gigante -dijo a esta sazón el
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ventero.
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Al cual mandó don Fernando que callase y no interrumpiese la plática de don
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Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo:
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-Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho
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|
vuestro padre ha hecho este metamorfóseos en vuestra persona, que no le
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deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra por quien no
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|
se abra camino mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de vuestro
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|
enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza en
|
|
breves días.
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No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese, la
|
|
cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese
|
|
adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucho
|
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donaire y gravedad, le respondió:
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-Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me
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había mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que
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|
ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos
|
|
acaecimientos de buena ventura, que me la han dado la mejor que yo pudiera
|
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desearme, pero no por eso he dejado de ser la que antes y de tener los
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mesmos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invenerable
|
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brazo que siempre he tenido. Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la
|
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honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente,
|
|
pues con su ciencia halló camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi
|
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desgracia; que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a
|
|
tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos
|
|
testigos della los más destos señores que están presentes. Lo que resta es
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que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca
|
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jornada, y en lo demás del buen suceso que espero, lo dejaré a Dios y al
|
|
valor de vuestro pecho.
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Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo don Quijote, se volvió a
|
|
Sancho, y, con muestras de mucho enojo, le dijo:
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-Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España.
|
|
Dime, ladrón vagamundo, ¿no me acabaste de decir ahora que esta princesa se
|
|
había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que
|
|
entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros
|
|
disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en
|
|
todos los días de mi vida? ¡Voto... -y miró al cielo y apretó los dientes-
|
|
que estoy por hacer un estrago en ti, que ponga sal en la mollera a todos
|
|
cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquí
|
|
adelante, en el mundo!
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|
-Vuestra merced se sosiegue, señor mío -respondió Sancho-, que bien podría
|
|
ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora
|
|
princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo
|
|
menos, a la horadación de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no
|
|
me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la cabecera
|
|
del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el
|
|
aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá
|
|
cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo. De lo
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|
demás, de que la señora reina se esté como se estaba, me regocijo en el
|
|
alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.
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-Ahora yo te digo, Sancho -dijo don Quijote-, que eres un mentecato; y
|
|
perdóname, y basta.
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-Basta -dijo don Fernando-, y no se hable más en esto; y, pues la señora
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princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y
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|
esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día,
|
|
donde todos acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser
|
|
testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el
|
|
discurso desta grande empresa que a su cargo lleva.
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-Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros -respondió don Quijote-, y
|
|
agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opinión que de mí se
|
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tiene, la cual procuraré que salga verdadera, o me costará la vida, y aun
|
|
más, si más costarme puede.
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|
Muchas palabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaron entre don
|
|
Quijote y don Fernando; pero a todo puso silencio un pasajero que en
|
|
aquella sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano
|
|
recién venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de
|
|
paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones
|
|
eran asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos
|
|
borceguíes datilados y un alfanje morisco, puesto en un tahelí que le
|
|
atravesaba el pecho. Entró luego tras él, encima de un jumento, una mujer a
|
|
la morisca vestida, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un
|
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bonetillo de brocado, y vestida una almalafa, que desde los hombros a los
|
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pies la cubría. Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco
|
|
más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba
|
|
muy bien puesta. En resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera
|
|
bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.
|
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Pidió, en entrando, un aposento, y, como le dijeron que en la venta no le
|
|
había, mostró recebir pesadumbre; y, llegándose a la que en el traje
|
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parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija
|
|
y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a
|
|
la mora, y Dorotea, que siempre fue agraciada, comedida y discreta,
|
|
pareciéndole que así ella como el que la traía se congojaban por la falta
|
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del aposento, le dijo:
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-No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad de regalo que aquí falta,
|
|
pues es proprio de ventas no hallarse en ellas; pero, con todo esto, si
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gustáredes de pasar con nosotras -señalando a Luscinda-, quizá en el
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|
discurso de este camino habréis hallado otros no tan buenos acogimientos.
|
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No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de
|
|
donde sentado se había, y, puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho,
|
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inclinada la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su
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silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía
|
|
hablar cristiano. Llegó, en esto, el cautivo, que entendiendo en otra cosa
|
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hasta entonces había estado, y, viendo que todas tenían cercada a la que
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|
con él venía, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo:
|
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-Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra
|
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ninguna sino conforme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido,
|
|
ni responde, a lo que se le ha preguntado.
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-No se le pregunta otra cosa ninguna -respondió Luscinda- sino ofrecelle
|
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por esta noche nuestra compañía y parte del lugar donde nos acomodáremos,
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donde se le hará el regalo que la comodidad ofreciere, con la voluntad que
|
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obliga a servir a todos los estranjeros que dello tuvieren necesidad,
|
|
especialmente siendo mujer a quien se sirve.
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-Por ella y por mí -respondió el captivo- os beso, señora mía, las manos, y
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estimo mucho y en lo que es razón la merced ofrecida; que en tal ocasión, y
|
|
de tales personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de ver que ha
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de ser muy grande.
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-Decidme, señor -dijo Dorotea-: ¿esta señora es cristiana o mora? Porque el
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|
traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.
|
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-Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy grande
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|
cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.
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-Luego, ¿no es baptizada? -replicó Luscinda.
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-No ha habido lugar para ello -respondió el captivo- después que salió de
|
|
Argel, su patria y tierra, y hasta agora no se ha visto en peligro de
|
|
muerte tan cercana que obligase a baptizalla sin que supiese primero todas
|
|
las ceremonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios será
|
|
servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona
|
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merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.
|
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|
Con estas razones puso gana en todos los que escuchándole estaban de
|
|
saber quién fuese la mora y el captivo, pero nadie se lo quiso preguntar
|
|
por entonces, por ver que aquella sazón era más para procurarles descanso
|
|
que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por la mano y la llevó a
|
|
sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al
|
|
cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría.
|
|
Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo
|
|
hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso que Dorotea
|
|
la tuvo por más hermosa que a Luscinda, y Luscinda por más hermosa que a
|
|
Dorotea, y todos los circustantes conocieron que si alguno se podría
|
|
igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le
|
|
aventajaron en alguna cosa. Y, como la hermosura tenga prerrogativa y
|
|
gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, luego se
|
|
rindieron todos al deseo de servir y acariciar a la hermosa mora.
|
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Preguntó don Fernando al captivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió
|
|
que lela Zoraida; y, así como esto oyó, ella entendió lo que le habían
|
|
preguntado al cristiano, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y
|
|
donaire:
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|
-¡No, no Zoraida: María, María! -dando a entender que se llamaba María y no
|
|
Zoraida.
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|
Estas palabras, el grande afecto con que la mora las dijo, hicieron
|
|
derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon,
|
|
especialmente a las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y compasivas.
|
|
Abrazóla Luscinda con mucho amor, diciéndole:
|
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|
|
-Sí, sí: María, María.
|
|
|
|
A lo cual respondió la mora:
|
|
|
|
-¡Sí, sí: María; Zoraida macange! -que quiere decir no.
|
|
|
|
Ya en esto llegaba la noche, y, por orden de los que venían con don
|
|
Fernando, había el ventero puesto diligencia y cuidado en aderezarles de
|
|
cenar lo mejor que a él le fue posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse
|
|
todos a una larga mesa, como de tinelo, porque no la había redonda ni
|
|
cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que
|
|
él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la
|
|
señora Micomicona, pues él era su aguardador. Luego se sentaron Luscinda y
|
|
Zoraida, y frontero dellas don Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y
|
|
los demás caballeros, y, al lado de las señoras, el cura y el barbero. Y
|
|
así, cenaron con mucho contento, y acrecentóseles más viendo que, dejando
|
|
de comer don Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le movió
|
|
a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
|
|
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|
-Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas
|
|
cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál
|
|
de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo
|
|
entrara, y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que
|
|
nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta señora que está a
|
|
mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de
|
|
la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que
|
|
dudar, sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos
|
|
que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a
|
|
más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras
|
|
hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no
|
|
saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir, y a lo que
|
|
ellos más se atienen, es que los trabajos del espíritu exceden a los del
|
|
cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su
|
|
ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas
|
|
fuerzas; o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se
|
|
encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos
|
|
mucho entendimiento; o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene
|
|
a su cargo un ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, así con el
|
|
espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas
|
|
corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las
|
|
estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que
|
|
todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte
|
|
alguna el cuerpo. Siendo pues ansí, que las armas requieren espíritu, como
|
|
las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del
|
|
guerrero, trabaja más. Y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a
|
|
que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más
|
|
que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras...,
|
|
y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar
|
|
las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como éste ninguno otro se le
|
|
puede igualar; hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto
|
|
la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer
|
|
que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno
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de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas
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atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien
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que los hombres pueden desear en esta vida. Y así, las primeras buenas
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nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los
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ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires:
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''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los hombres de buena
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voluntad''; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo
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enseñó a sus allegados y favoridos, fue decirles que cuando entrasen en
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alguna casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras muchas veces les
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dijo: ''Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros'', bien como
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joya y prenda dada y dejada de tal mano; joya que sin ella, en la tierra ni
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en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la
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guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta
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verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al
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fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a
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los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.
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De tal manera, y por tan buenos términos, iba prosiguiendo en su plática
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don Quijote que obligó a que, por entonces, ninguno de los que escuchándole
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estaban le tuviese por loco; antes, como todos los más eran caballeros, a
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quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió
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diciendo:
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-Digo, pues, que los trabajos del estudiante son éstos: principalmente
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pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el
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estremo que pueda ser); y, en haber dicho que padece pobreza, me parece que
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no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene
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cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en
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frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es tanta que
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no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las
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sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante éste que entre
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ellos llaman andar a la sopa; y no les falta algún ajeno brasero o
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chimenea, que, si no callenta, a lo menos entibie su frío, y, en fin, la
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noche duermen debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias,
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conviene a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad
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y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la buena
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suerte les depara algún banquete. Por este camino que he pintado, áspero y
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dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a
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caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos
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visto que, habiendo pasado por estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis,
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como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto
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mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura,
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su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera en
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reposar en holandas y damascos: premio justamente merecido de su virtud.
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Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos con los del mílite guerrero,
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se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
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Capítulo XXXVIII. Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de
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las armas y las letras
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Prosiguiendo don Quijote, dijo:
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-Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza y sus partes, veamos si es
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más rico el soldado. Y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma
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pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o
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nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida y
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de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto
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acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se
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suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña rasa,
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con sólo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacío, tengo por
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averiguado que debe de salir frío, contra toda naturaleza. Pues esperad que
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espere que llegue la noche, para restaurarse de todas estas incomodidades,
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en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de
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estrecha; que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y
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revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas.
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Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de recebir el grado de su
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ejercicio; lléguese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la
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cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo, que quizá le habrá
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pasado las sienes, o le dejará estropeado de brazo o pierna. Y, cuando esto
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no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo,
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podrá ser que se quede en la mesma pobreza que antes estaba, y que sea
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menester que suceda uno y otro rencuentro, una y otra batalla, y que de
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todas salga vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros vense raras
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veces. Pero, decidme, señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán menos son
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los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda,
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habéis de responder que no tienen comparación, ni se pueden reducir a
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cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con tres
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letras de guarismo. Todo esto es al revés en los letrados; porque, de
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faldas, que no quiero decir de mangas, todos tienen en qué entretenerse.
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Así que, aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el premio.
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Pero a esto se puede responder que es más fácil premiar a dos mil letrados
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que a treinta mil soldados, porque a aquéllos se premian con darles
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oficios, que por fuerza se han de dar a los de su profesión, y a éstos no
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se pueden premiar sino con la mesma hacienda del señor a quien sirven; y
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esta imposibilidad fortifica más la razón que tengo. Pero dejemos esto
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aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la
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preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está
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por averiguar, según son las razones que cada una de su parte alega. Y,
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entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían
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sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta
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a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A
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esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas,
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porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos,
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se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de
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cosarios; y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos,
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las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos
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al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y
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tiene licencia de usar de sus previlegios y de sus fuerzas. Y es razón
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averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de estimar en más.
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Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias,
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hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago, y otras
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cosas a éstas adherentes, que, en parte, ya las tengo referidas; mas llegar
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uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que a el
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estudiante, en tanto mayor grado que no tiene comparación, porque a cada
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paso está a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de necesidad y pobreza
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puede llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado,
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que, hallándose cercado en alguna fuerza, y estando de posta, o guarda, en
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algún revellín o caballero, siente que los enemigos están minando hacia la
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parte donde él está, y no puede apartarse de allí por ningún caso, ni huir
|
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el peligro que de tan cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer es dar
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noticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna
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contramina, y él estarse quedo, temiendo y esperando cuándo improvisamente
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ha de subir a las nubes sin alas y bajar al profundo sin su voluntad. Y si
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éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventajas el de
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embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales
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enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede
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dos pies de tabla del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante
|
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de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de
|
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artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una
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lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los
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profundos senos de Neptuno; y, con todo esto, con intrépido corazón,
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|
llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta
|
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arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo
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que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar
|
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hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si éste también
|
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cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin
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dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que
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se puede hallar en todos los trances de la guerra. Bien hayan aquellos
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benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos
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endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí
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que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención,
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con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un
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valeroso caballero, y que, sin saber cómo o por dónde, en la mitad del
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coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una
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desmandada bala, disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor
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que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un
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instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos.
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|
Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber
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tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es
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esta en que ahora vivimos; porque, aunque a mí ningún peligro me pone
|
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miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de
|
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quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y
|
|
filos de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el
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cielo lo que fuere servido, que tanto seré más estimado, si salgo con lo
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que pretendo, cuanto a mayores peligros me he puesto que se pusieron los
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caballeros andantes de los pasados siglos.
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Todo este largo preámbulo dijo don Quijote, en tanto que los demás cenaban,
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|
olvidándose de llevar bocado a la boca, puesto que algunas veces le había
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dicho Sancho Panza que cenase, que después habría lugar para decir todo lo
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que quisiese. En los que escuchado le habían sobrevino nueva lástima de ver
|
|
que hombre que, al parecer, tenía buen entendimiento y buen discurso en
|
|
todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente, en
|
|
tratándole de su negra y pizmienta caballería. El cura le dijo que tenía
|
|
mucha razón en todo cuanto había dicho en favor de las armas, y que él,
|
|
aunque letrado y graduado, estaba de su mesmo parecer.
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Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y, en tanto que la ventera, su
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hija y Maritornes aderezaban el camaranchón de don Quijote de la Mancha,
|
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donde habían determinado que aquella noche las mujeres solas en él se
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recogiesen, don Fernando rogó al cautivo les contase el discurso de su
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vida, porque no podría ser sino que fuese peregrino y gustoso, según las
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muestras que había comenzado a dar, viniendo en compañía de Zoraida. A lo
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cual respondió el cautivo que de muy buena gana haría lo que se le mandaba,
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y que sólo temía que el cuento no había de ser tal, que les diese el gusto
|
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que él deseaba; pero que, con todo eso, por no faltar en obedecelle, le
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|
contaría. El cura y todos los demás se lo agradecieron, y de nuevo se lo
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rogaron; y él, viéndose rogar de tantos, dijo que no eran menester ruegos
|
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adonde el mandar tenía tanta fuerza.
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-Y así, estén vuestras mercedes atentos, y oirán un discurso verdadero, a
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quien podría ser que no llegasen los mentirosos que con curioso y pensado
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artificio suelen componerse.
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Con esto que dijo, hizo que todos se acomodasen y le prestasen un grande
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silencio; y él, viendo que ya callaban y esperaban lo que decir quisiese,
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con voz agradable y reposada, comenzó a decir desta manera:
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Capítulo XXXIX. Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos
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-«En un lugar de las Montañas de León tuvo principio mi linaje, con quien
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fue más agradecida y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque, en la
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estrecheza de aquellos pueblos, todavía alcanzaba mi padre fama de rico, y
|
|
verdaderamente lo fuera si así se diera maña a conservar su hacienda como
|
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se la daba en gastalla. Y la condición que tenía de ser liberal y gastador
|
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le procedió de haber sido soldado los años de su joventud, que es escuela
|
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la soldadesca donde el mezquino se hace franco, y el franco, pródigo; y si
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algunos soldados se hallan miserables, son como monstruos, que se ven raras
|
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veces. Pasaba mi padre los términos de la liberalidad, y rayaba en los de
|
|
ser pródigo: cosa que no le es de ningún provecho al hombre casado, y que
|
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tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi
|
|
padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de poder elegir
|
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estado. Viendo, pues, mi padre que, según él decía, no podía irse a la mano
|
|
contra su condición, quiso privarse del instrumento y causa que le hacía
|
|
gastador y dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin la cual el mismo
|
|
Alejandro pareciera estrecho.
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»Y así, llamándonos un día a todos tres a solas en un aposento, nos dijo
|
|
unas razones semejantes a las que ahora diré: ''Hijos, para deciros que os
|
|
quiero bien, basta saber y decir que sois mis hijos; y, para entender que
|
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os quiero mal, basta saber que no me voy a la mano en lo que toca a
|
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conservar vuestra hacienda. Pues, para que entendáis desde aquí adelante
|
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que os quiero como padre, y que no os quiero destruir como padrastro,
|
|
quiero hacer una cosa con vosotros que ha muchos días que la tengo pensada
|
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y con madura consideración dispuesta. Vosotros estáis ya en edad de tomar
|
|
estado, o, a lo menos, de elegir ejercicio, tal que, cuando mayores, os
|
|
honre y aproveche. Y lo que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro
|
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partes: las tres os daré a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin
|
|
exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré yo para vivir y
|
|
sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme de vida. Pero
|
|
querría que, después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca
|
|
de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en
|
|
nuestra España, a mi parecer muy verdadero, como todos lo son, por ser
|
|
sentencias breves sacadas de la luenga y discreta experiencia; y el que yo
|
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digo dice: "Iglesia, o mar, o casa real", como si más claramente dijera:
|
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"Quien quisiere valer y ser rico, siga o la Iglesia, o navegue, ejercitando
|
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el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas"; porque
|
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dicen: "Más vale migaja de rey que merced de señor". Digo esto porque
|
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querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro
|
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la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso
|
|
entrar a servirle en su casa; que, ya que la guerra no dé muchas riquezas,
|
|
suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho días, os daré toda
|
|
vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite, como lo veréis por
|
|
la obra. Decidme ahora si queréis seguir mi parecer y consejo en lo que os
|
|
he propuesto''. Y, mandándome a mí, por ser el mayor, que respondiese,
|
|
después de haberle dicho que no se deshiciese de la hacienda, sino que
|
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gastase todo lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber
|
|
ganarla, vine a concluir en que cumpliría su gusto, y que el mío era seguir
|
|
el ejercicio de las armas, sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo
|
|
hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y escogió el irse a las Indias,
|
|
llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y, a lo que yo
|
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creo, el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a acabar
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sus comenzados estudios a Salamanca. Así como acabamos de concordarnos y
|
|
escoger nuestros ejercicios, mi padre nos abrazó a todos, y, con la
|
|
brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos había prometido; y, dando a
|
|
cada uno su parte, que, a lo que se me acuerda, fueron cada tres mil
|
|
ducados, en dineros (porque un nuestro tío compró toda la hacienda y la
|
|
pagó de contado, porque no saliese del tronco de la casa), en un mesmo día
|
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nos despedimos todos tres de nuestro buen padre; y, en aquel mesmo,
|
|
pareciéndome a mí ser inhumanidad que mi padre quedase viejo y con tan poca
|
|
hacienda, hice con él que de mis tres mil tomase los dos mil ducados,
|
|
porque a mí me bastaba el resto para acomodarme de lo que había menester un
|
|
soldado. Mis dos hermanos, movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil
|
|
ducados: de modo que a mi padre le quedaron cuatro mil en dineros, y más
|
|
tres mil, que, a lo que parece, valía la hacienda que le cupo, que no quiso
|
|
vender, sino quedarse con ella en raíces. Digo, en fin, que nos despedimos
|
|
dél y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho sentimiento y
|
|
lágrimas de todos, encargándonos que les hiciésemos saber, todas las veces
|
|
que hubiese comodidad para ello, de nuestros sucesos, prósperos o adversos.
|
|
Prometímosselo, y, abrazándonos y echándonos su bendición, el uno tomó el
|
|
viaje de Salamanca, el otro de Sevilla y yo el de Alicante, adonde tuve
|
|
nuevas que había una nave ginovesa que cargaba allí lana para Génova.
|
|
|
|
»Éste hará veinte y dos años que salí de casa de mi padre, y en todos
|
|
ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no he sabido dél ni de mis
|
|
hermanos nueva alguna. Y lo que en este discurso de tiempo he pasado lo
|
|
diré brevemente. Embarquéme en Alicante, llegué con próspero viaje a
|
|
Génova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de armas y de algunas
|
|
galas de soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al Piamonte; y,
|
|
estando ya de camino para Alejandría de la Palla, tuve nuevas que el gran
|
|
duque de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito, fuime con él, servíle en
|
|
las jornadas que hizo, halléme en la muerte de los condes de Eguemón y de
|
|
Hornos, alcancé a ser alférez de un famoso capitán de Guadalajara, llamado
|
|
Diego de Urbina; y, a cabo de algún tiempo que llegué a Flandes, se tuvo
|
|
nuevas de la liga que la Santidad del Papa Pío Quinto, de felice
|
|
recordación, había hecho con Venecia y con España, contra el enemigo común,
|
|
que es el Turco; el cual, en aquel mesmo tiempo, había ganado con su armada
|
|
la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio del veneciano: y
|
|
pérdida lamentable y desdichada. Súpose cierto que venía por general desta
|
|
liga el serenísimo don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey
|
|
don Felipe. Divulgóse el grandísimo aparato de guerra que se hacía. Todo lo
|
|
cual me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de verme en la jornada que se
|
|
esperaba; y, aunque tenía barruntos, y casi promesas ciertas, de que en la
|
|
primera ocasión que se ofreciese sería promovido a capitán, lo quise dejar
|
|
todo y venirme, como me vine, a Italia. Y quiso mi buena suerte que el
|
|
señor don Juan de Austria acababa de llegar a Génova, que pasaba a Nápoles
|
|
a juntarse con la armada de Venecia, como después lo hizo en Mecina.
|
|
|
|
»Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada, ya hecho
|
|
capitán de infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte, más
|
|
que mis merecimientos. Y aquel día, que fue para la cristiandad tan
|
|
dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error
|
|
en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar: en
|
|
aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada,
|
|
entre tantos venturosos como allí hubo (porque más ventura tuvieron los
|
|
cristianos que allí murieron que los que vivos y vencedores quedaron), yo
|
|
solo fui el desdichado, pues, en cambio de que pudiera esperar, si fuera en
|
|
los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche que siguió a
|
|
tan famoso día con cadenas a los pies y esposas a las manos.
|
|
|
|
»Y fue desta suerte: que, habiendo el Uchalí, rey de Argel, atrevido y
|
|
venturoso cosario, embestido y rendido la capitana de Malta, que solos tres
|
|
caballeros quedaron vivos en ella, y éstos malheridos, acudió la capitana
|
|
de Juan Andrea a socorrella, en la cual yo iba con mi compañía; y, haciendo
|
|
lo que debía en ocasión semejante, salté en la galera contraria, la cual,
|
|
desviándose de la que la había embestido, estorbó que mis soldados me
|
|
siguiesen, y así, me hallé solo entre mis enemigos, a quien no pude
|
|
resistir, por ser tantos; en fin, me rindieron lleno de heridas. Y, como ya
|
|
habréis, señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra,
|
|
vine yo a quedar cautivo en su poder, y solo fui el triste entre tantos
|
|
alegres y el cautivo entre tantos libres; porque fueron quince mil
|
|
cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada libertad, que todos
|
|
venían al remo en la turquesca armada.
|
|
|
|
»Lleváronme a Costantinopla, donde el Gran Turco Selim hizo general de la
|
|
mar a mi amo, porque había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado
|
|
por muestra de su valor el estandarte de la religión de Malta. Halléme el
|
|
segundo año, que fue el de setenta y dos, en Navarino, bogando en la
|
|
capitana de los tres fanales. Vi y noté la ocasión que allí se perdió de no
|
|
coger en el puerto toda el armada turquesca, porque todos los leventes y
|
|
jenízaros que en ella venían tuvieron por cierto que les habían de embestir
|
|
dentro del mesmo puerto, y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus
|
|
zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto
|
|
era el miedo que habían cobrado a nuestra armada. Pero el cielo lo ordenó
|
|
de otra manera, no por culpa ni descuido del general que a los nuestros
|
|
regía, sino por los pecados de la cristiandad, y porque quiere y permite
|
|
Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen.
|
|
|
|
»En efeto, el Uchalí se recogió a Modón, que es una isla que está junto a
|
|
Navarino, y, echando la gente en tierra, fortificó la boca del puerto, y
|
|
estúvose quedo hasta que el señor don Juan se volvió. En este viaje se tomó
|
|
la galera que se llamaba La Presa, de quien era capitán un hijo de aquel
|
|
famoso cosario Barbarroja. Tomóla la capitana de Nápoles, llamada La Loba,
|
|
regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel
|
|
venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa
|
|
Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la presa de La Presa.
|
|
Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal a sus cautivos, que,
|
|
así como los que venían al remo vieron que la galera Loba les iba entrando
|
|
y que los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos, y asieron de su
|
|
capitán, que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen apriesa, y
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pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron bocados, que a poco
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más que pasó del árbol ya había pasado su ánima al infierno: tal era, como
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he dicho, la crueldad con que los trataba y el odio que ellos le tenían.
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»Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente, que fue el de setenta y
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tres, se supo en ella cómo el señor don Juan había ganado a Túnez, y
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quitado aquel reino a los turcos y puesto en posesión dél a Muley Hamet,
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cortando las esperanzas que de volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el
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moro más cruel y más valiente que tuvo el mundo. Sintió mucho esta pérdida
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el Gran Turco, y, usando de la sagacidad que todos los de su casa tienen,
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hizo paz con venecianos, que mucho más que él la deseaban; y el año
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siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta y al fuerte que junto a
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Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan. En todos estos
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trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad alguna; a lo menos, no
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esperaba tenerla por rescate, porque tenía determinado de no escribir las
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nuevas de mi desgracia a mi padre.
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»Perdióse, en fin, la Goleta; perdióse el fuerte, sobre las cuales plazas
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hubo de soldados turcos, pagados, setenta y cinco mil, y de moros, y
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alárabes de toda la Africa, más de cuatrocientos mil, acompañado este tan
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gran número de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra, y con
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tantos gastadores, que con las manos y a puñados de tierra pudieran cubrir
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la Goleta y el fuerte. Perdióse primero la Goleta, tenida hasta entonces
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por inexpugnable; y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales
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hicieron en su defensa todo aquello que debían y podían, sino porque la
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experiencia mostró la facilidad con que se podían levantar trincheas en
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aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos
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no la hallaron a dos varas; y así, con muchos sacos de arena levantaron las
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trincheas tan altas que sobrepujaban las murallas de la fuerza; y,
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tirándoles a caballero, ninguno podía parar, ni asistir a la defensa. Fue
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común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino
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esperar en campaña al desembarcadero; y los que esto dicen hablan de lejos
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y con poca experiencia de casos semejantes, porque si en la Goleta y en el
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fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo podía tan poco número, aunque
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más esforzados fuesen, salir a la campaña y quedar en las fuerzas, contra
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tanto como era el de los enemigos?; y ¿cómo es posible dejar de perderse
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fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan enemigos muchos y
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porfiados, y en su mesma tierra? Pero a muchos les pareció, y así me
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pareció a mí, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a España
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en permitir que se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella
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gomia o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho
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se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla
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ganado la felicísima del invictísimo Carlos Quinto; como si fuera menester
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para hacerla eterna, como lo es y será, que aquellas piedras la
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sustentaran.
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»Perdióse también el fuerte; pero fuéronle ganando los turcos palmo a
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palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y
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fuertemente, que pasaron de veinte y cinco mil enemigos los que mataron en
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veinte y dos asaltos generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano de
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trecientos que quedaron vivos, señal cierta y clara de su esfuerzo y valor,
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y de lo bien que se habían defendido y guardado sus plazas. Rindióse a
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partido un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del estaño, a cargo
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de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado. Cautivaron a
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don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta, el cual hizo cuanto fue
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posible por defender su fuerza; y sintió tanto el haberla perdido que de
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pesar murió en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo.
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Cautivaron ansimesmo al general del fuerte, que se llamaba Gabrio
|
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Cervellón, caballero milanés, grande ingeniero y valentísimo soldado.
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Murieron en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta, de las cuales fue
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una Pagán de Oria, caballero del hábito de San Juan, de condición generoso,
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como lo mostró la summa liberalidad que usó con su hermano, el famoso Juan
|
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de Andrea de Oria; y lo que más hizo lastimosa su muerte fue haber muerto a
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manos de unos alárabes de quien se fió, viendo ya perdido el fuerte, que se
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ofrecieron de llevarle en hábito de moro a Tabarca, que es un portezuelo o
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casa que en aquellas riberas tienen los ginoveses que se ejercitan en la
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pesquería del coral; los cuales alárabes le cortaron la cabeza y se la
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trujeron al general de la armada turquesca, el cual cumplió con ellos
|
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nuestro refrán castellano: "Que aunque la traición aplace, el traidor se
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aborrece"; y así, se dice que mandó el general ahorcar a los que le
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trujeron el presente, porque no se le habían traído vivo.
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»Entre los cristianos que en el fuerte se perdieron, fue uno llamado don
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Pedro de Aguilar, natural no sé de qué lugar del Andalucía, el cual había
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sido alférez en el fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento:
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especialmente tenía particular gracia en lo que llaman poesía. Dígolo
|
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porque su suerte le trujo a mi galera y a mi banco, y a ser esclavo de mi
|
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mesmo patrón; y, antes que nos partiésemos de aquel puerto, hizo este
|
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caballero dos sonetos, a manera de epitafios, el uno a la Goleta y el otro
|
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al fuerte. Y en verdad que los tengo de decir, porque los sé de memoria y
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creo que antes causarán gusto que pesadumbre.»
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En el punto que el cautivo nombró a don Pedro de Aguilar, don Fernando miró
|
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a sus camaradas, y todos tres se sonrieron; y, cuando llegó a decir de los
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sonetos, dijo el uno:
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-Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico me diga qué se hizo ese
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don Pedro de Aguilar que ha dicho.
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-Lo que sé es -respondió el cautivo- que, al cabo de dos años que estuvo en
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Constantinopla, se huyó en traje de arnaúte con un griego espía, y no sé si
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vino en libertad, puesto que creo que sí, porque de allí a un año vi yo al
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griego en Constantinopla, y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje.
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-Pues lo fue -respondió el caballero-, porque ese don Pedro es mi hermano,
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y está ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado y con tres hijos.
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-Gracias sean dadas a Dios -dijo el cautivo- por tantas mercedes como le
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hizo; porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se
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iguale a alcanzar la libertad perdida.
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-Y más -replicó el caballero-, que yo sé los sonetos que mi hermano hizo.
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-Dígalos, pues, vuestra merced -dijo el cautivo-, que los sabrá decir mejor
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que yo.
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-Que me place -respondió el caballero-; y el de la Goleta decía así:
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Capítulo XL. Donde se prosigue la historia del cautivo
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Soneto
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Almas dichosas que del mortal velo
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libres y esentas, por el bien que obrastes,
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desde la baja tierra os levantastes
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a lo más alto y lo mejor del cielo,
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y, ardiendo en ira y en honroso celo,
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de los cuerpos la fuerza ejercitastes,
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que en propia y sangre ajena colorastes
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el mar vecino y arenoso suelo;
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primero que el valor faltó la vida
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en los cansados brazos, que, muriendo,
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con ser vencidos, llevan la vitoria.
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Y esta vuestra mortal, triste caída
|
|
entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
|
|
fama que el mundo os da, y el cielo gloria.
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-Desa mesma manera le sé yo -dijo el cautivo.
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-Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo -dijo el caballero-, dice así:
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Soneto
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De entre esta tierra estéril, derribada,
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destos terrones por el suelo echados,
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las almas santas de tres mil soldados
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subieron vivas a mejor morada,
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siendo primero, en vano, ejercitada
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la fuerza de sus brazos esforzados,
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hasta que, al fin, de pocos y cansados,
|
|
dieron la vida al filo de la espada.
|
|
Y éste es el suelo que continuo ha sido
|
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de mil memorias lamentables lleno
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|
en los pasados siglos y presentes.
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|
Mas no más justas de su duro seno
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habrán al claro cielo almas subido,
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ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.
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No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se alegró con las nuevas que de
|
|
su camarada le dieron; y, prosiguiendo su cuento, dijo:
|
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|
-«Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos dieron orden en
|
|
desmantelar la Goleta, porque el fuerte quedó tal, que no hubo qué poner
|
|
por tierra, y para hacerlo con más brevedad y menos trabajo, la minaron por
|
|
tres partes; pero con ninguna se pudo volar lo que parecía menos fuerte,
|
|
que eran las murallas viejas; y todo aquello que había quedado en pie de la
|
|
fortificación nueva que había hecho el Fratín, con mucha facilidad vino a
|
|
tierra. En resolución, la armada volvió a Constantinopla, triunfante y
|
|
vencedora: y de allí a pocos meses murió mi amo el Uchalí, al cual llamaban
|
|
Uchalí Fartax, que quiere decir, en lengua turquesca, el renegado tiñoso,
|
|
porque lo era; y es costumbre entre los turcos ponerse nombres de alguna
|
|
falta que tengan, o de alguna virtud que en ellos haya. Y esto es porque no
|
|
hay entre ellos sino cuatro apellidos de linajes, que decienden de la casa
|
|
Otomana, y los demás, como tengo dicho, toman nombre y apellido ya de las
|
|
tachas del cuerpo y ya de las virtudes del ánimo. Y este Tiñoso bogó el
|
|
remo, siendo esclavo del Gran Señor, catorce años, y a más de los treinta y
|
|
cuatro de sus edad renegó, de despecho de que un turco, estando al remo,
|
|
le dio un bofetón, y por poderse vengar dejó su fe; y fue tanto su valor
|
|
que, sin subir por los torpes medios y caminos que los más privados del
|
|
Gran Turco suben, vino a ser rey de Argel, y después, a ser general de la
|
|
mar, que es el tercero cargo que hay en aquel señorío. Era calabrés de
|
|
nación, y moralmente fue un hombre de bien, y trataba con mucha humanidad a
|
|
sus cautivos, que llegó a tener tres mil, los cuales, después de su muerte,
|
|
se repartieron, como él lo dejó en su testamento, entre el Gran Señor (que
|
|
también es hijo heredero de cuantos mueren, y entra a la parte con los más
|
|
hijos que deja el difunto) y entre sus renegados; y yo cupe a un renegado
|
|
veneciano que, siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y le quiso
|
|
tanto, que fue uno de los más regalados garzones suyos, y él vino a ser el
|
|
más cruel renegado que jamás se ha visto. Llamábase Azán Agá, y llegó a ser
|
|
muy rico, y a ser rey de Argel; con el cual yo vine de Constantinopla, algo
|
|
contento, por estar tan cerca de España, no porque pensase escribir a nadie
|
|
el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable la suerte en
|
|
Argel que en Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de huirme,
|
|
y ninguna tuvo sazón ni ventura; y pensaba en Argel buscar otros medios de
|
|
alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó la esperanza de
|
|
tener libertad; y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponía por obra no
|
|
correspondía el suceso a la intención, luego, sin abandonarme, fingía y
|
|
buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil y flaca.
|
|
|
|
»Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa que los
|
|
turcos llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos, así los que
|
|
son del rey como de algunos particulares; y los que llaman del almacén, que
|
|
es como decir cautivos del concejo, que sirven a la ciudad en las obras
|
|
públicas que hace y en otros oficios, y estos tales cautivos tienen muy
|
|
dificultosa su libertad, que, como son del común y no tienen amo
|
|
particular, no hay con quien tratar su rescate, aunque le tengan. En estos
|
|
baños, como tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos algunos particulares
|
|
del pueblo, principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen
|
|
holgados y seguros hasta que venga su rescate. También los cautivos del rey
|
|
que son de rescate no salen al trabajo con la demás chusma, si no es cuando
|
|
se tarda su rescate; que entonces, por hacerles que escriban por él con más
|
|
ahínco, les hacen trabajar y ir por leña con los demás, que es un no
|
|
pequeño trabajo.
|
|
|
|
»Yo, pues, era uno de los de rescate; que, como se supo que era capitán,
|
|
puesto que dije mi poca posibilidad y falta de hacienda, no aprovechó nada
|
|
para que no me pusiesen en el número de los caballeros y gente de rescate.
|
|
Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella;
|
|
y así, pasaba la vida en aquel baño, con otros muchos caballeros y gente
|
|
principal, señalados y tenidos por de rescate. Y, aunque la hambre y
|
|
desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos
|
|
fatigaba tanto como oír y ver, a cada paso, las jamás vistas ni oídas
|
|
crueldades que mi amo usaba con los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo,
|
|
empalaba a éste, desorejaba aquél; y esto, por tan poca ocasión, y tan sin
|
|
ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo, y por ser
|
|
natural condición suya ser homicida de todo el género humano. Sólo libró
|
|
bien con él un soldado español, llamado tal de Saavedra, el cual, con haber
|
|
hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años,
|
|
y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le
|
|
dijo mala palabra; y, por la menor cosa de muchas que hizo, temíamos todos
|
|
que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez; y si no fuera
|
|
porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado
|
|
hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el
|
|
cuento de mi historia.
|
|
|
|
»Digo, pues, que encima del patio de nuestra prisión caían las ventanas de
|
|
la casa de un moro rico y principal, las cuales, como de ordinario son las
|
|
de los moros, más eran agujeros que ventanas, y aun éstas se cubrían con
|
|
celosías muy espesas y apretadas. Acaeció, pues, que un día, estando en un
|
|
terrado de nuestra prisión con otros tres compañeros, haciendo pruebas de
|
|
saltar con las cadenas, por entretener el tiempo, estando solos, porque
|
|
todos los demás cristianos habían salido a trabajar, alcé acaso los ojos y
|
|
vi que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho parecía una caña, y
|
|
al remate della puesto un lienzo atado, y la caña se estaba blandeando y
|
|
moviéndose, casi como si hiciera señas que llegásemos a tomarla. Miramos en
|
|
ello, y uno de los que conmigo estaban fue a ponerse debajo de la caña, por
|
|
ver si la soltaban, o lo que hacían; pero, así como llegó, alzaron la caña
|
|
y la movieron a los dos lados, como si dijeran no con la cabeza. Volvióse
|
|
el cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los mesmos movimientos que
|
|
primero. Fue otro de mis compañeros, y sucedióle lo mesmo que al primero.
|
|
Finalmente, fue el tercero y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo
|
|
yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y, así como llegué a ponerme
|
|
debajo de la caña, la dejaron caer, y dio a mis pies dentro del baño. Acudí
|
|
luego a desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro dél venían diez
|
|
cianíis, que son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que cada una
|
|
vale diez reales de los nuestros. Si me holgué con el hallazgo, no hay para
|
|
qué decirlo, pues fue tanto el contento como la admiración de pensar de
|
|
donde podía venirnos aquel bien, especialmente a mí, pues las muestras de
|
|
no haber querido soltar la caña sino a mí claro decían que a mí se hacía la
|
|
merced. Tomé mi buen dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo, miré la
|
|
ventana, y vi que por ella salía una muy blanca mano, que la abrían y
|
|
cerraban muy apriesa. Con esto entendimos, o imaginamos, que alguna mujer
|
|
que en aquella casa vivía nos debía de haber hecho aquel beneficio; y, en
|
|
señal de que lo agradecíamos, hecimos zalemas a uso de moros, inclinando la
|
|
cabeza, doblando el cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho. De allí a
|
|
poco sacaron por la mesma ventana una pequeña cruz hecha de cañas, y luego
|
|
la volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó en que alguna cristiana
|
|
debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacía;
|
|
pero la blancura de la mano, y las ajorcas que en ella vimos, nos deshizo
|
|
este pensamiento, puesto que imaginamos que debía de ser cristiana
|
|
renegada, a quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus
|
|
mesmos amos, y aun lo tienen a ventura, porque las estiman en más que las
|
|
de su nación.
|
|
|
|
»En todos nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso; y así,
|
|
todo nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por
|
|
norte a la ventana donde nos había aparecido la estrella de la caña; pero
|
|
bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra
|
|
señal alguna. Y, aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud saber
|
|
quién en aquella casa vivía, y si había en ella alguna cristiana renegada,
|
|
jamás hubo quien nos dijese otra cosa, sino que allí vivía un moro
|
|
principal y rico, llamado Agi Morato, alcaide que había sido de La Pata,
|
|
que es oficio entre ellos de mucha calidad. Mas, cuando más descuidados
|
|
estábamos de que por allí habían de llover más cianíis, vimos a deshora
|
|
parecer la caña, y otro lienzo en ella, con otro nudo más crecido; y esto
|
|
fue a tiempo que estaba el baño, como la vez pasada, solo y sin gente.
|
|
Hecimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de los
|
|
mismos tres que estábamos, pero a ninguno se rindió la caña sino a mí,
|
|
porque, en llegando yo, la dejaron caer. Desaté el nudo, y hallé cuarenta
|
|
escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo
|
|
escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al
|
|
terrado, hecimos todos nuestras zalemas, tornó a parecer la mano, hice
|
|
señas que leería el papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos y
|
|
alegres con lo sucedido; y, como ninguno de nosotros no entendía el
|
|
arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel
|
|
contenía, y mayor la dificultad de buscar quien lo leyese.
|
|
|
|
»En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado, natural de Murcia, que
|
|
se había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos, que le
|
|
obligaban a guardar el secreto que le encargase; porque suelen algunos
|
|
renegados, cuando tienen intención de volverse a tierra de cristianos,
|
|
traer consigo algunas firmas de cautivos principales, en que dan fe, en la
|
|
forma que pueden, como el tal renegado es hombre de bien, y que siempre ha
|
|
hecho bien a cristianos, y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión
|
|
que se le ofrezca. Algunos hay que procuran estas fees con buena intención,
|
|
otros se sirven dellas acaso y de industria: que, viniendo a robar a tierra
|
|
de cristianos, si a dicha se pierden o los cautivan, sacan sus firmas y
|
|
dicen que por aquellos papeles se verá el propósito con que venían, el cual
|
|
era de quedarse en tierra de cristianos, y que por eso venían en corso con
|
|
los demás turcos. Con esto se escapan de aquel primer ímpetu, y se
|
|
reconcilian con la Iglesia, sin que se les haga daño; y, cuando veen la
|
|
suya, se vuelven a Berbería a ser lo que antes eran. Otros hay que usan
|
|
destos papeles, y los procuran, con buen intento, y se quedan en tierra de
|
|
cristianos.
|
|
|
|
»Pues uno de los renegados que he dicho era este mi amigo, el cual tenía
|
|
firmas de todas nuestras camaradas, donde le acreditábamos cuanto era
|
|
posible; y si los moros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo. Supe
|
|
que sabía muy bien arábigo, y no solamente hablarlo, sino escribirlo; pero,
|
|
antes que del todo me declarase con él, le dije que me leyese aquel papel,
|
|
que acaso me había hallado en un agujero de mi rancho. Abrióle, y estuvo un
|
|
buen espacio mirándole y construyéndole, murmurando entre los dientes.
|
|
Preguntéle si lo entendía; díjome que muy bien, y, que si quería que me lo
|
|
declarase palabra por palabra, que le diese tinta y pluma, porque mejor lo
|
|
hiciese. Dímosle luego lo que pedía, y él poco a poco lo fue traduciendo;
|
|
y, en acabando, dijo: ''Todo lo que va aquí en romance, sin faltar letra,
|
|
es lo que contiene este papel morisco; y hase de advertir que adonde dice
|
|
Lela Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen María''.
|
|
|
|
»Leímos el papel, y decía así:
|
|
|
|
Cuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la cual en mi lengua me
|
|
mostró la zalá cristianesca, y me dijo muchas cosas de Lela Marién. La
|
|
cristiana murió, y yo sé que no fue al fuego, sino con Alá, porque después
|
|
la vi dos veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristianos a ver a Lela
|
|
Marién, que me quería mucho. No sé yo cómo vaya: muchos cristianos he visto
|
|
por esta ventana, y ninguno me ha parecido caballero sino tú. Yo soy muy
|
|
hermosa y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar conmigo: mira tú si
|
|
puedes hacer cómo nos vamos, y serás allá mi marido, si quisieres, y si no
|
|
quisieres, no se me dará nada, que Lela Marién me dará con quien me case.
|
|
Yo escribí esto; mira a quién lo das a leer: no te fíes de ningún moro,
|
|
porque son todos marfuces. Desto tengo mucha pena: que quisiera que no te
|
|
descubrieras a nadie, porque si mi padre lo sabe, me echará luego en un
|
|
pozo, y me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo: ata allí la
|
|
respuesta; y si no tienes quien te escriba arábigo, dímelo por señas, que
|
|
Lela Marién hará que te entienda. Ella y Alá te guarden, y esa cruz que yo
|
|
beso muchas veces; que así me lo mandó la cautiva.
|
|
|
|
»Mirad, señores, si era razón que las razones deste papel nos admirasen y
|
|
alegrasen. Y así, lo uno y lo otro fue de manera que el renegado entendió
|
|
que no acaso se había hallado aquel papel, sino que realmente a alguno de
|
|
nosotros se había escrito; y así, nos rogó que si era verdad lo que
|
|
sospechaba, que nos fiásemos dél y se lo dijésemos, que él aventuraría su
|
|
vida por nuestra libertad. Y, diciendo esto, sacó del pecho un crucifijo de
|
|
metal, y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen
|
|
representaba, en quien él, aunque pecador y malo, bien y fielmente creía,
|
|
de guardarnos lealtad y secreto en todo cuanto quisiésemos descubrirle,
|
|
porque le parecía, y casi adevinaba que, por medio de aquella que aquel
|
|
papel había escrito, había él y todos nosotros de tener libertad, y verse
|
|
él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la Santa
|
|
Iglesia, su madre, de quien como miembro podrido estaba dividido y apartado
|
|
por su ignorancia y pecado.
|
|
|
|
»Con tantas lágrimas y con muestras de tanto arrepentimiento dijo esto el
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renegado, que todos de un mesmo parecer consentimos, y venimos en
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declararle la verdad del caso; y así, le dimos cuenta de todo, sin
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encubrirle nada. Mostrámosle la ventanilla por donde parecía la caña, y él
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marcó desde allí la casa, y quedó de tener especial y gran cuidado de
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informarse quién en ella vivía. Acordamos, ansimesmo, que sería bien
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responder al billete de la mora; y, como teníamos quien lo supiese hacer,
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luego al momento el renegado escribió las razones que yo le fui notando,
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que puntualmente fueron las que diré, porque de todos los puntos
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sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la
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memoria, ni aun se me irá en tanto que tuviere vida.
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»En efeto, lo que a la mora se le respondió fue esto:
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El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella bendita Marién, que es la
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verdadera madre de Dios y es la que te ha puesto en corazón que te vayas a
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tierra de cristianos, porque te quiere bien. Ruégale tú que se sirva de
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darte a entender cómo podrás poner por obra lo que te manda, que ella es
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tan buena que sí hará. De mi parte y de la de todos estos cristianos que
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están conmigo, te ofrezco de hacer por ti todo lo que pudiéremos, hasta
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morir. No dejes de escribirme y avisarme lo que pensares hacer, que yo te
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responderé siempre; que el grande Alá nos ha dado un cristiano cautivo que
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sabe hablar y escribir tu lengua tan bien como lo verás por este papel. Así
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que, sin tener miedo, nos puedes avisar de todo lo que quisieres. A lo que
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dices que si fueres a tierra de cristianos, que has de ser mi mujer, yo te
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lo prometo como buen cristiano; y sabe que los cristianos cumplen lo que
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prometen mejor que los moros. Alá y Marién, su madre, sean en tu guarda,
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señora mía.
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»Escrito y cerrado este papel, aguardé dos días a que estuviese el baño
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solo, como solía, y luego salí al paso acostumbrado del terradillo, por ver
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si la caña parecía, que no tardó mucho en asomar. Así como la vi, aunque no
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podía ver quién la ponía, mostré el papel, como dando a entender que
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pusiesen el hilo, pero ya venía puesto en la caña, al cual até el papel, y
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de allí a poco tornó a parecer nuestra estrella, con la blanca bandera de
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paz del atadillo. Dejáronla caer, y alcé yo, y hallé en el paño, en toda
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suerte de moneda de plata y de oro, más de cincuenta escudos, los cuales
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cincuenta veces más doblaron nuestro contento y confirmaron la esperanza de
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tener libertad.
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»Aquella misma noche volvió nuestro renegado, y nos dijo que había sabido
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que en aquella casa vivía el mesmo moro que a nosotros nos habían dicho que
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se llamaba Agi Morato, riquísimo por todo estremo, el cual tenía una sola
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hija, heredera de toda su hacienda, y que era común opinión en toda la
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ciudad ser la más hermosa mujer de la Berbería; y que muchos de los
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virreyes que allí venían la habían pedido por mujer, y que ella nunca se
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había querido casar; y que también supo que tuvo una cristiana cautiva, que
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ya se había muerto; todo lo cual concertaba con lo que venía en el papel.
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Entramos luego en consejo con el renegado, en qué orden se tendría para
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sacar a la mora y venirnos todos a tierra de cristianos, y, en fin, se
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acordó por entonces que esperásemos el aviso segundo de Zoraida, que así se
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llamaba la que ahora quiere llamarse María; porque bien vimos que ella, y
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no otra alguna era la que había de dar medio a todas aquellas dificultades.
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Después que quedamos en esto, dijo el renegado que no tuviésemos pena, que
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él perdería la vida o nos pondría en libertad.
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»Cuatro días estuvo el baño con gente, que fue ocasión que cuatro días
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tardase en parecer la caña; al cabo de los cuales, en la acostumbrada
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soledad del baño, pareció con el lienzo tan preñado, que un felicísimo
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parto prometía. Inclinóse a mí la caña y el lienzo, hallé en él otro papel
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y cien escudos de oro, sin otra moneda alguna. Estaba allí el renegado,
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dímosle a leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que así
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decía:
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Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos a España, ni Lela Marién
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me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado. Lo que se podrá hacer es que
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yo os daré por esta ventana muchísimos dineros de oro: rescataos vos con
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ellos y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de cristianos, y compre allá
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una barca y vuelva por los demás; y a mí me hallarán en el jardín de mi
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padre, que está a la puerta de Babazón, junto a la marina, donde tengo de
|
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estar todo este verano con mi padre y con mis criados. De allí, de noche,
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me podréis sacar sin miedo y llevarme a la barca; y mira que has de ser mi
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marido, porque si no, yo pediré a Marién que te castigue. Si no te fías de
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nadie que vaya por la barca, rescátate tú y ve, que yo sé que volverás
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mejor que otro, pues eres caballero y cristiano. Procura saber el jardín, y
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cuando te pasees por ahí sabré que está solo el baño, y te daré mucho
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dinero. Alá te guarde, señor mío.
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»Esto decía y contenía el segundo papel. Lo cual visto por todos, cada uno
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se ofreció a querer ser el rescatado, y prometió de ir y volver con toda
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puntualidad, y también yo me ofrecí a lo mismo; a todo lo cual se opuso el
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renegado, diciendo que en ninguna manera consentiría que ninguno saliese de
|
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libertad hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le había
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mostrado cuán mal cumplían los libres las palabras que daban en el
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cautiverio; porque muchas veces habían usado de aquel remedio algunos
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principales cautivos, rescatando a uno que fuese a Valencia, o Mallorca,
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con dineros para poder armar una barca y volver por los que le habían
|
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rescatado, y nunca habían vuelto; porque la libertad alcanzada y el temor
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de no volver a perderla les borraba de la memoria todas las obligaciones
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del mundo. Y, en confirmación de la verdad que nos decía, nos contó
|
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brevemente un caso que casi en aquella mesma sazón había acaecido a unos
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caballeros cristianos, el más estraño que jamás sucedió en aquellas partes,
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donde a cada paso suceden cosas de grande espanto y de admiración.
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»En efecto, él vino a decir que lo que se podía y debía hacer era que el
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dinero que se había de dar para rescatar al cristiano, que se le diese a él
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para comprar allí en Argel una barca, con achaque de hacerse mercader y
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tratante en Tetuán y en aquella costa; y que, siendo él señor de la barca,
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fácilmente se daría traza para sacarlos del baño y embarcarlos a todos.
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Cuanto más, que si la mora, como ella decía, daba dineros para rescatarlos
|
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a todos, que, estando libres, era facilísima cosa aun embarcarse en la
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mitad del día; y que la dificultad que se ofrecía mayor era que los moros
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no consienten que renegado alguno compre ni tenga barca, si no es bajel
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grande para ir en corso, porque se temen que el que compra barca,
|
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principalmente si es español, no la quiere sino para irse a tierra de
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cristianos; pero que él facilitaría este inconveniente con hacer que un
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moro tagarino fuese a la parte con él en la compañía de la barca y en la
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ganancia de las mercancías, y con esta sombra él vendría a ser señor de la
|
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barca, con que daba por acabado todo lo demás.
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»Y, puesto que a mí y a mis camaradas nos había parecido mejor lo de enviar
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por la barca a Mallorca, como la mora decía, no osamos contradecirle,
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temerosos que, si no hacíamos lo que él decía, nos había de descubrir y
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|
poner a peligro de perder las vidas, si descubriese el trato de Zoraida,
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por cuya vida diéramos todos las nuestras. Y así, determinamos de ponernos
|
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en las manos de Dios y en las del renegado, y en aquel mismo punto se le
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respondió a Zoraida, diciéndole que haríamos todo cuanto nos aconsejaba,
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porque lo había advertido tan bien como si Lela Marién se lo hubiera dicho,
|
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y que en ella sola estaba dilatar aquel negocio, o ponello luego por obra.
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Ofrecímele de nuevo de ser su esposo, y, con esto, otro día que acaeció a
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estar solo el baño, en diversas veces, con la caña y el paño, nos dio dos
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mil escudos de oro, y un papel donde decía que el primer jumá, que es el
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viernes, se iba al jardín de su padre, y que antes que se fuese nos daría
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más dinero, y que si aquello no bastase, que se lo avisásemos, que nos
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daría cuanto le pidiésemos: que su padre tenía tantos, que no lo echaría
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menos, cuanto más, que ella tenía la llaves de todo.
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»Dimos luego quinientos escudos al renegado para comprar la barca; con
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ochocientos me rescaté yo, dando el dinero a un mercader valenciano que a
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la sazón se hallaba en Argel, el cual me rescató del rey, tomándome sobre
|
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su palabra, dándola de que con el primer bajel que viniese de Valencia
|
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pagaría mi rescate; porque si luego diera el dinero, fuera dar sospechas al
|
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rey que había muchos días que mi rescate estaba en Argel, y que el
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mercader, por sus granjerías, lo había callado. Finalmente, mi amo era tan
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caviloso que en ninguna manera me atreví a que luego se desembolsase el
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dinero. El jueves antes del viernes que la hermosa Zoraida se había de ir
|
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al jardín, nos dio otros mil escudos y nos avisó de su partida, rogándome
|
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que, si me rescatase, supiese luego el jardín de su padre, y que en todo
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caso buscase ocasión de ir allá y verla. Respondíle en breves palabras que
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así lo haría, y que tuviese cuidado de encomendarnos a Lela Marién, con
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todas aquellas oraciones que la cautiva le había enseñado.
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»Hecho esto, dieron orden en que los tres compañeros nuestros se
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rescatasen, por facilitar la salida del baño, y porque, viéndome a mí
|
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rescatado, y a ellos no, pues había dinero, no se alborotasen y les
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persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en perjuicio de Zoraida;
|
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que, puesto que el ser ellos quien eran me podía asegurar deste temor, con
|
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todo eso, no quise poner el negocio en aventura, y así, los hice rescatar
|
|
por la misma orden que yo me rescaté, entregando todo el dinero al
|
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mercader, para que, con certeza y seguridad, pudiese hacer la fianza; al
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cual nunca descubrimos nuestro trato y secreto, por el peligro que había.
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Capítulo XLI. Donde todavía prosigue el cautivo su suceso
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»No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía comprada una
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muy buena barca, capaz de más de treinta personas: y, para asegurar su
|
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hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se
|
|
llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de Orán, en
|
|
el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos o tres veces hizo este
|
|
viaje, en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en
|
|
Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares; y en el
|
|
reino de Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales son la gente de
|
|
quien aquel rey más se sirve en la guerra.
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»Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta
|
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que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba; y
|
|
allí, muy de propósito, se ponía el renegado con los morillos que bogaban
|
|
el remo, o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de burlas a lo que
|
|
pensaba hacer de veras; y así, se iba al jardín de Zoraida y le pedía
|
|
fruta, y su padre se la daba sin conocelle; y, aunque él quisiera hablar a
|
|
Zoraida, como él después me dijo, y decille que él era el que por orden mía
|
|
le había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura,
|
|
nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni
|
|
turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. De cristianos
|
|
cautivos se dejan tratar y comunicar, aun más de aquello que sería
|
|
razonable; y a mí me hubiera pesado que él la hubiera hablado, que quizá la
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|
alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios,
|
|
que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro
|
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renegado tenía; el cual, viendo cuán seguramente iba y venía a Sargel, y
|
|
que daba fondo cuando y como y adonde quería, y que el tagarino, su
|
|
compañero, no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo
|
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estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que
|
|
bogasen el remo, me dijo que mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera
|
|
de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde
|
|
tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce
|
|
españoles, todos valientes hombres del remo, y de aquellos que más
|
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libremente podían salir de la ciudad; y no fue poco hallar tantos en
|
|
aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso, y se habían
|
|
llevado toda la gente de remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que su
|
|
amo se quedó aquel verano sin ir en corso, a acabar una galeota que tenía
|
|
en astillero. A los cuales no les dije otra cosa, sino que el primer
|
|
viernes en la tarde se saliesen uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la
|
|
vuelta del jardín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que yo
|
|
fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que, aunque allí
|
|
viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado
|
|
esperar en aquel lugar.
|
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»Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que más me
|
|
convenía: y era la de avisar a Zoraida en el punto que estaban los
|
|
negocios, para que estuviese apercebida y sobre aviso, que no se
|
|
sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella podía
|
|
imaginar que la barca de cristianos podía volver. Y así, determiné de ir al
|
|
jardín y ver si podría hablarla; y, con ocasión de coger algunas yerbas, un
|
|
día, antes de mi partida, fui allá, y la primera persona con quién encontré
|
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fue con su padre, el cual me dijo, en lengua que en toda la Berbería, y aun
|
|
en Costantinopla, se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni
|
|
castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas
|
|
con la cual todos nos entendemos; digo, pues, que en esta manera de
|
|
lenguaje me preguntó que qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era.
|
|
Respondíle que era esclavo de Arnaúte Mamí (y esto, porque sabía yo por muy
|
|
cierto que era un grandísimo amigo suyo), y que buscaba de todas yerbas,
|
|
para hacer ensalada. Preguntóme, por el consiguiente, si era hombre de
|
|
rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas estas
|
|
preguntas y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la
|
|
cual ya había mucho que me había visto; y, como las moras en ninguna manera
|
|
hacen melindre de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como
|
|
ya he dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba;
|
|
antes, luego cuando su padre vio que venía, y de espacio, la llamó y mandó
|
|
que llegase.
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|
|
»Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha hermosura, la gentileza, el
|
|
gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos:
|
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sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y
|
|
cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de los sus
|
|
pies, que descubiertas, a su usanza, traía, traía dos carcajes (que así se
|
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llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro,
|
|
con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los
|
|
estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las manos
|
|
valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la
|
|
mayor gala y bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar,
|
|
y así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás
|
|
naciones; y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores
|
|
que en Argel había, y de tener asimismo más de docientos mil escudos
|
|
españoles, de todo lo cual era señora esta que ahora lo es mía. Si con todo
|
|
este adorno podía venir entonces hermosa, o no, por las reliquias que le
|
|
han quedado en tantos trabajos se podrá conjeturar cuál debía de ser en las
|
|
prosperidades. Porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene
|
|
días y sazones, y requiere accidentes para diminuirse o acrecentarse; y es
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|
natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten o abajen, puesto que
|
|
las más veces la destruyen.
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»Digo, en fin, que entonces llegó en todo estremo aderezada y en todo
|
|
estremo hermosa, o, a lo menos, a mí me pareció serlo la más que hasta
|
|
entonces había visto; y con esto, viendo las obligaciones en que me había
|
|
puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a
|
|
la tierra para mi gusto y para mi remedio. Así como ella llegó, le dijo su
|
|
padre en su lengua como yo era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y que
|
|
venía a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas
|
|
que tengo dicho me preguntó si era caballero y qué era la causa que no me
|
|
rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el precio podía
|
|
echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí mil y
|
|
quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió: ''En verdad que si tú fueras
|
|
de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos, porque
|
|
vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres
|
|
por engañar a los moros''. ''Bien podría ser eso, señora -le respondí-, mas
|
|
en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la trataré con
|
|
cuantas personas hay en el mundo''. ''Y ¿cuándo te vas?'', dijo Zoraida.
|
|
''Mañana, creo yo -dije-, porque está aquí un bajel de Francia que se hace
|
|
mañana a la vela, y pienso irme en él''. ''¿No es mejor -replicó Zoraida-,
|
|
esperar a que vengan bajeles de España, y irte con ellos, que no con los de
|
|
Francia, que no son vuestros amigos?'' ''No -respondí yo-, aunque si como
|
|
hay nuevas que viene ya un bajel de España, es verdad, todavía yo le
|
|
aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana; porque el deseo que
|
|
tengo de verme en mi tierra, y con las personas que bien quiero, es tanto
|
|
que no me dejará esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea''.
|
|
''Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra -dijo Zoraida-, y por eso
|
|
deseas ir a verte con tu mujer''. ''No soy -respondí yo- casado, mas tengo
|
|
dada la palabra de casarme en llegando allá''. ''Y ¿es hermosa la dama a
|
|
quien se la diste?'', dijo Zoraida. ''Tan hermosa es -respondí yo- que para
|
|
encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho''. Desto se riyó muy
|
|
de veras su padre, y dijo: ''Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa
|
|
si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si no,
|
|
mírala bien, y verás cómo te digo verdad''. Servíanos de intérprete a las
|
|
más de estas palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino; que,
|
|
aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más
|
|
declaraba su intención por señas que por palabras.
|
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|
|
»Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro corriendo, y dijo,
|
|
a grandes voces, que por las bardas o paredes del jardín habían saltado
|
|
cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura.
|
|
Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida, porque es común y casi
|
|
natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los
|
|
soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los
|
|
moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos
|
|
suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida: ''Hija, retírate a la casa
|
|
y enciérrate, en tanto que yo voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano,
|
|
busca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu
|
|
tierra''. Yo me incliné, y él se fue a buscar los turcos, dejándome solo
|
|
con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su padre la había
|
|
mandado. Pero, apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando
|
|
ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: ''Ámexi,
|
|
cristiano, ámexi''; que quiere decir: "¿Vaste, cristiano, vaste?" Yo la
|
|
respondí: ''Señora, sí, pero no en ninguna manera sin ti: el primero jumá
|
|
me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin duda alguna iremos
|
|
a tierra de cristianos''.
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|
»Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas las
|
|
razones que entrambos pasamos; y, echándome un brazo al cuello, con
|
|
desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que
|
|
pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que, yendo
|
|
los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello,
|
|
su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y
|
|
manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida,
|
|
advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó
|
|
más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas,
|
|
dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a
|
|
entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo
|
|
adonde estábamos, y, viendo a su hija de aquella manera, le preguntó que
|
|
qué tenía; pero, como ella no le respondiese, dijo su padre: ''Sin duda
|
|
alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha
|
|
desmayado''. Y, quitándola del mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando un
|
|
suspiro y aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir: ''Ámexi,
|
|
cristiano, ámexi'': "Vete, cristiano, vete". A lo que su padre respondió:
|
|
''No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y
|
|
los turcos ya son idos. No te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que
|
|
pueda darte pesadumbre, pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi ruego,
|
|
se volvieron por donde entraron''. ''Ellos, señor, la sobresaltaron, como
|
|
has dicho -dije yo a su padre-; mas, pues ella dice que yo me vaya, no la
|
|
quiero dar pesadumbre: quédate en paz, y, con tu licencia, volveré, si
|
|
fuere menester, por yerbas a este jardín; que, según dice mi amo, en
|
|
ninguno las hay mejores para ensalada que en él''. ''Todas las que
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quisieres podrás volver -respondió Agi Morato-, que mi hija no dice esto
|
|
porque tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que, por decir que
|
|
los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque ya era hora que
|
|
buscases tus yerbas''.
|
|
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|
»Con esto, me despedí al punto de entrambos; y ella, arrancándosele el
|
|
alma, al parecer, se fue con su padre; y yo, con achaque de buscar las
|
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yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré bien las entradas
|
|
y salidas, y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía ofrecer
|
|
para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de
|
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cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros; y ya no veía la hora de
|
|
verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la
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suerte me ofrecía.
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»En fin, el tiempo se pasó, y se llegó el día y plazo de nosotros tan
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deseado; y, siguiendo todos el orden y parecer que, con discreta
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consideración y largo discurso, muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen
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suceso que deseábamos; porque el viernes que se siguió al día que yo con
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Zoraida hablé en el jardín, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con
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la barca casi frontero de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los
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cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por
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diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y
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alborozados, aguardándome, deseosos ya de embestir con el bajel que a los
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ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que
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pensaban que a fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad,
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quitando la vida a los moros que dentro de la barca estaban.
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»Sucedió, pues, que, así como yo me mostré y mis compañeros, todos los
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demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era
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ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña
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ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si sería mejor ir
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primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban el
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remo en la barca. Y, estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro
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renegado diciéndonos que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que
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todos sus moros estaban descuidados, y los más dellos durmiendo. Dijímosle
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en lo que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir
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primero el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro
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alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien a todos lo que
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decía, y así, sin detenernos más, haciendo él la guía, llegamos al bajel,
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y, saltando él dentro primero, metió mano a un alfanje, y dijo en morisco:
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''Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la
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vida''. Ya, a este tiempo, habían entrado dentro casi todos los cristianos.
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Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera a su
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arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a
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las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna
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palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo
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hicieron, amenazando a los moros que si alzaban por alguna vía o manera la
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voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo.
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»Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los
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que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín
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de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se
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abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera; y así, con gran
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quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la
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bellísima Zoraida aguardándonos a una ventana, y, así como sintió gente,
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preguntó con voz baja si éramos nizarani, como si dijera o preguntara si
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éramos cristianos. Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando ella me
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conoció, no se detuvo un punto, porque, sin responderme palabra, bajó en un
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instante, abrió la puerta y mostróse a todos tan hermosa y ricamente
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vestida que no lo acierto a encarecer. Luego que yo la vi, le tomé una
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mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos
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camaradas; y los demás, que el caso no sabían, hicieron lo que vieron que
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nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la
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reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua
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morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí y que
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dormía. ''Pues será menester despertalle -replicó el renegado-, y
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llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor este hermoso
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jardín.'' ''No -dijo ella-, a mi padre no se ha de tocar en ningún modo, y
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en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, que bien
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habrá para que todos quedéis ricos y contentos; y esperaros un poco y lo
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veréis''. Y, diciendo esto, se volvió a entrar, diciendo que muy presto
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volvería; que nos estuviésemos quedos, sin hacer ningún ruido. Preguntéle
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al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo
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dije que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese;
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la cual ya que volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro,
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tantos, que apenas lo podía sustentar, quiso la mala suerte que su padre
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despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín; y,
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asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran
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cristianos; y, dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir
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en arábigo: ''¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!''; por los
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cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión.
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Pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le
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|
importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido, con grandísima
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presteza, subió donde Agi Morato estaba, y juntamente con él fueron algunos
|
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de nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se
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había dejado caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron
|
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tan buena maña que en un momento bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas
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las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le dejaba hablar
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palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su
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hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado,
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ignorando cuán de su voluntad se había puesto en nuestras manos. Mas,
|
|
entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos
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pusimos en la barca; que ya los que en ella habían quedado nos esperaban,
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|
temerosos de algún mal suceso nuestro.
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»Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando ya estábamos todos en
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la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las
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manos y el paño de la boca; pero tornóle a decir el renegado que no hablase
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palabra, que le quitarían la vida. Él, como vio allí a su hija, comenzó a
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suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía
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abrazada, y que ella sin defender, quejarse ni esquivarse, se estaba queda;
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pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen en efeto las muchas
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amenazas que el renegado le hacía. Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca,
|
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y que queríamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y a los
|
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demás moros que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le
|
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hiciese merced de soltar a aquellos moros y de dar libertad a su padre,
|
|
porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa
|
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suya llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado me
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lo dijo; y yo respondí que era muy contento; pero él respondió que no
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convenía, a causa que, si allí los dejaban apellidarían luego la tierra y
|
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alborotarían la ciudad, y serían causa que saliesen a buscallos con algunas
|
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fragatas ligeras, y les tomasen la tierra y la mar, de manera que no
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|
pudiésemos escaparnos; que lo que se podría hacer era darles libertad en
|
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llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos todos,
|
|
y Zoraida, a quien se le dio cuenta, con las causas que nos movían a no
|
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hacer luego lo que quería, también se satisfizo; y luego, con regocijado
|
|
silencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros tomó
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su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar la
|
|
vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cerca.
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|
»Pero, a causa de soplar un poco el viento tramontana y estar la mar algo
|
|
picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso
|
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dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre
|
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nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa
|
|
cae sesenta millas de Argel. Y, asimismo, temíamos encontrar por aquel
|
|
paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de
|
|
Tetuán, aunque cada uno por sí, y todos juntos, presumíamos de que, si se
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|
encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso,
|
|
que no sólo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más
|
|
seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se
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|
navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver a su padre, y sentía
|
|
yo que iba llamando a Lela Marién que nos ayudase.
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»Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres
|
|
tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta y sin
|
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nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a fuerza de
|
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brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada; y,
|
|
habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en
|
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tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que
|
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bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno, que les
|
|
diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos
|
|
de las manos en manera alguna. Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un
|
|
viento largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y
|
|
enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo
|
|
con muchísima presteza; y así, a la vela, navegamos por más de ocho millas
|
|
por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que
|
|
de corso fuese.
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»Dimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consoló
|
|
diciéndoles como no iban cautivos, que en la primera ocasión les darían
|
|
libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió:
|
|
''Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y
|
|
buen término, ¡oh cristianos!, mas el darme libertad, no me tengáis por tan
|
|
simple que lo imagine; que nunca os pusistes vosotros al peligro de
|
|
quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quién soy
|
|
yo, y el interese que se os puede seguir de dármela; el cual interese, si
|
|
le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes
|
|
por mí y por esa desdichada hija mía, o si no, por ella sola, que es la
|
|
mayor y la mejor parte de mi alma''. En diciendo esto, comenzó a llorar tan
|
|
amargamente que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le
|
|
mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció que se levantó de mis
|
|
pies y fue a abrazar a su padre, y, juntando su rostro con el suyo,
|
|
comenzaron los dos tan tierno llanto que muchos de los que allí íbamos le
|
|
acompañamos en él. Pero, cuando su padre la vio adornada de fiesta y con
|
|
tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua: ''¿Qué es esto, hija, que ayer
|
|
al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos
|
|
vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas
|
|
tenido tiempo de vestirte y sin haberte dado alguna nueva alegre de
|
|
solenizalle con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los mejores
|
|
vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable?
|
|
Respóndeme a esto, que me tiene más suspenso y admirado que la misma
|
|
desgracia en que me hallo''.
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|
|
»Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella
|
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no le respondía palabra. Pero, cuando él vio a un lado de la barca el
|
|
cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien que le
|
|
había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y
|
|
preguntóle que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué era lo
|
|
que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le
|
|
respondiese, le respondió: ''No te canses, señor, en preguntar a Zoraida,
|
|
tu hija, tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a
|
|
todas; y así, quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido
|
|
la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio; ella va
|
|
aquí de su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este
|
|
estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida
|
|
y de la pena a la gloria''. ''¿Es verdad lo que éste dice, hija?'', dijo el
|
|
moro. ''Así es'', respondió Zoraida. ''¿Que, en efeto -replicó el viejo-,
|
|
tú eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus
|
|
enemigos?'' A lo cual respondió Zoraida: ''La que es cristiana yo soy, pero
|
|
no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se estendió a
|
|
dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien''. ''Y ¿qué bien es el
|
|
que te has hecho, hija?'' ''Eso -respondió ella- pregúntaselo tú a Lela
|
|
Marién, que ella te lo sabrá decir mejor que no yo''.
|
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|
|
»Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una increíble presteza, se
|
|
arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el
|
|
vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el
|
|
agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y así, acudimos luego todos, y,
|
|
asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido, de que
|
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recibió tanta pena Zoraida que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él un
|
|
tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua, tornó
|
|
en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el viento,
|
|
nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no embestir
|
|
en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala que se hace
|
|
al lado de un pequeño promontorio o cabo que de los moros es llamado el de
|
|
La Cava Rumía, que en nuestra lengua quiere decir La mala mujer cristiana;
|
|
y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava,
|
|
por quien se perdió España, porque cava en su lengua quiere decir mujer
|
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mala, y rumía, cristiana; y aun tienen por mal agüero llegar allí a dar
|
|
fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella;
|
|
puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de
|
|
nuestro remedio, según andaba alterada la mar.
|
|
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»Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la
|
|
mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a
|
|
Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese para
|
|
que felicemente diésemos fin a tan dichoso principio. Diose orden, a
|
|
suplicación de Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los
|
|
demás moros que allí atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo
|
|
podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su
|
|
padre y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo
|
|
de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar, que era
|
|
despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones que no fuesen oídas del
|
|
cielo; que, en nuestro favor, luego volvió el viento, tranquilo el mar,
|
|
convidándonos a que tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje.
|
|
|
|
»Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en tierra, de
|
|
lo que ellos se quedaron admirados; pero, llegando a desembarcar al padre
|
|
de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo: ''¿Por qué pensáis,
|
|
cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis
|
|
que es por piedad que de mí tiene? No, por cierto, sino que lo hace por el
|
|
estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner en ejecución sus malos
|
|
deseos; ni penséis que la ha movido a mudar religión entender ella que la
|
|
vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se
|
|
usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra''. Y, volviéndose a
|
|
Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque
|
|
algún desatino no hiciese, le dijo: ''¡Oh infame moza y mal aconsejada
|
|
muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros,
|
|
naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y
|
|
malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!'' Pero, viendo yo
|
|
que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra,
|
|
y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a
|
|
Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando,
|
|
por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras,
|
|
que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el
|
|
suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera que podimos entender que
|
|
decía: ''¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono;
|
|
entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a
|
|
este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le
|
|
dejas!'' Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no
|
|
supo decirle ni respondelle palabra, sino: ''Plega a Alá, padre mío, que
|
|
Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele
|
|
en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he
|
|
hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues, aunque
|
|
quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible,
|
|
según la priesa que me daba mi alma a poner por obra ésta que a mí me
|
|
parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala''. Esto dijo, a
|
|
tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando
|
|
yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el
|
|
proprio viento, de tal manera que bien tuvimos por cierto de vernos otro
|
|
día al amanecer en las riberas de España.
|
|
|
|
»Mas, como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo, sin ser
|
|
acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra
|
|
ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que
|
|
siempre se han de temer de cualquier padre que sean; quiso, digo, que
|
|
estando ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche,
|
|
yendo con la vela tendida de alto baja, frenillados los remos, porque el
|
|
próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de
|
|
la luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel
|
|
redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el
|
|
timón, delante de nosotros atravesaba; y esto tan cerca, que nos fue
|
|
forzoso amainar por no embestirle, y ellos, asimesmo, hicieron fuerza de
|
|
timón para darnos lugar que pasásemos.
|
|
|
|
»Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quién éramos, y adónde
|
|
navegábamos, y de dónde veníamos; pero, por preguntarnos esto en lengua
|
|
francesa, dijo nuestro renegado: ''Ninguno responda; porque éstos, sin
|
|
duda, son cosarios franceses, que hacen a toda ropa''. Por este
|
|
advertimiento, ninguno respondió palabra; y, habiendo pasado un poco
|
|
delante, que ya el bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos
|
|
piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque
|
|
con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él y con la vela en
|
|
la mar; y al momento, disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de
|
|
nuestra barca, de modo que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno; pero,
|
|
como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes voces a
|
|
pedir socorro y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos
|
|
anegábamos. Amainaron entonces, y, echando el esquife o barca a la mar,
|
|
entraron en él hasta doce franceses bien armados, con sus arcabuces y
|
|
cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro; y, viendo cuán pocos
|
|
éramos y cómo el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que, por haber
|
|
usado de la descortesía de no respondelles, nos había sucedido aquello.
|
|
Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio con él en
|
|
la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En resolución, todos
|
|
pasamos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo
|
|
aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales
|
|
enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron
|
|
hasta los carcajes que traía en los pies. Pero no me daba a mí tanta
|
|
pesadumbre la que a Zoraida daban, como me la daba el temor que tenía de
|
|
que habían de pasar del quitar de las riquísimas y preciosísimas joyas al
|
|
quitar de la joya que más valía y ella más estimaba. Pero los deseos de
|
|
aquella gente no se estienden a más que al dinero, y desto jamás se vee
|
|
harta su codicia; lo cual entonces llegó a tanto, que aun hasta los
|
|
vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les fueran. Y hubo
|
|
parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una
|
|
vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con
|
|
nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos, serían castigados,
|
|
siendo descubierto su hurto. Mas el capitán, que era el que había despojado
|
|
a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y
|
|
que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho de
|
|
Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde había
|
|
salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío, y todo
|
|
lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron
|
|
otra día, ya a vista de tierra de España, con la cual vista, todas nuestras
|
|
pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran
|
|
pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida.
|
|
|
|
»Cerca de mediodía podría ser cuando nos echaron en la barca, dándonos dos
|
|
barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán, movido no sé de qué
|
|
misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta
|
|
escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mesmos
|
|
vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel; dímosles las
|
|
gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que
|
|
quejosos; ellos se hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del estrecho;
|
|
nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba
|
|
delante, nos dimos tanta priesa a bogar que al poner del sol estábamos tan
|
|
cerca que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy
|
|
noche; pero, por no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse
|
|
escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa
|
|
segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo
|
|
que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque
|
|
así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener que por allí
|
|
anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería
|
|
y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa, y se
|
|
vuelven a dormir a sus casas. Pero, de los contrarios pareceres, el que se
|
|
tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego del mar lo
|
|
concediese, desembarcásemos donde pudiésemos.
|
|
|
|
»Hízose así, y poco antes de la media noche sería cuando llegamos al pie de
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una disformísima y alta montaña, no tan junto al mar que no concediese un
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poco de espacio para poder desembarcar cómodamente. Embestimos en la arena,
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salimos a tierra, besamos el suelo, y, con lágrimas de muy alegrísimo
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contento, dimos todos gracias a Dios, Señor Nuestro, por el bien tan
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incomparable que nos había hecho. Sacamos de la barca los bastimentos que
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tenía, tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la montaña,
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porque aún allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho, ni
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acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía.
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Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéramos. Acabamos de
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subir toda la montaña, por ver si desde allí algún poblado se descubría, o
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algunas cabañas de pastores; pero, aunque más tendimos la vista, ni
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poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto,
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determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría ser menos sino
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que presto descubriésemos quien nos diese noticia della. Pero lo que a mí
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más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que,
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puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi
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cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo aquel
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trabajo tomase; y, con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo
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siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber
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andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal
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clara que por allí cerca había ganado; y, mirando todos con atención si
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alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con
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grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos
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voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y, a lo que
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después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el
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renegado y Zoraida, y, como él los vio en hábito de moros, pensó que todos
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los de la Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con estraña ligereza por
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el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo diciendo:
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''¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!''
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»Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero,
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considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que
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la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos
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que el renegado se desnudase las ropas del turco y se vistiese un
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gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se
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quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino
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que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar
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sobre nosotros la caballería de la costa. Y no nos engañó nuestro
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pensamiento, porque, aún no habrían pasado dos horas cuando, habiendo ya
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salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta
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caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se
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venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos; pero,
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como ellos llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto
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pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos
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nosotros acaso la ocasión por que un pastor había apellidado al arma.
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''Sí'', dije yo; y, queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde
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veníamos y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían
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conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme a mí
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decir más palabra: ''¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena
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parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaño, la tierra que pisamos
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es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de
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la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos,
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sois Pedro de Bustamante, tío mío''. Apenas hubo dicho esto el cristiano
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cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo,
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diciéndole: ''Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he
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llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los tuyos, que aún
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viven; y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de
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verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de
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tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprehendo que habéis
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tenido milagrosa libertad''. ''Así es -respondió el mozo-, y tiempo nos
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quedará para contároslo todo''.
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»Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos, se
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apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para
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llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí estaba.
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Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde
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la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las
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del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo, que
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ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No
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se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la
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gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero
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admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón
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estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino como con la alegría de
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verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le
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había sacado al rostro tales colores que, si no es que la afición entonces
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me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a
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lo menos, que yo la hubiese visto.
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»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por la merced recebida;
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y, así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se
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parecían a los de Lela Marién. Dijímosle que eran imágines suyas, y como
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mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban, para que
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ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma
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Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un
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natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le
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dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del
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pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino
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con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de
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los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo.
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»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el renegado, hecha su
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información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada, a
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reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la
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Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le
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pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que la cortesía
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del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella
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viene; y, sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo,
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vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos
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ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que, por haberme hecho el
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cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera
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venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que
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Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que
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muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira y me
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mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo
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de verme suyo y de que ella sea mía me lo turba y deshace no saber si
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hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el
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tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos
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que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan.» No tengo más, señores,
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que deciros de mi historia; la cual, si es agradable y peregrina, júzguenlo
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vuestros buenos entendimientos; que de mí sé decir que quisiera habérosla
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contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro
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circustancias me ha quitado de la lengua.
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Capítulo XLII. Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras
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muchas cosas dignas de saberse
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Calló, en diciendo esto, el cautivo, a quien don Fernando dijo:
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-Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este estraño
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suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo caso.
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Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden
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a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en
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escuchalle, que, aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el
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mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.
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Y, en diciendo esto, don Fernando y todos los demás se le ofrecieron, con
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todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas
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y tan verdaderas que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus
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voluntades. Especialmente, le ofreció don Fernando que si quería volverse
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con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo
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de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera que pudiese
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entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía.
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Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno
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de sus liberales ofrecimientos.
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En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar della, llegó a la venta un
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coche, con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada; a quien la
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ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.
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-Pues, aunque eso sea -dijo uno de los de a caballo que habían entrado-, no
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ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.
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A este nombre se turbó la güéspeda, y dijo:
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-Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas: si es que su merced del
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señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora, que yo y mi
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marido nos saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced.
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-Sea en buen hora -dijo el escudero.
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Pero, a este tiempo, ya había salido del coche un hombre, que en el traje
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mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga, con las
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mangas arrocadas, que vestía, mostraron ser oidor, como su criado había
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dicho. Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis
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años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda que a
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todos puso en admiración su vista; de suerte que, a no haber visto a
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Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra
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tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallóse
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don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y, así como le vio, dijo:
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-Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo,
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que, aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad
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en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas
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y letras traen por guía y adalid a la fermosura, como la traen las letras
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de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sólo abrirse y
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manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y devidirse y
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abajarse las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en
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este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que
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vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la
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hermosura en su estremo.
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Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a
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mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras;
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y, sin hallar ningunas con que respondelle, se tornó a admirar de nuevo
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cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y a Zoraida, que, a las nuevas
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de los nuevos güéspedes y a las que la ventera les había dado de la
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hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recebirla. Pero don
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Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos
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ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía
|
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como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada
|
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a la hermosa doncella.
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En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la
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que allí estaba; pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le
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desatinaba; y, habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos y
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tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado:
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que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los
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hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y así, fue contento el oidor
|
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que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que
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ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y
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con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de
|
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lo que pensaban.
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El cautivo, que, desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón
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y barruntos de que aquél era su hermano, preguntó a uno de los criados que
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con él venían que cómo se llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado
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le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había
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oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación y
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|
con lo que él había visto se acabó de confirmar de que aquél era su
|
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hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre; y,
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alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al
|
|
cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su
|
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hermano. Habíale dicho también el criado como iba proveído por oidor a las
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|
Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también como aquella doncella era
|
|
su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy
|
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rico con el dote que con la hija se le quedó en casa. Pidióles consejo qué
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modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si, después de
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descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaba o le recebía con
|
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buenas entrañas.
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-Déjeseme a mí el hacer esa experiencia -dijo el cura-; cuanto más, que no
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hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recebido; porque el
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|
valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da
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indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los
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|
casos de la fortuna en su punto.
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-Con todo eso -dijo el capitán- yo querría, no de improviso, sino por
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rodeos, dármele a conocer.
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-Ya os digo -respondió el cura- que yo lo trazaré de modo que todos
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quedemos satisfechos.
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Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, eceto
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el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad
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de la cena dijo el cura:
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-Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en
|
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Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años; la cual camarada era uno
|
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de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería
|
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española, pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso lo tenía de
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desdichado.
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-Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? -preguntó el oidor.
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-Llamábase -respondió el cura- Ruy Pérez de Viedma, y era natural de un
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lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso que a su padre
|
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con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan
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verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas
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cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido su
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hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos,
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mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él escogió de venir a la
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guerra le había sucedido tan bien que en pocos años, por su valor y
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esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de
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infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de
|
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campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y
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tener buena, allí la perdió, con perder la libertad en la felicísima
|
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jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la
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perdí en la Goleta, y después, por diferentes sucesos, nos hallamos
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camaradas en Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le
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sucedió uno de los más estraños casos que en el mundo han sucedido.
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De aquí fue prosiguiendo el cura, y, con brevedad sucinta, contó lo que con
|
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Zoraida a su hermano había sucedido; a todo lo cual estaba tan atento el
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oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó el
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cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la
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barca venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora
|
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habían quedado; de los cuales no había sabido en qué habían parado, ni si
|
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habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia.
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Todo lo que el cura decía estaba escuchando, algo de allí desviado, el
|
|
capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el cual,
|
|
viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande
|
|
suspiro y llenándosele los ojos de agua, dijo:
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-¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me
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tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas
|
|
que, contra toda mi discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán
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tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de
|
|
más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso
|
|
y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro
|
|
padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a
|
|
vuestro parecer, le oístes. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y
|
|
mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está
|
|
en el Pirú, tan rico que con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha
|
|
satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi
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|
padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo, ansimesmo, he
|
|
podido con más decencia y autoridad tratarme en mis estudios y llegar al
|
|
puesto en que me veo. Vive aún mi padre, muriendo con el deseo de saber de
|
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su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte
|
|
sus ojos hasta que él vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo,
|
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siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos y afliciones, o prósperos
|
|
sucesos, se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre; que si él lo
|
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supiera, o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro
|
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de la caña para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo es de
|
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pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad, o le habrán muerto
|
|
por encubrir su hurto. Esto todo será que yo prosiga mi viaje, no con aquel
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contento con que le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen
|
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hermano mío, y quién supiera agora dónde estabas; que yo te fuera a buscar
|
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y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién
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llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras
|
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en las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te sacaran sus
|
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riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal,
|
|
quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste!; ¡quién pudiera
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hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos
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dieran!
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Estas y otras semejantes palabras decía el oidor, lleno de tanta compasión
|
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con las nuevas que de su hermano le habían dado, que todos los que le oían
|
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le acompañaban en dar muestras del sentimiento que tenían de su lástima.
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Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su intención y con lo
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que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y
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así, se levantó de la mesa, y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó por
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la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor.
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Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que,
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tomándole a él asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde
|
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el oidor y los demás caballeros estaban, y dijo:
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-Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo de todo el
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bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano y
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a vuestra buena cuñada. Éste que aquí veis es el capitán Viedma, y ésta, la
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hermosa mora que tanto bien le hizo. Los franceses que os dije los pusieron
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en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de vuestro
|
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buen pecho.
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Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los
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pechos por mirarle algo más apartado; mas, cuando le acabó de conocer, le
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abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento,que
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los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las
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palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron,
|
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apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en breves
|
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razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí mostraron puesta en su punto
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la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida; allí la
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ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana
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hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos.
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Allí don Quijote estaba atento, sin hablar palabra, considerando estos tan
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estraños sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería.
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Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a
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Sevilla y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como
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pudiese, viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le
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ser al oidor posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nuevas
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que de allí a un mes partía la flota de Sevilla a la Nueva España, y
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fuérale de grande incomodidad perder el viaje.
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En resolución, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del
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cautivo; y, como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada,
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acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se
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ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante o otro mal
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andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de
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hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le
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conocían, y dieron al oidor cuenta del humor estraño de don Quijote, de que
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no poco gusto recibió.
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Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo
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él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento,
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que le costaron tan caros como adelante se dirá.
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Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodádose como
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menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la
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centinela del castillo, como lo había prometido.
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Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de
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las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le
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prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo
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lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor.
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Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una
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voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía
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que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y, estando en esta
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confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo:
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-Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de
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tal manera canta que encanta.
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-Ya lo oímos, señor -respondió Dorotea.
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Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atención posible,
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entendió que lo que se cantaba era esto:
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Capítulo XLIII. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas,
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con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos]
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-Marinero soy de amor,
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y en su piélago profundo
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navego sin esperanza
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de llegar a puerto alguno.
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Siguiendo voy a una estrella
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que desde lejos descubro,
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más bella y resplandeciente
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que cuantas vio Palinuro.
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Yo no sé adónde me guía,
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y así, navego confuso,
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el alma a mirarla atenta,
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cuidadosa y con descuido.
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Recatos impertinentes,
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honestidad contra el uso,
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son nubes que me la encubren
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cuando más verla procuro.
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¡Oh clara y luciente estrella,
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en cuya lumbre me apuro!;
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al punto que te me encubras,
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será de mi muerte el punto.
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Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no sería
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bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y a
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otra parte, la despertó diciéndole:
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-Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la
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mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.
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Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que
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Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir,
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por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que el
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que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño como si
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de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose
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estrechamente con Teodora, le dijo:
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-¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el
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mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los
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ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.
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-¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de
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mulas.
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-No es sino señor de lugares -respondió Clara-, y el que le tiene en mi
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alma con tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no le será quitado
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eternamente.
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Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole
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que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y
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así, le dijo:
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-Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: declaraos más y
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decidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico, cuya voz
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tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero
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perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que
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canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.
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-Sea en buen hora -respondió Clara.
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Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también
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se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que
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proseguían en esta manera:
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-Dulce esperanza mía,
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que, rompiendo imposibles y malezas,
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sigues firme la vía
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que tú mesma te finges y aderezas:
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no te desmaye el verte
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a cada paso junto al de tu muerte.
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No alcanzan perezosos
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honrados triunfos ni vitoria alguna,
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ni pueden ser dichosos
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los que, no contrastando a la fortuna,
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entregan, desvalidos,
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al ocio blando todos los sentidos.
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Que amor sus glorias venda
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caras, es gran razón, y es trato justo,
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pues no hay más rica prenda
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que la que se quilata por su gusto;
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y es cosa manifiesta
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que no es de estima lo que poco cuesta.
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Amorosas porfías
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tal vez alcanzan imposibles cosas;
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y ansí, aunque con las mías
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sigo de amor las más dificultosas,
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no por eso recelo
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de no alcanzar desde la tierra el cielo.
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Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual
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encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto
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y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le
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quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la
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oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oído
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de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le
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dijo:
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-Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino
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de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi
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padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con
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lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo
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que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la
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iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a
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entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas
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lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me
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quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con
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la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo me
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holgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién
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comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor si no era, cuando
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estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o
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la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba
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señales de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida de mi
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padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a
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lo que yo entiendo, de pesadumbre; y así, el día que nos partimos nunca
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pude verle para despedirme dél, siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dos
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días que caminábamos, al entrar de una posada, en un lugar una jornada de
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aquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tan
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al natural que si yo no le trujera tan retratado en mi alma fuera imposible
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conocelle. Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a hurto de mi padre,
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de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los
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caminos y en las posadas do llegamos; y, como yo sé quién es, y considero
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que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre,
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y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene,
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ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere estraordinariamente,
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porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestra
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merced cuando le vea. Y más le sé decir: que todo aquello que canta lo saca
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de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay
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más: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me
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sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de
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nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, le
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quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo
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lo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado; que en
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sola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sino
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señor de almas y lugares, como yo os he dicho.
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-No digáis más, señora doña Clara -dijo a esta sazón Dorotea, y esto,
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besándola mil veces-; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo
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día, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que
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tengan el felice fin que tan honestos principios merecen.
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-¡Ay señora! -dijo doña Clara-, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es
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tan principal y tan rico que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de
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su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo haré
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por cuanto hay en el mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me
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dejase; quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos
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se me aliviaría la pena que ahora llevo, aunque sé decir que este remedio
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que me imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué diablos ha sido
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esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan
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muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad
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mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San
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Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.
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No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán como niña hablaba doña Clara,
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a quien dijo:
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-Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y
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medraremos, o mal me andarán las manos.
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Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio;
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solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su criada, las
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cuales, como ya sabían el humor de que pecaba don Quijote, y que estaba
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fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las
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dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo
|
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oyéndole sus disparates.
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Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana que saliese al
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campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por defuera.
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A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijote
|
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estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan
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dolientes y profundos suspiros que parecía, que con cada uno se le
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arrancaba el alma. Y asimesmo oyeron que decía con voz blanda, regalada y
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amorosa:
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-¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y remate
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de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y,
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ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en
|
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el mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las
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mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte,
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de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de
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las tres caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando; que, o
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paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta de
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pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y
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grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón
|
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padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y,
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finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol,
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que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir
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a ver a mi señora, así como la veas, suplícote que de mi parte la saludes;
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pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que
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tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que
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tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas
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de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y
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enamorado.
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A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero
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razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a
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decirle:
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-Señor mío, lléguese acá la vuestra merced si es servido.
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A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de la
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luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujero
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que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las
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tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y
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luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez,
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como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo,
|
|
vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no
|
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mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se
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llegó al agujero, y, así como vio a las dos mozas, dijo:
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-Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas
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mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro
|
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gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable
|
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andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su
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voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la
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hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en
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vuestro aposento, y no queráis, con significarme más vuestros deseos, que
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yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí
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otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo
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os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en continente,
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si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos
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culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma.
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-No ha menester nada deso mi señora, señor caballero -dijo a este punto
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Maritornes.
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-Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? -respondió don
|
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Quijote.
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-Sola una de vuestras hermosas manos -dijo Maritornes-, por poder deshogar
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con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su
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honor que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera
|
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la oreja.
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-¡Ya quisiera yo ver eso! -respondió don Quijote-; pero él se guardará bien
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deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el
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mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada
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hija.
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Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían
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pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del
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agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de
|
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Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don
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Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a
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la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la ferida doncella; y, al
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darle la mano, dijo:
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-Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los
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malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de
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mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi
|
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cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura
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de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de
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sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que
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tal mano tiene.
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-Ahora lo veremos -dijo Maritornes.
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|
Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y,
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bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar
|
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muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su
|
|
muñeca, dijo:
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-Más parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no la
|
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tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os
|
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hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo.
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|
Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.
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|
Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque,
|
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así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le
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|
dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.
|
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Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el
|
|
brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con
|
|
grandísimo temor y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o a
|
|
otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento
|
|
alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía
|
|
esperar que estaría sin moverse un siglo entero.
|
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|
En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían
|
|
ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento,
|
|
como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro
|
|
encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y discurso,
|
|
pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había
|
|
aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros
|
|
andantes que, cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es
|
|
señal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen
|
|
necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por
|
|
ver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas
|
|
fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no
|
|
se moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía
|
|
sino estar en pie, o arrancarse la mano.
|
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|
|
Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza de
|
|
encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el
|
|
exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí
|
|
estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba;
|
|
allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el
|
|
llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido
|
|
sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la
|
|
madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que
|
|
le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y,
|
|
finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso que bramaba
|
|
como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita,
|
|
porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y hacíale creer esto
|
|
ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte,
|
|
sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que
|
|
aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio
|
|
encantador le desencantase.
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|
Pero engañóse mucho en su creencia, porque, apenas comenzó a amanecer,
|
|
cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y
|
|
aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la
|
|
venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don
|
|
Quijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante
|
|
y alta dijo:
|
|
|
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-Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para qué
|
|
llamar a las puertas deste castillo; que asaz de claro está que a tales
|
|
horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse
|
|
las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos
|
|
afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no
|
|
que os abran.
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|
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-¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste -dijo uno-, para obligarnos a
|
|
guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que
|
|
somos caminantes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabalgaduras
|
|
y pasar adelante, porque vamos de priesa.
|
|
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|
-¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? -respondió don
|
|
Quijote.
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|
|
|
-No sé de qué tenéis talle -respondió el otro-, pero sé que decís
|
|
disparates en llamar castillo a esta venta.
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|
-Castillo es -replicó don Quijote-, y aun de los mejores de toda esta
|
|
provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en
|
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la cabeza.
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|
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|
-Mejor fuera al revés -dijo el caminante-: el cetro en la cabeza y la
|
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corona en la mano. Y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna
|
|
compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y
|
|
cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto
|
|
silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y
|
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cetro.
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-Sabéis poco del mundo -replicó don Quijote-, pues ignoráis los casos que
|
|
suelen acontecer en la caballería andante.
|
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|
|
Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio que
|
|
con don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia; y fue de
|
|
modo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban; y
|
|
así, se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una
|
|
de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a
|
|
Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin
|
|
moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecía
|
|
de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a
|
|
hacer caricias; y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron
|
|
los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, dieran con él en
|
|
el suelo, a no quedar colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor que
|
|
creyó o que la muñeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba; porque
|
|
él quedó tan cerca del suelo que con los estremos de las puntas de los pies
|
|
besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que
|
|
le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase
|
|
cuanto podía por alcanzar al suelo: bien así como los que están en el
|
|
tormento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos mesmos son
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causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse,
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engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que se
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estiren llegarán al suelo.
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Capítulo XLIV. Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta
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En efeto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que, abriendo de
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presto las puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién
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tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes,
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que ya había despertado a las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se
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fue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a don
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Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los
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caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales voces
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daba. Él, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y,
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levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su
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lanzón, y, tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo:
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-Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi
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señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le
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rieto y desafío a singular batalla.
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Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote,
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pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era don
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Quijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.
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Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho
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de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de
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tales y tales señas, dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. El
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ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de
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ver en el que preguntaban. Pero, habiendo visto uno dellos el coche donde
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había venido el oidor, dijo:
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-Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen que
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sigue; quédese uno de nosotros a la puerta y entren los demás a buscarle; y
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aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se
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fuese por las bardas de los corrales.
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-Así se hará -respondió uno dellos.
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Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a
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rodear la venta; todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué
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se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel
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mozo cuyas señas le habían dado.
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Ya a esta sazón aclaraba el día; y, así por esto como por el ruido que don
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Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban,
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especialmente doña Clara y Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan
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cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir
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bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro
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caminantes hacía caso dél, ni le respondían a su demanda, moría y rabiaba
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de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que
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lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa,
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habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que
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había prometido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su
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grado. Pero, por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva
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empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse
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quedo, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos
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caminantes; uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, durmiendo al
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lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni
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menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo:
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-Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito
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que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que
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vuestra madre os crió.
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Limpióse el mozo los soñolientos ojos y miró de espacio al que le tenía
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asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal
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sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio. Y
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el criado prosiguió diciendo:
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-Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia y
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dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor
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la dé al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con
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que queda por vuestra ausencia.
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-Pues, ¿cómo supo mi padre -dijo don Luis- que yo venía este camino y en
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este traje?
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-Un estudiante -respondió el criado- a quien distes cuenta de vuestros
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pensamientos fue el que lo descubrió, movido a lástima de las que vio que
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hacía vuestro padre al punto que os echó de menos; y así, despachó a cuatro
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de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio,
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más contentos de lo que imaginar se puede, por el buen despacho con que
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tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto os quieren.
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-Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare -respondió don
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Luis.
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-¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo, fuera de consentir en
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volveros?; porque no ha de ser posible otra cosa.
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Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el mozo de mulas junto a
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quien don Luis estaba; y, levantándose de allí, fue a decir lo que pasaba a
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don Fernando y a Cardenio, y a los demás, que ya vestido se habían; a los
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cuales dijo cómo aquel hombre llamaba de don a aquel muchacho, y las
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razones que pasaban, y cómo le quería volver a casa de su padre, y el mozo
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no quería. Y con esto, y con lo que dél sabían de la buena voz que el cielo
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le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente
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quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se
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fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado.
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Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda turbada;
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y, llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la
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historia del músico y de doña Clara, a quien él también dijo lo que pasaba
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de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan
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callando que lo dejase de oír Clara; de lo que quedó tan fuera de sí que,
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si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a
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Dorotea que se volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en
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todo, y ellas lo hicieron.
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Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la
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venta y rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto,
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volviese a consolar a su padre. Él respondió que en ninguna manera lo podía
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hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma.
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Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo volverían
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sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese.
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-Eso no haréis vosotros -replicó don Luis-, si no es llevándome muerto;
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aunque, de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida.
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Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta
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estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el
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cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de
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guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la historia del mozo,
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preguntó a los que llevarle querían que qué les movía a querer llevar
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contra su voluntad aquel muchacho.
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-Muévenos -respondió uno de los cuatro- dar la vida a su padre, que por la
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ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.
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A esto dijo don Luis:
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-No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas: yo soy libre, y volveré si
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me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.
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-Harásela a vuestra merced la razón -respondió el hombre-; y, cuando ella
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no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que
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venimos y lo que somos obligados.
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-Sepamos qué es esto de raíz -dijo a este tiempo el oidor.
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Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su casa, respondió:
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-¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo
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de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan
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indecente a su calidad como vuestra merced puede ver?
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Miróle entonces el oidor más atentamente y conocióle; y, abrazándole, dijo:
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-¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que
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os hayan movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con
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la calidad vuestra?
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Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no pudo responder
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palabra. El oidor dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría
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bien; y, tomando por la mano a don Luis, le apartó a una parte y le
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preguntó qué venida había sido aquélla.
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Y, en tanto que le hacía esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la
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puerta de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes que aquella
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noche habían alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo
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que los cuatro buscaban, habían intentado a irse sin pagar lo que debían;
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mas el ventero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al
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salir de la puerta y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales
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palabras, que les movió a que le respondiesen con los puños; y así, le
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comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces
|
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y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más desocupado para
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poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo:
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-Socorra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, a
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mi pobre padre, que dos malos hombres le están moliendo como a cibera.
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A lo cual respondió don Quijote, muy de espacio y con mucha flema:
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-Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy
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impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una
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en que mi palabra me ha puesto. Mas lo que yo podré hacer por serviros es
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lo que ahora diré: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa
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batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en
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tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle
|
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en su cuita; que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della.
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-¡Pecadora de mí! -dijo a esto Maritornes, que estaba delante-: primero que
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vuestra merced alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro
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mundo.
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-Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo -respondió don
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Quijote-; que, como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el otro
|
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mundo; que de allí le sacaré a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o,
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por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que
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quedéis más que medianamente satisfechas.
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Y sin decir más se fue a poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole con
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palabras caballerescas y andantescas que la su grandeza fuese servida de
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darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que
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estaba puesto en una grave mengua. La princesa se la dio de buen talante, y
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él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la
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puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer
|
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al ventero; pero, así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque
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Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía, que socorriese a
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su señor y marido.
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-Deténgome -dijo don Quijote- porque no me es lícito poner mano a la espada
|
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contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho, que a él
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toca y atañe esta defensa y venganza.
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Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y
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mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de
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Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de
|
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don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre.
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Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra, o si no, sufra y
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calle el que se atreve a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y
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volvámonos atrás cincuenta pasos, a ver qué fue lo que don Luis respondió
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al oidor, que le dejamos aparte, preguntándole la causa de su venida a pie
|
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y de tan vil traje vestido. A lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las
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manos, como en señal de que algún gran dolor le apretaba el corazón, y
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|
derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo:
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-Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el
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cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija
|
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vuestra y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad; y
|
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si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día
|
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ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse
|
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en este traje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al
|
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blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo
|
|
que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis
|
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ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo
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soy su único heredero: si os parece que éstas son partes para que os
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aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo;
|
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que si mi padre, llevado de otros disignios suyos, no gustare deste bien
|
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que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las
|
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cosas que las humanas voluntades.
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Calló, en diciendo esto, el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle
|
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suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con
|
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que don Luis le había descubierto su pensamiento, como de verse en punto
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que no sabía el que poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y
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|
así, no respondió otra cosa sino que se sosegase por entonces, y
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entretuviese a sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se
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tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese. Besóle las
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manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera
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enternecer un corazón de mármol, no sólo el del oidor, que, como discreto,
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ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto
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que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don
|
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Luis, del cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo.
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Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero, pues, por
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persuasión y buenas razones de don Quijote, más que por amenazas, le habían
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pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de
|
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la plática del oidor y la resolución de su amo, cuando el demonio, que no
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duerme, ordenó que en aquel mesmo punto entró en la venta el barbero a
|
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quien don Quijote quitó el yelmo de Mambrino y Sancho Panza los aparejos
|
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del asno, que trocó con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento
|
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a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la
|
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albarda, y así como la vio la conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho,
|
|
diciendo:
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-¡Ah don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos
|
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mis aparejos que me robastes!
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Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó los vituperios que le
|
|
decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un mojicón al
|
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barbero que le bañó los dientes en sangre; pero no por esto dejó el barbero
|
|
la presa que tenía hecha en el albarda; antes, alzó la voz de tal manera
|
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que todos los de la venta acudieron al ruido y pendencia, y decía:
|
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-¡Aquí del rey y de la justicia, que, sobre cobrar mi hacienda, me quiere
|
|
matar este ladrón salteador de caminos!
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-Mentís -respondió Sancho-, que yo no soy salteador de caminos; que en
|
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buena guerra ganó mi señor don Quijote estos despojos.
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|
Ya estaba don Quijote delante, con mucho contento de ver cuán bien se
|
|
defendía y ofendía su escudero, y túvole desde allí adelante por hombre de
|
|
pro, y propuso en su corazón de armalle caballero en la primera ocasión que
|
|
se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada la orden de la
|
|
caballería. Entre otras cosas que el barbero decía en el discurso de la
|
|
pendencia, vino a decir:
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-Señores, así esta albarda es mía como la muerte que debo a Dios, y así la
|
|
conozco como si la hubiera parido; y ahí está mi asno en el establo, que no
|
|
me dejará mentir; si no, pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo
|
|
quedaré por infame. Y hay más: que el mismo día que ella se me quitó, me
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|
quitaron también una bacía de azófar nueva, que no se había estrenado, que
|
|
era señora de un escudo.
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Aquí no se pudo contener don Quijote sin responder: y, poniéndose entre los
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dos y apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de
|
|
manifiesto hasta que la verdad se aclarase, dijo:
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|
-¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que
|
|
está este buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de
|
|
Mambrino, el cual se lo quité yo en buena guerra, y me hice señor dél con
|
|
ligítima y lícita posesión! En lo del albarda no me entremeto, que lo que
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|
en ello sabré decir es que mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar
|
|
los jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo;
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yo se la di, y él los tomó, y, de haberse convertido de jaez en albarda, no
|
|
sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que como esas transformaciones
|
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se ven en los sucesos de la caballería; para confirmación de lo cual,
|
|
corre, Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser
|
|
bacía.
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|
-¡Pardiez, señor -dijo Sancho-, si no tenemos otra prueba de nuestra
|
|
intención que la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Malino
|
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como el jaez deste buen hombre albarda!
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-Haz lo que te mando -replicó don Quijote-, que no todas las cosas deste
|
|
castillo han de ser guiadas por encantamento.
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Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo; y, así como don Quijote la vio,
|
|
la tomó en las manos y dijo:
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|
-Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que ésta es
|
|
bacía, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballería que
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|
profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadido en
|
|
él ni quitado cosa alguna.
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-En eso no hay duda -dijo a esta sazón Sancho-, porque desde que mi señor
|
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le ganó hasta agora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a
|
|
los sin ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara
|
|
entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.
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|
Capítulo XLV. Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y
|
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de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad
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-¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores -dijo el barbero-, de lo que
|
|
afirman estos gentiles hombres, pues aún porfían que ésta no es bacía,
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|
sino yelmo?
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-Y quien lo contrario dijere -dijo don Quijote-, le haré yo conocer que
|
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miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces.
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|
Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenía tan bien conocido
|
|
el humor de don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la
|
|
burla para que todos riesen, y dijo, hablando con el otro barbero:
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-Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y
|
|
tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos
|
|
los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos
|
|
fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es
|
|
morrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a
|
|
los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer,
|
|
remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí
|
|
delante y que este buen señor tiene en las manos, no sólo no es bacía de
|
|
barbero, pero está tan lejos de serlo como está lejos lo blanco de lo negro
|
|
y la verdad de la mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es
|
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yelmo entero.
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-No, por cierto -dijo don Quijote-, porque le falta la mitad, que es la
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babera.
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-Así es -dijo el cura, que ya había entendido la intención de su amigo el
|
|
barbero.
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Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor,
|
|
si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara, por su
|
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parte, a la burla; pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso,
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|
que poco o nada atendía a aquellos donaires.
|
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-¡Válame Dios! -dijo a esta sazón el barbero burlado-; ¿que es posible que
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tanta gente honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece ésta
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que puede poner en admiración a toda una Universidad, por discreta que sea.
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|
Basta: si es que esta bacía es yelmo, también debe de ser esta albarda jaez
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de caballo, como este señor ha dicho.
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-A mí albarda me parece -dijo don Quijote-, pero ya he dicho que en eso no
|
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me entremeto.
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-De que sea albarda o jaez -dijo el cura- no está en más de decirlo el
|
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señor don Quijote; que en estas cosas de la caballería todos estos señores
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y yo le damos la ventaja.
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-Por Dios, señores míos -dijo don Quijote-, que son tantas y tan estrañas
|
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las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado, me han
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sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que
|
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acerca de lo que en él se contiene se preguntare, porque imagino que cuanto
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en él se trata va por vía de encantamento. La primera vez me fatigó mucho
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un moro encantado que en él hay, y a Sancho no le fue muy bien con otros
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sus secuaces; y anoche estuve colgado deste brazo casi dos horas, sin saber
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cómo ni cómo no vine a caer en aquella desgracia. Así que, ponerme yo agora
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en cosa de tanta confusión a dar mi parecer, será caer en juicio temerario.
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En lo que toca a lo que dicen que ésta es bacía, y no yelmo, ya yo tengo
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respondido; pero, en lo de declarar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo
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a dar sentencia difinitiva: sólo lo dejo al buen parecer de vuestras
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mercedes. Quizá por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendrán
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que ver con vuestras mercedes los encantamentos deste lugar, y tendrán los
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entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como
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ellas son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían.
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-No hay duda -respondió a esto don Fernando-, sino que el señor don Quijote
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ha dicho muy bien hoy que a nosotros toca la difinición deste caso; y,
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porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos destos
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señores, y de lo que resultare daré entera y clara noticia.
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Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote, era todo esto materia
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de grandísima risa; pero, para los que le ignoraban, les parecía el mayor
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disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a
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don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado
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a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como, en efeto, lo
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eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía, allí
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delante de sus ojos, se le había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya
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albarda pensaba sin duda alguna que se le había de volver en jaez rico de
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caballo; y los unos y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando
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tomando los votos de unos en otros, hablándolos al oído para que en secreto
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declarasen si era albarda o jaez aquella joya sobre quien tanto se había
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peleado. Y, después que hubo tomado los votos de aquellos que a don Quijote
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conocían, dijo en alta voz:
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-El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos
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pareceres, porque veo que a ninguno pregunto lo que deseo saber que no me
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diga que es disparate el decir que ésta sea albarda de jumento, sino jaez
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de caballo, y aun de caballo castizo; y así, habréis de tener paciencia,
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porque, a vuestro pesar y al de vuestro asno, éste es jaez y no albarda, y
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vos habéis alegado y probado muy mal de vuestra parte.
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-No la tenga yo en el cielo -dijo el sobrebarbero- si todos vuestras
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mercedes no se engañan, y que así parezca mi ánima ante Dios como ella me
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parece a mí albarda, y no jaez; pero allá van leyes..., etcétera; y no digo
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más; y en verdad que no estoy borracho: que no me he desayunado, si de
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pecar no.
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No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los
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disparates de don Quijote, el cual a esta sazón dijo:
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-Aquí no hay más que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y a
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quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.
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Uno de los cuatro dijo:
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-Si ya no es que esto sea burla pesada, no me puedo persuadir que hombres
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de tan buen entendimiento como son, o parecen, todos los que aquí están, se
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atrevan a decir y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas,
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como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de
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misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma
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verdad y la misma experiencia; porque, ¡voto a tal! -y arrojóle redondo-,
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que no me den a mí a entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que
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ésta no sea bacía de barbero y ésta albarda de asno.
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-Bien podría ser de borrica -dijo el cura.
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-Tanto monta -dijo el criado-, que el caso no consiste en eso, sino en si
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es o no es albarda, como vuestras mercedes dicen.
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Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que había oído la
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pendencia y quistión, lleno de cólera y de enfado, dijo:
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-Tan albarda es como mi padre; y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de
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estar hecho uva.
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-Mentís como bellaco villano -respondió don Quijote.
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Y, alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar
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tal golpe sobre la cabeza, que, a no desviarse el cuadrillero, se le dejara
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allí tendido. El lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás
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cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo
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favor a la Santa Hermandad.
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El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su
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espada, y se puso al lado de sus compañeros; los criados de don Luis
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rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el barbero,
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viendo la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo
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Sancho; don Quijote puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros.
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Don Luis daba voces a sus criados que le dejasen a él y acorriesen a don
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Quijote, y a Cardenio, y a don Fernando, que todos favorecían a don
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Quijote. El cura daba voces, la ventera gritaba, su hija se afligía,
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Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspensa y doña Clara
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desmayada. El barbero aporreaba a Sancho, Sancho molía al barbero; don
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Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se
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fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el oidor le
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defendía, don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero,
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midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor. El ventero tornó a reforzar
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la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad: de modo que toda la venta era
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llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias,
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cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y, en la mitad
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deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria de
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don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de
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Agramante; y así dijo, con voz que atronaba la venta:
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-¡Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si
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todos quieren quedar con vida!
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A cuya gran voz, todos se pararon, y él prosiguió diciendo:
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-¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado, y que alguna
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región de demonios debe de habitar en él? En confirmación de lo cual,
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quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado
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entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se
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pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el
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yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra
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merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de rey
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Agramante, y el otro de rey Sobrino, y pónganos en paz; porque por Dios
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Todopoderoso que es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí
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estamos se mate por causas tan livianas.
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Los cuadrilleros, que no entendían el frasis de don Quijote, y se veían
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malparados de don Fernando, Cardenio y sus camaradas, no querían sosegarse;
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el barbero sí, porque en la pendencia tenía deshechas las barbas y el
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albarda; Sancho, a la más mínima voz de su amo, obedeció como buen criado;
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los cuatro criados de don Luis también se estuvieron quedos, viendo cuán
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poco les iba en no estarlo. Sólo el ventero porfiaba que se habían de
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castigar las insolencias de aquel loco, que a cada paso le alborotaba la
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venta. Finalmente, el rumor se apaciguó por entonces, la albarda se quedó
|
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por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo y la venta por
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castillo en la imaginación de don Quijote.
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Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos todos a persuasión del oidor
|
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y del cura, volvieron los criados de don Luis a porfiarle que al momento se
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viniese con ellos; y, en tanto que él con ellos se avenía, el oidor
|
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comunicó con don Fernando, Cardenio y el cura qué debía hacer en aquel
|
|
caso, contándoseles con las razones que don Luis le había dicho. En fin,
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|
fue acordado que don Fernando dijese a los criados de don Luis quién él era
|
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y cómo era su gusto que don Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su
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|
hermano el marqués sería estimado como el valor de don Luis merecía; porque
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desta manera se sabía de la intención de don Luis que no volvería por
|
|
aquella vez a los ojos de su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida,
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|
pues, de los cuatro la calidad de don Fernando y la intención de don Luis,
|
|
determinaron entre ellos que los tres se volviesen a contar lo que pasaba a
|
|
su padre, y el otro se quedase a servir a don Luis, y a no dejalle hasta
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que ellos volviesen por él, o viese lo que su padre les ordenaba.
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Desta manera se apaciguó aquella máquina de pendencias, por la autoridad de
|
|
Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero, viéndose el enemigo de la
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concordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto que
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había granjeado de haberlos puesto a todos en tan confuso laberinto, acordó
|
|
de probar otra vez la mano, resucitando nuevas pendencias y desasosiegos.
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Es, pues, el caso que los cuadrilleros se sosegaron, por haber entreoído la
|
|
calidad de los que con ellos se habían combatido, y se retiraron de la
|
|
pendencia, por parecerles que, de cualquiera manera que sucediese, habían
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|
de llevar lo peor de la batalla; pero uno dellos, que fue el que fue molido
|
|
y pateado por don Fernando, le vino a la memoria que, entre algunos
|
|
mandamientos que traía para prender a algunos delincuentes, traía uno
|
|
contra don Quijote, a quien la Santa Hermandad había mandado prender, por
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la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho, con mucha razón, había
|
|
temido.
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Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si las señas que de don Quijote
|
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traía venían bien, y, sacando del seno un pergamino, topó con el que
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buscaba; y, poniéndosele a leer de espacio, porque no era buen lector, a
|
|
cada palabra que leía ponía los ojos en don Quijote, y iba cotejando las
|
|
señas del mandamiento con el rostro de don Quijote, y halló que, sin duda
|
|
alguna, era el que el mandamiento rezaba. Y, apenas se hubo certificado,
|
|
cuando, recogiendo su pergamino, en la izquierda tomó el mandamiento, y con
|
|
la derecha asió a don Quijote del cuello fuertemente, que no le dejaba
|
|
alentar, y a grandes voces decía:
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-¡Favor a la Santa Hermandad! Y, para que se vea que lo pido de veras,
|
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léase este mandamiento, donde se contiene que se prenda a este salteador de
|
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caminos.
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Tomó el mandamiento el cura, y vio como era verdad cuanto el cuadrillero
|
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decía, y cómo convenía con las señas con don Quijote; el cual, viéndose
|
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tratar mal de aquel villano malandrín, puesta la cólera en su punto y
|
|
crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo él, asió al
|
|
cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que, a no ser socorrido de
|
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sus compañeros, allí dejara la vida antes que don Quijote la presa. El
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ventero, que por fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió luego
|
|
a dalle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de
|
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nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija,
|
|
pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo
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|
que pasaba:
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-¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste
|
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castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en él!
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Don Fernando despartió al cuadrillero y a don Quijote, y, con gusto de
|
|
entrambos, les desenclavijó las manos, que el uno en el collar del sayo del
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|
uno, y el otro en la garganta del otro, bien asidas tenían; pero no por
|
|
esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayudasen a
|
|
dársele atado y entregado a toda su voluntad, porque así convenía al
|
|
servicio del rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo les pedían
|
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socorro y favor para hacer aquella prisión de aquel robador y salteador de
|
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sendas y de carreras. Reíase de oír decir estas razones don Quijote; y, con
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mucho sosiego, dijo:
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-Venid acá, gente soez y malnacida: ¿saltear de caminos llamáis al dar
|
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libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables,
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alzar los caídos, remediar los menesterosos? ¡Ah gente infame, digna por
|
|
vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el valor que
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se encierra en la caballería andante, ni os dé a entender el pecado e
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ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto más la
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|
asistencia, de cualquier caballero andante! Venid acá, ladrones en
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cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la
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Santa Hermandad; decidme: ¿quién fue el ignorante que firmó mandamiento de
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prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son
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esentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su
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espada; sus fueros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad? ¿Quién fue el
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mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con
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tantas preeminencias, ni esenciones, como la que adquiere un caballero
|
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andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la
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caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la
|
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reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de
|
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vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le
|
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hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no
|
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se le aficionó y se le entregó rendida, a todo su talante y voluntad? Y,
|
|
finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que
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no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos
|
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cuadrilleros que se le pongan delante?
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Capítulo XLVI. De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran
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ferocidad de nuestro buen caballero don Quijote
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En tanto que don Quijote esto decía, estaba persuadiendo el cura a los
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cuadrilleros como don Quijote era falto de juicio, como lo veían por sus
|
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obras y por sus palabras, y que no tenían para qué llevar aquel negocio
|
|
adelante, pues, aunque le prendiesen y llevasen, luego le habían de dejar
|
|
por loco; a lo que respondió el del mandamiento que a él no tocaba juzgar
|
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de la locura de don Quijote, sino hacer lo que por su mayor le era mandado,
|
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y que una vez preso, siquiera le soltasen trecientas.
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-Con todo eso -dijo el cura-, por esta vez no le habéis de llevar, ni aun
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él dejará llevarse, a lo que yo entiendo.
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En efeto, tanto les supo el cura decir, y tantas locuras supo don Quijote
|
|
hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran la
|
|
falta de don Quijote; y así, tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser
|
|
medianeros de hacer las paces entre el barbero y Sancho Panza, que todavía
|
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asistían con gran rancor a su pendencia. Finalmente, ellos, como miembros
|
|
de justicia, mediaron la causa y fueron árbitros della, de tal modo que
|
|
ambas partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos en algo
|
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satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas y jáquimas;
|
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y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y sin que
|
|
don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho reales, y el barbero le
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|
hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño por entonces, ni por
|
|
siempre jamás amén.
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Sosegadas, pues, estas dos pendencias, que eran las más principales y de
|
|
más tomo, restaba que los criados de don Luis se contentasen de volver los
|
|
tres, y que el uno quedase para acompañarle donde don Fernando le quería
|
|
llevar; y, como ya la buena suerte y mejor fortuna había comenzado a romper
|
|
lanzas y a facilitar dificultades en favor de los amantes de la venta y de
|
|
los valientes della, quiso llevarlo al cabo y dar a todo felice suceso,
|
|
porque los criados se contentaron de cuanto don Luis quería; de que recibió
|
|
tanto contento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro
|
|
que no conociera el regocijo de su alma.
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Zoraida, aunque no entendía bien todos los sucesos que había visto, se
|
|
entristecía y alegraba a bulto, conforme veía y notaba los semblantes a
|
|
cada uno, especialmente de su español, en quien tenía siempre puestos los
|
|
ojos y traía colgada el alma. El ventero, a quien no se le pasó por alto
|
|
la dádiva y recompensa que el cura había hecho al barbero, pidió el escote
|
|
de don Quijote, con el menoscabo de sus cueros y falta de vino, jurando que
|
|
no saldría de la venta Rocinante, ni el jumento de Sancho, sin que se le
|
|
pagase primero hasta el último ardite. Todo lo apaciguó el cura, y lo pagó
|
|
don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había también
|
|
ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya
|
|
no parecía la venta la discordia del campo de Agramante, como don Quijote
|
|
había dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano; de todo lo
|
|
cual fue común opinión que se debían dar las gracias a la buena intención y
|
|
mucha elocuencia del señor cura y a la incomparable liberalidad de don
|
|
Fernando.
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|
Viéndose, pues, don Quijote libre y desembarazado de tantas pendencias, así
|
|
de su escudero como suyas, le pareció que sería bien seguir su comenzado
|
|
viaje y dar fin a aquella grande aventura para que había sido llamado y
|
|
escogido; y así, con resoluta determinación se fue a poner de hinojos ante
|
|
Dorotea, la cual no le consintió que hablase palabra hasta que se
|
|
levantase; y él, por obedecella, se puso en pie y le dijo:
|
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|
-Es común proverbio, fermosa señora, que la diligencia es madre de la buena
|
|
ventura, y en muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia que la
|
|
solicitud del negociante trae a buen fin el pleito dudoso; pero en ningunas
|
|
cosas se muestra más esta verdad que en las de la guerra, adonde la
|
|
celeridad y presteza previene los discursos del enemigo, y alcanza la
|
|
vitoria antes que el contrario se ponga en defensa. Todo esto digo, alta y
|
|
preciosa señora, porque me parece que la estada nuestra en este castillo ya
|
|
es sin provecho, y podría sernos de tanto daño que lo echásemos de ver
|
|
algún día; porque, ¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes habrá
|
|
sabido ya vuestro enemigo el gigante de que yo voy a destruille?; y,
|
|
dándole lugar el tiempo, se fortificase en algún inexpugnable castillo o
|
|
fortaleza contra quien valiesen poco mis diligencias y la fuerza de mi
|
|
incansable brazo. Así que, señora mía, prevengamos, como tengo dicho, con
|
|
nuestra diligencia sus designios, y partámonos luego a la buena ventura;
|
|
que no está más de tenerla vuestra grandeza como desea, de cuanto yo tarde
|
|
de verme con vuestro contrario.
|
|
|
|
Calló y no dijo más don Quijote, y esperó con mucho sosiego la respuesta de
|
|
la fermosa infanta; la cual, con ademán señoril y acomodado al estilo de
|
|
don Quijote, le respondió desta manera:
|
|
|
|
-Yo os agradezco, señor caballero, el deseo que mostráis tener de
|
|
favorecerme en mi gran cuita, bien así como caballero, a quien es anejo y
|
|
concerniente favorecer los huérfanos y menesterosos; y quiera el cielo que
|
|
el vuestro y mi deseo se cumplan, para que veáis que hay agradecidas
|
|
mujeres en el mundo. Y en lo de mi partida, sea luego; que yo no tengo más
|
|
voluntad que la vuestra: disponed vos de mí a toda vuestra guisa y talante;
|
|
que la que una vez os entregó la defensa de su persona y puso en vuestras
|
|
manos la restauración de sus señoríos no ha de querer ir contra lo que la
|
|
vuestra prudencia ordenare.
|
|
|
|
-A la mano de Dios -dijo don Quijote-; pues así es que una señora se me
|
|
humilla, no quiero yo perder la ocasión de levantalla y ponella en su
|
|
heredado trono. La partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al
|
|
deseo y al camino lo que suele decirse que en la tardanza está el peligro.
|
|
Y, pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno que me espante
|
|
ni acobarde, ensilla, Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el
|
|
palafrén de la reina, y despidámonos del castellano y destos señores, y
|
|
vamos de aquí luego al punto.
|
|
|
|
Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando la cabeza a una parte y
|
|
a otra:
|
|
|
|
-¡Ay señor, señor, y cómo hay más mal en el aldegüela que se suena, con
|
|
perdón sea dicho de las tocadas honradas!
|
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|
|
-¿Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciudades del mundo,
|
|
que pueda sonarse en menoscabo mío, villano?
|
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|
-Si vuestra merced se enoja -respondió Sancho-, yo callaré, y dejaré de
|
|
decir lo que soy obligado como buen escudero, y como debe un buen criado
|
|
decir a su señor.
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-Di lo que quisieres -replicó don Quijote-, como tus palabras no se
|
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encaminen a ponerme miedo; que si tú le tienes, haces como quien eres, y si
|
|
yo no le tengo, hago como quien soy.
|
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-No es eso, ¡pecador fui yo a Dios! -respondió Sancho-, sino que yo tengo
|
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por cierto y por averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran
|
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reino Micomicón no lo es más que mi madre; porque, a ser lo que ella dice,
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|
no se anduviera hocicando con alguno de los que están en la rueda, a vuelta
|
|
de cabeza y a cada traspuesta.
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Paróse colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad que su
|
|
esposo don Fernando, alguna vez, a hurto de otros ojos, había cogido con
|
|
los labios parte del premio que merecían sus deseos (lo cual había visto
|
|
Sancho, y pareciéndole que aquella desenvoltura más era de dama cortesana
|
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que de reina de tan gran reino), y no pudo ni quiso responder palabra a
|
|
Sancho, sino dejóle proseguir en su plática, y él fue diciendo:
|
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|
-Esto digo, señor, porque, si al cabo de haber andado caminos y carreras, y
|
|
pasado malas noches y peores días, ha de venir a coger el fruto de nuestros
|
|
trabajos el que se está holgando en esta venta, no hay para qué darme
|
|
priesa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento y aderece al palafrén,
|
|
pues será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y comamos.
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¡Oh, válame Dios, y cuán grande que fue el enojo que recibió don Quijote,
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oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que fue tanto, que,
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con voz atropellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos,
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dijo:
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-¡Oh bellaco villano, mal mirado, descompuesto, ignorante, infacundo,
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deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente! ¿Tales palabras has osado
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decir en mi presencia y en la destas ínclitas señoras, y tales
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deshonestidades y atrevimientos osaste poner en tu confusa imaginación?
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¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras,
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almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador
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de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! ¡Vete;
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no parezcas delante de mí, so pena de mi ira!
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Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas
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partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas
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de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos
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ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel
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instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara. Y no supo
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qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de
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su señor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de
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don Quijote, dijo, para templarle la ira:
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-No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que
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vuestro buen escudero ha dicho, porque quizá no las debe de decir sin
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ocasión, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede
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sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer, sin poner
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duda en ello, que, como en este castillo, según vos, señor caballero,
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decís, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser,
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digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él dice que
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vio, tan en ofensa de mi honestidad.
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-Por el omnipotente Dios juro -dijo a esta sazón don Quijote-, que la
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vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión se le puso
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delante a este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible
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verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que sé yo bien de la
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bondad e inocencia deste desdichado, que no sabe levantar testimonios a
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nadie.
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-Ansí es y ansí será -dijo don Fernando-; por lo cual debe vuestra merced,
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señor don Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su gracia, sicut
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erat in principio, antes que las tales visiones le sacasen de juicio.
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Don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el
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cual vino muy humilde, y, hincándose de rodillas, pidió la mano a su amo; y
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él se la dio, y, después de habérsela dejado besar, le echó la bendición,
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diciendo:
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-Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas
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veces te he dicho de que todas las cosas deste castillo son hechas por vía
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de encantamento.
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-Así lo creo yo -dijo Sancho-, excepto aquello de la manta, que realmente
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sucedió por vía ordinaria.
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-No lo creas -respondió don Quijote-; que si así fuera, yo te vengara
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entonces, y aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni vi en quién tomar
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venganza de tu agravio.
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Desearon saber todos qué era aquello de la manta, y el ventero lo contó,
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punto por punto: la volatería de Sancho Panza, de que no poco se rieron
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todos; y de que no menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su
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amo que era encantamento; puesto que jamás llegó la sandez de Sancho a
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tanto, que creyese no ser verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaño
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alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne y hueso, y no por
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fantasmas soñadas ni imaginadas, como su señor lo creía y lo afirmaba.
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Dos días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía
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estaba en la venta; y, pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron
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orden para que, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con
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don Quijote a su aldea, con la invención de la libertad de la reina
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Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele, como deseaban, y
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procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se
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concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por allí,
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para que lo llevase en esta forma: hicieron una como jaula de palos
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enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote; y
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luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los
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cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del
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cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y
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quién de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la
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que en aquel castillo había visto.
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Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo
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y descansando de las pasadas refriegas. Llegáronse a él, que libre y seguro
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de tal acontecimiento dormía, y, asiéndole fuertemente, le ataron muy bien
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las manos y los pies, de modo que, cuando él despertó con sobresalto, no
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pudo menearse, ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver
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delante de sí tan estraños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su
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continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas
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aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que, sin
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duda alguna, ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender: todo
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a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador desta máquina.
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Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su
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mesma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma
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enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas
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contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba
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aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra,
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atendiendo a ver el paradero de su desgracia; que fue que, trayendo allí la
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jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente que
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no se pudieran romper a dos tirones.
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Tomáronle luego en hombros, y, al salir del aposento, se oyó una voz
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temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el
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otro, que decía:
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-¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te dé afincamiento la prisión en
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que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu
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gran esfuerzo te puso; la cual se acabará cuando el furibundo león manchado
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con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya después de
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humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito
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consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las
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rumpantes garras del valeroso padre. Y esto será antes que el seguidor de
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la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines con
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su rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble y obediente escudero que
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tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te
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desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor
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de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place,
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te verás tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no saldrán
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defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de
|
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parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás
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por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que
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conviene que vayas donde paréis entrambos. Y, porque no me es lícito decir
|
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otra cosa, a Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.
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Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y diminuyóla después,
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con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estuvieron por
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creer que era verdad lo que oían.
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Quedó don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió
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de todo en todo la significación de ella; y vio que le prometían el verse
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ayuntados en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso,
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de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para
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gloria perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien y firmemente, alzó la
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voz, y, dando un gran suspiro, dijo:
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-¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has pronosticado!, ruégote
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que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que
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no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver
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cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me
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han hecho; que, como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, y
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por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este
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lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y, en lo
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que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su
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bondad y buen proceder que no me dejará en buena ni en mala suerte; porque,
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cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la
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ínsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su
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salario no podrá perderse; que en mi testamento, que ya está hecho, dejo
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declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos
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servicios, sino a la posibilidad mía.
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Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento, y le besó entrambas las
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manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas.
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Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el
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carro de los bueyes.
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Capítulo XLVII. Del estraño modo con que fue encantado don Quijote de la
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Mancha, con otros famosos sucesos
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Cuando don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro,
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dijo:
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-Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes, pero
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jamás he leído, ni visto, ni oído, que a los caballeros encantados los
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lleven desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos
|
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animales; porque siempre los suelen llevar por los aires, con estraña
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ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de
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fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me
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lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en
|
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confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos
|
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deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y también podría
|
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ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha
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|
resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también
|
|
nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos y otros modos
|
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de llevar a los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?
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-No sé yo lo que me parece -respondió Sancho-, por no ser tan leído como
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vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría
|
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afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo
|
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católicas.
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-¿Católicas? ¡Mi padre! -respondió don Quijote-. ¿Cómo han de ser católicas
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si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer
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esto y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y
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pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino de aire, y como no consiste
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más de en la apariencia.
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-Par Dios, señor -replicó Sancho-, ya yo los he tocado; y este diablo que
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aquí anda tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy
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diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios; porque, según
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se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores; pero éste
|
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huele a ámbar de media legua.
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Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler a lo
|
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que Sancho decía.
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-No te maravilles deso, Sancho amigo -respondió don Quijote-, porque te
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hago saber que los diablos saben mucho, y, puesto que traigan olores
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consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden
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oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razón es que como ellos,
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dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recebir
|
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género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que
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deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te
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parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te engañas, o él
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quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.
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Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y, temiendo don Fernando
|
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y Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su
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invención, a quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar
|
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con la partida; y, llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a
|
|
Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho; el cual lo hizo con mucha
|
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presteza.
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|
Ya en esto, el cura se había concertado con los cuadrilleros que le
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|
acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del
|
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arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía,
|
|
y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas
|
|
a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros con
|
|
sus escopetas. Pero, antes que se moviese el carro, salió la ventera, su
|
|
hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de
|
|
dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:
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-No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas a los
|
|
que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran,
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no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de
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|
poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el
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|
mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos sí, que tienen envidiosos de
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su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que
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procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero, con todo eso, la
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virtud es tan poderosa que, por sí sola, a pesar de toda la nigromancia que
|
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supo su primer inventor, Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará
|
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de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas
|
|
damas, si algún desaguisado, por descuido mío, os he fecho, que, de
|
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voluntad y a sabiendas, jamás le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas
|
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prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si de
|
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ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria las mercedes que en este
|
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castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas
|
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como ellas merecen.
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En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y
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el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y
|
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de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea
|
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y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos,
|
|
diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle para avisarle en lo
|
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que paraba don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más gusto le
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diese que saberlo; y que él, asimesmo, le avisaría de todo aquello que él
|
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viese que podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de
|
|
Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda a su casa. El cura
|
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ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a
|
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abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.
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El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había
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hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del curioso
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impertinente, y que, pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los
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|
llevase todos; que, pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo
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agradeció, y, abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía:
|
|
Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela y
|
|
coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también
|
|
lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y así, la
|
|
guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.
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|
Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces, porque
|
|
no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse a caminar tras el
|
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carro. Y la orden que llevaban era ésta: iba primero el carro, guiándole su
|
|
dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus
|
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escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a
|
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Rocinante. Detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus
|
|
poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y
|
|
reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de
|
|
los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos
|
|
los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia
|
|
como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.
|
|
|
|
Y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que
|
|
llegaron a un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para
|
|
reposar y dar pasto a los bueyes; y, comunicándolo con el cura, fue de
|
|
parecer el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía, detrás de un
|
|
recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más yerba y mucho
|
|
mejor que aquel donde parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y así,
|
|
tornaron a proseguir su camino.
|
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|
En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a sus espaldas venían hasta
|
|
seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales
|
|
fueron presto alcanzados, porque caminaban no con la flema y reposo de los
|
|
bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canónigos y con deseo de llegar
|
|
presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allí se parecía.
|
|
Llegaron los diligentes a los perezosos y saludáronse cortésmente; y uno de
|
|
los que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y señor de los
|
|
demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión del carro,
|
|
cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a don Quijote,
|
|
enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar
|
|
aquel hombre de aquella manera; aunque ya se había dado a entender, viendo
|
|
las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso
|
|
salteador, o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno
|
|
de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió ansí:
|
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|
-Señor, lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo él, porque
|
|
nosotros no lo sabemos.
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|
|
Oyó don Quijote la plática, y dijo:
|
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|
-¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y perictos
|
|
en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con ellos
|
|
mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas.
|
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|
Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los
|
|
caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder
|
|
de modo que no fuese descubierto su artificio.
|
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El canónigo, a lo que don Quijote dijo, respondió:
|
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|
-En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que de las Súmulas
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|
de Villalpando. Ansí que, si no está más que en esto, seguramente podéis
|
|
comunicar conmigo lo que quisiéredes.
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|
-A la mano de Dios -replicó don Quijote-. Pues así es, quiero, señor
|
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caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia y
|
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fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseguida de los malos
|
|
que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos
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|
nombres jamás la Fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de
|
|
aquellos que, a despecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos
|
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crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía, ha de poner su
|
|
nombre en el templo de la inmortalidad para que sirva de ejemplo y dechado
|
|
en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que
|
|
han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las
|
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armas.
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-Dice verdad el señor don Quijote de la Mancha -dijo a esta sazón el cura-;
|
|
que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por
|
|
la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía enoja.
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|
Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oístes nombrar
|
|
en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán escritas
|
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en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en
|
|
escurecerlos y la malicia en ocultarlos.
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|
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo,
|
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estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podía saber lo que le había
|
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acontencido; y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían.
|
|
En esto, Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática, para
|
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adobarlo todo, dijo:
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-Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso
|
|
de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre; él
|
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tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los
|
|
demás hombres, y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto
|
|
ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va encantado? Pues yo he oído
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decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan,
|
|
y mi amo, si no le van a la mano, hablará más que treinta procuradores.
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|
Y, volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo:
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-¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra merced que no le conozco, y
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pensará que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos
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encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro,
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y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde
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reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza la
|
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liberalidad. !Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia no fuera, ésta
|
|
fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y
|
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yo fuera conde, por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la
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bondad de mi señor el de la Triste Figura como de la grandeza de mis
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servicios. Pero ya veo que es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda
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de la Fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que los que ayer
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estaban en pinganitos hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me
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pesa, pues cuando podían y debían esperar ver entrar a su padre por sus
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puertas hecho gobernador o visorrey de alguna ínsula o reino, le verán
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entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor cura, no es
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más de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento
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que a mi señor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta
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prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes
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que mi señor don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.
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-¡Adóbame esos candiles! -dijo a este punto el barbero-. ¿También vos,
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Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el Señor, que voy viendo
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que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan
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encantado como él, por lo que os toca de su humor y de su caballería! En
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mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los
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cascos la ínsula que tanto deseáis.
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-Yo no estoy preñado de nadie -respondió Sancho-, ni soy hombre que me
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dejaría empreñar, del rey que fuese; y, aunque pobre, soy cristiano viejo,
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y no debo nada a nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas
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peores; y cada uno es hijo de sus obras; y, debajo de ser hombre, puedo
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venir a ser papa, cuanto más gobernador de una ínsula, y más pudiendo ganar
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tantas mi señor que le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cómo
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habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a
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Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado
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falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese
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aquí, porque es peor meneallo.
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No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus
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simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir; y, por este
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mesmo temor, había el cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante:
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que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen
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gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantóse con sus criados y con él:
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estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la condición, vida,
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locura y costumbres de don Quijote, contándole brevemente el principio y
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causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos, hasta haberlo
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puesto en aquella jaula, y el disignio que llevaban de llevarle a su
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tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio a su locura.
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Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina historia
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de don Quijote, y, en acabándola de oír, dijo:
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-Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales
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en la república estos que llaman libros de caballerías; y, aunque he leído,
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llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que
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hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del principio al
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cabo, porque me parece que, cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma
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cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro. Y, según a mí
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me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de
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las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden
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solamente a deleitar, y no a enseñar: al contrario de lo que hacen las
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fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y, puesto que el
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principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo
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puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates;
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que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y
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concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginación
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le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no
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nos puede causar contento alguno. Pues, ¿qué hermosura puede haber, o qué
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proporción de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro o
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fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante
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como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique; y
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que, cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay
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de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra
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ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de
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entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su
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fuerte brazo? Pues, ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o
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emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido
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caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá
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contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar
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adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y
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mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni
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las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y, si a esto se me respondiese
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que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que
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así, no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles
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hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto
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más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las
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fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren,
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escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las
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grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y
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entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría
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juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la
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verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfeción de lo que
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se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de
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fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al
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principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con
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tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o
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un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el
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estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las
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cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones,
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disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto
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artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana,
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como a gente inútil.
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El cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hombre de
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buen entendimiento, y que tenía razón en cuanto decía; y así, le dijo que,
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por ser él de su mesma opinión y tener ojeriza a los libros de caballerías,
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había quemado todos los de don Quijote, que eran muchos. Y contóle el
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escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y
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dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que, con todo
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cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena:
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que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese
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mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin
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empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas,
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rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes
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que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las
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astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a
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sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente
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en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico
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suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima
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dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y
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comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés,
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valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos,
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grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya
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cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado,
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y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere. Puede
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mostrar las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles,
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las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Eurialio,
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la liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de
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Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón; y, finalmente,
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todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora
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poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos.
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-Y, siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención,
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que tire lo más que fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela
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de varios y hermosos lazos tejida, que, después de acabada, tal perfeción y
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hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los
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escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque
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la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse
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épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en
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sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que
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la épica también puede escrebirse en prosa como en verso.
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Capítulo XLVIII. Donde prosigue el canónigo la materia de los libros de
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caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio
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-Así es como vuestra merced dice, señor canónigo -dijo el cura-, y por esta
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causa son más dignos de reprehensión los que hasta aquí han compuesto
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semejantes libros sin tener advertencia a ningún buen discurso, ni al arte
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y reglas por donde pudieran guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo son
|
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en verso los dos príncipes de la poesía griega y latina.
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-Yo, a lo menos -replicó el canónigo-, he tenido cierta tentación de hacer
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un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he
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significado; y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien
|
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hojas. Y para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las
|
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he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, dotos y discretos, y
|
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con otros ignorantes, que sólo atienden al gusto de oír disparates, y de
|
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todos he hallado una agradable aprobación; pero, con todo esto, no he
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proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión,
|
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como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes; y
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que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los
|
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muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo,
|
|
a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me
|
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le quitó de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle, fue un argumento
|
|
que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representa,
|
|
diciendo: ''Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de
|
|
historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan
|
|
pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y
|
|
las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las
|
|
componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque
|
|
así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y
|
|
siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos
|
|
que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su
|
|
artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que
|
|
no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser un libro, al cabo de
|
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haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a
|
|
ser el sastre del cantillo''. Y, aunque algunas veces he procurado
|
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persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen, y
|
|
que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que hagan
|
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el arte que no con las disparatadas, y están tan asidos y encorporados en
|
|
su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél los saque. Acuérdome que
|
|
un día dije a uno destos pertinaces: ''Decidme, ¿no os acordáis que ha
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pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un
|
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famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron,
|
|
alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como
|
|
prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los
|
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representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá
|
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se han hecho?'' ''Sin duda -respondió el autor que digo-, que debe de decir
|
|
vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra''. ''Por ésas digo
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-le repliqué yo-; y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si
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|
por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo.
|
|
Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos
|
|
que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud
|
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vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante,
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|
ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos
|
|
entendidos poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo, y para
|
|
ganancia de los que las han representado''. Y otras cosas añadí a éstas,
|
|
con que, a mi parecer, le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni
|
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convencido para sacarle de su errado pensamiento.
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-En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo -dijo a esta sazón el
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|
cura-, que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias
|
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que agora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de
|
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caballerías; porque, habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio,
|
|
espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad,
|
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las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de
|
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necedades e imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate puede ser en
|
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el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera cena
|
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del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? Y ¿qué
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|
mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo
|
|
rectórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué
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diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o
|
|
podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que
|
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la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se
|
|
acabó en Africa, y ansí fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en
|
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América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si
|
|
es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es
|
|
posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento que, fingiendo una
|
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acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella
|
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hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que
|
|
entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre
|
|
de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundándose la
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comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia, y mezclarle
|
|
pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto, no con
|
|
trazas verisímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables? Y
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es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto, y que lo
|
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demás es buscar gullurías. Pues, ¿qué si venimos a las comedias divinas?:
|
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¡qué de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal
|
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entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las
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humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que
|
|
parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos
|
|
llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia; que todo
|
|
esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en
|
|
oprobrio de los ingenios españoles; porque los estranjeros, que con mucha
|
|
puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e
|
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ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería
|
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bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas
|
|
bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan públicas comedias, es para
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entretener la comunidad con alguna honesta recreación, y divertirla a veces
|
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de los malos humores que suele engendrar la ociosidad; y que, pues éste se
|
|
consigue con cualquier comedia, buena o mala, no hay para qué poner leyes,
|
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ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como
|
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debían hacerse, pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con
|
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ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conseguiría
|
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mucho mejor, sin comparación alguna, con las comedias buenas que con las no
|
|
tales; porque, de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada,
|
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saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado
|
|
de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz
|
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con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud; que
|
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todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la
|
|
escuchare, por rústico y torpe que sea; y de toda imposibilidad es
|
|
imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar, la comedia
|
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que todas estas partes tuviere mucho más que aquella que careciere dellas,
|
|
como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se
|
|
representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque
|
|
algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben
|
|
estremadamente lo que deben hacer; pero, como las comedias se han hecho
|
|
mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se
|
|
las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura
|
|
acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide.
|
|
Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha
|
|
compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto
|
|
donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves
|
|
sentencias y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que
|
|
tiene lleno el mundo de su fama. Y, por querer acomodarse al gusto de los
|
|
representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de
|
|
la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen,
|
|
que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y
|
|
ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por
|
|
haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de
|
|
algunos linajes. Y todos estos inconvinientes cesarían, y aun otros muchos
|
|
más que no digo, con que hubiese en la Corte una persona inteligente y
|
|
discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen (no
|
|
sólo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisiesen
|
|
representar en España), sin la cual aprobación, sello y firma, ninguna
|
|
justicia en su lugar dejase representar comedia alguna; y, desta manera,
|
|
los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la Corte, y con
|
|
seguridad podrían representallas, y aquellos que las componen mirarían con
|
|
más cuidado y estudio lo que hacían, temorosos de haber de pasar sus obras
|
|
por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harían
|
|
buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se
|
|
pretende: así el entretenimiento del pueblo, como la opinión de los
|
|
ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes y el ahorro
|
|
del cuidado de castigallos. Y si diese cargo a otro, o a este mismo, que
|
|
examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda
|
|
podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho,
|
|
enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la
|
|
elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen a la luz de
|
|
los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de los
|
|
ociosos, sino de los más ocupados; pues no es posible que esté continuo el
|
|
arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin
|
|
alguna lícita recreación.
|
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|
|
A este punto de su coloquio llegaban el canónigo y el cura, cuando,
|
|
adelantándose el barbero, llegó a ellos, y dijo al cura:
|
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|
-Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo dije que era bueno para que,
|
|
sesteando nosotros, tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto.
|
|
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|
-Así me lo parece a mí -respondió el cura.
|
|
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|
Y, diciéndole al canónigo lo que pensaba hacer, él también quiso quedarse
|
|
con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que a la vista se les
|
|
ofrecía. Y, así por gozar dél como de la conversación del cura, de quien ya
|
|
iba aficionado, y por saber más por menudo las hazañas de don Quijote,
|
|
mandó a algunos de sus criados que se fuesen a la venta, que no lejos de
|
|
allí estaba, y trujesen della lo que hubiese de comer, para todos, porque
|
|
él determinaba de sestear en aquel lugar aquella tarde; a lo cual uno de
|
|
sus criados respondió que el acémila del repuesto, que ya debía de estar en
|
|
la venta, traía recado bastante para no obligar a no tomar de la venta más
|
|
que cebada.
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-Pues así es -dijo el canónigo-, llévense allá todas las cabalgaduras, y
|
|
haced volver la acémila.
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|
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|
En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podía hablar a su amo sin la
|
|
continua asistencia del cura y el barbero, que tenía por sospechosos, se
|
|
llegó a la jaula donde iba su amo, y le dijo:
|
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|
-Señor, para descargo de mi conciencia, le quiero decir lo que pasa cerca
|
|
de su encantamento; y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos los
|
|
rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero; y imagino han dado esta
|
|
traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen como vuestra
|
|
merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta
|
|
verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de
|
|
lo cual le quiero preguntar una cosa; y si me responde como creo que me ha
|
|
de responder, tocará con la mano este engaño y verá como no va encantado,
|
|
sino trastornado el juicio.
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|
-Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho -respondió don Quijote-, que yo te
|
|
satisfaré y responderé a toda tu voluntad. Y en lo que dices que aquellos
|
|
que allí van y vienen con nosotros son el cura y el barbero, nuestros
|
|
compatriotos y conocidos, bien podrá ser que parezca que son ellos mesmos;
|
|
pero que lo sean realmente y en efeto, eso no lo creas en ninguna manera.
|
|
Lo que has de creer y entender es que si ellos se les parecen, como dices,
|
|
debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y
|
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semejanza; porque es fácil a los encantadores tomar la figura que se les
|
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antoja, y habrán tomado las destos nuestros amigos, para darte a ti ocasión
|
|
de que pienses lo que piensas, y ponerte en un laberinto de imaginaciones,
|
|
que no aciertes a salir dél, aunque tuvieses la soga de Teseo. Y también lo
|
|
habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de
|
|
dónde me viene este daño; porque si, por una parte, tú me dices que me
|
|
acompañan el barbero y el cura de nuestro pueblo, y, por otra, yo me veo
|
|
enjaulado, y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales,
|
|
no fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres que diga o piense sino
|
|
que la manera de mi encantamento excede a cuantas yo he leído en todas
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las historias que tratan de caballeros andantes que han sido encantados?
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Ansí que, bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son los que
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dices, porque así son ellos como yo soy turco. Y, en lo que toca a querer
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preguntarme algo, di, que yo te responderé, aunque me preguntes de aquí a
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mañana.
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-¡Válame Nuestra Señora! -respondió Sancho, dando una gran voz-. Y ¿es
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posible que sea vuestra merced tan duro de celebro, y tan falto de meollo,
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que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su
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prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto? Pero, pues
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así es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado. Si no,
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dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se vea en los brazos de mi
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señora Dulcinea cuando menos se piense...
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-Acaba de conjurarme -dijo don Quijote-, y pregunta lo que quisieres; que
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ya te he dicho que te responderé con toda puntualidad.
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-Eso pido -replicó Sancho-; y lo que quiero saber es que me diga, sin
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añadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la
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han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra
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merced las profesa, debajo de título de caballeros andantes...
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-Digo que no mentiré en cosa alguna -respondió don Quijote-. Acaba ya de
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preguntar, que en verdad que me cansas con tantas salvas, plegarias y
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prevenciones, Sancho.
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-Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo; y así, porque
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hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, si acaso
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después que vuestra merced va enjaulado y, a su parecer, encantado en esta
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jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como
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suele decirse.
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-No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te
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responda derechamente.
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-¿Es posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores o
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mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa
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que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa.
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-¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y aun agora la tengo. ¡Sácame
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deste peligro, que no anda todo limpio!
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Capítulo XLIX. Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo
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con su señor don Quijote
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-¡Ah -dijo Sancho-; cogido le tengo! Esto es lo que yo deseaba saber, como
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al alma y como a la vida. Venga acá, señor: ¿podría negar lo que comúnmente
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suele decirse por ahí cuando una persona está de mala voluntad: "No sé qué
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tiene fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde a propósito a lo
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que le preguntan, que no parece sino que está encantado"? De donde se viene
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a sacar que los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras
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naturales que yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos que
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tienen la gana que vuestra merced tiene y que bebe cuando se lo dan, y come
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cuando lo tiene, y responde a todo aquello que le preguntan.
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-Verdad dices, Sancho -respondió don Quijote-, pero ya te he dicho que hay
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muchas maneras de encantamentos, y podría ser que con el tiempo se hubiesen
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mudado de unos en otros, y que agora se use que los encantados hagan todo
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lo que yo hago, aunque antes no lo hacían. De manera que contra el uso de
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los tiempos no hay que argüir ni de qué hacer consecuencias. Yo sé y tengo
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para mí que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi
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conciencia; que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba
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encantado y me dejase estar en esta jaula, perezoso y cobarde, defraudando
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el socorro que podría dar a muchos menesterosos y necesitados que de mi
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ayuda y amparo deben tener a la hora de ahora precisa y estrema necesidad.
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-Pues, con todo eso -replicó Sancho-, digo que, para mayor abundancia y
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satisfación, sería bien que vuestra merced probase a salir desta cárcel,
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que yo me obligo con todo mi poder a facilitarlo, y aun a sacarle della, y
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probase de nuevo a subir sobre su buen Rocinante, que también parece que va
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encantado, según va de malencólico y triste; y, hecho esto, probásemos otra
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vez la suerte de buscar más aventuras; y si no nos sucediese bien, tiempo
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nos queda para volvernos a la jaula, en la cual prometo, a ley de buen y
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leal escudero, de encerrarme juntamente con vuestra merced, si acaso fuere
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vuestra merced tan desdichado, o yo tan simple, que no acierte a salir con
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lo que digo.
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-Yo soy contento de hacer lo que dices, Sancho hermano -replicó don
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Quijote-; y cuando tú veas coyuntura de poner en obra mi libertad, yo te
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obedeceré en todo y por todo; pero tú, Sancho, verás como te engañas en el
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conocimiento de mi desgracia.
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En estas pláticas se entretuvieron el caballero andante y el mal andante
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escudero, hasta que llegaron donde, ya apeados, los aguardaban el cura, el
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canónigo y el barbero. Desunció luego los bueyes de la carreta el boyero, y
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dejólos andar a sus anchuras por aquel verde y apacible sitio, cuya
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frescura convidaba a quererla gozar, no a las personas tan encantadas como
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don Quijote, sino a los tan advertidos y discretos como su escudero; el
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cual rogó al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de la
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jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia aquella prisión
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como requiría la decencia de un tal caballero como su amo. Entendióle el
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cura, y dijo que de muy buena gana haría lo que le pedía si no temiera que,
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en viéndose su señor en libertad, había de hacer de las suyas, y irse donde
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jamás gentes le viesen.
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-Yo le fío de la fuga -respondió Sancho.
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-Y yo y todo -dijo el canónigo-; y más si él me da la palabra, como
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caballero, de no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra voluntad.
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-Sí doy -respondió don Quijote, que todo lo estaba escuchando-; cuanto más,
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que el que está encantado, como yo, no tiene libertad para hacer de su
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persona lo que quisiere, porque el que le encantó le puede hacer que no se
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mueva de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido, le hará volver en
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volandas. -Y que, pues esto era así, bien podían soltalle, y más, siendo
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tan en provecho de todos; y del no soltalle les protestaba que no podía
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dejar de fatigalles el olfato, si de allí no se desviaban.
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Tomóle la mano el canónigo, aunque las tenía atadas, y, debajo de su buena
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fe y palabra, le desenjaularon, de que él se alegró infinito y en grande
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manera de verse fuera de la jaula. Y lo primero que hizo fue estirarse todo
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el cuerpo, y luego se fue donde estaba Rocinante, y, dándole dos palmadas
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en las ancas, dijo:
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-Aún espero en Dios y en su bendita Madre, flor y espejo de los caballos,
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que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos; tú, con tu señor a
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cuestas; y yo, encima de ti, ejercitando el oficio para que Dios me echó al
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mundo.
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Y, diciendo esto, don Quijote se apartó con Sancho en remota parte, de
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donde vino más aliviado y con más deseos de poner en obra lo que su
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escudero ordenase.
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Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver la estrañeza de su grande locura,
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y de que, en cuanto hablaba y respondía, mostraba tener bonísimo
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entendimiento: solamente venía a perder los estribos, como otras veces se
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ha dicho, en tratándole de caballería. Y así, movido de compasión, después
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de haberse sentado todos en la verde yerba, para esperar el repuesto del
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canónigo, le dijo:
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-¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra merced la
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amarga y ociosa letura de los libros de caballerías, que le hayan vuelto el
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juicio de modo que venga a creer que va encantado, con otras cosas deste
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jaez, tan lejos de ser verdaderas como lo está la mesma mentira de la
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verdad? Y ¿cómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a
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entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella
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turbamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto
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Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas
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sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras,
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tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos desaforados
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encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas princesas enamoradas, tantos
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escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro,
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|
tantas mujeres valientes; y, finalmente, tantos y tan disparatados casos
|
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como los libros de caballerías contienen? De mí sé decir que, cuando los
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leo, en tanto que no pongo la imaginación en pensar que son todos mentira y
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liviandad, me dan algún contento; pero, cuando caigo en la cuenta de lo que
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son, doy con el mejor dellos en la pared, y aun diera con él en el fuego si
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cerca o presente le tuviera, bien como a merecedores de tal pena, por ser
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falsos y embusteros, y fuera del trato que pide la común naturaleza, y como
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a inventores de nuevas sectas y de nuevo modo de vida, y como a quien da
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ocasión que el vulgo ignorante venga a creer y a tener por verdaderas
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tantas necedades como contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento, que se
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atreven a turbar los ingenios de los discretos y bien nacidos hidalgos,
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como se echa bien de ver por lo que con vuestra merced han hecho, pues le
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han traído a términos que sea forzoso encerrarle en una jaula, y traerle
|
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sobre un carro de bueyes, como quien trae o lleva algún león o algún tigre,
|
|
de lugar en lugar, para ganar con él dejando que le vean. ¡Ea, señor don
|
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Quijote, duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción, y
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sepa usar de la mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el
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felicísimo talento de su ingenio en otra letura que redunde en
|
|
aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra! Y si todavía,
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llevado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas y de
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caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los Jueces; que allí hallará
|
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verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato tuvo
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Lusitania; un César, Roma; un Anibal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un
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conde Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fernández,
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Andalucía; un Diego García de Paredes, Estremadura; un Garci Pérez de
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Vargas, Jerez; un Garcilaso, Toledo; un don Manuel de León, Sevilla, cuya
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leción de sus valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y
|
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admirar a los más altos ingenios que los leyeren. Ésta sí será letura digna
|
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del buen entendimiento de vuestra merced, señor don Quijote mío, de la cual
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saldrá erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseñado en la
|
|
bondad, mejorado en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin
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cobardía, y todo esto, para honra de Dios, provecho suyo y fama de la
|
|
Mancha; do, según he sabido, trae vuestra merced su principio y origen.
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Atentísimamente estuvo don Quijote escuchando las razones del canónigo; y,
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|
cuando vio que ya había puesto fin a ellas, después de haberle estado un
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buen espacio mirando, le dijo:
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-Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado
|
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a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo,
|
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y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e
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|
inútiles para la república; y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en
|
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creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto a seguir la durísima
|
|
profesión de la caballería andante, que ellos enseñan, negándome que no ha
|
|
habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni todos los otros
|
|
caballeros de que las escrituras están llenas.
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-Todo es al pie de la letra como vuestra merced lo va relatando -dijo a
|
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está sazón el canónigo.
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A lo cual respondió don Quijote:
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-Añadió también vuestra merced, diciendo que me habían hecho mucho daño
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tales libros, pues me habían vuelto el juicio y puéstome en una jaula, y
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que me sería mejor hacer la enmienda y mudar de letura, leyendo otros más
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verdaderos y que mejor deleitan y enseñan.
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-Así es -dijo el canónigo.
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-Pues yo -replicó don Quijote- hallo por mi cuenta que el sin juicio y el
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encantado es vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias
|
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contra una cosa tan recebida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que
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el que la negase, como vuestra merced la niega, merecía la mesma pena que
|
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vuestra merced dice que da a los libros cuando los lee y le enfadan. Porque
|
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querer dar a entender a nadie que Amadís no fue en el mundo, ni todos los
|
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otros caballeros aventureros de que están colmadas las historias, será
|
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querer persuadir que el sol no alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra
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sustenta; porque, ¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir
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a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo
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de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de
|
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Carlomagno; que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día? Y si
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es mentira, también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la
|
|
guerra de Troya, ni los Doce Pares de Francia, ni el rey Artús de
|
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Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido en cuervo y le esperan en su
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reino por momentos. Y también se atreverán a decir que es mentirosa la
|
|
historia de Guarino Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial, y que son
|
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apócrifos los amores de don Tristán y la reina Iseo, como los de Ginebra y
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Lanzarote, habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto a la dueña
|
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Quintañona, que fue la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran Bretaña.
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|
Y es esto tan ansí, que me acuerdo yo que me decía una mi agüela de partes
|
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de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: ''Aquélla,
|
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nieto, se parece a la dueña Quintañona''; de donde arguyo yo que la debió
|
|
de conocer ella o, por lo menos, debió de alcanzar a ver algún retrato
|
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suyo. Pues, ¿quién podrá negar no ser verdadera la historia de Pierres y la
|
|
linda Magalona, pues aun hasta hoy día se vee en la armería de los reyes la
|
|
clavija con que volvía al caballo de madera, sobre quien iba el valiente
|
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Pierres por los aires, que es un poco mayor que un timón de carreta? Y
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junto a la clavija está la silla de Babieca, y en Roncesvalles está el
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|
cuerno de Roldán, tamaño como una grande viga: de donde se infiere que hubo
|
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Doce Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros
|
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semejantes,
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déstos que dicen las gentes
|
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que a sus aventuras van.
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Si no, díganme también que no es verdad que fue caballero andante el
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|
valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a Borgoña y se combatió en la
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|
ciudad de Ras con el famoso señor de Charní, llamado mosén Pierres, y
|
|
después, en la ciudad de Basilea, con mosén Enrique de Remestán, saliendo
|
|
de entrambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama; y las aventuras y
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|
desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro
|
|
Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo deciendo por línea recta de
|
|
varón), venciendo a los hijos del conde de San Polo. Niéguenme, asimesmo,
|
|
que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara, donde
|
|
se combatió con micer Jorge, caballero de la casa del duque de Austria;
|
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digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso; las
|
|
empresas de mosén Luis de Falces contra don Gonzalo de Guzmán, caballero
|
|
castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos,
|
|
déstos y de los reinos estranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno
|
|
a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso.
|
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Admirado quedó el canónigo de oír la mezcla que don Quijote hacía de
|
|
verdades y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas aquellas cosas
|
|
tocantes y concernientes a los hechos de su andante caballería; y así, le
|
|
respondió:
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-No puedo yo negar, señor don Quijote, que no sea verdad algo de lo que
|
|
vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros
|
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andantes españoles; y, asimesmo, quiero conceder que hubo Doce Pares de
|
|
Francia, pero no quiero creer que hicieron todas aquellas cosas que el
|
|
arzobispo Turpín dellos escribe; porque la verdad dello es que fueron
|
|
caballeros escogidos por los reyes de Francia, a quien llamaron pares por
|
|
ser todos iguales en valor, en calidad y en valentía; a lo menos, si no lo
|
|
eran, era razón que lo fuesen y era como una religión de las que ahora se
|
|
usan de Santiago o de Calatrava, que se presupone que los que la profesan
|
|
han de ser, o deben ser, caballeros valerosos, valientes y bien nacidos; y,
|
|
como ahora dicen caballero de San Juan, o de Alcántara, decían en aquel
|
|
tiempo caballero de los Doce Pares, porque no fueron doce iguales los que
|
|
para esta religión militar se escogieron. En lo de que hubo Cid no hay
|
|
duda, ni menos Bernardo del Carpio, pero de que hicieron las hazañas que
|
|
dicen, creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija que vuestra
|
|
merced dice del conde Pierres, y que está junto a la silla de Babieca en la
|
|
armería de los reyes, confieso mi pecado; que soy tan ignorante, o tan
|
|
corto de vista, que, aunque he visto la silla, no he echado de ver la
|
|
clavija, y más siendo tan grande como vuestra merced ha dicho.
|
|
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|
-Pues allí está, sin duda alguna -replicó don Quijote-; y, por más señas,
|
|
dicen que está metida en una funda de vaqueta, porque no se tome de moho.
|
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|
-Todo puede ser -respondió el canónigo-; pero, por las órdenes que recebí,
|
|
que no me acuerdo haberla visto. Mas, puesto que conceda que está allí, no
|
|
por eso me obligo a creer las historias de tantos Amadises, ni las de tanta
|
|
turbamulta de caballeros como por ahí nos cuentan; ni es razón que un
|
|
hombre como vuestra merced, tan honrado y de tan buenas partes, y dotado de
|
|
tan buen entendimiento, se dé a entender que son verdaderas tantas y tan
|
|
estrañas locuras como las que están escritas en los disparatados libros de
|
|
caballerías.
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Capítulo L. De las discretas altercaciones que don Quijote y el canónigo
|
|
tuvieron, con otros sucesos
|
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-¡Bueno está eso! -respondió don Quijote-. Los libros que están impresos
|
|
con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se
|
|
remitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes
|
|
y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e
|
|
ignorantes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo género de
|
|
personas, de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser
|
|
mentira?; y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el
|
|
padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas,
|
|
punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros
|
|
hicieron. Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia (y créame que le
|
|
aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto), sino léalos, y verá
|
|
el gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor contento que
|
|
ver, como si dijésemos: aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran
|
|
lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él
|
|
muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales
|
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feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que
|
|
dice: ''Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás
|
|
mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se
|
|
encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su
|
|
negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver
|
|
las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de
|
|
las siete fadas que debajo desta negregura yacen?'' ¿Y que, apenas el
|
|
caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más en
|
|
cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun
|
|
sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios
|
|
y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y, cuando no se cata
|
|
ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien
|
|
los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo
|
|
es más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a
|
|
los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta,
|
|
que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce y no
|
|
aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que por
|
|
los intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas
|
|
frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas
|
|
y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan; acullá vee
|
|
una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá vee
|
|
otra a lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de las almejas, con
|
|
las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden
|
|
desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de
|
|
contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el arte,
|
|
imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se
|
|
le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son de
|
|
macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos; finalmente,
|
|
él es de tan admirable compostura que, con ser la materia de que está
|
|
formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de
|
|
oro y de esmeraldas, es de más estimación su hechura. Y ¿hay más que ver,
|
|
después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un
|
|
buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese
|
|
ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar; y
|
|
tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido
|
|
caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle
|
|
palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su
|
|
madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con
|
|
olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda
|
|
olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los
|
|
hombros, que, por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun
|
|
más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a
|
|
otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda
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suspenso y admirado?; ¿qué, el verle echar agua a manos, toda de ámbar y de
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olorosas flores distilada?; ¿qué, el hacerle sentar sobre una silla de
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marfil?; ¿qué, verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso
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silencio?; ¿qué, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente
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guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será
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oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni
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adónde suena? ¿Y, después de la comida acabada y las mesas alzadas,
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quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los
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dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra
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mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado
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del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de
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cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero
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y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme
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más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea,
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de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla
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a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame, y, como otra vez le he
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dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que
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tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir
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que, después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal,
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bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de
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trabajos, de prisiones, de encantos; y, aunque ha tan poco que me vi
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encerrado en una jaula, como loco, pienso, por el valor de mi brazo,
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favoreciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días
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verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y
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liberalidad que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor, el pobre está
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inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque
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en sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo consiste en el deseo
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es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querría que la
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fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por
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mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de
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Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría
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darle un condado que le tengo muchos días ha prometido, sino que temo que
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no ha de tener habilidad para gobernar su estado.
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Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo, a quien dijo:
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-Trabaje vuestra merced, señor don Quijote, en darme ese condado, tan
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prometido de vuestra merced como de mí esperado, que yo le prometo que no
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me falte a mí habilidad para gobernarle; y, cuando me faltare, yo he oído
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decir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de
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los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del
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gobierno, y el señor se está a pierna tendida, gozando de la renta que le
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dan, sin curarse de otra cosa;
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y así haré yo, y no repararé en tanto más cuanto, sino que luego me
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desistiré de todo, y me gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan.
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-Eso, hermano Sancho -dijo el canónigo-, entiéndese en cuanto al gozar la
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renta; empero, al administrar justicia, ha de atender el señor del estado,
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y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena
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intención de acertar; que si ésta falta en los principios, siempre irán
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errados los medios y los fines; y así suele Dios ayudar al buen deseo del
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simple como desfavorecer al malo del discreto.
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-No sé esas filosofías -respondió Sancho Panza-; mas sólo sé que tan presto
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tuviese yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo yo como
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otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como
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cada uno del suyo; y, siéndolo, haría lo que quisiese; y, haciendo lo que
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quisiese, haría mi gusto; y, haciendo mi gusto, estaría contento; y, en
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estando uno contento, no tiene más que desear; y, no teniendo más que
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desear, acabóse; y el estado venga, y a Dios y veámonos, como dijo un ciego
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a otro.
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-No son malas filosofías ésas, como tú dices, Sancho; pero, con todo eso,
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hay mucho que decir sobre esta materia de condados.
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A lo cual replicó don Quijote:
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-Yo no sé que haya más que decir; sólo me guío por el ejemplo que me da el
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grande Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la Ínsula Firme; y
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así, puedo yo, sin escrúpulo de conciencia, hacer conde a Sancho Panza, que
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es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido.
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Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates que don Quijote
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había dicho, del modo con que había pintado la aventura del Caballero del
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Lago, de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los
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libros que había leído; y, finalmente, le admiraba la necedad de Sancho,
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que con tanto ahínco deseaba alcanzar el condado que su amo le había
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prometido.
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Ya en esto, volvían los criados del canónigo, que a la venta habían ido por
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la acémila del repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra y de la verde
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yerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí,
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porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho.
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Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de
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esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban
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sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas una
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hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo. Tras ella
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venía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras a su uso, para que se
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detuviese, o al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida,
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se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el
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cabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y
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entendimiento, le dijo:
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-¡Ah cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis vos estos días de
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pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa?
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Mas ¡qué puede ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que
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mal haya vuestra condición, y la de todas aquellas a quien imitáis! Volved,
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volved, amiga; que si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura en
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vuestro aprisco, o con vuestras compañeras; que si vos que las habéis de
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guardar y encaminar andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué podrán
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parar ellas?
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Contento dieron las palabras del cabrero a los que las oyeron,
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especialmente al canónigo, que le dijo:
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-Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un poco y no os acuciéis en
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volver tan presto esa cabra a su rebaño; que, pues ella es hembra, como vos
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decís, ha de seguir su natural distinto, por más que vos os pongáis a
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estorbarlo. Tomad este bocado y bebed una vez, con que templaréis la
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cólera, y en tanto, descansará la cabra.
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Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo
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fiambre, todo fue uno. Tomólo y agradeciólo el cabrero; bebió y sosegóse, y
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luego dijo:
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-No querría que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me
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tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen
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de misterio las palabras que le dije. Rústico soy, pero no tanto que no
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entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias.
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-Eso creo yo muy bien -dijo el cura-, que ya yo sé de esperiencia que los
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montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos.
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-A lo menos, señor -replicó el cabrero-, acogen hombres escarmentados; y
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para que creáis esta verdad y la toquéis con la mano, aunque parezca que
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sin ser rogado me convido, si no os enfadáis dello y queréis, señores, un
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breve espacio prestarme oído atento, os contaré una verdad que acredite lo
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que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y la mía.
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A esto respondió don Quijote:
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-Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de
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caballería, yo, por mi parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo
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harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser
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amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los
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sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento.
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Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.
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-Saco la mía -dijo Sancho-; que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada,
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donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor don
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Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le
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ofreciere, hasta no poder más, a causa que se les suele ofrecer entrar
|
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acaso por una selva tan intricada que no aciertan a salir della en seis
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días; y si el hombre no va harto, o bien proveídas las alforjas, allí se
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podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia.
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-Tú estás en lo cierto, Sancho -dijo don Quijote-: vete adonde quisieres, y
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come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al
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alma su refacción, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre.
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-Así las daremos todos a las nuestras -dijo el canónigo.
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Y luego, rogó al cabrero que diese principio a lo que prometido había. El
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cabrero dio dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernos
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tenía, diciéndole:
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-Recuéstate junto a mí, Manchada, que tiempo nos queda para volver a
|
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nuestro apero.
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Parece que lo entendió la cabra, porque, en sentándose su dueño, se tendió
|
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ella junto a él con mucho sosiego, y, mirándole al rostro, daba a entender
|
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que estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su
|
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historia desta manera:
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Capítulo LI. Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban
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a don Quijote
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-«Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más
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ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muy
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honrado, y tanto, que, aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo
|
|
era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba. Mas lo que
|
|
le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan estremada
|
|
hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la
|
|
miraba se admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y la
|
|
naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue
|
|
creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima. La
|
|
fama de su belleza se comenzó a estender por todas las circunvecinas
|
|
aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se estendió a las
|
|
apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes, y por los
|
|
oídos de todo género de gente; que, como a cosa rara, o como a imagen de
|
|
milagros, de todas partes a verla venían? Guardábala su padre, y guardábase
|
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ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una
|
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doncella que las del recato proprio.
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»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del
|
|
pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a
|
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quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber
|
|
determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y,
|
|
entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron
|
|
muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía
|
|
quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad
|
|
floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con
|
|
todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fue
|
|
causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien
|
|
parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por
|
|
salir desta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se llama la
|
|
rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos
|
|
iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su
|
|
gusto: cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren
|
|
poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas,
|
|
sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto.
|
|
No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo a
|
|
entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le
|
|
obligaban, ni nos desobligaba tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo
|
|
Eugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en esta
|
|
tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente; pero bien se deja
|
|
entender que será desastrado.
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»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un Vicente de la Rosa, hijo de un
|
|
pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias, y de
|
|
otras diversas partes, de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo
|
|
muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía por allí acertó
|
|
a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la soldadesca,
|
|
pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de
|
|
acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas,
|
|
de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y
|
|
dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto por punto
|
|
sus galas y preseas, y halló que los vestidos eran tres, de diferentes
|
|
colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos guisados e
|
|
invenciones dellas, que si no se los contaran, hubiera quien jurara que
|
|
había hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de más de veinte
|
|
plumajes. Y no parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos voy
|
|
contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia.
|
|
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»Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y
|
|
allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos
|
|
iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni
|
|
batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene
|
|
Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía,
|
|
que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de
|
|
todos había salido con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota
|
|
de sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no se
|
|
divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentes
|
|
rencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba de
|
|
vos a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre era
|
|
su brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo rey
|
|
no debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar
|
|
una guitarra a lo rasgado, de manera que decían algunos que la hacía
|
|
hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta, y
|
|
así, de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de legua
|
|
y media de escritura.
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|
»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Rosa, este
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|
bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas veces
|
|
de Leandra, desde una ventana de su casa que tenía la vista a la plaza.
|
|
Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes, encantáronla sus romances, que
|
|
de cada uno que componía daba veinte traslados, llegaron a sus oídos las
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|
hazañas que él de sí mismo había referido, y, finalmente, que así el diablo
|
|
lo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes que en él
|
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naciese presunción de solicitalla. Y, como en los casos de amor no hay
|
|
ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el
|
|
deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y,
|
|
primero que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su
|
|
deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y
|
|
amado padre, que madre no la tiene, y ausentádose de la aldea con el
|
|
soldado, que salió con más triunfo desta empresa que de todas las muchas
|
|
que él se aplicaba.
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»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dél noticia
|
|
tuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste, sus
|
|
parientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos;
|
|
tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques y cuanto había, y, al
|
|
cabo de tres días, hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de un
|
|
monte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de
|
|
su casa había sacado. Volviéronla a la presencia del lastimado padre;
|
|
preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la
|
|
había engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió que
|
|
dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa
|
|
ciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella,
|
|
mal advertida y peor engañada, le había creído; y, robando a su padre, se
|
|
le entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un áspero
|
|
monte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó también
|
|
como el soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en
|
|
aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos.
|
|
|
|
»Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con
|
|
tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase,
|
|
no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a
|
|
su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que
|
|
jamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra la despareció su padre de
|
|
nuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monesterio de una villa que está
|
|
aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión
|
|
en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de
|
|
su culpa, a lo menos con aquellos que no les iba algún interés en que ella
|
|
fuese mala o buena; pero los que conocían su discreción y mucho
|
|
entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura
|
|
y a la natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele
|
|
ser desatinada y mal compuesta.
|
|
|
|
»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, a lo menos sin
|
|
tener cosa que mirar que contento le diese; los míos en tinieblas, sin luz
|
|
que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra,
|
|
crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galas
|
|
del soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra.
|
|
Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a
|
|
este valle, donde él, apacentando una gran cantidad de ovejas suyas
|
|
proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida
|
|
entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos
|
|
alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas
|
|
comunicando con el cielo nuestras querellas.
|
|
|
|
»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han
|
|
venido a estos ásperos montes, usando el mismo ejercicio nuestro; y son
|
|
tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia,
|
|
según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no
|
|
se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste la maldice y la llama
|
|
antojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la
|
|
absuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura,
|
|
otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y todos la
|
|
adoran, y de todos se estiende a tanto la locura, que hay quien se queje de
|
|
desdén sin haberla jamás hablado, y aun quien se lamente y sienta la
|
|
rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie; porque, como
|
|
ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña,
|
|
ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor
|
|
que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra
|
|
dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra
|
|
murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados,
|
|
esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos
|
|
disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor
|
|
Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se
|
|
queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con
|
|
versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro
|
|
camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la
|
|
ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus
|
|
promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que
|
|
tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.» Y ésta
|
|
fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra
|
|
cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor
|
|
de todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido en
|
|
el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mi
|
|
majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras
|
|
varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.
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|
Capítulo LII. De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la
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|
rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su
|
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sudor
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General gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado le
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habían; especialmente le recibió el canónigo, que con estraña curiosidad
|
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notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico
|
|
cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que había
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dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se
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|
ofrecieron a Eugenio; pero el que más se mostró liberal en esto fue don
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Quijote, que le dijo:
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-Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder
|
|
comenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vos
|
|
la tuviérades buena; que yo sacara del monesterio, donde, sin duda alguna,
|
|
debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a pesar de la abadesa y de
|
|
cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que
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hiciérades della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero, las
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leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le sea fecho
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desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha de
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poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de
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otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y
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ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra si no es favorecer a los
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desvalidos y menesterosos.
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Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura,
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admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
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-Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla?
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-¿Quién ha de ser -respondió el barbero- sino el famoso don Quijote de la
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Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las
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doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
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-Eso me semeja -respondió el cabrero- a lo que se lee en los libros de
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caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced
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dice; puesto que para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este
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gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.
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-Sois un grandísimo bellaco -dijo a esta sazón don Quijote-; y vos sois el
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vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy
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hideputa puta que os parió.
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Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto a sí tenía, y dio con
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él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las
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narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas veras
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le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a
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todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndole
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del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no
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llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas y diera con él encima
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de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo
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cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse
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sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de
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Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna
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sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas el
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barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote,
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sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre
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caballero llovía tanta sangre como del suyo.
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Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de
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gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en
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pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se
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podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no
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ayudase.
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En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes
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que se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo
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volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se
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alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del
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cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:
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-Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido
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valor y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más
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de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros
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oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.
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El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y
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don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se
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oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de
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blanco, a modo de diciplinantes.
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Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y
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por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y
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diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les
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lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba
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venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle
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había.
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Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle
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por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó
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que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como a caballero andante,
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el acometerla; y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que
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traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por
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fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y, como esto le cayó
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en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo
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andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le
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enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su
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adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:
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-Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo
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caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que
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veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se
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han de estimar los caballeros andantes.
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Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las
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tenía, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta
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verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los
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diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle;
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mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le
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daba, diciendo:
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-¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le
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incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla
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es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la
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peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo
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que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe.
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Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los
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ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra; y, aunque
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la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la
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procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco,
|
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y, con turbada y ronca voz, dijo:
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-Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y
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escuchad lo que deciros quiero.
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Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de
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los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la estraña catadura
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de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que
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notó y descubrió en don Quijote, le respondió diciendo:
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-Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van
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estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos
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detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se
|
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diga.
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-En una lo diré -replicó don Quijote-, y es ésta: que luego al punto dejéis
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libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras
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muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado
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le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes
|
|
agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada
|
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libertad que merece.
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En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de
|
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ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner
|
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pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando
|
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la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando
|
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la carga a sus compañeros, salió al encuentro de don Quijote, enarbolando
|
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una horquilla o bastón con que sustentaba las andas en tanto que
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descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don
|
|
Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio, que le quedó
|
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en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo
|
|
lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que
|
|
el pobre don Quijote vino al suelo muy mal parado.
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Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio voces
|
|
a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero
|
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encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida.
|
|
Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver
|
|
que don Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo que le había muerto,
|
|
con priesa se alzó la túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña como
|
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un gamo.
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Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quijote adonde él
|
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estaba; y más los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y con
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|
ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y
|
|
hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los
|
|
capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban
|
|
el asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a
|
|
sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque
|
|
Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor,
|
|
haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que
|
|
estaba muerto.
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|
El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía, cuyo
|
|
conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El
|
|
primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era don
|
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Quijote, y así él como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si
|
|
estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas
|
|
en los ojos, decía:
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-¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera
|
|
de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de
|
|
toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará
|
|
lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías!
|
|
¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de
|
|
servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh
|
|
humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de
|
|
peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los
|
|
buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero
|
|
andante, que es todo lo que decir se puede!
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|
Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y la primer palabra
|
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que dijo fue:
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-El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que
|
|
éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro
|
|
encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo
|
|
todo este hombro hecho pedazos.
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-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió Sancho-, y volvamos a
|
|
mi aldea en compañía destos señores, que su bien desean, y allí daremos
|
|
orden de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama.
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-Bien dices, Sancho -respondió don Quijote-, y será gran prudencia dejar
|
|
pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre.
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|
El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer lo
|
|
que decía; y así, habiendo recebido grande gusto de las simplicidades de
|
|
Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía. La
|
|
procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se
|
|
despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura
|
|
les pagó lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le avisase el
|
|
suceso de don Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía en ella, y con
|
|
esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y
|
|
apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza, y el
|
|
bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta
|
|
paciencia como su amo.
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El boyero unció sus bueyes y acomodó a don Quijote sobre un haz de heno, y
|
|
con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso, y a cabo de
|
|
seis días llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en la mitad
|
|
del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por
|
|
mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo
|
|
que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron
|
|
maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a
|
|
su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre
|
|
un montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los
|
|
gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las
|
|
maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías; todo
|
|
lo cual se renovó cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas.
|
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A las nuevas desta venida de don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza,
|
|
que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y, así
|
|
como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el
|
|
asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.
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-Gracias sean dadas a Dios -replicó ella-, que tanto bien me ha hecho; pero
|
|
contadme agora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías?,
|
|
¿qué saboyana me traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?
|
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|
-No traigo nada deso -dijo Sancho-, mujer mía, aunque traigo otras cosas de
|
|
más momento y consideración.
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-Deso recibo yo mucho gusto -respondió la mujer-; mostradme esas cosas de
|
|
más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se
|
|
me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los
|
|
siglos de vuestra ausencia.
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-En casa os las mostraré, mujer -dijo Panza-, y por agora estad contenta,
|
|
que, siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar
|
|
aventuras, vos me veréis presto conde o gobernador de una ínsula, y no de
|
|
las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.
|
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-Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas,
|
|
decidme: ¿qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo?
|
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|
-No es la miel para la boca del asno -respondió Sancho-; a su tiempo lo
|
|
verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus
|
|
vasallos.
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|
-¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? -respondió
|
|
Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran
|
|
parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de
|
|
sus maridos.
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|
-No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo
|
|
verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa
|
|
más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero
|
|
andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no
|
|
salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se
|
|
encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de
|
|
expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero,
|
|
con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes,
|
|
escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas
|
|
a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.
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|
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en
|
|
tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y
|
|
le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no
|
|
acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina
|
|
tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que estuviesen alerta de que
|
|
otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para
|
|
traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí
|
|
se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al
|
|
cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas
|
|
mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de
|
|
que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna
|
|
mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.
|
|
|
|
Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha
|
|
buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido
|
|
hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama
|
|
ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez
|
|
que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas
|
|
que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor
|
|
y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna,
|
|
ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo
|
|
médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se
|
|
había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se
|
|
renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con
|
|
letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus
|
|
hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la
|
|
figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del
|
|
mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y
|
|
costumbres.
|
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|
|
Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el
|
|
fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a
|
|
los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y
|
|
buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el
|
|
mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que
|
|
tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y
|
|
satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo
|
|
menos de tanta invención y pasatiempo.
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|
|
Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en
|
|
la caja de plomo eran éstas:
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|
LOS ACADÉMICOS DE LA ARGAMASILLA,
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|
LUGAR DE LA MANCHA,
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|
EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO
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|
DON QUIJOTE DE LA MANCHA,
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|
HOC SCRIPSERUNT:
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|
EL MONICONGO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
|
|
A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
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|
Epitafio
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|
El calvatrueno que adornó a la Mancha
|
|
de más despojos que Jasón decreta;
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|
el jüicio que tuvo la veleta
|
|
aguda donde fuera mejor ancha,
|
|
el brazo que su fuerza tanto ensancha,
|
|
que llegó del Catay hasta Gaeta,
|
|
la musa más horrenda y más discreta
|
|
que grabó versos en la broncínea plancha,
|
|
el que a cola dejó los Amadises,
|
|
y en muy poquito a Galaores tuvo,
|
|
estribando en su amor y bizarría,
|
|
el que hizo callar los Belianises,
|
|
aquel que en Rocinante errando anduvo,
|
|
yace debajo desta losa fría.
|
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|
|
DEL PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
|
|
|
|
In laudem Dulcineae del Toboso
|
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|
Soneto
|
|
|
|
Esta que veis de rostro amondongado,
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|
alta de pechos y ademán brioso,
|
|
es Dulcinea, reina del Toboso,
|
|
de quien fue el gran Quijote aficionado.
|
|
Pisó por ella el uno y otro lado
|
|
de la gran Sierra Negra, y el famoso
|
|
campo de Montïel, hasta el herboso
|
|
llano de Aranjüez, a pie y cansado.
|
|
Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
|
|
que esta manchega dama, y este invito
|
|
andante caballero, en tiernos años,
|
|
ella dejó, muriendo, de ser bella;
|
|
y él, aunque queda en mármores escrito,
|
|
no pudo huir de amor, iras y engaños.
|
|
|
|
DEL CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
|
|
EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA
|
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|
|
Soneto
|
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|
|
En el soberbio trono diamantino
|
|
que con sangrientas plantas huella Marte,
|
|
frenético, el Manchego su estandarte
|
|
tremola con esfuerzo peregrino.
|
|
Cuelga las armas y el acero fino
|
|
con que destroza, asuela, raja y parte:
|
|
¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
|
|
un nuevo estilo al nuevo paladino.
|
|
Y si de su Amadís se precia Gaula,
|
|
por cuyos bravos descendientes Grecia
|
|
triunfó mil veces y su fama ensancha,
|
|
hoy a Quijote le corona el aula
|
|
do Belona preside, y dél se precia,
|
|
más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
|
|
Nunca sus glorias el olvido mancha,
|
|
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
|
|
excede a Brilladoro y a Bayardo.
|
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|
DEL BURLADOR, ACADÉMICO ARGAMASILLESCO,
|
|
A SANCHO PANZA
|
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|
Soneto
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|
|
DEL CACHIDIABLO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
|
|
EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
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|
|
Epitafio
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|
|
Aquí yace el caballero,
|
|
bien molido y mal andante,
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|
a quien llevó Rocinante
|
|
por uno y otro sendero.
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|
Sancho Panza el majadero
|
|
yace también junto a él,
|
|
escudero el más fïel
|
|
que vio el trato de escudero.
|
|
|
|
DEL TIQUITOC, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
|
|
EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TOBOSO
|
|
|
|
Epitafio
|
|
|
|
Reposa aquí Dulcinea;
|
|
y, aunque de carnes rolliza,
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la volvió en polvo y ceniza
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la muerte espantable y fea.
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Fue de castiza ralea,
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y tuvo asomos de dama;
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del gran Quijote fue llama,
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y fue gloria de su aldea.
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Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar
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carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas
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los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias
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y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de
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la tercera salida de don Quijote.
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Forsi altro canterà con miglior plectio.
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Finis
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Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha
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TASA
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Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los
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que residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél
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un libro que compuso Miguel de Cervantes Saavedra, intitulado Don Quijote
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de la Mancha, Segunda parte, que con licencia de Su Majestad fue impreso,
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le tasaron a cuatro maravedís cada pliego en papel, el cual tiene setenta y
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tres pliegos, que al dicho respeto suma y monta docientos y noventa y dos
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maravedís, y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen
|
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del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y
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llevar, sin que se exceda en ello en manera alguna, como consta y parece
|
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por el auto y decreto original sobre ello dado, y que queda en mi poder,
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a que me refiero; y de mandamiento de los dichos señores del Consejo y de
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pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fee en
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Madrid, a veinte y uno días del mes de otubre del mil y seiscientos y
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quince años.
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Hernando de Vallejo.
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FEE DE ERRATAS
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Vi este libro intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha,
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compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él cosa digna de
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notar que no corresponda a su original. Dada en Madrid, a veinte y uno de
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otubre, mil y seiscientos y quince.
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El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
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APROBACIONES
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APROBACIÓN
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Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he hecho ver el libro
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contenido en este memorial: no contiene cosa contra la fe ni buenas
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costumbres, antes es libro de mucho entretenimiento lícito, mezclado de
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mucha filosofía moral; puédesele dar licencia para imprimirle. En Madrid, a
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cinco de noviembre de mil seiscientos y quince.
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Doctor Gutierre de Cetina.
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APROBACIÓN
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Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he visto la Segunda
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parte de don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra: no
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contiene cosa contra nuestra santa fe católica, ni buenas costumbres,
|
|
antes, muchas de honesta recreación y apacible divertimiento, que los
|
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antiguos juzgaron convenientes a sus repúblicas, pues aun en la severa de
|
|
los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la
|
|
dedicaron fiestas, como lo dice Pausanias, referido de Bosio, libro II De
|
|
signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ánimos marchitos y espíritus
|
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melancólicos, de que se acordó Tulio en el primero De legibus, y el poeta
|
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diciendo:
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Interpone tuis interdum gaudia curis,
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lo cual hace el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo
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provechoso y lo moral a lo faceto, disimulando en el cebo del donaire el
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anzuelo de la reprehensión, y cumpliendo con el acertado asunto en que
|
|
pretende la expulsión de los libros de caballerías, pues con su buena
|
|
diligencia mañosamente alimpiando de su contagiosa dolencia a estos reinos,
|
|
es obra muy digna de su grande ingenio, honra y lustre de nuestra nación,
|
|
admiración y invidia de las estrañas. Éste es mi parecer, salvo etc. En
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Madrid, a 17 de marzo de 1615.
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El maestro Josef de Valdivielso.
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APROBACIÓN
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Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general desta
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villa de Madrid, corte de Su Majestad, he visto este libro de la Segunda
|
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parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, por Miguel de
|
|
Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa indigna de un cristiano celo, ni
|
|
que disuene de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales;
|
|
antes, mucha erudición y aprovechamiento, así en la continencia de su bien
|
|
seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerías,
|
|
cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la lisura
|
|
del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación,
|
|
vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos; y en la correción de vicios
|
|
que generalmente toca, ocasionado de sus agudos discursos, guarda con tanta
|
|
cordura las leyes de reprehensión cristiana, que aquel que fuere tocado de
|
|
la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas
|
|
gustosamente habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin empacho ni asco
|
|
alguno, lo provechoso de la detestación de su vicio, con que se hallará,
|
|
que es lo más difícil de conseguirse, gustoso y reprehendido. Ha habido
|
|
muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con
|
|
lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues no pudiendo
|
|
imitar a Diógenes en lo filósofo y docto, atrevida, por no decir licenciosa
|
|
y desalumbradamente, le pretenden imitar en lo cínico, entregándose a
|
|
maldicientes, inventando casos que no pasaron, para hacer capaz al vicio
|
|
que tocan de su áspera reprehensión, y por ventura descubren caminos para
|
|
seguirle, hasta entonces ignorados, con que vienen a quedar, si no
|
|
reprehensores, a lo menos maestros dél. Hácense odiosos a los bien
|
|
entendidos, con el pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron, para
|
|
admitir sus escritos y los vicios que arrojada e imprudentemente quisieren
|
|
corregir en muy peor estado que antes, que no todas las postemas a un mismo
|
|
tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios; antes,
|
|
algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya
|
|
aplicación, el atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas,
|
|
término que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del
|
|
hierro. Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de
|
|
Cervantes, así nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro desean
|
|
ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y
|
|
decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido
|
|
España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en
|
|
veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince, habiendo ido
|
|
el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo
|
|
de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el
|
|
embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de
|
|
sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que
|
|
vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de
|
|
buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal mi señor,
|
|
deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y, tocando
|
|
acaso en éste que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel
|
|
de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la
|
|
estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se
|
|
tenían sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria la
|
|
primera parte désta, y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos,
|
|
que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil
|
|
demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su
|
|
profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo,
|
|
soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras:
|
|
''Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario
|
|
público?'' Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con
|
|
mucha agudeza, y dijo: ''Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a
|
|
Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre,
|
|
haga rico a todo el mundo''. Bien creo que está, para censura, un poco
|
|
larga; alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio; mas la verdad
|
|
de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mí el
|
|
cuidado; además que el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué
|
|
cebar el pico del adulador, que, aunque afectuosa y falsamente dice de
|
|
burlas, pretende ser remunerado de veras. En Madrid, a veinte y siete de
|
|
febrero de mil y seiscientos y quince.
|
|
|
|
El licenciado Márquez Torres.
|
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|
PRIVILEGIO
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|
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha
|
|
relación que habíades compuesto la Segunda parte de don Quijote de la
|
|
Mancha, de la cual hacíades presentación, y, por ser libro de historia
|
|
agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio, nos
|
|
suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio
|
|
por veinte años, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del
|
|
nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la
|
|
premática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos
|
|
mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien.
|
|
Por la cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de
|
|
diez años, cumplidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el
|
|
día de la fecha de esta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona que
|
|
para ello vuestro poder hobiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender
|
|
el dicho libro que desuso se hace mención; y por la presente damos licencia
|
|
y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que nombráredes para que
|
|
durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro
|
|
Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo,
|
|
nuestro escribano de Cámara, y uno de los que en él residen, con que antes
|
|
y primero que se venda lo traigáis ante ellos, juntamente con el dicho
|
|
original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o
|
|
traigáis fe en pública forma cómo, por corretor por nos nombrado, se vio y
|
|
corrigió la dicha impresión por el dicho original, y más al dicho impresor
|
|
que ansí imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego
|
|
dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a
|
|
cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha
|
|
correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y
|
|
tasado por los del nuestro Consejo, y estando hecho, y no de otra manera,
|
|
pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual imediatamente
|
|
ponga esta nuestra licencia y la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis
|
|
vender ni vendáis vos ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho libro
|
|
en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas
|
|
en la dicha premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen; y
|
|
más, que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le
|
|
pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere y vendiere haya
|
|
perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y
|
|
más incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo
|
|
contrario hiciere, de la cual dicha pena sea la tercia parte para nuestra
|
|
Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra
|
|
tercia parte par el que lo denunciare; y más a los del nuestro Consejo,
|
|
presidentes, oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la
|
|
nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y a otras cualesquiera justicias de
|
|
todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a
|
|
cada uno en su juridición, ansí a los que agora son como a los que serán de
|
|
aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced, que
|
|
ansí vos hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en manera alguna, so pena
|
|
de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Dada
|
|
en Madrid, a treinta días del mes de marzo de mil y seiscientos y quince
|
|
años.
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|
YO, EL REY.
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|
Por mandado del Rey nuestro señor:
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|
Pedro de Contreras.
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|
PRÓLOGO AL LECTOR
|
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|
|
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector
|
|
ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas,
|
|
riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que
|
|
dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad
|
|
que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la
|
|
cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta
|
|
regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido,
|
|
pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo
|
|
coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note
|
|
de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el
|
|
tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna
|
|
taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los
|
|
presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en
|
|
los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de
|
|
los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en
|
|
la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me
|
|
propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en
|
|
aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme
|
|
hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos,
|
|
estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la
|
|
justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino
|
|
con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
|
|
|
|
He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me
|
|
describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que
|
|
hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y,
|
|
siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y
|
|
más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo
|
|
por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo: que del tal adoro
|
|
el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en
|
|
efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más
|
|
satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no
|
|
tuvieran de todo.
|
|
|
|
Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los
|
|
términos de mi modestia, sabiendo que no se ha añadir aflición al afligido,
|
|
y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa
|
|
parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo
|
|
su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por
|
|
ventura, llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por
|
|
agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las
|
|
mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y
|
|
imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros
|
|
cuanta fama; y, para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y
|
|
gracia le cuentes este cuento:
|
|
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|
«Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que
|
|
dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el
|
|
fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte,
|
|
con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como
|
|
mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía
|
|
redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos
|
|
palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que
|
|
siempre eran muchos: ''¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco
|
|
trabajo hinchar un perro?''»
|
|
|
|
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?
|
|
|
|
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también
|
|
es de loco y de perro:
|
|
|
|
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la
|
|
cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en
|
|
topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer
|
|
sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no
|
|
paraba en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la
|
|
carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó
|
|
el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y
|
|
sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó
|
|
hueso sano; y cada palo que le daba decía: ''Perro ladrón, ¿a mi podenco?
|
|
¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?'' Y, repitiéndole el nombre de
|
|
podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y
|
|
retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo,
|
|
volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro,
|
|
y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a
|
|
descargar la piedra, decía: ''Este es podenco: ¡guarda!'' En efeto, todos
|
|
cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran
|
|
podencos; y así, no soltó más el canto.»
|
|
|
|
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se
|
|
atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo
|
|
malos, son más duros que las peñas.
|
|
|
|
Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia
|
|
con su libro, no se me da un ardite, que, acomodándome al entremés famoso
|
|
de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte y cuatro, mi señor, y
|
|
Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y
|
|
liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me
|
|
tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don
|
|
Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya emprentas en el mundo, y
|
|
siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de
|
|
Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni
|
|
otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el
|
|
hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico
|
|
que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La
|
|
honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar
|
|
a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna
|
|
luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza,
|
|
viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el
|
|
consiguiente, favorecida.
|
|
|
|
Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que
|
|
consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada
|
|
del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a
|
|
don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se
|
|
atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta
|
|
también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras,
|
|
sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas,
|
|
aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las
|
|
malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles,
|
|
que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.
|
|
|
|
DEDICATORIA, AL CONDE DE LEMOS
|
|
|
|
Enviando a Vuestra Excelencia los días pasados mis comedias, antes impresas
|
|
que representadas, si bien me acuerdo, dije que don Quijote quedaba
|
|
calzadas las espuelas para ir a besar las manos a Vuestra Excelencia; y
|
|
ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá
|
|
llega, me parece que habré hecho algún servicio a Vuestra Excelencia,
|
|
porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe
|
|
para quitar el hámago y la náusea que ha causado otro don Quijote, que, con
|
|
nombre de segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que
|
|
más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en
|
|
lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio,
|
|
pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería
|
|
fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el
|
|
libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con
|
|
esto, me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio.
|
|
|
|
Preguntéle al portador si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de
|
|
costa. Respondióme que ni por pensamiento. ''Pues, hermano -le respondí
|
|
yo-, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a
|
|
las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan
|
|
largo viaje; además que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y
|
|
emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande
|
|
conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me
|
|
sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear''.
|
|
|
|
Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia
|
|
los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de
|
|
cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que
|
|
en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de
|
|
entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo,
|
|
porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad
|
|
posible.
|
|
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|
Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado; que ya estará
|
|
Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de
|
|
Vuestra Excelencia. De Madrid, último de otubre de mil seiscientos y
|
|
quince.
|
|
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|
Criado de Vuestra Excelencia,
|
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Miguel de Cervantes Saavedra.
|
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Capítulo Primero. De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote
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cerca de su enfermedad
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Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera
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salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes
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sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero
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no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas
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tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y
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apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen
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discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo
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harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su
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señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo
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cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado
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en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la
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primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último
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capítulo. Y así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su
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mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no
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tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro
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de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.
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Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla
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de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y
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amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia. Fueron dél muy bien
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recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con
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mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática
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vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno,
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enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y
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desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un
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Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la
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república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado
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otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas
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las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron
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indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio.
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Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar
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gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura,
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mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías,
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quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era
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falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas
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que habían venido de la corte; y, entre otras, dijo que se tenía por cierto
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que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabía su designio,
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ni adónde había de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que
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casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y
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Su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla
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de Malta. A esto respondió don Quijote:
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-Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con
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tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi
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consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual Su
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Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.
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Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:
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-¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te
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despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu
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simplicidad!
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Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura,
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preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía
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era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de
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los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.
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-El mío, señor rapador -dijo don Quijote-, no será impertinente, sino
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perteneciente.
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-No lo digo por tanto -replicó el barbero-, sino porque tiene mostrado la
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esperiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son
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imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino.
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-Pues el mío -respondió don Quijote- ni es imposible ni disparatado, sino
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el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en
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pensamiento de arbitrante alguno.
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-Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote -dijo el cura.
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-No querría -dijo don Quijote- que le dijese yo aquí agora, y amaneciese
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mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las
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gracias y el premio de mi trabajo.
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-Por mí -dijo el barbero-, doy la palabra, para aquí y para delante de
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Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a
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hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura que en el
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prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la
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su mula la andariega.
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-No sé historias -dijo don Quijote-, pero sé que es bueno ese juramento, en
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fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.
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-Cuando no lo fuera -dijo el cura-, yo le abono y salgo por él, que en este
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caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.
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-Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? -dijo don Quijote.
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-Mi profesión -respondió el cura-, que es de guardar secreto.
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-¡Cuerpo de tal! -dijo a esta sazón don Quijote-. ¿Hay más, sino mandar Su
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Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado
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todos los caballeros andantes que vagan por España; que, aunque no viniesen
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sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a
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destruir toda la potestad del Turco? Esténme vuestras mercedes atentos, y
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vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero
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andante un ejército de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran
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una sola garganta, o fueran hechos de alfenique? Si no, díganme: ¿cuántas
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historias están llenas destas maravillas? ¡Había, en hora mala para mí, que
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no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís, o alguno de
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los del inumerable linaje de Amadís de Gaula; que si alguno déstos hoy
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viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la ganancia!
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Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como
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los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el
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ánimo; y Dios me entiende, y no digo más.
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-¡Ay! -dijo a este punto la sobrina-; ¡que me maten si no quiere mi señor
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volver a ser caballero andante!
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A lo que dijo don Quijote:
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-Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y
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cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende.
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A esta sazón dijo el barbero:
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-Suplico a vuestras mercedes que se me dé licencia para contar un cuento
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breve que sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana
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de contarle.
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Dio la licencia don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y
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él comenzó desta manera:
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-«En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes
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habían puesto allí por falto de juicio. Era graduado en cánones por Osuna,
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pero, aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de
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ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de recogimiento, se
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dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta
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imaginación escribió al arzobispo, suplicándole encarecidamente y con muy
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concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivía, pues
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por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio perdido; pero que
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sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenían allí, y, a
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pesar de la verdad, querían que fuese loco hasta la muerte.
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»El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó
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a un capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que
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aquel licenciado le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si
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le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así
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el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco: que,
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puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al
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cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a
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sus primeras discreciones, como se podía hacer la esperiencia hablándole.
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Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora
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y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni
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disparatada; antes, habló tan atentadamente, que el capellán fue forzado a
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creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo
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fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus
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parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lúcidos
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intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha
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hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la
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merced que Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre.
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Finalmente, él habló de manera que hizo sospechoso al retor, codiciosos y
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desalmados a sus parientes, y a él tan discreto que el capellán se
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determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la
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mano la verdad de aquel negocio.
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»Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase dar los
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vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el retor
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que mirase lo que hacía, porque, sin duda alguna, el licenciado aún se
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estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y
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advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor,
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viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que
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eran nuevos y decentes, y, como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de
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loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a
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despedirse de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería
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acompañar y ver los locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y con
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ellos algunos que se hallaron presentes; y, llegado el licenciado a una
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jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le
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dijo: ''Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya
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Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo
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merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo; que acerca del
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poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza
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en Él, que, pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá
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a él si en Él confía. Yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos que
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coma, y cómalos en todo caso, que le hago saber que imagino, como quien ha
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pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos
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vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese, que el
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descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte''.
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»Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra
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jaula, frontero de la del furioso, y, levantándose de una estera vieja
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donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes voces quién era
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el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: ''Yo soy, hermano, el
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que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy
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infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho''.
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''Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el diablo -replicó el loco-;
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sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta''.
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''Yo sé que estoy bueno -replicó el licenciado-, y no habrá para qué tornar
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a andar estaciones''. ''¿Vos bueno? -dijo el loco-: agora bien, ello dirá;
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andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en
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la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros
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desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella,
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que quede memoria dél por todos los siglos del los siglos, amén. ¿No sabes
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tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy
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Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo
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y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero
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castigar a este ignorante pueblo, y es con no llover en él ni en todo su
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distrito y contorno por tres enteros años, que se han de contar desde el
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día y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú
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sano, tú cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado...? Así pienso llover
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como pensar ahorcarme''.
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»A las voces y a las razones del loco estuvieron los circustantes atentos,
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pero nuestro licenciado, volviéndose a nuestro capellán y asiéndole de las
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manos, le dijo: ''No tenga vuestra merced pena, señor mío, ni haga caso de
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lo que este loco ha dicho, que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo,
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que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces
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que se me antojare y fuere menester''. A lo que respondió el capellán:
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''Con todo eso, señor Neptuno, no será bien enojar al señor Júpiter:
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vuestra merced se quede en su casa, que otro día, cuando haya más comodidad
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y más espacio, volveremos por vuestra merced''. Rióse el retor y los
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presentes, por cuya risa se medio corrió el capellán; desnudaron al
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licenciado, quedóse en casa y acabóse el cuento.»
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-Pues, ¿éste es el cuento, señor barbero -dijo don Quijote-, que, por venir
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aquí como de molde, no podía dejar de contarle? ¡Ah, señor rapista, señor
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rapista, y cuán ciego es aquel que no vee por tela de cedazo! Y ¿es posible
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que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a
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ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje
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son siempre odiosas y mal recebidas? Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el
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dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo;
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sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no
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renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante
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caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto
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bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a
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su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo
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de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los
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soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora
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se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de
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que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que
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duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas
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desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los
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estribos, arrimado a su lanza, sólo procure descabezar, como dicen, el
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sueño, como lo hacían los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que,
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saliendo deste bosque, entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril
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y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y, hallando
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en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia
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alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las
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implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan
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al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos
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se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se
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embarcó, y, saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas
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dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora, ya
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triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de
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la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las
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armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los
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andantes caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que
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el famoso Amadís de Gaula?; ¿quién más discreto que Palmerín de
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Inglaterra?; ¿quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco?; ¿quién
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más galán que Lisuarte de Grecia?; ¿quién más acuchillado ni acuchillador
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que don Belianís?; ¿quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más
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acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que
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Esplandián?; ¿quién mas arrojado que don Cirongilio de Tracia?; ¿quién más
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bravo que Rodamonte?; ¿quién más prudente que el rey Sobrino?; ¿quién más
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atrevido que Reinaldos?; ¿quién más invencible que Roldán?; y ¿quién más
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gallardo y más cortés que Rugero, de quien decienden hoy los duques de
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Ferrara, según Turpín en su Cosmografía? Todos estos caballeros, y otros
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muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros andantes, luz y
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gloria de la caballería. Déstos, o tales como éstos, quisiera yo que fueran
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los de mi arbitrio, que, a serlo, Su Majestad se hallara bien servido y
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ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas, y con
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esto, no quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si
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su Júpiter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que
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lloveré cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el señor Bacía que le
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entiendo.
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-En verdad, señor don Quijote -dijo el barbero-, que no lo dije por tanto,
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y así me ayude Dios como fue buena mi intención, y que no debe vuestra
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merced sentirse.
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-Si puedo sentirme o no -respondió don Quijote-, yo me lo sé.
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A esto dijo el cura:
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-Aun bien que yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera
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quedar con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia, nacido de lo
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que aquí el señor don Quijote ha dicho.
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-Para otras cosas más -respondió don Quijote- tiene licencia el señor cura;
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y así, puede decir su escrúpulo, porque no es de gusto andar con la
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conciencia escrupulosa.
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-Pues con ese beneplácito -respondió el cura-, digo que mi escrúpulo es que
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no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros
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andantes que vuestra merced, señor don Quijote, ha referido, hayan sido
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real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes, imagino
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que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres
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despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos.
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-Ése es otro error -respondió don Quijote- en que han caído muchos, que no
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creen que haya habido tales caballeros en el mundo; y yo muchas veces,
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con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad
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este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y
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otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es
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tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de
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Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de
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barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones,
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tardo en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a
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Amadís pudiera, a mi parecer, pintar y descubrir todos cuantos caballeros
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andantes andan en las historias en el orbe, que, por la aprehensión que
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tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que
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hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía
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sus faciones, sus colores y estaturas.
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-¿Que tan grande le parece a vuestra merced, mi señor don Quijote -preguntó
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el barbero-, debía de ser el gigante Morgante?
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-En esto de gigantes -respondió don Quijote- hay diferentes opiniones, si
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los ha habido o no en el mundo; pero la Santa Escritura, que no puede
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faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, contándonos la
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historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de
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altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se
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han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza manifiesta que
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fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres; que la
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geometría saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabré decir con
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certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser
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muy alto; y muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace
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mención particular de sus hazañas que muchas veces dormía debajo de
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techado; y, pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no era
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desmesurada su grandeza.
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-Así es -dijo el cura.
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El cual, gustando de oírle decir tan grandes disparates, le preguntó que
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qué sentía acerca de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán,
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y de los demás Doce Pares de Francia, pues todos habían sido caballeros
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andantes.
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-De Reinaldos -respondió don Quijote- me atrevo a decir que era ancho de
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rostro, de color bermejo, los ojos bailadores y algo saltados, puntoso y
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colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente perdida. De Roldán, o
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Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias,
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soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas,
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algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de
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vista amenazadora; corto de razones, pero muy comedido y bien criado.
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-Si no fue Roldán más gentilhombre que vuestra merced ha dicho -replicó el
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cura-, no fue maravilla que la señora Angélica la Bella le desdeñase y
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dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener el morillo
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barbiponiente a quien ella se entregó; y anduvo discreta de adamar antes la
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blandura de Medoro que la aspereza de Roldán.
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-Esa Angélica -respondió don Quijote-, señor cura, fue una doncella
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destraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus
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impertinencias como de la fama de su hermosura: despreció mil señores, mil
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valientes y mil discretos, y contentóse con un pajecillo barbilucio, sin
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otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que
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guardó a su amigo. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no
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atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después
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de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la
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dejó donde dijo:
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Y como del Catay recibió el cetro,
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quizá otro cantará con mejor plectro.
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Y, sin duda, que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman
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vates, que quiere decir adivinos. Véese esta verdad clara, porque, después
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acá, un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y
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único poeta castellano cantó su hermosura.
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-Dígame, señor don Quijote -dijo a esta sazón el barbero-, ¿no ha habido
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algún poeta que haya hecho alguna sátira a esa señora Angélica, entre
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tantos como la han alabado?
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-Bien creo yo -respondió don Quijote- que si Sacripante o Roldán fueran
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poetas, que ya me hubieran jabonado a la doncella; porque es propio y
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natural de los poetas desdeñados y no admitidos de sus damas fingidas -o
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fingidas, en efeto, de aquéllos a quien ellos escogieron por señoras de sus
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pensamientos-, vengarse con sátiras y libelos (venganza, por cierto,
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indigna de pechos generosos), pero hasta agora no ha llegado a mi noticia
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ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que trujo revuelto el
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mundo.
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-¡Milagro! -dijo el cura.
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Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habían dejado la
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conversación, daban grandes voces en el patio, y acudieron todos al ruido.
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Capítulo II. Que trata de la notable pendencia que Sancho Panza tuvo con la
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sobrina y ama de don Quijote, con otros sujetos graciosos
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Cuenta la historia que las voces que oyeron don Quijote, el cura y el
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barbero eran de la sobrina y ama, que las daban diciendo a Sancho Panza,
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que pugnaba por entrar a ver a don Quijote, y ellas le defendían la puerta:
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-¿Qué quiere este mostrenco en esta casa? Idos a la vuestra, hermano, que
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vos sois, y no otro, el que destrae y sonsaca a mi señor, y le lleva por
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esos andurriales.
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A lo que Sancho respondió:
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-Ama de Satanás, el sonsacado, y el destraído, y el llevado por esos
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andurriales soy yo, que no tu amo; él me llevó por esos mundos, y vosotras
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os engañáis en la mitad del justo precio: él me sacó de mi casa con
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engañifas, prometiéndome una ínsula, que hasta agora la espero.
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-Malas ínsulas te ahoguen -respondió la sobrina-, Sancho maldito. Y ¿qué
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son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, golosazo, comilón, que tú eres?
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-No es de comer -replicó Sancho-, sino de gobernar y regir mejor que cuatro
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ciudades y que cuatro alcaldes de corte.
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-Con todo eso -dijo el ama-, no entraréis acá, saco de maldades y costal de
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malicias. Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y
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dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos.
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Grande gusto recebían el cura y el barbero de oír el coloquio de los tres;
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pero don Quijote, temeroso que Sancho se descosiese y desbuchase algún
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montón de maliciosas necedades, y tocase en puntos que no le estarían bien
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a su crédito, le llamó, y hizo a las dos que callasen y le dejasen entrar.
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Entró Sancho, y el cura y el barbero se despidieron de don Quijote, de cuya
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salud desesperaron, viendo cuán puesto estaba en sus desvariados
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pensamientos, y cuán embebido en la simplicidad de sus malandantes
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caballerías; y así, dijo el cura al barbero:
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-Vos veréis, compadre, cómo, cuando menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale
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otra vez a volar la ribera.
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No pongo yo duda en eso -respondió el barbero-, pero no me maravillo tanto
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de la locura del caballero como de la simplicidad del escudero, que tan
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creído tiene aquello de la ínsula, que creo que no se lo sacarán del casco
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cuantos desengaños pueden imaginarse.
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-Dios los remedie -dijo el cura-, y estemos a la mira: veremos en lo que
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para esta máquina de disparates de tal caballero y de tal escudero, que
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parece que los forjaron a los dos en una mesma turquesa, y que las locuras
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del señor, sin las necedades del criado, no valían un ardite.
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-Así es -dijo el barbero-, y holgara mucho saber qué tratarán ahora los
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dos.
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-Yo seguro -respondió el cura- que la sobrina o el ama nos lo cuenta
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después, que no son de condición que dejarán de escucharlo.
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En tanto, don Quijote se encerró con Sancho en su aposento; y, estando
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solos, le dijo:
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-Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que yo fui el que te saqué
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de tus casillas, sabiendo que yo no me quedé en mis casas: juntos salimos,
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juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma fortuna y una misma suerte
|
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ha corrido por los dos: si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido
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ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja.
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-Eso estaba puesto en razón -respondió Sancho-, porque, según vuestra
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merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a
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sus escuderos.
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-Engáñaste, Sancho -dijo don Quijote-; según aquello, quando caput
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dolet..., etcétera.
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-No entiendo otra lengua que la mía -respondió Sancho.
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-Quiero decir -dijo don Quijote- que, cuando la cabeza duele, todos los
|
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miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi
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parte, pues eres mi criado; y, por esta razón, el mal que a mí me toca, o
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tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.
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-Así había de ser -dijo Sancho-, pero cuando a mí me manteaban como a
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miembro, se estaba mi cabeza detrás de las bardas, mirándome volar por los
|
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aires, sin sentir dolor alguno; y, pues los miembros están obligados a
|
|
dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a dolerse
|
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dellos.
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-¿Querrás tú decir agora, Sancho -respondió don Quijote-, que no me dolía
|
|
yo cuando a ti te manteaban? Y si lo dices, no lo digas, ni lo pienses;
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|
pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu que tú en tu cuerpo. Pero
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|
dejemos esto aparte por agora, que tiempo habrá donde lo ponderemos y
|
|
pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por
|
|
ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué
|
|
los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi
|
|
cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver
|
|
al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, me
|
|
digas lo que acerca desto ha llegado a tus oídos; y esto me has de decir
|
|
sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que de los vasallos leales
|
|
es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la
|
|
adulación la acreciente o otro vano respeto la disminuya; y quiero que
|
|
sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad
|
|
desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras
|
|
edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra, que entiendo que,
|
|
de las que ahora se usan, es la dorada. Sírvate este advertimiento, Sancho,
|
|
para que discreta y bienintencionadamente pongas en mis oídos la verdad de
|
|
las cosas que supieres de lo que te he preguntado.
|
|
|
|
-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió Sancho-, con condición
|
|
que vuestra merced no se ha de enojar de lo que dijere, pues quiere que lo
|
|
diga en cueros, sin vestirlo de otras ropas de aquellas con que llegaron a
|
|
mi noticia.
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-En ninguna manera me enojaré -respondió don Quijote-. Bien puedes, Sancho,
|
|
hablar libremente y sin rodeo alguno.
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|
-Pues lo primero que digo -dijo-, es que el vulgo tiene a vuestra merced
|
|
por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que,
|
|
no conteniéndose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha
|
|
puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de
|
|
tierra y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no
|
|
querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos
|
|
hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las
|
|
medias negras con seda verde.
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|
-Eso -dijo don Quijote- no tiene que ver conmigo, pues ando siempre bien
|
|
vestido, y jamás remendado; roto, bien podría ser; y el roto, más de las
|
|
armas que del tiempo.
|
|
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|
-En lo que toca -prosiguió Sancho- a la valentía, cortesía, hazañas y
|
|
asumpto de vuestra merced, hay diferentes opiniones; unos dicen: "loco,
|
|
pero gracioso"; otros, "valiente, pero desgraciado"; otros, "cortés, pero
|
|
impertinente"; y por aquí van discurriendo en tantas cosas, que ni a
|
|
vuestra merced ni a mí nos dejan hueso sano.
|
|
|
|
-Mira, Sancho -dijo don Quijote-: dondequiera que está la virtud en
|
|
eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que
|
|
pasaron dejó de ser calumniado de la malicia. Julio César, animosísimo,
|
|
prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto
|
|
no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus
|
|
hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos
|
|
puntos de borracho. De Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que
|
|
fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura
|
|
que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así
|
|
que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos, bien pueden pasar
|
|
las mías, como no sean más de las que has dicho.
|
|
|
|
-¡Ahí está el toque, cuerpo de mi padre! -replicó Sancho.
|
|
|
|
-Pues, ¿hay más? -preguntó don Quijote.
|
|
|
|
-Aún la cola falta por desollar -dijo Sancho-. Lo de hasta aquí son tortas
|
|
y pan pintado; mas si vuestra merced quiere saber todo lo que hay acerca de
|
|
las caloñas que le ponen, yo le traeré aquí luego al momento quien se las
|
|
diga todas, sin que les falte una meaja; que anoche llegó el hijo de
|
|
Bartolomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller, y,
|
|
yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros la historia
|
|
de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la
|
|
Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho
|
|
Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos
|
|
nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el
|
|
historiador que las escribió.
|
|
|
|
-Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote-, que debe de ser algún sabio
|
|
encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre
|
|
nada de lo que quieren escribir.
|
|
|
|
-Y ¡cómo -dijo Sancho- si era sabio y encantador, pues (según dice el
|
|
bachiller Sansón Carrasco, que así se llama el que dicho tengo) que el
|
|
autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena!
|
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|
|
-Ese nombre es de moro -respondió don Quijote.
|
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|
-Así será -respondió Sancho-, porque por la mayor parte he oído decir que
|
|
los moros son amigos de berenjenas.
|
|
|
|
-Tú debes, Sancho -dijo don Quijote-, errarte en el sobrenombre de ese
|
|
Cide, que en arábigo quiere decir señor.
|
|
|
|
-Bien podría ser -replicó Sancho-, mas, si vuestra merced gusta que yo le
|
|
haga venir aquí, iré por él en volandas.
|
|
|
|
-Harásme mucho placer, amigo -dijo don Quijote-, que me tiene suspenso lo
|
|
que me has dicho, y no comeré bocado que bien me sepa hasta ser informado
|
|
de todo.
|
|
|
|
-Pues yo voy por él -respondió Sancho.
|
|
|
|
Y, dejando a su señor, se fue a buscar al bachiller, con el cual volvió de
|
|
allí a poco espacio, y entre los tres pasaron un graciosísimo coloquio.
|
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|
Capítulo III. Del ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho
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|
Panza y el bachiller Sansón Carrasco
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Pensativo además quedó don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de
|
|
quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como había
|
|
dicho Sancho; y no se podía persuadir a que tal historia hubiese, pues aún
|
|
no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que
|
|
había muerto, y ya querían que anduviesen en estampa sus altas caballerías.
|
|
Con todo eso, imaginó que algún sabio, o ya amigo o enemigo, por arte de
|
|
encantamento las habrá dado a la estampa: si amigo, para engrandecerlas y
|
|
levantarlas sobre las más señaladas de caballero andante; si enemigo, para
|
|
aniquilarlas y ponerlas debajo de las más viles que de algún vil escudero
|
|
se hubiesen escrito, puesto -decía entre sí- que nunca hazañas de escuderos
|
|
se escribieron; y cuando fuese verdad que la tal historia hubiese, siendo
|
|
de caballero andante, por fuerza había de ser grandílocua, alta, insigne,
|
|
magnífica y verdadera.
|
|
|
|
Con esto se consoló algún tanto, pero desconsolóle pensar que su autor era
|
|
moro, según aquel nombre de Cide; y de los moros no se podía esperar verdad
|
|
alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas. Temíase no
|
|
hubiese tratado sus amores con alguna indecencia, que redundase en
|
|
menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso;
|
|
deseaba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que siempre la había
|
|
guardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de todas
|
|
calidades, teniendo a raya los ímpetus de los naturales movimientos; y así,
|
|
envuelto y revuelto en estas y otras muchas imaginaciones, le hallaron
|
|
Sancho y Carrasco, a quien don Quijote recibió con mucha cortesía.
|
|
|
|
Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de cuerpo, aunque
|
|
muy gran socarrón, de color macilenta, pero de muy buen entendimiento;
|
|
tendría hasta veinte y cuatro años, carirredondo, de nariz chata y de
|
|
boca grande, señales todas de ser de condición maliciosa y amigo de
|
|
donaires y de burlas, como lo mostró en viendo a don Quijote, poniéndose
|
|
delante dél de rodillas, diciéndole:
|
|
|
|
-Déme vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha; que, por
|
|
el hábito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras órdenes que las
|
|
cuatro primeras, que es vuestra merced uno de los más famosos caballeros
|
|
andantes que ha habido, ni aun habrá, en toda la redondez de la tierra.
|
|
Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó
|
|
escritas, y rebién haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir de
|
|
arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las
|
|
gentes.
|
|
|
|
Hízole levantar don Quijote, y dijo:
|
|
|
|
-Desa manera, ¿verdad es que hay historia mía, y que fue moro y sabio el
|
|
que la compuso?
|
|
|
|
-Es tan verdad, señor -dijo Sansón-, que tengo para mí que el día de hoy
|
|
están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no, dígalo
|
|
Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aun hay fama que se
|
|
está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber
|
|
nación ni lengua donde no se traduzga.
|
|
|
|
-Una de las cosas -dijo a esta sazón don Quijote- que más debe de dar
|
|
contento a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo, andar con buen
|
|
nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa. Dije con buen
|
|
nombre porque, siendo al contrario, ninguna muerte se le igualará.
|
|
|
|
-Si por buena fama y si por buen nombre va -dijo el bachiller-, solo
|
|
vuestra merced lleva la palma a todos los caballeros andantes; porque el
|
|
moro en su lengua y el cristiano en la suya tuvieron cuidado de pintarnos
|
|
muy al vivo la gallardía de vuestra merced, el ánimo grande en acometer los
|
|
peligros, la paciencia en las adversidades y el sufrimiento, así en las
|
|
desgracias como en las heridas, la honestidad y continencia en los amores
|
|
tan platónicos de vuestra merced y de mi señora doña Dulcinea del Toboso.
|
|
|
|
-Nunca -dijo a este punto Sancho Panza- he oído llamar con don a mi señora
|
|
Dulcinea, sino solamente la señora Dulcinea del Toboso, y ya en esto anda
|
|
errada la historia.
|
|
|
|
-No es objeción de importancia ésa -respondió Carrasco.
|
|
|
|
-No, por cierto -respondió don Quijote-; pero dígame vuestra merced, señor
|
|
bachiller: ¿qué hazañas mías son las que más se ponderan en esa historia?
|
|
|
|
-En eso -respondió el bachiller-, hay diferentes opiniones, como hay
|
|
diferentes gustos: unos se atienen a la aventura de los molinos de viento,
|
|
que a vuestra merced le parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de los
|
|
batanes; éste, a la descripción de los dos ejércitos, que después
|
|
parecieron ser dos manadas de carneros; aquél encarece la del muerto que
|
|
llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas se aventaja la de la
|
|
libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos gigantes
|
|
benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno.
|
|
|
|
-Dígame, señor bachiller -dijo a esta sazón Sancho-: ¿entra ahí la aventura
|
|
de los yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante se le antojó pedir
|
|
cotufas en el golfo?
|
|
|
|
-No se le quedó nada -respondió Sansón- al sabio en el tintero: todo lo
|
|
dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo en
|
|
la manta.
|
|
|
|
-En la manta no hice yo cabriolas -respondió Sancho-; en el aire sí, y aun
|
|
más de las que yo quisiera.
|
|
|
|
-A lo que yo imagino -dijo don Quijote-, no hay historia humana en el mundo
|
|
que no tenga sus altibajos, especialmente las que tratan de caballerías,
|
|
las cuales nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos.
|
|
|
|
-Con todo eso -respondió el bachiller-, dicen algunos que han leído la
|
|
historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della
|
|
algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor
|
|
don Quijote.
|
|
|
|
-Ahí entra la verdad de la historia -dijo Sancho.
|
|
|
|
-También pudieran callarlos por equidad -dijo don Quijote-, pues las
|
|
acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para qué
|
|
escribirlas, si han de redundar en menosprecio del señor de la historia. A
|
|
fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente
|
|
Ulises como le describe Homero.
|
|
|
|
-Así es -replicó Sansón-, pero uno es escribir como poeta y otro como
|
|
historiador: el poeta puede contar, o cantar las cosas, no como fueron,
|
|
sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían
|
|
ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna.
|
|
|
|
-Pues si es que se anda a decir verdades ese señor moro -dijo Sancho-, a
|
|
buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos; porque
|
|
nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no me la tomasen
|
|
a mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravillarme, pues, como dice el
|
|
mismo señor mío, del dolor de la cabeza han de participar los miembros.
|
|
|
|
-Socarrón sois, Sancho -respondió don Quijote-. A fee que no os falta
|
|
memoria cuando vos queréis tenerla.
|
|
|
|
-Cuando yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado -dijo
|
|
Sancho-, no lo consentirán los cardenales, que aún se están frescos en las
|
|
costillas.
|
|
|
|
-Callad, Sancho -dijo don Quijote-, y no interrumpáis al señor bachiller, a
|
|
quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de mí en la referida
|
|
historia.
|
|
|
|
-Y de mí -dijo Sancho-, que también dicen que soy yo uno de los principales
|
|
presonajes della.
|
|
|
|
-Personajes que no presonajes, Sancho amigo -dijo Sansón.
|
|
|
|
-¿Otro reprochador de voquibles tenemos? -dijo Sancho-. Pues ándense a eso,
|
|
y no acabaremos en toda la vida.
|
|
|
|
-Mala me la dé Dios, Sancho -respondió el bachiller-, si no sois vos la
|
|
segunda persona de la historia; y que hay tal, que precia más oíros hablar
|
|
a vos que al más pintado de toda ella, puesto que también hay quien diga
|
|
que anduvistes demasiadamente de crédulo en creer que podía ser verdad el
|
|
gobierno de aquella ínsula, ofrecida por el señor don Quijote, que está
|
|
presente.
|
|
|
|
-Aún hay sol en las bardas -dijo don Quijote-, y, mientras más fuere
|
|
entrando en edad Sancho, con la esperiencia que dan los años, estará más
|
|
idóneo y más hábil para ser gobernador que no está agora.
|
|
|
|
-Por Dios, señor -dijo Sancho-, la isla que yo no gobernase con los años
|
|
que tengo, no la gobernaré con los años de Matusalén. El daño está en que
|
|
la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no en faltarme a mí el
|
|
caletre para gobernarla.
|
|
|
|
-Encomendadlo a Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que todo se hará bien, y
|
|
quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se mueve la hoja en el árbol sin
|
|
la voluntad de Dios.
|
|
|
|
-Así es verdad -dijo Sansón-, que si Dios quiere, no le faltarán a Sancho
|
|
mil islas que gobernar, cuanto más una.
|
|
|
|
-Gobernador he visto por ahí -dijo Sancho- que, a mi parecer, no llegan a
|
|
la suela de mi zapato, y, con todo eso, los llaman señoría, y se sirven con
|
|
plata.
|
|
|
|
-Ésos no son gobernadores de ínsulas -replicó Sansón-, sino de otros
|
|
gobiernos más manuales; que los que gobiernan ínsulas, por lo menos han de
|
|
saber gramática.
|
|
|
|
-Con la grama bien me avendría yo -dijo Sancho-, pero con la tica, ni me
|
|
tiro ni me pago, porque no la entiendo. Pero, dejando esto del gobierno en
|
|
las manos de Dios, que me eche a las partes donde más de mí se sirva, digo,
|
|
señor bachiller Sansón Carrasco, que infinitamente me ha dado gusto que el
|
|
autor de la historia haya hablado de mí de manera que no enfadan las cosas
|
|
que de mí se cuentan; que a fe de buen escudero que si hubiera dicho de mí
|
|
cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habían de oír
|
|
los sordos.
|
|
|
|
-Eso fuera hacer milagros -respondió Sansón.
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-Milagros o no milagros -dijo Sancho-, cada uno mire cómo habla o cómo
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escribe de las presonas, y no ponga a troche moche lo primero que le viene
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al magín.
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-Una de las tachas que ponen a la tal historia -dijo el bachiller- es que
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su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por
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mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver
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con la historia de su merced del señor don Quijote.
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-Yo apostaré -replicó Sancho- que ha mezclado el hideperro berzas con
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capachos.
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-Ahora digo -dijo don Quijote- que no ha sido sabio el autor de mi
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historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún
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discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja,
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el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: ''Lo que
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saliere''. Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que
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era menester que con letras góticas escribiese junto a él: "Éste es gallo".
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Y así debe de ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para
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entenderla.
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-Eso no -respondió Sansón-, porque es tan clara, que no hay cosa que
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dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres
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la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan
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leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún
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rocín flaco, cuando dicen: "allí va Rocinante". Y los que más se han dado a
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su letura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un
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Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquéllos
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le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos
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perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda
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ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un
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pensamiento menos que católico.
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-A escribir de otra suerte -dijo don Quijote-, no fuera escribir verdades,
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sino mentiras; y los historiadores que de mentiras se valen habían de ser
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quemados, como los que hacen moneda falsa; y no sé yo qué le movió al autor
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a valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir en los
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míos: sin duda se debió de atener al refrán: "De paja y de heno...",
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etcétera. Pues en verdad que en sólo manifestar mis pensamientos, mis
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sospiros, mis lágrimas, mis buenos deseos y mis acometimientos pudiera
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hacer un volumen mayor, o tan grande que el que pueden hacer todas las
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obras del Tostado. En efeto, lo que yo alcanzo, señor bachiller, es que
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para componer historias y libros, de cualquier suerte que sean, es menester
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un gran juicio y un maduro entendimiento. Decir gracias y escribir donaires
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es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del
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bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple. La
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historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la
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verdad está Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos
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que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.
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-No hay libro tan malo -dijo el bachiller- que no tenga algo bueno.
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-No hay duda en eso -replicó don Quijote-; pero muchas veces acontece que
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los que tenían méritamente granjeada y alcanzada gran fama por sus
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escritos, en dándolos a la estampa, la perdieron del todo, o la
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menoscabaron en algo.
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-La causa deso es -dijo Sansón- que, como las obras impresas se miran
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despacio, fácilmente se veen sus faltas, y tanto más se escudriñan cuanto
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es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famosos por sus ingenios,
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los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más veces,
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son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular
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entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios
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a la luz del mundo.
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-Eso no es de maravillar -dijo don Quijote-, porque muchos teólogos hay que
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no son buenos para el púlpito, y son bonísimos para conocer las faltas o
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sobras de los que predican.
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-Todo eso es así, señor don Quijote -dijo Carrasco-, pero quisiera yo que
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los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin
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atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; que si
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aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto,
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por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría
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ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces
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acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y así, digo que es
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grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda
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imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos
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los que le leyeren.
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-El que de mí trata -dijo don Quijote-, a pocos habrá contentado.
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-Antes es al revés; que, como de stultorum infinitus est numerus, infinitos
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son los que han gustado de la tal historia; y algunos han puesto falta y
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dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el
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ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y sólo se
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infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a
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caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. También dicen que se le
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olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la
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maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean
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saber qué hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos
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sustanciales que faltan en la obra.
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-Sancho respondió:
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-Yo, señor Sansón, no estoy ahora para ponerme en cuentas ni cuentos; que
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me ha tomado un desmayo de estómago, que si no le reparo con dos tragos de
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lo añejo, me pondrá en la espina de Santa Lucía. En casa lo tengo, mi oíslo
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me aguarda; en acabando de comer, daré la vuelta, y satisfaré a vuestra
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merced y a todo el mundo de lo que preguntar quisieren, así de la pérdida
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del jumento como del gasto de los cien escudos.
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Y, sin esperar respuesta ni decir otra palabra, se fue a su casa.
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Don Quijote pidió y rogó al bachiller se quedase a hacer penitencia con él.
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Tuvo el bachiller el envite: quedóse, añadióse al ordinaro un par de
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pichones, tratóse en la mesa de caballerías, siguióle el humor Carrasco,
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acabóse el banquete, durmieron la siesta, volvió Sancho y renovóse la
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plática pasada.
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Capítulo IV. Donde Sancho Panza satisface al bachiller Sansón Carrasco de
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sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de saberse y de contarse
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Volvió Sancho a casa de don Quijote, y, volviendo al pasado razonamiento,
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dijo:
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-A lo que el señor Sansón dijo que se deseaba saber quién, o cómo, o cuándo
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se me hurtó el jumento, respondiendo digo que la noche misma que, huyendo
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de la Santa Hermandad, nos entramos en Sierra Morena, después de la
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aventura sin ventura de los galeotes y de la del difunto que llevaban a
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Segovia, mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor
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arrimado a su lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas
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refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de
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pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño, que quienquiera que fue
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tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los
|
|
cuatro lados de la albarda, de manera que me dejó a caballo sobre ella, y
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me sacó debajo de mí al rucio, sin que yo lo sintiese.
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-Eso es cosa fácil, y no acontecimiento nuevo, que lo mesmo le sucedió a
|
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Sacripante cuando, estando en el cerco de Albraca, con esa misma invención
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le sacó el caballo de entre las piernas aquel famoso ladrón llamado
|
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Brunelo.
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-Amaneció -prosiguió Sancho-, y, apenas me hube estremecido, cuando,
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faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran caída; miré por el
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jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice una
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lamentación, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer
|
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cuenta que no puso cosa buena. Al cabo de no sé cuántos días, viniendo con
|
|
la señora princesa Micomicona, conocí mi asno, y que venía sobre él en
|
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hábito de gitano aquel Ginés de Pasamonte, aquel embustero y grandísimo
|
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maleador que quitamos mi señor y yo de la cadena.
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-No está en eso el yerro -replicó Sansón-, sino en que, antes de haber
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|
parecido el jumento, dice el autor que iba a caballo Sancho en el mesmo
|
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rucio.
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-A eso -dijo Sancho-, no sé qué responder, sino que el historiador se
|
|
engañó, o ya sería descuido del impresor.
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-Así es, sin duda -dijo Sansón-; pero, ¿qué se hicieron los cien escudos?;
|
|
¿deshiciéronse?
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Respondió Sancho:
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-Yo los gasté en pro de mi persona y de la de mi mujer, y de mis hijos, y
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ellos han sido causa de que mi mujer lleve en paciencia los caminos y
|
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carreras que he andado sirviendo a mi señor don Quijote; que si, al cabo de
|
|
tanto tiempo, volviera sin blanca y sin el jumento a mi casa, negra ventura
|
|
me esperaba; y si hay más que saber de mí, aquí estoy, que responderé al
|
|
mismo rey en presona, y nadie tiene para qué meterse en si truje o no
|
|
truje, si gasté o no gasté; que si los palos que me dieron en estos viajes
|
|
se hubieran de pagar a dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro maravedís
|
|
cada uno, en otros cien escudos no había para pagarme la mitad; y cada uno
|
|
meta la mano en su pecho, y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo
|
|
negro por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas
|
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veces.
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-Yo tendré cuidado -dijo Carrasco- de acusar al autor de la historia que si
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|
otra vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho,
|
|
que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está.
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-¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachiller? -preguntó don
|
|
Quijote.
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-Sí debe de haber -respondió él-, pero ninguna debe de ser de la
|
|
importancia de las ya referidas.
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-Y por ventura -dijo don Quijote-, ¿promete el autor segunda parte?
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-Sí promete -respondió Sansón-, pero dice que no ha hallado ni sabe quién
|
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la tiene, y así, estamos en duda si saldrá o no; y así por esto como porque
|
|
algunos dicen: "Nunca segundas partes fueron buenas", y otros: "De las
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|
cosas de don Quijote bastan las escritas", se duda que no ha de haber
|
|
segunda parte; aunque algunos que son más joviales que saturninos dicen:
|
|
"Vengan más quijotadas: embista don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo
|
|
que fuere, que con eso nos contentamos".
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-Y ¿a qué se atiene el autor?
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-A que -respondió Sansón-, en hallando que halle la historia, que él va
|
|
buscando con extraordinarias diligencias, la dará luego a la estampa,
|
|
llevado más del interés que de darla se le sigue que de otra alabanza
|
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alguna.
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A lo que dijo Sancho:
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-¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte, porque
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|
no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas, y las
|
|
obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfeción que requieren.
|
|
Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace; que yo y mi señor
|
|
le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos
|
|
diferentes, que pueda componer no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de
|
|
pensar el buen hombre, sin duda, que nos dormimos aquí en las pajas; pues
|
|
ténganos el pie al herrar, y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es
|
|
que si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas campañas
|
|
deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los
|
|
buenos andantes caballeros.
|
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|
No había bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llegaron a sus
|
|
oídos relinchos de Rocinante; los cuales relinchos tomó don Quijote por
|
|
felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí a tres o cuatro días otra
|
|
salida; y, declarando su intento al bachiller, le pidió consejo por qué
|
|
parte comenzaría su jornada; el cual le respondió que era su parecer que
|
|
fuese al reino de Aragón y a la ciudad de Zaragoza, adonde, de allí a pocos
|
|
días, se habían de hacer unas solenísimas justas por la fiesta de San
|
|
Jorge, en las cuales podría ganar fama sobre todos los caballeros
|
|
aragoneses, que sería ganarla sobre todos los del mundo. Alabóle ser
|
|
honradísima y valentísima su determinación, y advirtióle que anduviese más
|
|
atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no era suya, sino de
|
|
todos aquellos que le habían de menester para que los amparase y socorriese
|
|
en sus desventuras.
|
|
|
|
-Deso es lo que yo reniego, señor Sansón -dijo a este punto Sancho-, que
|
|
así acomete mi señor a cien hombres armados como un muchacho goloso a media
|
|
docena de badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor bachiller! Sí, que tiempos hay
|
|
de acometer y tiempos de retirar; sí, no ha de ser todo "¡Santiago, y
|
|
cierra, España!" Y más, que yo he oído decir, y creo que a mi señor mismo,
|
|
si mal no me acuerdo, que en los estremos de cobarde y de temerario está el
|
|
medio de la valentía; y si esto es así, no quiero que huya sin tener para
|
|
qué, ni que acometa cuando la demasía pide otra cosa. Pero, sobre todo,
|
|
aviso a mi señor que si me ha de llevar consigo, ha de ser con condición
|
|
que él se lo ha de batallar todo, y que yo no he de estar obligado a otra
|
|
cosa que a mirar por su persona en lo que tocare a su limpieza y a su
|
|
regalo; que en esto yo le bailaré el agua delante; pero pensar que tengo de
|
|
poner mano a la espada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha y
|
|
capellina, es pensar en lo escusado. Yo, señor Sansón, no pienso granjear
|
|
fama de valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás sirvió a
|
|
caballero andante; y si mi señor don Quijote, obligado de mis muchos y
|
|
buenos servicios, quisiere darme alguna ínsula de las muchas que su merced
|
|
dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y cuando no
|
|
me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto de otro sino de
|
|
Dios; y más, que tan bien, y aun quizá mejor, me sabrá el pan desgobernado
|
|
que siendo gobernador; y ¿sé yo por ventura si en esos gobiernos me tiene
|
|
aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las
|
|
muelas? Sancho nací, y Sancho pienso morir; pero si con todo esto, de
|
|
buenas a buenas, sin mucha solicitud y sin mucho riesgo, me deparase el
|
|
cielo alguna ínsula, o otra cosa semejante, no soy tan necio que la
|
|
desechase; que también se dice: "Cuando te dieren la vaquilla, corre con la
|
|
soguilla"; y "Cuando viene el bien, mételo en tu casa".
|
|
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|
-Vos, hermano Sancho -dijo Carrasco-, habéis hablado como un catedrático;
|
|
pero, con todo eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de
|
|
dar un reino, no que una ínsula.
|
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|
|
-Tanto es lo de más como lo de menos -respondió Sancho-; aunque sé decir al
|
|
señor Carrasco que no echara mi señor el reino que me diera en saco roto,
|
|
que yo he tomado el pulso a mí mismo, y me hallo con salud para regir
|
|
reinos y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi señor.
|
|
|
|
-Mirad, Sancho -dijo Sansón-, que los oficios mudan las costumbres, y
|
|
podría ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.
|
|
|
|
-Eso allá se ha de entender -respondió Sancho- con los que nacieron en las
|
|
malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de
|
|
cristianos viejos, como yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición, que
|
|
sabrá usar de desagradecimiento con alguno!
|
|
|
|
-Dios lo haga -dijo don Quijote-, y ello dirá cuando el gobierno venga; que
|
|
ya me parece que le trayo entre los ojos.
|
|
|
|
Dicho esto, rogó al bachiller que, si era poeta, le hiciese merced de
|
|
componerle unos versos que tratasen de la despedida que pensaba hacer de su
|
|
señora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el principio de cada
|
|
verso había de poner una letra de su nombre, de manera que al fin de los
|
|
versos, juntando las primeras letras, se leyese: Dulcinea del Toboso.
|
|
|
|
El bachiller respondió que, puesto que él no era de los famosos poetas que
|
|
había en España, que decían que no eran sino tres y medio, que no dejaría
|
|
de componer los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su
|
|
composición, a causa que las letras que contenían el nombre eran diez y
|
|
siete; y que si hacía cuatro castellanas de a cuatro versos, sobrara una
|
|
letra; y si de a cinco, a quien llaman décimas o redondillas, faltaban tres
|
|
letras; pero, con todo eso, procuraría embeber una letra lo mejor que
|
|
pudiese, de manera que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de
|
|
Dulcinea del Toboso.
|
|
|
|
-Ha de ser así en todo caso -dijo don Quijote-; que si allí no va el nombre
|
|
patente y de manifiesto, no hay mujer que crea que para ella se hicieron
|
|
los metros.
|
|
|
|
Quedaron en esto y en que la partida sería de allí a ocho días. Encargó don
|
|
Quijote al bachiller la tuviese secreta, especialmente al cura y a maese
|
|
Nicolás, y a su sobrina y al ama, porque no estorbasen su honrada y
|
|
valerosa determinación. Todo lo prometió Carrasco. Con esto se despidió,
|
|
encargando a don Quijote que de todos sus buenos o malos sucesos le
|
|
avisase, habiendo comodidad; y así, se despidieron, y Sancho fue a poner en
|
|
orden lo necesario para su jornada.
|
|
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|
|
Capítulo V. De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y
|
|
su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación
|
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|
|
(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice
|
|
que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo
|
|
del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles,
|
|
que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de
|
|
traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía; y así, prosiguió
|
|
diciendo:)
|
|
|
|
Llegó Sancho a su casa tan regocijado y alegre, que su mujer conoció su
|
|
alegría a tiro de ballesta; tanto, que la obligó a preguntarle:
|
|
|
|
-¿Qué traés, Sancho amigo, que tan alegre venís?
|
|
|
|
A lo que él respondió:
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|
|
-Mujer mía, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento
|
|
como muestro.
|
|
|
|
-No os entiendo, marido -replicó ella-, y no sé qué queréis decir en eso de
|
|
que os holgáredes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer
|
|
tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle.
|
|
|
|
-Mirad, Teresa -respondió Sancho-: yo estoy alegre porque tengo determinado
|
|
de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera
|
|
salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere
|
|
así mi necesidad, junto con la esperanza, que me alegra, de pensar si podré
|
|
hallar otros cien escudos como los ya gastados, puesto que me entristece el
|
|
haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer
|
|
a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues
|
|
lo podía hacer a poca costa y no más de quererlo, claro está que mi alegría
|
|
fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la
|
|
tristeza del dejarte; así que, dije bien que holgara, si Dios quisiera, de
|
|
no estar contento.
|
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|
|
-Mirad, Sancho -replicó Teresa-: después que os hicistes miembro de
|
|
caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os
|
|
entienda.
|
|
|
|
-Basta que me entienda Dios, mujer -respondió Sancho-, que Él es el
|
|
entendedor de todas las cosas, y quédese esto aquí; y advertid, hermana,
|
|
que os conviene tener cuenta estos tres días con el rucio, de manera que
|
|
esté para armas tomar: dobladle los piensos, requerid la albarda y las
|
|
demás jarcias, porque no vamos a bodas, sino a rodear el mundo, y a tener
|
|
dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y a oír
|
|
silbos, rugidos, bramidos y baladros; y aun todo esto fuera flores de
|
|
cantueso si no tuviéramos que entender con yangüeses y con moros
|
|
encantados.
|
|
|
|
-Bien creo yo, marido -replicó Teresa-, que los escuderos andantes no comen
|
|
el pan de balde; y así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de
|
|
tanta mala ventura.
|
|
|
|
-Yo os digo, mujer -respondió Sancho-, que si no pensase antes de mucho
|
|
tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.
|
|
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|
-Eso no, marido mío -dijo Teresa-: viva la gallina, aunque sea con su
|
|
pepita; vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo;
|
|
sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis
|
|
vivido hasta ahora, y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura
|
|
cuando Dios fuere servido. Como ésos hay en el mundo que viven sin
|
|
gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las
|
|
gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como ésta no falta a los
|
|
pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho: si por ventura os
|
|
viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos.
|
|
Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a
|
|
la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia.
|
|
Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos;
|
|
que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis
|
|
veros con gobierno; y, en fin en fin, mejor parece la hija mal casada que
|
|
bien abarraganada.
|
|
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|
-A buena fe -respondió Sancho- que si Dios me llega a tener algo qué de
|
|
gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente que no
|
|
la alcancen sino con llamarla señora.
|
|
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-Eso no, Sancho -respondió Teresa-: casadla con su igual, que es lo más
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acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de
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catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una
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doña tal y señoría, no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de
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caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.
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-Calla, boba -dijo Sancho-, que todo será usarlo dos o tres años; que
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después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué
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importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.
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-Medíos, Sancho, con vuestro estado -respondió Teresa-; no os queráis alzar
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a mayores, y advertid al refrán que dice: "Al hijo de tu vecino, límpiale
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las narices y métele en tu casa". ¡Por cierto, que sería gentil cosa casar
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a nuestra María con un condazo, o con caballerote que, cuando se le
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antojase, la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del
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destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso,
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por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla
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dejadlo a mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo
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rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la
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mochacha; y con éste, que es nuestro igual, estará bien casada, y le
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tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos,
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nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos
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nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios
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grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda.
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-Ven acá, bestia y mujer de Barrabás -replicó Sancho-: ¿por qué quieres tú
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ahora, sin qué ni para qué, estorbarme que no case a mi hija con quien me
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dé nietos que se llamen señoría? Mira, Teresa: siempre he oído decir a mis
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mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se
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debe quejar si se le pasa. Y no sería bien que ahora, que está llamando a
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nuestra puerta, se la cerremos; dejémonos llevar deste viento favorable que
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nos sopla.
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(Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dice Sancho, dijo el
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tradutor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo.)
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-¿No te parece, animalia -prosiguió Sancho-, que será bien dar con mi
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cuerpo en algún gobierno provechoso que nos saque el pie del lodo? Y cásese
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a Mari Sancha con quien yo quisiere, y verás cómo te llaman a ti doña
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Teresa Panza, y te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y
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arambeles, a pesar y despecho de las hidalgas del pueblo. ¡No, sino estaos
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siempre en un ser, sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en
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esto no hablemos más, que Sanchica ha de ser condesa, aunque tú más me
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digas.
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-¿Veis cuanto decís, marido? -respondió Teresa-. Pues, con todo eso, temo
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que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que
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quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será
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ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la
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igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. Teresa me pusieron en el
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bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni
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arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser
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vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de
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llamar Teresa Cascajo. Pero allá van reyes do quieren leyes, y con este
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nombre me contento, sin que me le pongan un don encima, que pese tanto que
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no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar
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vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: ''¡Mirad qué
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entonada va la pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de un copo de
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estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar
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de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no
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la conociésemos''. Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los
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que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano,
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idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni
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yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra
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aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella
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honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a
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vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que
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Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le
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puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.
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-Ahora digo -replicó Sancho- que tienes algún familiar en ese cuerpo.
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¡Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras, sin
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tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver el Cascajo, los broches, los
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refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante
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(que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la
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dicha): si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo, o que se
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fuera por esos mundos, como se quiso ir la infanta doña Urraca, tenías
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razón de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas, y en menos de un
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abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don y una señoría a cuestas, y te
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la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana, y en un
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estrado de más almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los
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Almohadas de Marruecos, ¿por qué no has de consentir y querer lo que yo
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quiero?
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-¿Sabéis por qué, marido? -respondió Teresa-; por el refrán que dice:
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"¡Quien te cubre, te descubre!" Por el pobre todos pasan los ojos como de
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corrida, y en el rico los detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre,
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allí es el murmurar y el maldecir, y el peor perseverar de los
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maldicientes, que los hay por esas calles a montones, como enjambres de
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abejas.
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-Mira, Teresa -respondió Sancho-, y escucha lo que agora quiero decirte;
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quizá no lo habrás oído en todos los días de tu vida, y yo agora no hablo
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de mío; que todo lo que pienso decir son sentencias del padre predicador
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que la Cuaresma pasada predicó en este pueblo, el cual, si mal no me
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acuerdo, dijo que todas las cosas presentes que los ojos están mirando se
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presentan, están y asisten en nuestra memoria mucho mejor y con más
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vehemencia que las cosas pasadas.
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(Todas estas razones que aquí va diciendo Sancho son las segundas por quien
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dice el tradutor que tiene por apócrifo este capítulo, que exceden a la
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capacidad de Sancho. El cual prosiguió diciendo:)
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-De donde nace que, cuando vemos alguna persona bien aderezada, y con ricos
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vestidos compuesta, y con pompa de criados, parece que por fuerza nos mueve
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y convida a que la tengamos respeto, puesto que la memoria en aquel
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instante nos represente alguna bajeza en que vimos a la tal persona; la
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cual inominia, ahora sea de pobreza o de linaje, como ya pasó, no es, y
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sólo es lo que vemos presente. Y si éste a quien la fortuna sacó del
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borrador de su bajeza (que por estas mesmas razones lo dijo el padre) a la
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alteza de su prosperidad, fuere bien criado, liberal y cortés con todos, y
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no se pusiere en cuentos con aquellos que por antigüedad son nobles, ten
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por cierto, Teresa, que no habrá quien se acuerde de lo que fue, sino que
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reverencien lo que es, si no fueren los invidiosos, de quien ninguna
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próspera fortuna está segura.
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-Yo no os entiendo, marido -replicó Teresa-: haced lo que quisiéredes, y no
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me quebréis más la cabeza con vuestras arengas y retóricas. Y si estáis
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revuelto en hacer lo que decís...
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-Resuelto has de decir, mujer -dijo Sancho-, y no revuelto.
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-No os pongáis a disputar, marido, conmigo -respondió Teresa-. Yo hablo
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como Dios es servido, y no me meto en más dibujos; y digo que si estáis
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porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho,
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para que desde agora le enseñéis a tener gobierno, que bien es que los
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hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.
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-En teniendo gobierno -dijo Sancho-, enviaré por él por la posta, y te
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enviaré dineros, que no me faltarán, pues nunca falta quien se los preste a
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los gobernadores cuando no los tienen; y vístele de modo que disimule lo
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que es y parezca lo que ha de ser.
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-Enviad vos dinero -dijo Teresa-, que yo os lo vistiré como un palmito.
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-En efecto, quedamos de acuerdo -dijo Sancho- de que ha de ser condesa
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nuestra hija.
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-El día que yo la viere condesa -respondió Teresa-, ése haré cuenta que la
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entierro, pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto, que con
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esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque
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sean unos porros.
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Y, en esto, comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y
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enterrada a Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que, ya que la hubiese
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de hacer condesa, la haría todo lo más tarde que ser pudiese. Con esto se
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acabó su plática, y Sancho volvió a ver a don Quijote para dar orden en su
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partida.
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Capítulo VI. De lo que le pasó a Don Quijote con su sobrina y con su ama, y
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es uno de los importantes capítulos de toda la historia
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En tanto que Sancho Panza y su mujer Teresa Cascajo pasaron la impertinente
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referida plática, no estaban ociosas la sobrina y el ama de don Quijote,
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que por mil señales iban coligiendo que su tío y señor quería desgarrarse
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la vez tercera, y volver al ejercicio de su, para ellas, mal andante
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caballería: procuraban por todas las vías posibles apartarle de tan mal
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pensamiento, pero todo era predicar en desierto y majar en hierro frío. Con
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todo esto, entre otras muchas razones que con él pasaron, le dijo el ama:
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-En verdad, señor mío, que si vuesa merced no afirma el pie llano y se está
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quedo en su casa, y se deja de andar por los montes y por los valles como
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ánima en pena, buscando esas que dicen que se llaman aventuras, a quien yo
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llamo desdichas, que me tengo de quejar en voz y en grita a Dios y al rey,
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que pongan remedio en ello.
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A lo que respondió don Quijote:
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-Ama, lo que Dios responderá a tus quejas yo no lo sé, ni lo que ha de
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responder Su Majestad tampoco, y sólo sé que si yo fuera rey, me escusara
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de responder a tanta infinidad de memoriales impertinentes como cada día le
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dan; que uno de los mayores trabajos que los reyes tienen, entre otros
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muchos, es el estar obligados a escuchar a todos y a responder a todos; y
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así, no querría yo que cosas mías le diesen pesadumbre.
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A lo que dijo el ama:
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-Díganos, señor: en la corte de Su Majestad, ¿no hay caballeros?
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-Sí -respondió don Quijote-, y muchos; y es razón que los haya, para adorno
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de la grandeza de los príncipes y para ostentación de la majestad real.
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-Pues, ¿no sería vuesa merced -replicó ella- uno de los que a pie quedo
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sirviesen a su rey y señor, estándose en la corte?
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-Mira, amiga -respondió don Quijote-: no todos los caballeros pueden ser
|
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cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros
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andantes: de todos ha de haber en el mundo; y, aunque todos seamos
|
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caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los
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cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se
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pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer
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calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes
|
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verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de
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noche y de día, a pie y a caballo, medimos toda la tierra con nuestros
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mismos pies; y no solamente conocemos los enemigos pintados, sino en su
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mismo ser, y en todo trance y en toda ocasión los acometemos, sin mirar en
|
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niñerías, ni en las leyes de los desafíos; si lleva, o no lleva, más corta
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la lanza, o la espada; si trae sobre sí reliquias, o algún engaño
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encubierto; si se ha de partir y hacer tajadas el sol, o no, con otras
|
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ceremonias deste jaez, que se usan en los desafíos particulares de persona
|
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a persona, que tú no sabes y yo sí. Y has de saber más: que el buen
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caballero andante, aunque vea diez gigantes que con las cabezas no sólo
|
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tocan, sino pasan las nubes, y que a cada uno le sirven de piernas dos
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grandísimas torres, y que los brazos semejan árboles de gruesos y poderosos
|
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navíos, y cada ojo como una gran rueda de molino y más ardiendo que un
|
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horno de vidrio, no le han de espantar en manera alguna; antes con gentil
|
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continente y con intrépido corazón los ha de acometer y embestir, y, si
|
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fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeño instante, aunque
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viniesen armados de unas conchas de un cierto pescado que dicen que son más
|
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duras que si fuesen de diamantes, y en lugar de espadas trujesen cuchillos
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tajantes de damasquino acero, o porras ferradas con puntas asimismo de
|
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acero, como yo las he visto más de dos veces. Todo esto he dicho, ama mía,
|
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porque veas la diferencia que hay de unos caballeros a otros; y sería razón
|
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que no hubiese príncipe que no estimase en más esta segunda, o, por mejor
|
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decir, primera especie de caballeros andantes, que, según leemos en sus
|
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historias, tal ha habido entre ellos que ha sido la salud no sólo de un
|
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reino, sino de muchos.
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-¡Ah, señor mío! -dijo a esta sazón la sobrina-; advierta vuestra merced
|
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que todo eso que dice de los caballeros andantes es fábula y mentira, y sus
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historias, ya que no las quemasen, merecían que a cada una se le echase un
|
|
sambenito, o alguna señal en que fuese conocida por infame y por gastadora
|
|
de las buenas costumbres.
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-Por el Dios que me sustenta -dijo don Quijote-, que si no fueras mi
|
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sobrina derechamente, como hija de mi misma hermana, que había de hacer un
|
|
tal castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que sonara por todo el
|
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mundo. ¿Cómo que es posible que una rapaza que apenas sabe menear doce
|
|
palillos de randas se atreva a poner lengua y a censurar las historias de
|
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los caballeros andantes? ¿Qué dijera el señor Amadís si lo tal oyera? Pero
|
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a buen seguro que él te perdonara, porque fue el más humilde y cortés
|
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caballero de su tiempo, y, demás, grande amparador de las doncellas; mas,
|
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tal te pudiera haber oído que no te fuera bien dello, que no todos son
|
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corteses ni bien mirados: algunos hay follones y descomedidos. Ni todos los
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que se llaman caballeros lo son de todo en todo: que unos son de oro, otros
|
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de alquimia, y todos parecen caballeros, pero no todos pueden estar al
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toque de la piedra de la verdad. Hombres bajos hay que revientan por
|
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parecer caballeros, y caballeros altos hay que parece que aposta mueren por
|
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parecer hombres bajos; aquéllos se llevantan o con la ambición o con la
|
|
virtud, éstos se abajan o con la flojedad o con el vicio; y es menester
|
|
aprovecharnos del conocimiento discreto para distinguir estas dos maneras
|
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de caballeros, tan parecidos en los nombres y tan distantes en las
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|
acciones.
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-¡Válame Dios! -dijo la sobrina-. ¡Que sepa vuestra merced tanto, señor
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tío, que, si fuese menester en una necesidad, podría subir en un púlpito e
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irse a predicar por esas calles, y que, con todo esto, dé en una ceguera
|
|
tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es
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valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza
|
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tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no
|
|
lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres!
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-Tienes mucha razón, sobrina, en lo que dices -respondió don Quijote-, y
|
|
cosas te pudiera yo decir cerca de los linajes, que te admiraran; pero, por
|
|
no mezclar lo divino con lo humano, no las digo. Mirad, amigas: a cuatro
|
|
suertes de linajes, y estadme atentas, se pueden reducir todos los que hay
|
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en el mundo, que son éstas: unos, que tuvieron principios humildes, y se
|
|
fueron estendiendo y dilatando hasta llegar a una suma grandeza; otros, que
|
|
tuvieron principios grandes, y los fueron conservando y los conservan y
|
|
mantienen en el ser que comenzaron; otros, que, aunque tuvieron principios
|
|
grandes, acabaron en punta, como pirámide, habiendo diminuido y aniquilado
|
|
su principio hasta parar en nonada, como lo es la punta de la pirámide, que
|
|
respeto de su basa o asiento no es nada; otros hay, y éstos son los más,
|
|
que ni tuvieron principio bueno ni razonable medio, y así tendrán el fin,
|
|
sin nombre, como el linaje de la gente plebeya y ordinaria. De los
|
|
primeros, que tuvieron principio humilde y subieron a la grandeza que agora
|
|
conservan, te sirva de ejemplo la Casa Otomana, que, de un humilde y bajo
|
|
pastor que le dio principio, está en la cumbre que le vemos. Del segundo
|
|
linaje, que tuvo principio en grandeza y la conserva sin aumentarla, serán
|
|
ejemplo muchos príncipes que por herencia lo son, y se conservan en ella,
|
|
sin aumentarla ni diminuirla, conteniéndose en los límites de sus estados
|
|
pacíficamente. De los que comenzaron grandes y acabaron en punta hay
|
|
millares de ejemplos, porque todos los Faraones y Tolomeos de Egipto, los
|
|
Césares de Roma, con toda la caterva, si es que se le puede dar este
|
|
nombre, de infinitos príncipes, monarcas, señores, medos, asirios, persas,
|
|
griegos y bárbaros, todos estos linajes y señoríos han acabado en punta y
|
|
en nonada, así ellos como los que les dieron principio, pues no será
|
|
posible hallar agora ninguno de sus decendientes, y si le hallásemos, sería
|
|
en bajo y humilde estado. Del linaje plebeyo no tengo qué decir, sino que
|
|
sirve sólo de acrecentar el número de los que viven, sin que merezcan otra
|
|
fama ni otro elogio sus grandezas. De todo lo dicho quiero que infiráis,
|
|
bobas mías, que es grande la confusión que hay entre los linajes, y que
|
|
solos aquéllos parecen grandes y ilustres que lo muestran en la virtud, y
|
|
en la riqueza y liberalidad de sus dueños. Dije virtudes, riquezas y
|
|
liberalidades, porque el grande que fuere vicioso será vicioso grande, y el
|
|
rico no liberal será un avaro mendigo; que al poseedor de las riquezas no
|
|
le hace dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, y no el gastarlas
|
|
comoquiera, sino el saberlas bien gastar. Al caballero pobre no le queda
|
|
otro camino para mostrar que es caballero sino el de la virtud, siendo
|
|
afable, bien criado, cortés y comedido, y oficioso; no soberbio, no
|
|
arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo; que con dos maravedís
|
|
que con ánimo alegre dé al pobre se mostrará tan liberal como el que a
|
|
campana herida da limosna, y no habrá quien le vea adornado de las
|
|
referidas virtudes que, aunque no le conozca, deje de juzgarle y tenerle
|
|
por de buena casta, y el no serlo sería milagro; y siempre la alabanza fue
|
|
premio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados. Dos
|
|
caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y
|
|
honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo más
|
|
armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la
|
|
influencia del planeta Marte; así que, casi me es forzoso seguir por su
|
|
camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde
|
|
cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la
|
|
fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea. Pues con
|
|
saber, como sé, los innumerables trabajos que son anejos al andante
|
|
caballería, sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé
|
|
que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y
|
|
espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes, porque el del
|
|
vicio, dilatado y espacioso, acaba en la muerte, y el de la virtud, angosto
|
|
y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no
|
|
tendrá fin; y sé, como dice el gran poeta castellano nuestro, que
|
|
|
|
Por estas asperezas se camina
|
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|
de la inmortalidad al alto asiento,
|
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|
do nunca arriba quien de allí declina.
|
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-¡Ay, desdichada de mí -dijo la sobrina-, que también mi señor es poeta!.
|
|
Todo lo sabe, todo lo alcanza: yo apostaré que si quisiera ser albañil, que
|
|
supiera fabricar una casa como una jaula.
|
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|
|
Yo te prometo, sobrina -respondió don Quijote-, que si estos pensamientos
|
|
caballerescos no me llevasen tras sí todos los sentidos, que no habría cosa
|
|
que yo no hiciese, ni curiosidad que no saliese de mis manos, especialmente
|
|
jaulas y palillos de dientes.
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|
A este tiempo, llamaron a la puerta, y, preguntando quién llamaba,
|
|
respondió Sancho Panza que él era; y, apenas le hubo conocido el ama,
|
|
cuando corrió a esconderse por no verle: tanto le aborrecía. Abrióle la
|
|
sobrina, salió a recebirle con los brazos abiertos su señor don Quijote, y
|
|
encerráronse los dos en su aposento, donde tuvieron otro coloquio, que no
|
|
le hace ventaja el pasado.
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Capítulo VII. De lo que pasó don Quijote con su escudero, con otros
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|
sucesos famosísimos
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Apenas vio el ama que Sancho Panza se encerraba con su señor, cuando dio en
|
|
la cuenta de sus tratos; y, imaginando que de aquella consulta había de
|
|
salir la resolución de su tercera salida y tomando su manto, toda llena de
|
|
congoja y pesadumbre, se fue a buscar al bachiller Sansón Carrasco,
|
|
pareciéndole que, por ser bien hablado y amigo fresco de su señor, le
|
|
podría persuadir a que dejase tan desvariado propósito.
|
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|
Hallóle paseándose por el patio de su casa, y, viéndole, se dejó caer ante
|
|
sus pies, trasudando y congojosa. Cuando la vio Carrasco con muestras tan
|
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doloridas y sobresaltadas, le dijo:
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-¿Qué es esto, señora ama? ¿Qué le ha acontecido, que parece que se le
|
|
quiere arrancar el alma?
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-No es nada, señor Sansón mío, sino que mi amo se sale; ¡sálese sin duda!
|
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|
-Y ¿por dónde se sale, señora? -preguntó Sansón-. ¿Hásele roto alguna parte
|
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de su cuerpo?
|
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-No se sale -respondió ella-, sino por la puerta de su locura. Quiero
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decir, señor bachiller de mi ánima, que quiere salir otra vez, que con ésta
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será la tercera, a buscar por ese mundo lo que él llama venturas, que yo no
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puedo entender cómo les da este nombre. La vez primera nos le volvieron
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atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de
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bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde él se daba a entender que
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estaba encantado; y venía tal el triste, que no le conociera la madre que
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le parió: flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones
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del celebro, que, para haberle de volver algún tanto en sí, gasté más de
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seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que
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no me dejaran mentir.
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-Eso creo yo muy bien -respondió el bachiller-; que ellas son tan buenas,
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tan gordas y tan bien criadas, que no dirán una cosa por otra, si
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reventasen. En efecto, señora ama: ¿no hay otra cosa, ni ha sucedido otro
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desmán alguno, sino el que se teme que quiere hacer el señor don Quijote?
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-No, señor -respondió ella.
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-Pues no tenga pena -respondió el bachiller-, sino váyase en hora buena a
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su casa, y téngame aderezado de almorzar alguna cosa caliente, y, de
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camino, vaya rezando la oración de Santa Apolonia si es que la sabe, que yo
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iré luego allá, y verá maravillas.
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-¡Cuitada de mí! -replicó el ama-; ¿la oración de Santa Apolonia dice
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vuestra merced que rece?: eso fuera si mi amo lo hubiera de las muelas,
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pero no lo ha sino de los cascos.
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-Yo sé lo que digo, señora ama: váyase y no se ponga a disputar conmigo,
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pues sabe que soy bachiller por Salamanca, que no hay más que bachillear
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-respondió Carrasco.
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Y con esto, se fue el ama, y el bachiller fue luego a buscar al cura, a
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comunicar con él lo que se dirá a su tiempo.
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En el que estuvieron encerrados don Quijote y Sancho, pasaron las razones
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que con mucha puntualidad y verdadera relación cuenta la historia.
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Dijo Sancho a su amo:
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-Señor, ya yo tengo relucida a mi mujer a que me deje ir con vuestra merced
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adonde quisiere llevarme.
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-Reducida has de decir, Sancho -dijo don Quijote-, que no relucida.
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-Una o dos veces -respondió Sancho-, si mal no me acuerdo, he suplicado a
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vuestra merced que no me emiende los vocablos, si es que entiende lo que
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quiero decir en ellos, y que, cuando no los entienda, diga: ''Sancho, o
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diablo, no te entiendo''; y si yo no me declarare, entonces podrá
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emendarme; que yo soy tan fócil...
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-No te entiendo, Sancho -dijo luego don Quijote-, pues no sé qué quiere
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decir soy tan fócil.
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-Tan fócil quiere decir -respondió Sancho- soy tan así.
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-Menos te entiendo agora -replicó don Quijote.
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-Pues si no me puede entender -respondió Sancho-, no sé cómo lo diga: no sé
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más, y Dios sea conmigo.
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-Ya, ya caigo -respondió don Quijote- en ello: tú quieres decir que eres
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tan dócil, blando y mañero que tomarás lo que yo te dijere, y pasarás por
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lo que te enseñare.
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-Apostaré yo -dijo Sancho- que desde el emprincipio me caló y me entendió,
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sino que quiso turbarme por oírme decir otras docientas patochadas.
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-Podrá ser -replicó don Quijote-. Y, en efecto, ¿qué dice Teresa?
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-Teresa dice -dijo Sancho- que ate bien mi dedo con vuestra merced, y que
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hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues más
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vale un toma que dos te daré. Y yo digo que el consejo de la mujer es poco,
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y el que no le toma es loco.
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-Y yo lo digo también -respondió don Quijote-. Decid, Sancho amigo; pasá
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adelante, que habláis hoy de perlas.
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-Es el caso -replicó Sancho- que, como vuestra merced mejor sabe, todos
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estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y mañana no, y que tan presto
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se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este
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mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle, porque la muerte es
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sorda, y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va
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depriesa y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni ceptros, ni
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mitras, según es pública voz y fama, y según nos lo dicen por esos
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púlpitos.
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-Todo eso es verdad -dijo don Quijote-, pero no sé dónde vas a parar.
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-Voy a parar -dijo Sancho- en que vuesa merced me señale salario conocido
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de lo que me ha de dar cada mes el tiempo que le sirviere, y que el tal
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salario se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que
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llegan tarde, o mal, o nunca; con lo mío me ayude Dios. En fin, yo quiero
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saber lo que gano, poco o mucho que sea, que sobre un huevo pone la
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gallina, y muchos pocos hacen un mucho, y mientras se gana algo no se
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pierde nada. Verdad sea que si sucediese, lo cual ni lo creo ni lo espero,
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que vuesa merced me diese la ínsula que me tiene prometida, no soy tan
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ingrato, ni llevo las cosas tan por los cabos, que no querré que se aprecie
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lo que montare la renta de la tal ínsula, y se descuente de mi salario gata
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por cantidad.
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-Sancho amigo -respondió don Quijote-, a las veces, tan buena suele ser una
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gata como una rata.
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-Ya entiendo -dijo Sancho-: yo apostaré que había de decir rata, y no gata;
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pero no importa nada, pues vuesa merced me ha entendido.
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-Y tan entendido -respondió don Quijote- que he penetrado lo último de tus
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pensamientos, y sé al blanco que tiras con las inumerables saetas de tus
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refranes. Mira, Sancho: yo bien te señalaría salario, si hubiera hallado en
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alguna de las historias de los caballeros andantes ejemplo que me
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descubriese y mostrase, por algún pequeño resquicio, qué es lo que solían
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ganar cada mes, o cada año; pero yo he leído todas o las más de sus
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historias, y no me acuerdo haber leído que ningún caballero andante haya
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señalado conocido salario a su escudero. Sólo sé que todos servían a
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merced, y que, cuando menos se lo pensaban, si a sus señores les había
|
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corrido bien la suerte, se hallaban premiados con una ínsula, o con otra
|
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cosa equivalente, y, por lo menos, quedaban con título y señoría. Si con
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|
estas esperanzas y aditamentos vos, Sancho, gustáis de volver a servirme,
|
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sea en buena hora: que pensar que yo he de sacar de sus términos y quicios
|
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la antigua usanza de la caballería andante es pensar en lo escusado. Así
|
|
que, Sancho mío, volveos a vuestra casa, y declarad a vuestra Teresa mi
|
|
intención; y si ella gustare y vos gustáredes de estar a merced conmigo,
|
|
bene quidem; y si no, tan amigos como de antes; que si al palomar no le
|
|
falta cebo, no le faltarán palomas. Y advertid, hijo, que vale más buena
|
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esperanza que ruin posesión, y buena queja que mala paga. Hablo de esta
|
|
manera, Sancho, por daros a entender que también como vos sé yo arrojar
|
|
refranes como llovidos. Y, finalmente, quiero decir, y os digo, que si no
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|
queréis venir a merced conmigo y correr la suerte que yo corriere, que Dios
|
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quede con vos y os haga un santo; que a mí no me faltarán escuderos más
|
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obedientes, más solícitos, y no tan empachados ni tan habladores como vos.
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|
Cuando Sancho oyó la firme resolución de su amo se le anubló el cielo y se
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le cayeron las alas del corazón, porque tenía creído que su señor no se
|
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iría sin él por todos los haberes del mundo; y así, estando suspenso y
|
|
pensativo, entró Sansón Carrasco y la sobrina, deseosos de oír con qué
|
|
razones persuadía a su señor que no tornarse a buscar las aventuras. Llegó
|
|
Sansón, socarrón famoso, y, abrazándole como la vez primera y con voz
|
|
levantada, le dijo:
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|
-¡Oh flor de la andante caballería; oh luz resplandeciente de las armas; oh
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|
honor y espejo de la nación española! Plega a Dios todopoderoso, donde más
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|
largamente se contiene, que la persona o personas que pusieren impedimento
|
|
y estorbaren tu tercera salida, que no la hallen en el laberinto de sus
|
|
deseos, ni jamás se les cumpla lo que mal desearen.
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|
Y, volviéndose al ama, le dijo:
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|
-Bien puede la señora ama no rezar más la oración de Santa Apolonia, que yo
|
|
sé que es determinación precisa de las esferas que el señor don Quijote
|
|
vuelva a ejecutar sus altos y nuevos pensamientos, y yo encargaría mucho mi
|
|
conciencia si no intimase y persuadiese a este caballero que no tenga más
|
|
tiempo encogida y detenida la fuerza de su valeroso brazo y la bondad de su
|
|
ánimo valentísimo, porque defrauda con su tardanza el derecho de los
|
|
tuertos, el amparo de los huérfanos, la honra de las doncellas, el favor de
|
|
las viudas y el arrimo de las casadas, y otras cosas deste jaez, que tocan,
|
|
atañen, dependen y son anejas a la orden de la caballería andante. ¡Ea,
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|
señor don Quijote mío, hermoso y bravo, antes hoy que mañana se ponga
|
|
vuestra merced y su grandeza en camino; y si alguna cosa faltare para
|
|
ponerle en ejecución, aquí estoy yo para suplirla con mi persona y
|
|
hacienda; y si fuere necesidad servir a tu magnificencia de escudero, lo
|
|
tendré a felicísima ventura!
|
|
|
|
A esta sazón, dijo don Quijote, volviéndose a Sancho:
|
|
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|
-¿No te dije yo, Sancho, que me habían de sobrar escuderos? Mira quién se
|
|
ofrece a serlo, sino el inaudito bachiller Sansón Carrasco, perpetuo
|
|
trastulo y regocijador de los patios de las escuelas salmanticenses, sano
|
|
de su persona, ágil de sus miembros, callado, sufridor así del calor como
|
|
del frío, así de la hambre como de la sed, con todas aquellas partes que se
|
|
requieren para ser escudero de un caballero andante. Pero no permita el
|
|
cielo que, por seguir mi gusto, desjarrete y quiebre la coluna de las
|
|
letras y el vaso de las ciencias, y tronque la palma eminente de las buenas
|
|
y liberales artes. Quédese el nuevo Sansón en su patria, y, honrándola,
|
|
honre juntamente las canas de sus ancianos padres; que yo con cualquier
|
|
escudero estaré contento, ya que Sancho no se digna de venir conmigo.
|
|
|
|
-Sí digno -respondió Sancho, enternecido y llenos de lágrimas los ojos; y
|
|
prosiguió-: No se dirá por mí, señor mío: el pan comido y la compañía
|
|
deshecha; sí, que no vengo yo de alguna alcurnia desagradecida, que ya sabe
|
|
todo el mundo, y especialmente mi pueblo, quién fueron los Panzas, de quien
|
|
yo deciendo, y más, que tengo conocido y calado por muchas buenas obras, y
|
|
por más buenas palabras, el deseo que vuestra merced tiene de hacerme
|
|
merced; y si me he puesto en cuentas de tanto más cuanto acerca de mi
|
|
salario, ha sido por complacer a mi mujer; la cual, cuando toma la mano a
|
|
persuadir una cosa, no hay mazo que tanto apriete los aros de una cuba como
|
|
ella aprieta a que se haga lo que quiere; pero, en efeto, el hombre ha de
|
|
ser hombre, y la mujer, mujer; y, pues yo soy hombre dondequiera, que no lo
|
|
puedo negar, también lo quiero ser en mi casa, pese a quien pesare; y así,
|
|
no hay más que hacer, sino que vuestra merced ordene su testamento con su
|
|
codicilo, en modo que no se pueda revolcar, y pongámonos luego en camino,
|
|
porque no padezca el alma del señor Sansón, que dice que su conciencia le
|
|
lita que persuada a vuestra merced a salir vez tercera por ese mundo; y yo
|
|
de nuevo me ofrezco a servir a vuestra merced fiel y legalmente, tan bien y
|
|
mejor que cuantos escuderos han servido a caballeros andantes en los
|
|
pasados y presentes tiempos.
|
|
|
|
Admirado quedó el bachiller de oír el término y modo de hablar de Sancho
|
|
Panza; que, puesto que había leído la primera historia de su señor, nunca
|
|
creyó que era tan gracioso como allí le pintan; pero, oyéndole decir ahora
|
|
testamento y codicilo que no se pueda revolcar, en lugar de testamento y
|
|
codicilo que no se pueda revocar, creyó todo lo que dél había leído, y
|
|
confirmólo por uno de los más solenes mentecatos de nuestros siglos; y dijo
|
|
entre sí que tales dos locos como amo y mozo no se habrían visto en el
|
|
mundo.
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|
Finalmente, don Quijote y Sancho se abrazaron y quedaron amigos, y con
|
|
parecer y beneplácito del gran Carrasco, que por entonces era su oráculo,
|
|
se ordenó que de allí a tres días fuese su partida; en los cuales habría
|
|
lugar de aderezar lo necesario para el viaje, y de buscar una celada de
|
|
encaje, que en todas maneras dijo don Quijote que la había de llevar.
|
|
Ofreciósela Sansón, porque sabía no se la negaría un amigo suyo que la
|
|
tenía, puesto que estaba más escura por el orín y el moho que clara y
|
|
limpia por el terso acero.
|
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|
|
Las maldiciones que las dos, ama y sobrina, echaron al bachiller no
|
|
tuvieron cuento: mesaron sus cabellos, arañaron sus rostros, y, al modo de
|
|
las endechaderas que se usaban, lamentaban la partida como si fuera la
|
|
muerte de su señor. El designo que tuvo Sansón, para persuadirle a que otra
|
|
vez saliese, fue hacer lo que adelante cuenta la historia, todo por consejo
|
|
del cura y del barbero, con quien él antes lo había comunicado.
|
|
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|
En resolución, en aquellos tres días don Quijote y Sancho se acomodaron de
|
|
lo que les pareció convenirles; y, habiendo aplacado Sancho a su mujer, y
|
|
don Quijote a su sobrina y a su ama, al anochecer, sin que nadie lo viese,
|
|
sino el bachiller, que quiso acompañarles media legua del lugar, se
|
|
pusieron en camino del Toboso: don Quijote sobre su buen Rocinante, y
|
|
Sancho sobre su antiguo rucio, proveídas las alforjas de cosas tocantes a
|
|
la bucólica, y la bolsa de dineros que le dio don Quijote para lo que se
|
|
ofreciese. Abrazóle Sansón, y suplicóle le avisase de su buena o mala
|
|
suerte, para alegrarse con ésta o entristecerse con aquélla, como las leyes
|
|
de su amistad pedían. Prometióselo don Quijote, dio Sansón la vuelta a su
|
|
lugar, y los dos tomaron la de la gran ciudad del Toboso.
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Capítulo VIII. Donde se cuenta lo que le sucedió a don Quijote, yendo a ver
|
|
su señora Dulcinea del Toboso
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''¡Bendito sea el poderoso Alá! -dice Hamete Benengeli al comienzo deste
|
|
octavo capítulo-. ¡Bendito sea Alá!'', repite tres veces; y dice que da
|
|
estas bendiciones por ver que tiene ya en campaña a don Quijote y a Sancho,
|
|
y que los letores de su agradable historia pueden hacer cuenta que desde
|
|
este punto comienzan las hazañas y donaires de don Quijote y de su
|
|
escudero; persuádeles que se les olviden las pasadas caballerías del
|
|
ingenioso hidalgo, y pongan los ojos en las que están por venir, que desde
|
|
agora en el camino del Toboso comienzan, como las otras comenzaron en los
|
|
campos de Montiel, y no es mucho lo que pide para tanto como él promete; y
|
|
así prosigue diciendo:
|
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|
Solos quedaron don Quijote y Sancho, y, apenas se hubo apartado Sansón,
|
|
cuando comenzó a relinchar Rocinante y a sospirar el rucio, que de
|
|
entrambos, caballero y escudero, fue tenido a buena señal y por felicísimo
|
|
agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron los sospiros y
|
|
rebuznos del rucio que los relinchos del rocín, de donde coligió Sancho que
|
|
su ventura había de sobrepujar y ponerse encima de la de su señor,
|
|
fundándose no sé si en astrología judiciaria que él se sabía, puesto que la
|
|
historia no lo declara; sólo le oyeron decir que, cuando tropezaba o caía,
|
|
se holgara no haber salido de casa, porque del tropezar o caer no se sacaba
|
|
otra cosa sino el zapato roto o las costillas quebradas; y, aunque tonto,
|
|
no andaba en esto muy fuera de camino. Díjole don Quijote:
|
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|
-Sancho amigo, la noche se nos va entrando a más andar, y con más escuridad
|
|
de la que habíamos menester para alcanzar a ver con el día al Toboso,
|
|
adonde tengo determinado de ir antes que en otra aventura me ponga, y allí
|
|
tomaré la bendición y buena licencia de la sin par Dulcinea, con la cual
|
|
licencia pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice cima a toda
|
|
peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los
|
|
caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas.
|
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|
-Yo así lo creo -respondió Sancho-; pero tengo por dificultoso que vuestra
|
|
merced pueda hablarla ni verse con ella, en parte, a lo menos, que pueda
|
|
recebir su bendición, si ya no se la echa desde las bardas del corral, por
|
|
donde yo la vi la vez primera, cuando le llevé la carta donde iban las
|
|
nuevas de las sandeces y locuras que vuestra merced quedaba haciendo en el
|
|
corazón de Sierra Morena.
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|
-¿Bardas de corral se te antojaron aquéllas, Sancho -dijo don Quijote-,
|
|
adonde o por donde viste aquella jamás bastantemente alabada gentileza y
|
|
hermosura? No debían de ser sino galerías o corredores, o lonjas, o como
|
|
las llaman, de ricos y reales palacios.
|
|
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|
-Todo pudo ser -respondió Sancho-, pero a mí bardas me parecieron, si no es
|
|
que soy falto de memoria.
|
|
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|
-Con todo eso, vamos allá, Sancho -replicó don Quijote-, que como yo la
|
|
vea, eso se me da que sea por bardas que por ventanas, o por resquicios, o
|
|
verjas de jardines; que cualquier rayo que del sol de su belleza llegue a
|
|
mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón, de modo que
|
|
quede único y sin igual en la discreción y en la valentía.
|
|
|
|
-Pues en verdad, señor -respondió Sancho-, que cuando yo vi ese sol de la
|
|
señora Dulcinea del Toboso, que no estaba tan claro, que pudiese echar de
|
|
sí rayos algunos, y debió de ser que, como su merced estaba ahechando aquel
|
|
trigo que dije, el mucho polvo que sacaba se le puso como nube ante el
|
|
rostro y se le escureció.
|
|
|
|
-¡Que todavía das, Sancho -dijo don Quijote-, en decir, en pensar, en creer
|
|
y en porfiar que mi señora Dulcinea ahechaba trigo, siendo eso un menester
|
|
y ejercicio que va desviado de todo lo que hacen y deben hacer las personas
|
|
principales que están constituidas y guardadas para otros ejercicios y
|
|
entretenimientos, que muestran a tiro de ballesta su principalidad...! Mal
|
|
se te acuerdan a ti, ¡oh Sancho!, aquellos versos de nuestro poeta donde
|
|
nos pinta las labores que hacían allá en sus moradas de cristal aquellas
|
|
cuatro ninfas que del Tajo amado sacaron las cabezas, y se sentaron a
|
|
labrar en el prado verde aquellas ricas telas que allí el ingenioso poeta
|
|
nos describe, que todas eran de oro, sirgo y perlas contestas y tejidas. Y
|
|
desta manera debía de ser el de mi señora cuando tú la viste; sino que la
|
|
envidia que algún mal encantador debe de tener a mis cosas, todas las que
|
|
me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que ellas tienen;
|
|
y así, temo que, en aquella historia que dicen que anda impresa de mis
|
|
hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá
|
|
puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras,
|
|
divertiéndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la
|
|
continuación de una verdadera historia. ¡Oh envidia, raíz de infinitos
|
|
males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé
|
|
qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos,
|
|
rancores y rabias.
|
|
|
|
-Eso es lo que yo digo también -respondió Sancho-, y pienso que en esa
|
|
leyenda o historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de nosotros había
|
|
visto debe de andar mi honra a coche acá, cinchado, y, como dicen, al
|
|
estricote, aquí y allí, barriendo las calles. Pues, a fe de bueno, que no
|
|
he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes que pueda ser
|
|
envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso, y que tengo mis ciertos
|
|
asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza
|
|
mía, siempre natural y nunca artificiosa. Y cuando otra cosa no tuviese
|
|
sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo
|
|
aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo
|
|
mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener
|
|
misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos. Pero digan lo que
|
|
quisieren; que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; aunque,
|
|
por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me
|
|
da un higo que digan de mí todo lo que quisieren.
|
|
|
|
-Eso me parece, Sancho -dijo don Quijote-, a lo que sucedió a un famoso
|
|
poeta destos tiempos, el cual, habiendo hecho una maliciosa sátira contra
|
|
todas las damas cortesanas, no puso ni nombró en ella a una dama que se
|
|
podía dudar si lo era o no; la cual, viendo que no estaba en la lista de
|
|
las demás, se quejó al poeta, diciéndole que qué había visto en ella para
|
|
no ponerla en el número de las otras, y que alargase la sátira, y la
|
|
pusiese en el ensanche; si no, que mirase para lo que había nacido. Hízolo
|
|
así el poeta, y púsola cual no digan dueñas, y ella quedó satisfecha, por
|
|
verse con fama, aunque infame. También viene con esto lo que cuentan de
|
|
aquel pastor que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por
|
|
una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre
|
|
en los siglos venideros; y, aunque se mandó que nadie le nombrase, ni
|
|
hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no
|
|
consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato.
|
|
También alude a esto lo que sucedió al grande emperador Carlo Quinto con un
|
|
caballero en Roma. Quiso ver el emperador aquel famoso templo de la
|
|
Rotunda, que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses, y
|
|
ahora, con mejor vocación, se llama de todos los santos, y es el edificio
|
|
que más entero ha quedado de los que alzó la gentilidad en Roma, y es el
|
|
que más conserva la fama de la grandiosidad y magnificencia de sus
|
|
fundadores: él es de hechura de una media naranja, grandísimo en estremo,
|
|
y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana,
|
|
o, por mejor decir, claraboya redonda que está en su cima, desde la cual
|
|
mirando el emperador el edificio, estaba con él y a su lado un caballero
|
|
romano, declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina y
|
|
memorable arquitetura; y, habiéndose quitado de la claraboya, dijo al
|
|
emperador: ''Mil veces, Sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con
|
|
vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí
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fama eterna en el mundo''. ''Yo os agradezco -respondió el emperador- el no
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haber puesto tan mal pensamiento en efeto, y de aquí adelante no os pondré
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yo en ocasión que volváis a hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os
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mando que jamás me habléis, ni estéis donde yo estuviere''. Y, tras estas
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palabras, le hizo una gran merced. Quiero decir, Sancho, que el deseo de
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alcanzar fama es activo en gran manera. ¿Quién piensas tú que arrojó a
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Horacio del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad del
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Tibre? ¿Quién abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién impelió a Curcio a
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lanzarse en la profunda sima ardiente que apareció en la mitad de Roma?
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¿Quién, contra todos los agüeros que en contra se le habían mostrado, hizo
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pasar el Rubicón a César? Y, con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los
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navíos y dejó en seco y aislados los valerosos españoles guiados por el
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cortesísimo Cortés en el Nuevo Mundo? Todas estas y otras grandes y
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diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los mortales
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desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos
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merecen, puesto que los cristianos, católicos y andantes caballeros más
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habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en
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las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este
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presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en
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fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado. Así, ¡oh
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Sancho!, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto
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la religión cristiana, que profesamos. Hemos de matar en los gigantes a la
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soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el
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reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco
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comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia,
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en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros
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pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo,
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buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos,
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famosos caballeros. Ves aquí, Sancho, los medios por donde se alcanzan los
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estremos de alabanzas que consigo trae la buena fama.
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-Todo lo que vuestra merced hasta aquí me ha dicho -dijo Sancho- lo he
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entendido muy bien, pero, con todo eso, querría que vuestra merced me
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sorbiese una duda que agora en este punto me ha venido a la memoria.
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-Asolviese quieres decir, Sancho -dijo don Quijote-. Di en buen hora, que
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yo responderé lo que supiere.
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-Dígame, señor -prosiguió Sancho-: esos Julios o Agostos, y todos esos
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caballeros hazañosos que ha dicho, que ya son muertos, ¿dónde están agora?
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-Los gentiles -respondió don Quijote- sin duda están en el infierno; los
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cristianos, si fueron buenos cristianos, o están en el purgatorio o en el
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cielo.
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-Está bien -dijo Sancho-, pero sepamos ahora: esas sepulturas donde están
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los cuerpos desos señorazos, ¿tienen delante de sí lámparas de plata, o
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están adornadas las paredes de sus capillas de muletas, de mortajas, de
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cabelleras, de piernas y de ojos de cera? Y si desto no, ¿de qué están
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adornadas?
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A lo que respondió don Quijote:
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-Los sepulcros de los gentiles fueron por la mayor parte suntuosos templos:
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las cenizas del cuerpo de Julio César se pusieron sobre una pirámide de
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piedra de desmesurada grandeza, a quien hoy llaman en Roma La aguja de San
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Pedro; al emperador Adriano le sirvió de sepultura un castillo tan grande
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como una buena aldea, a quien llamaron Moles Hadriani, que agora es el
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castillo de Santángel en Roma; la reina Artemisa sepultó a su marido
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Mausoleo en un sepulcro que se tuvo por una de las siete maravillas del
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mundo; pero ninguna destas sepulturas ni otras muchas que tuvieron los
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gentiles se adornaron con mortajas ni con otras ofrendas y señales que
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mostrasen ser santos los que en ellas estaban sepultados.
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-A eso voy -replicó Sancho-. Y dígame agora: ¿cuál es más: resucitar a un
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muerto, o matar a un gigante?
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-La respuesta está en la mano -respondió don Quijote-: más es resucitar a
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un muerto.
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-Cogido le tengo -dijo Sancho-: luego la fama del que resucita muertos, da
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vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante
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de sus sepulturas arden lámparas, y están llenas sus capillas de gentes
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devotas que de rodillas adoran sus reliquias, mejor fama será, para este y
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para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren cuantos emperadores
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gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo.
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-También confieso esa verdad -respondió don Quijote.
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-Pues esta fama, estas gracias, estas prerrogativas, como llaman a esto
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-respondió Sancho-, tienen los cuerpos y las reliquias de los santos que,
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con aprobación y licencia de nuestra santa madre Iglesia, tienen lámparas,
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velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que
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aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama. Los cuerpos de los
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santos o sus reliquias llevan los reyes sobre sus hombros, besan los
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pedazos de sus huesos, adornan y enriquecen con ellos sus oratorios y sus
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más preciados altares...
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-¿Qué quieres que infiera, Sancho, de todo lo que has dicho? -dijo don
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Quijote.
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-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más
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brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o
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antes de ayer, que, según ha poco se puede decir desta manera, canonizaron
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o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que
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ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas
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y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de
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Roldán en la armería del rey, nuestro señor, que Dios guarde. Así que,
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señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea,
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que valiente y andante caballero; mas alcanzan con Dios dos docenas de
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diciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o
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a endrigos.
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-Todo eso es así -respondió don Quijote-, pero no todos podemos ser
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frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al
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cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria.
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-Sí -respondió Sancho-, pero yo he oído decir que hay más frailes en el
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cielo que caballeros andantes.
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-Eso es -respondió don Quijote- porque es mayor el número de los religiosos
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que el de los caballeros.
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-Muchos son los andantes -dijo Sancho.
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-Muchos -respondió don Quijote-, pero pocos los que merecen nombre de
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caballeros.
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En estas y otras semejantes pláticas se les pasó aquella noche y el día
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siguiente, sin acontecerles cosa que de contar fuese, de que no poco le
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pesó a don Quijote. En fin, otro día, al anochecer, descubrieron la gran
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ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espíritus a don
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Quijote y se le entristecieron a Sancho, porque no sabía la casa de
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Dulcinea, ni en su vida la había visto, como no la había visto su señor; de
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modo que el uno por verla, y el otro por no haberla visto, estaban
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alborotados, y no imaginaba Sancho qué había de hacer cuando su dueño le
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enviase al Toboso. Finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad
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entrada la noche, y, en tanto que la hora se llegaba, se quedaron entre
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unas encinas que cerca del Toboso estaban, y, llegado el determinado punto,
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entraron en la ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan.
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Capítulo IX. Donde se cuenta lo que en él se verá
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Media noche era por filo, poco más a menos, cuando don Quijote y Sancho
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dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado
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silencio, porque todos sus vecinos dormían y reposaban a pierna tendida,
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como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que
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fuera del todo escura, por hallar en su escuridad disculpa de su sandez. No
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se oía en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos de
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don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando, rebuznaba
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un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voces, de diferentes
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sonidos, se aumentaban con el silencio de la noche, todo lo cual tuvo el
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enamorado caballero a mal agüero; pero, con todo esto, dijo a Sancho:
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-Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea: quizá podrá ser que la hallemos
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despierta.
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-¿A qué palacio tengo de guiar, cuerpo del sol -respondió Sancho-, que en
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el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?
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-Debía de estar retirada, entonces -respondió don Quijote-, en algún
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pequeño apartamiento de su alcázar, solazándose a solas con sus doncellas,
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como es uso y costumbre de las altas señoras y princesas.
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-Señor -dijo Sancho-, ya que vuestra merced quiere, a pesar mío, que sea
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alcázar la casa de mi señora Dulcinea, ¿es hora ésta por ventura de hallar
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la puerta abierta? Y ¿será bien que demos aldabazos para que nos oyan y nos
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abran, metiendo en alboroto y rumor toda la gente? ¿Vamos por dicha a
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llamar a la casa de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que
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llegan, y llaman, y entran a cualquier hora, por tarde que sea?
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-Hallemos primero una por una el alcázar -replicó don Quijote-, que
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entonces yo te diré, Sancho, lo que será bien que hagamos. Y advierte,
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Sancho, que yo veo poco, o que aquel bulto grande y sombra que desde aquí
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se descubre la debe de hacer el palacio de Dulcinea.
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-Pues guíe vuestra merced -respondió Sancho-: quizá será así; aunque yo lo
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veré con los ojos y lo tocaré con las manos, y así lo creeré yo como creer
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que es ahora de día.
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Guió don Quijote, y, habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto
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que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal
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edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
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-Con la iglesia hemos dado, Sancho.
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-Ya lo veo -respondió Sancho-; y plega a Dios que no demos con nuestra
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sepultura, que no es buena señal andar por los cimenterios a tales horas, y
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más, habiendo yo dicho a vuestra merced, si mal no me acuerdo, que la
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casa desta señora ha de estar en una callejuela sin salida.
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-¡Maldito seas de Dios, mentecato! -dijo don Quijote-. ¿Adónde has tú
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hallado que los alcázares y palacios reales estén edificados en callejuelas
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sin salida?
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-Señor -respondió Sancho-, en cada tierra su uso: quizá se usa aquí en el
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Toboso edificar en callejuelas los palacios y edificios grandes; y así,
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suplico a vuestra merced me deje buscar por estas calles o callejuelas que
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se me ofrecen: podría ser que en algún rincón topase con ese alcázar, que
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le vea yo comido de perros, que así nos trae corridos y asendereados.
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-Habla con respeto, Sancho, de las cosas de mi señora -dijo don Quijote-, y
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tengamos la fiesta en paz, y no arrojemos la soga tras el caldero.
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-Yo me reportaré -respondió Sancho-; pero, ¿con qué paciencia podré llevar
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que quiera vuestra merced que de sola una vez que vi la casa de nuestra
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ama, la haya de saber siempre y hallarla a media noche, no hallándola
|
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vuestra merced, que la debe de haber visto millares de veces?
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-Tú me harás desesperar, Sancho -dijo don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no te
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he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin
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par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo
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estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?
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-Ahora lo oigo -respondió Sancho-; y digo que, pues vuestra merced no la ha
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visto, ni yo tampoco...
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-Eso no puede ser -replicó don Quijote-; que, por lo menos, ya me has dicho
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tú que la viste ahechando trigo, cuando me trujiste la respuesta de la
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carta que le envié contigo.
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-No se atenga a eso, señor -respondió Sancho-, porque le hago saber que
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también fue de oídas la vista y la respuesta que le truje; porque, así sé
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yo quién es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo.
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-Sancho, Sancho -respondió don Quijote-, tiempos hay de burlar, y tiempos
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donde caen y parecen mal las burlas. No porque yo diga que ni he visto ni
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hablado a la señora de mi alma has tú de decir también que ni la has
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hablado ni visto, siendo tan al revés como sabes.
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Estando los dos en estas pláticas, vieron que venía a pasar por donde
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estaban uno con dos mulas, que, por el ruido que hacía el arado, que
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arrastraba por el suelo, juzgaron que debía de ser labrador, que habría
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madrugado antes del día a ir a su labranza; y así fue la verdad. Venía el
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labrador cantando aquel romance que dicen:
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Mala la hubistes, franceses,
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en esa de Roncesvalles.
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-Que me maten, Sancho -dijo, en oyéndole, don Quijote-, si nos ha de
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suceder cosa buena esta noche. ¿No oyes lo que viene cantando ese villano?
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-Sí oigo -respondió Sancho-; pero, ¿qué hace a nuestro propósito la caza de
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Roncesvalles? Así pudiera cantar el romance de Calaínos, que todo fuera uno
|
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para sucedernos bien o mal en nuestro negocio.
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Llegó, en esto, el labrador, a quien don Quijote preguntó:
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-¿Sabréisme decir, buen amigo, que buena ventura os dé Dios, dónde son por
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aquí los palacios de la sin par princesa doña Dulcinea del Toboso?
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-Señor -respondió el mozo-, yo soy forastero y ha pocos días que estoy en
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este pueblo, sirviendo a un labrador rico en la labranza del campo; en esa
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casa frontera viven el cura y el sacristán del lugar; entrambos, o
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cualquier dellos, sabrá dar a vuestra merced razón desa señora princesa,
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|
porque tienen la lista de todos los vecinos del Toboso; aunque para mí
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tengo que en todo él no vive princesa alguna; muchas señoras, sí,
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principales, que cada una en su casa puede ser princesa.
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-Pues entre ésas -dijo don Quijote- debe de estar, amigo, ésta por quien te
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pregunto.
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-Podría ser -respondió el mozo-; y adiós, que ya viene el alba.
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Y, dando a sus mulas, no atendió a más preguntas. Sancho, que vio suspenso
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a su señor y asaz mal contento, le dijo:
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-Señor, ya se viene a más andar el día, y no será acertado dejar que nos
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halle el sol en la calle; mejor será que nos salgamos fuera de la ciudad, y
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que vuestra merced se embosque en alguna floresta aquí cercana, y yo
|
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volveré de día, y no dejaré ostugo en todo este lugar donde no busque la
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casa, alcázar o palacio de mi señora, y asaz sería de desdichado si no le
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hallase; y, hallándole, hablaré con su merced, y le diré dónde y cómo queda
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vuestra merced esperando que le dé orden y traza para verla, sin menoscabo
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de su honra y fama.
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-Has dicho, Sancho -dijo don Quijote-, mil sentencias encerradas en el
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círculo de breves palabras: el consejo que ahora me has dado le apetezco y
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recibo de bonísima gana. Ven, hijo, y vamos a buscar donde me embosque, que
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tú volverás, como dices, a buscar, a ver y hablar a mi señora, de cuya
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discreción y cortesía espero más que milagrosos favores.
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Rabiaba Sancho por sacar a su amo del pueblo, porque no averiguase la
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mentira de la respuesta que de parte de Dulcinea le había llevado a Sierra
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Morena; y así, dio priesa a la salida, que fue luego, y a dos millas del
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lugar hallaron una floresta o bosque, donde don Quijote se emboscó en tanto
|
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que Sancho volvía a la ciudad a hablar a Dulcinea; en cuya embajada le
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sucedieron cosas que piden nueva atención y nuevo crédito.
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Capítulo X. Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la
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señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos
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Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo
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cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de
|
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ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término y
|
|
raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de
|
|
ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y
|
|
recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni
|
|
quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por las
|
|
objeciones que podían ponerle de mentiroso. Y tuvo razón, porque la verdad
|
|
adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre
|
|
el agua.
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|
Y así, prosiguiendo su historia, dice que, así como don Quijote se emboscó
|
|
en la floresta, encinar o selva junto al gran Toboso, mandó a Sancho volver
|
|
a la ciudad, y que no volviese a su presencia sin haber primero hablado de
|
|
su parte a su señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo
|
|
caballero, y se dignase de echarle su bendición, para que pudiese esperar
|
|
por ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas
|
|
empresas. Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba, y de traerle
|
|
tan buena respuesta como le trujo la vez primera.
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-Anda, hijo -replicó don Quijote-, y no te turbes cuando te vieres ante la
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|
luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los
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|
escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si
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|
muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se
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desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso
|
|
la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie,
|
|
mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite
|
|
la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera,
|
|
de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque
|
|
no esté desordenado; finalmente, hijo, mira todas sus acciones y
|
|
movimientos; porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacaré yo lo
|
|
que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al
|
|
fecho de mis amores toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que
|
|
entre los amantes, las acciones y movimientos exteriores que muestran,
|
|
cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas
|
|
de lo que allá en lo interior del alma pasa. Ve, amigo, y guíete otra mejor
|
|
ventura que la mía, y vuélvate otro mejor suceso del que yo quedo temiendo
|
|
y esperando en esta amarga soledad en que me dejas.
|
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|
-Yo iré y volveré presto -dijo Sancho-; y ensanche vuestra merced, señor
|
|
mío, ese corazoncillo, que le debe de tener agora no mayor que una
|
|
avellana, y considere que se suele decir que buen corazón quebranta mala
|
|
ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas; y también se dice:
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donde no piensa, salta la liebre. Dígolo porque si esta noche no hallamos
|
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los palacios o alcázares de mi señora, agora que es de día los pienso
|
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hallar, cuando menos los piense, y hallados, déjenme a mí con ella.
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-Por cierto, Sancho -dijo don Quijote-, que siempre traes tus refranes tan
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a pelo de lo que tratamos cuanto me dé Dios mejor ventura en lo que deseo.
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Esto dicho, volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio, y don Quijote se
|
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quedó a caballo, descansando sobre los estribos y sobre el arrimo de su
|
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lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le dejaremos,
|
|
yéndonos con Sancho Panza, que no menos confuso y pensativo se apartó de su
|
|
señor que él quedaba; y tanto, que, apenas hubo salido del bosque, cuando,
|
|
volviendo la cabeza y viendo que don Quijote no parecía, se apeó del
|
|
jumento, y, sentándose al pie de un árbol, comenzó a hablar consigo mesmo y
|
|
a decirse:
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-Sepamos agora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced. ¿Va a buscar algún
|
|
jumento que se le haya perdido? ''No, por cierto''. Pues, ¿qué va a buscar?
|
|
''Voy a buscar, como quien no dice nada, a una princesa, y en ella al sol
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de la hermosura y a todo el cielo junto''. Y ¿adónde pensáis hallar eso que
|
|
decís, Sancho? ''¿Adónde? En la gran ciudad del Toboso''. Y bien: ¿y de
|
|
parte de quién la vais a buscar? ''De parte del famoso caballero don
|
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Quijote de la Mancha, que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed,
|
|
y de beber al que ha hambre''. Todo eso está muy bien. Y ¿sabéis su casa,
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|
Sancho? ''Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios
|
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alcázares''. Y ¿habéisla visto algún día por ventura? ''Ni yo ni mi amo la
|
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habemos visto jamás''. Y ¿paréceos que fuera acertado y bien hecho que si
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los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con intención de ir a
|
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sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus damas, viniesen y os
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moliesen las costillas a puros palos, y no os dejasen hueso sano? ''En
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verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy mandado, y
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|
que mensajero sois, amigo, no merecéis culpa, non''. No os fiéis en eso,
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|
Sancho, porque la gente manchega es tan colérica como honrada, y no
|
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consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os huele, que os mando mala
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ventura. ''¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No, sino ándeme yo buscando
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tres pies al gato por el gusto ajeno! Y más, que así será buscar a Dulcinea
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por el Toboso como a Marica por Rávena, o al bachiller en Salamanca. ¡El
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diablo, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no!''
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Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que volvió a
|
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decirse:
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-Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de
|
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cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida.
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|
Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y aun
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también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo
|
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y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: "Dime con quién andas,
|
|
decirte he quién eres", y el otro de "No con quien naces, sino con quien
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paces". Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma
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unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco,
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como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las
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mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de
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enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle
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creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora
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Dulcinea; y, cuando él no lo crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a
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jurar; y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la
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mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía
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acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo
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cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que
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algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá
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mudado la figura por hacerle mal y daño.
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Con esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu, y tuvo por bien
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acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde, por dar lugar a que
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don Quijote pensase que le había tenido para ir y volver del Toboso; y
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sucedióle todo tan bien que, cuando se levantó para subir en el rucio, vio
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que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres
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pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se puede creer
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que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas; pero, como
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no va mucho en esto, no hay para qué detenernos en averiguarlo. En
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resolución: así como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a
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buscar a su señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas
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lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
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-¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca, o con
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negra?
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-Mejor será -respondió Sancho- que vuesa merced le señale con almagre, como
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rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los que le vieren.
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-De ese modo -replicó don Quijote-, buenas nuevas traes.
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-Tan buenas -respondió Sancho-, que no tiene más que hacer vuesa merced
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sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del
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Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.
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-¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? -dijo don Quijote-. Mira
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no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas
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tristezas.
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-¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced -respondió Sancho-, y más
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estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá
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venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien
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ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de
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perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de
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diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos
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rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a
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caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver.
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-Hacaneas querrás decir, Sancho.
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-Poca diferencia hay -respondió Sancho- de cananeas a hacaneas; pero,
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vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas señoras que se
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puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi señora, que pasma los
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sentidos.
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-Vamos, Sancho hijo -respondió don Quijote-; y, en albricias destas no
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esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo que ganare en la
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primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando las crías
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que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan para
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parir en el prado concejil de nuestro pueblo.
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-A las crías me atengo -respondió Sancho-, porque de ser buenos los
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despojos de la primera aventura no está muy cierto.
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Ya en esto salieron de la selva, y descubrieron cerca a las tres aldeanas.
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Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio
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sino a las tres labradoras, turbóse todo, y preguntó a Sancho si las había
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dejado fuera de la ciudad.
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-¿Cómo fuera de la ciudad? -respondió-. ¿Por ventura tiene vuesa merced los
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ojos en el colodrillo, que no vee que son éstas, las que aquí vienen,
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resplandecientes como el mismo sol a mediodía?
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-Yo no veo, Sancho -dijo don Quijote-, sino a tres labradoras sobre tres
|
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borricos.
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-¡Agora me libre Dios del diablo! -respondió Sancho-. Y ¿es posible que
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tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
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parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas barbas
|
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si tal fuese verdad!
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-Pues yo te digo, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que es tan verdad que
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son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo
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menos, a mí tales me parecen.
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-Calle, señor -dijo Sancho-, no diga la tal palabra, sino despabile esos
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ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya
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llega cerca.
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Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas; y, apeándose
|
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del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras, y,
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hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
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-Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea
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servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero
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vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos de
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verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y
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él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro
|
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nombre el Caballero de la Triste Figura.
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A esta sazón, ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y
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miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina
|
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y señora, y, como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy
|
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buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado,
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sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo atónitas,
|
|
viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que no
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dejaban pasar adelante a su compañera; pero, rompiendo el silencio la
|
|
detenida, toda desgraciada y mohína, dijo:
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-Apártense nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos de priesa.
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A lo que respondió Sancho:
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-¡Oh princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo
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corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia
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a la coluna y sustento de la andante caballería?
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Oyendo lo cual, otra de las dos dijo:
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-Mas, ¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen los
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señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no supiésemos
|
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echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjenmos hacer el nueso, y
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|
serles ha sano.
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-Levántate, Sancho -dijo a este punto don Quijote-, que ya veo que la
|
|
Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde
|
|
pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y
|
|
tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana
|
|
gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el
|
|
maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos,
|
|
y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual
|
|
hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le
|
|
ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos,
|
|
no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión
|
|
y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que
|
|
mi alma te adora.
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|
-¡Tomá que mi agüelo! -respondió la aldeana-. ¡Amiguita soy yo de oír
|
|
resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
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|
Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su
|
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enredo.
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Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea,
|
|
cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía, dio a
|
|
correr por el prado adelante. Y, como la borrica sentía la punta del
|
|
aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de
|
|
manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don
|
|
Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que
|
|
también vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y
|
|
quiriendo don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la
|
|
jumenta, la señora, levantándose del suelo, le quitó de aquel trabajo,
|
|
porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica, y, puestas ambas
|
|
manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un
|
|
halcón, sobre la albarda, y quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y
|
|
entonces dijo Sancho:
|
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-¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un acotán, y que
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puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano! El
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arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace correr la
|
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hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren
|
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como el viento.
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|
Y así era la verdad, porque, en viéndose a caballo Dulcinea, todas picaron
|
|
tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás por espacio de
|
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más de media legua. Siguiólas don Quijote con la vista, y, cuando vio que
|
|
no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:
|
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-Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira hasta
|
|
dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han
|
|
querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En
|
|
efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero
|
|
donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has
|
|
también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber
|
|
vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron
|
|
en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente
|
|
le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen
|
|
olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber,
|
|
Sancho, que cuando llegé a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú
|
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dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me
|
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encalabrinó y atosigó el alma.
|
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-¡Oh canalla! -gritó a esta sazón Sancho- ¡Oh encantadores aciagos y
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malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como
|
|
sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros
|
|
debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en
|
|
agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de
|
|
buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que
|
|
le tocárades en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba
|
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encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca
|
|
yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un
|
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lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o
|
|
ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.
|
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|
-A ese lunar -dijo don Quijote-, según la correspondencia que tienen entre
|
|
sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla
|
|
del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro, pero muy
|
|
luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado.
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|
-Pues yo sé decir a vuestra merced -respondió Sancho- que le parecían allí
|
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como nacidos.
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-Yo lo creo, amigo -replicó don Quijote-, porque ninguna cosa puso la
|
|
naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y así, si
|
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tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino
|
|
lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella que a mí me
|
|
pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa o sillón?
|
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-No era -respondió Sancho- sino silla a la jineta, con una cubierta de
|
|
campo que vale la mitad de un reino, según es de rica.
|
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-¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! -dijo don Quijote-. Ahora torno a
|
|
decir, y diré mil veces, que soy el más desdichado de los hombres.
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Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo
|
|
las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado. Finalmente, después de
|
|
otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en sus
|
|
bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo
|
|
que pudiesen hallarse en unas solenes fiestas que en aquella insigne ciudad
|
|
cada año suelen hacerse. Pero, antes que allá llegasen, les sucedieron
|
|
cosas que, por muchas, grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas,
|
|
como se verá adelante.
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Capítulo XI. De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote
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con el carro, o carreta, de Las Cortes de la Muerte
|
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Pensativo además iba don Quijote por su camino adelante, considerando la
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|
mala burla que le habían hecho los encantadores, volviendo a su señora
|
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Dulcinea en la mala figura de la aldeana, y no imaginaba qué remedio
|
|
tendría para volverla a su ser primero; y estos pensamientos le llevaban
|
|
tan fuera de sí, que, sin sentirlo, soltó las riendas a Rocinante, el cual,
|
|
sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenía a pacer la
|
|
verde yerba de que aquellos campos abundaban. De su embelesamiento le
|
|
volvió Sancho Panza, diciéndole:
|
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|
-Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los
|
|
hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias:
|
|
vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas a Rocinante,
|
|
y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan
|
|
los caballeros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué descaecimiento es éste?
|
|
¿Estamos aquí, o en Francia? Mas que se lleve Satanás a cuantas Dulcineas
|
|
hay en el mundo, pues vale más la salud de un solo caballero andante que
|
|
todos los encantos y transformaciones de la tierra.
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-Calla, Sancho -respondió don Quijote con voz no muy desmayada-; calla,
|
|
digo, y no digas blasfemias contra aquella encantada señora, que de su
|
|
desgracia y desventura yo solo tengo la culpa: de la invidia que me tienen
|
|
los malos ha nacido su mala andanza.
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-Así lo digo yo -respondió Sancho-: quien la vido y la vee ahora, ¿cuál es
|
|
el corazón que no llora?
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-Eso puedes tú decir bien, Sancho -replicó don Quijote-, pues la viste en
|
|
la entereza cabal de su hermosura, que el encanto no se estendió a turbarte
|
|
la vista ni a encubrirte su belleza: contra mí solo y contra mis ojos se
|
|
endereza la fuerza de su veneno. Mas, con todo esto, he caído, Sancho, en
|
|
una cosa, y es que me pintaste mal su hermosura, porque, si mal no me
|
|
acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos que parecen de
|
|
perlas antes son de besugo que de dama; y, a lo que yo creo, los de
|
|
Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos celestiales
|
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arcos que les sirven de cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y pásalas
|
|
a los dientes, que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos por los
|
|
dientes.
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-Todo puede ser -respondió Sancho-, porque también me turbó a mí su
|
|
hermosura como a vuesa merced su fealdad. Pero encomendémoslo todo a Dios,
|
|
que Él es el sabidor de las cosas que han de suceder en este valle de
|
|
lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa que
|
|
esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería. De una cosa me pesa,
|
|
señor mío, más que de otras; que es pensar qué medio se ha de tener cuando
|
|
vuesa merced venza a algún gigante o otro caballero, y le mande que se vaya
|
|
a presentar ante la hermosura de la señora Dulcinea: ¿adónde la ha de
|
|
hallar este pobre gigante, o este pobre y mísero caballero vencido?
|
|
Paréceme que los veo andar por el Toboso hechos unos bausanes, buscando a
|
|
mi señora Dulcinea, y, aunque la encuentren en mitad de la calle, no la
|
|
conocerán más que a mi padre.
|
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|
|
-Quizá, Sancho -respondió don Quijote-, no se estenderá el encantamento a
|
|
quitar el conocimiento de Dulcinea a los vencidos y presentados gigantes y
|
|
caballeros; y, en uno o dos de los primeros que yo venza y le envíe,
|
|
haremos la experiencia si la ven o no, mandándoles que vuelvan a darme
|
|
relación de lo que acerca desto les hubiere sucedido.
|
|
|
|
-Digo, señor -replicó Sancho-, que me ha parecido bien lo que vuesa merced
|
|
ha dicho, y que con ese artificio vendremos en conocimiento de lo que
|
|
deseamos; y si es que ella a solo vuesa merced se encubre, la desgracia más
|
|
será de vuesa merced que suya; pero, como la señora Dulcinea tenga salud y
|
|
contento, nosotros por acá nos avendremos y lo pasaremos lo mejor que
|
|
pudiéremos, buscando nuestras aventuras y dejando al tiempo que haga de las
|
|
suyas, que él es el mejor médico destas y de otras mayores enfermedades.
|
|
|
|
Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta
|
|
que salió al través del camino, cargada de los más diversos y estraños
|
|
personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y
|
|
servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al
|
|
cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció a los
|
|
ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a
|
|
ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un
|
|
emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la
|
|
Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su
|
|
arco, carcaj y saetas. Venía también un caballero armado de punta en
|
|
blanco, excepto que no traía morrión, ni celada, sino un sombrero lleno de
|
|
plumas de diversas colores; con éstas venían otras personas de diferentes
|
|
trajes y rostros. Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera
|
|
alborotó a don Quijote y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se
|
|
alegró don Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa
|
|
aventura, y con este pensamiento, y con ánimo dispuesto de acometer
|
|
cualquier peligro, se puso delante de la carreta, y, con voz alta y
|
|
amenazadora, dijo:
|
|
|
|
-Carretero, cochero, o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién
|
|
eres, a dó vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más
|
|
parece la barca de Carón que carreta de las que se usan.
|
|
|
|
A lo cual, mansamente, deteniendo el Diablo la carreta, respondió:
|
|
|
|
-Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Angulo el Malo; hemos
|
|
hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana, que es la
|
|
octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte, y hémosle de hacer
|
|
esta tarde en aquel lugar que desde aquí se parece; y, por estar tan cerca
|
|
y escusar el trabajo de desnudarnos y volvernos a vestir, nos vamos
|
|
vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de
|
|
Muerte; el otro, de Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina;
|
|
el otro, de Soldado; aquél, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de
|
|
las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros
|
|
papeles. Si otra cosa vuestra merced desea saber de nosotros, pregúntemelo,
|
|
que yo le sabré responder con toda puntualidad; que, como soy demonio, todo
|
|
se me alcanza.
|
|
|
|
-Por la fe de caballero andante -respondió don Quijote-, que, así como vi
|
|
este carro, imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía; y ahora digo
|
|
que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al
|
|
desengaño. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si
|
|
mandáis algo en que pueda seros de provecho, que lo haré con buen ánimo y
|
|
buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi
|
|
mocedad se me iban los ojos tras la farándula.
|
|
|
|
Estando en estas pláticas, quiso la suerte que llegase uno de la compañía,
|
|
que venía vestido de bojiganga, con muchos cascabeles, y en la punta de un
|
|
palo traía tres vejigas de vaca hinchadas; el cual moharracho, llegándose a
|
|
don Quijote, comenzó a esgrimir el palo y a sacudir el suelo con las
|
|
vejigas, y a dar grandes saltos, sonando los cascabeles, cuya mala visión
|
|
así alborotó a Rocinante, que, sin ser poderoso a detenerle don Quijote,
|
|
tomando el freno entre los dientes, dio a correr por el campo con más
|
|
ligereza que jamás prometieron los huesos de su notomía. Sancho, que
|
|
consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio,
|
|
y a toda priesa fue a valerle; pero, cuando a él llegó, ya estaba en
|
|
tierra, y junto a él, Rocinante, que, con su amo, vino al suelo: ordinario
|
|
fin y paradero de las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos.
|
|
|
|
Mas, apenas hubo dejado su caballería Sancho por acudir a don Quijote,
|
|
cuando el demonio bailador de las vejigas saltó sobre el rucio, y,
|
|
sacudiéndole con ellas, el miedo y ruido, más que el dolor de los golpes,
|
|
le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban a hacer la fiesta.
|
|
Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caída de su amo, y no sabía a
|
|
cuál de las dos necesidades acudiría primero; pero, en efecto, como buen
|
|
escudero y como buen criado, pudo más con él el amor de su señor que el
|
|
cariño de su jumento, puesto que cada vez que veía levantar las vejigas en
|
|
el aire y caer sobre las ancas de su rucio eran para él tártagos y sustos
|
|
de muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran a él en las
|
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niñas de los ojos que en el más mínimo pelo de la cola de su asno. Con esta
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perpleja tribulación llegó donde estaba don Quijote, harto más maltrecho de
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lo que él quisiera, y, ayudándole a subir sobre Rocinante, le dijo:
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-Señor, el Diablo se ha llevado al rucio.
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-¿Qué diablo? -preguntó don Quijote.
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-El de las vejigas -respondió Sancho.
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-Pues yo le cobraré -replicó don Quijote-, si bien se encerrase con él en
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los más hondos y escuros calabozos del infierno. Sígueme, Sancho, que la
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carreta va despacio, y con las mulas della satisfaré la pérdida del rucio.
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-No hay para qué hacer esa diligencia, señor -respondió Sancho-: vuestra
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merced temple su cólera, que, según me parece, ya el Diablo ha dejado el
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rucio, y vuelve a la querencia.
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Y así era la verdad; porque, habiendo caído el Diablo con el rucio, por
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imitar a don Quijote y a Rocinante, el Diablo se fue a pie al pueblo, y el
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jumento se volvió a su amo.
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-Con todo eso -dijo don Quijote-, será bien castigar el descomedimiento de
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aquel demonio en alguno de los de la carreta, aunque sea el mesmo
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emperador.
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-Quítesele a vuestra merced eso de la imaginación -replicó Sancho-, y tome
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mi consejo, que es que nunca se tome con farsantes, que es gente
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favorecida. Recitante he visto yo estar preso por dos muertes y salir
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libre y sin costas. Sepa vuesa merced que, como son gentes alegres y de
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placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman, y más
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siendo de aquellos de las compañías reales y de título, que todos, o los
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más, en sus trajes y compostura parecen unos príncipes.
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-Pues con todo -respondió don Quijote-, no se me ha de ir el demonio
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farsante alabando, aunque le favorezca todo el género humano.
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Y, diciendo esto, volvió a la carreta, que ya estaba bien cerca del pueblo.
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Iba dando voces, diciendo:
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-Deteneos, esperad, turba alegre y regocijada, que os quiero dar a entender
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cómo se han de tratar los jumentos y alimañas que sirven de caballería a
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los escuderos de los caballeros andantes.
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Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los
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de la carreta; y, juzgando por las palabras la intención del que las decía,
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en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella, el Emperador, el
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Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido; y
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todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala, esperando recebir a don
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Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en
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tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán de despedir
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poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y púsose a pensar
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de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. En esto que se
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detuvo, llegó Sancho, y, viéndole en talle de acometer al bien formado
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escuadrón, le dijo:
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-Asaz de locura sería intentar tal empresa: considere vuesa merced, señor
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mío, que para sopa de arroyo y tente bonete, no hay arma defensiva en el
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mundo, si no es embutirse y encerrarse en una campana de bronce; y también
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se ha de considerar que es más temeridad que valentía acometer un hombre
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solo a un ejército donde está la Muerte, y pelean en persona emperadores, y
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a quien ayudan los buenos y los malos ángeles; y si esta consideración no
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le mueve a estarse quedo, muévale saber de cierto que, entre todos los que
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allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores, no hay ningún
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caballero andante.
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-Ahora sí -dijo don Quijote- has dado, Sancho, en el punto que puede y debe
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mudarme de mi ya determinado intento. Yo no puedo ni debo sacar la espada,
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como otras veces muchas te he dicho, contra quien no fuere armado
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caballero. A ti, Sancho, toca, si quieres tomar la venganza del agravio que
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a tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquí te ayudaré con voces y
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advertimientos saludables.
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-No hay para qué, señor -respondió Sancho-, tomar venganza de nadie, pues
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no es de buenos cristianos tomarla de los agravios; cuanto más, que yo
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acabaré con mi asno que ponga su ofensa en las manos de mi voluntad, la
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cual es de vivir pacíficamente los días que los cielos me dieren de vida.
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-Pues ésa es tu determinación -replicó don Quijote-, Sancho bueno, Sancho
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discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero, dejemos estas fantasmas y
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volvamos a buscar mejores y más calificadas aventuras; que yo veo esta
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tierra de talle, que no han de faltar en ella muchas y muy milagrosas.
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Volvió las riendas luego, Sancho fue a tomar su rucio, la Muerte con todo
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su escuadrón volante volvieron a su carreta y prosiguieron su viaje, y este
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felice fin tuvo la temerosa aventura de la carreta de la Muerte, gracias
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sean dadas al saludable consejo que Sancho Panza dio a su amo; al cual, el
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día siguiente, le sucedió otra con un enamorado y andante caballero, de no
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menos suspensión que la pasada.
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Capítulo XII. De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don
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Quijote con el bravo Caballero de los Espejos
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La noche que siguió al día del rencuentro de la Muerte la pasaron don
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Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos árboles, habiendo, a
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persuasión de Sancho, comido don Quijote de lo que venía en el repuesto del
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rucio, y entre la cena dijo Sancho a su señor:
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-Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si hubiera escogido en albricias los
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despojos de la primera aventura que vuestra merced acabara, antes que las
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crías de las tres yeguas! En efecto, en efecto, más vale pájaro en mano que
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buitre volando.
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-Todavía -respondió don Quijote-, si tú, Sancho, me dejaras acometer, como
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yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro
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de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al
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redropelo y te las pusiera en las manos.
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-Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes -respondió
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Sancho Panza- fueron de oro puro, sino de oropel o hoja de lata.
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-Así es verdad -replicó don Quijote-, porque no fuera acertado que los
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atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo es
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la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola en
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tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los
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que las componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la
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república, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo
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las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo
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nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los
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comediantes. Si no, dime: ¿no has visto tú representar alguna comedia
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adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y
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otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, éste el
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mercader, aquél el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado
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simple; y, acabada la comedia y desnudándose de los vestidos della, quedan
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todos los recitantes iguales.
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-Sí he visto -respondió Sancho.
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-Pues lo mesmo -dijo don Quijote- acontece en la comedia y trato deste
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mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y,
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finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia;
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pero, en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita
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la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la
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sepultura.
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-¡Brava comparación! -dijo Sancho-, aunque no tan nueva que yo no la haya
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oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que,
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mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y, en
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acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en
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una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
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-Cada día, Sancho -dijo don Quijote-, te vas haciendo menos simple y más
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discreto.
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-Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced
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-respondió Sancho-; que las tierras que de suyo son estériles y secas,
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estercolándolas y cultivándolas, vienen a dar buenos frutos: quiero decir
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que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la
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estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que
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ha que le sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean
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de bendición, tales, que no desdigan ni deslicen de los senderos de la
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buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío.
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Rióse don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y parecióle ser
|
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verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de
|
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manera que le admiraba; puesto que todas o las más veces que Sancho quería
|
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hablar de oposición y a lo cortesano, acababa su razón con despeñarse del
|
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monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que él se
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mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no
|
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viniesen a pelo de lo que trataba, como se habrá visto y se habrá notado en
|
|
el discurso desta historia.
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En estas y en otras pláticas se les pasó gran parte de la noche, y a Sancho
|
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le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos, como él decía
|
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cuando quería dormir, y, desaliñando al rucio, le dio pasto abundoso y
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libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento de su
|
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señor que, en el tiempo que anduviesen en campaña, o no durmiesen debajo de
|
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techado, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza establecida y guardada
|
|
de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzón de la
|
|
silla; pero, ¿quitar la silla al caballo?, ¡guarda!; y así lo hizo Sancho,
|
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y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de Rocinante
|
|
fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos,
|
|
que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della;
|
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mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se
|
|
debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su
|
|
prosupuesto, y escribe que, así como las dos bestias se juntaban, acudían a
|
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rascarse el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba
|
|
Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra
|
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parte más de media vara), y, mirando los dos atentamente al suelo, se
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solían estar de aquella manera tres días; a lo menos, todo el tiempo que
|
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les dejaban, o no les compelía la hambre a buscar sustento.
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Digo que dicen que dejó el autor escrito que los había comparado en la
|
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amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes; y si esto es
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así, se podía echar de ver, para universal admiración, cuán firme debió ser
|
|
la amistad destos dos pacíficos animales, y para confusión de los hombres,
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|
que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros. Por esto se dijo:
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No hay amigo para amigo:
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las cañas se vuelven lanzas;
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y el otro que cantó:
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De amigo a amigo la chinche, etc.
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Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en haber
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comparado la amistad destos animales a la de los hombres, que de las
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|
bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y aprendido muchas
|
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cosas de importancia, como son: de las cigüeñas, el cristel; de los perros,
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el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las
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hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad, y la lealtad,
|
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del caballo.
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Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote
|
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dormitando al de una robusta encina; pero, poco espacio de tiempo había
|
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pasado, cuando le despertó un ruido que sintió a sus espaldas, y,
|
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levantándose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde el ruido
|
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procedía, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose
|
|
derribar de la silla, dijo al otro:
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-Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos, que, a mi parecer, este
|
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sitio abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han menester
|
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mis amorosos pensamientos.
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El decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo; y, al
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arrojarse, hicieron ruido las armas de que venía armado, manifiesta señal
|
|
por donde conoció don Quijote que debía de ser caballero andante; y,
|
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llegándose a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño
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trabajo le volvió en su acuerdo, y con voz baja le dijo:
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-Hermano Sancho, aventura tenemos.
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-Dios nos la dé buena -respondió Sancho-; y ¿adónde está, señor mío, su
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merced de esa señora aventura?
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-¿Adónde, Sancho? -replicó don Quijote-; vuelve los ojos y mira, y verás
|
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allí tendido un andante caballero, que, a lo que a mí se me trasluce, no
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|
debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del caballo y
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tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le
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crujieron las armas.
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-Pues ¿en qué halla vuesa merced -dijo Sancho- que ésta sea aventura?
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-No quiero yo decir -respondió don Quijote- que ésta sea aventura del todo,
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sino principio della; que por aquí se comienzan las aventuras. Pero
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escucha, que, a lo que parece, templando está un laúd o vigüela, y, según
|
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escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse para cantar algo.
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-A buena fe que es así -respondió Sancho-, y que debe de ser caballero
|
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enamorado.
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-No hay ninguno de los andantes que no lo sea -dijo don Quijote-. Y
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escuchémosle, que por el hilo sacaremos el ovillo de sus pensamientos, si
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es que canta; que de la abundancia del corazón habla la lengua.
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Replicar quería Sancho a su amo, pero la voz del Caballero del Bosque, que
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no era muy mala mi muy buena, lo estorbó; y, estando los dos atónitos,
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oyeron que lo que cantó fue este soneto:
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-Dadme, señora, un término que siga,
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conforme a vuestra voluntad cortado;
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que será de la mía así estimado,
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|
que por jamás un punto dél desdiga.
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Si gustáis que callando mi fatiga
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muera, contadme ya por acabado:
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si queréis que os la cuente en desusado
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modo, haré que el mesmo amor la diga.
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A prueba de contrarios estoy hecho,
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de blanda cera y de diamante duro,
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y a las leyes de amor el ama ajusto.
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Blando cual es, o fuerte, ofrezco el pecho:
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entallad o imprimid lo que os dé gusto,
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|
que de guardarlo eternamente juro.
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Con un ¡ay!, arrancado, al parecer, de lo íntimo de su corazón, dio fin a
|
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su canto el Caballero del Bosque, y, de allí a un poco, con voz doliente y
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lastimada, dijo:
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-¡Oh la más hermosa y la más ingrata mujer del orbe! ¿Cómo que será
|
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posible, serenísima Casildea de Vandalia, que has de consentir que se
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consuma y acabe en continuas peregrinaciones y en ásperos y duros trabajos
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este tu cautivo caballero? ¿No basta ya que he hecho que te confiesen por
|
|
la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los
|
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leoneses, todos los tartesios, todos los castellanos, y, finalmente, todos
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|
los caballeros de la Mancha?
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-Eso no -dijo a esta sazón don Quijote-, que yo soy de la Mancha y nunca
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tal he confesado, ni podía ni debía confesar una cosa tan perjudicial a la
|
|
belleza de mi señora; y este tal caballero ya vees tú, Sancho, que
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desvaría. Pero, escuchemos: quizá se declarará más.
|
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-Si hará -replicó Sancho-, que término lleva de quejarse un mes arreo.
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|
Pero no fue así, porque, habiendo entreoído el Caballero del Bosque que
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hablaban cerca dél, sin pasar adelante en su lamentación, se puso en pie, y
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|
dijo con voz sonora y comedida:
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-¿Quién va allá? ¿Qué gente? ¿Es por ventura de la del número de los
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contentos, o la del de los afligidos?
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-De los afligidos -respondió don Quijote.
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-Pues lléguese a mí -respondió el del Bosque-, y hará cuenta que se llega
|
|
a la mesma tristeza y a la aflición mesma.
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|
Don Quijote, que se vio responder tan tierna y comedidamente, se llegó a
|
|
él, y Sancho ni más ni menos.
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|
El caballero lamentador asió a don Quijote del brazo, diciendo:
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|
-Sentaos aquí, señor caballero, que para entender que lo sois, y de los que
|
|
profesan la andante caballería, bástame el haberos hallado en este lugar,
|
|
donde la soledad y el sereno os hacen compañía, naturales lechos y propias
|
|
estancias de los caballeros andantes.
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|
A lo que respondió don Quijote:
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-Caballero soy, y de la profesión que decís; y, aunque en mi alma tienen su
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|
propio asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso
|
|
se ha ahuyentado della la compasión que tengo de las ajenas desdichas. De
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|
lo que contaste poco ha, colegí que las vuestras son enamoradas, quiero
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|
decir, del amor que tenéis a aquella hermosa ingrata que en vuestras
|
|
lamentaciones nombrastes.
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|
Ya cuando esto pasaban estaban sentados juntos sobre la dura tierra, en
|
|
buena paz y compañía, como si al romper del día no se hubieran de romper
|
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las cabezas.
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|
-Por ventura, señor caballero -preguntó el del Bosque a don Quijote-, ¿sois
|
|
enamorado?
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-Por desventura lo soy -respondió don Quijote-; aunque los daños que nacen
|
|
de los bien colocados pensamientos, antes se deben tener por gracias que
|
|
por desdichas.
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|
-Así es la verdad -replicó el del Bosque-, si no nos turbasen la razón y el
|
|
entendimiento los desdenes, que, siendo muchos, parecen venganzas.
|
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|
-Nunca fui desdeñado de mi señora -respondió don Quijote.
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|
-No, por cierto -dijo Sancho, que allí junto estaba-, porque es mi señora
|
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como una borrega mansa: es más blanda que una manteca.
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-¿Es vuestro escudero éste? -preguntó el del Bosque.
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-Sí es -respondió don Quijote.
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|
-Nunca he visto yo escudero -replicó el del Bosque- que se atreva a hablar
|
|
donde habla su señor; a lo menos, ahí está ese mío, que es tan grande como
|
|
su padre, y no se probará que haya desplegado el labio donde yo hablo.
|
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-Pues a fe -dijo Sancho-, que he hablado yo, y puedo hablar delante de otro
|
|
tan..., y aun quédese aquí, que es peor meneallo.
|
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|
El escudero del Bosque asió por el brazo a Sancho, diciéndole:
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|
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|
-Vámonos los dos donde podamos hablar escuderilmente todo cuanto
|
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quisiéremos, y dejemos a estos señores amos nuestros que se den de las
|
|
astas, contándose las historias de sus amores; que a buen seguro que les ha
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|
de coger el día en ellas y no las han de haber acabado.
|
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-Sea en buena hora -dijo Sancho-; y yo le diré a vuestra merced quién soy,
|
|
para que vea si puedo entrar en docena con los más hablantes escuderos.
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|
Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasó un tan
|
|
gracioso coloquio como fue grave el que pasó entre sus señores.
|
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|
Capítulo XIII. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque, con
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|
el discreto, nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos
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Divididos estaban caballeros y escuderos: éstos contándose sus vidas, y
|
|
aquéllos sus amores; pero la historia cuenta primero el razonamiento de los
|
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mozos y luego prosigue el de los amos; y así, dice que, apartándose un poco
|
|
dellos, el del Bosque dijo a Sancho:
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|
-Trabajosa vida es la que pasamos y vivimos, señor mío, estos que somos
|
|
escuderos de caballeros andantes: en verdad que comemos el pan en el sudor
|
|
de nuestros rostros, que es una de las maldiciones que echó Dios a nuestros
|
|
primeros padres.
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|
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|
-También se puede decir -añadió Sancho- que lo comemos en el yelo de
|
|
nuestros cuerpos; porque, ¿quién más calor y más frío que los miserables
|
|
escuderos de la andante caballería? Y aun menos mal si comiéramos, pues los
|
|
duelos, con pan son menos; pero tal vez hay que se nos pasa un día y dos
|
|
sin desayunarnos, si no es del viento que sopla.
|
|
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|
-Todo eso se puede llevar y conllevar -dijo el del Bosque-, con la
|
|
esperanza que tenemos del premio; porque si demasiadamente no es
|
|
desgraciado el caballero andante a quien un escudero sirve, por lo menos, a
|
|
pocos lances se verá premiado con un hermoso gobierno de cualque ínsula, o
|
|
con un condado de buen parecer.
|
|
|
|
Yo -replicó Sancho- ya he dicho a mi amo que me contento con el gobierno de
|
|
alguna ínsula; y él es tan noble y tan liberal, que me le ha prometido
|
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muchas y diversas veces.
|
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|
|
Yo -dijo el del Bosque-, con un canonicato quedaré satisfecho de mis
|
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servicios, y ya me le tiene mandado mi amo, y ¡qué tal!
|
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|
-Debe de ser -dijo Sancho- su amo de vuesa merced caballero a lo
|
|
eclesiástico, y podrá hacer esas mercedes a sus buenos escuderos; pero el
|
|
mío es meramente lego, aunque yo me acuerdo cuando le querían aconsejar
|
|
personas discretas, aunque, a mi parecer mal intencionadas, que procurase
|
|
ser arzobispo; pero él no quiso sino ser emperador, y yo estaba entonces
|
|
temblando si le venía en voluntad de ser de la Iglesia, por no hallarme
|
|
suficiente de tener beneficios por ella; porque le hago saber a vuesa
|
|
merced que, aunque parezco hombre, soy una bestia para ser de la Iglesia.
|
|
|
|
-Pues en verdad que lo yerra vuesa merced -dijo el del Bosque-, a causa que
|
|
los gobiernos insulanos no son todos de buena data. Algunos hay torcidos,
|
|
algunos pobres, algunos malencónicos, y finalmente, el más erguido y bien
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dispuesto trae consigo una pesada carga de pensamientos y de incomodidades,
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que pone sobre sus hombros el desdichado que le cupo en suerte. Harto mejor
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sería que los que profesamos esta maldita servidumbre nos retirásemos a
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nuestras casas, y allí nos entretuviésemos en ejercicios más suaves, como
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si dijésemos, cazando o pescando; que, ¿qué escudero hay tan pobre en el
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mundo, a quien le falte un rocín, y un par de galgos, y una caña de pescar,
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con que entretenerse en su aldea?
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-A mí no me falta nada deso -respondió Sancho-: verdad es que no tengo
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rocín, pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo de mi amo.
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Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, si le trocara por él,
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aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima. A burla tendrá vuesa
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merced el valor de mi rucio, que rucio es el color de mi jumento. Pues
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galgos no me habían de faltar, habiéndolos sobrados en mi pueblo; y más,
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que entonces es la caza más gustosa cuando se hace a costa ajena.
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-Real y verdaderamente -respondió el del Bosque-, señor escudero, que tengo
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propuesto y determinado de dejar estas borracherías destos caballeros, y
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retirarme a mi aldea, y criar mis hijitos, que tengo tres como tres
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orientales perlas.
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-Dos tengo yo -dijo Sancho-, que se pueden presentar al Papa en persona,
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especialmente una muchacha a quien crío para condesa, si Dios fuere
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servido, aunque a pesar de su madre.
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-Y ¿qué edad tiene esa señora que se cría para condesa? -preguntó el del
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Bosque.
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-Quince años, dos más a menos -respondió Sancho-, pero es tan grande como
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una lanza, y tan fresca como una mañana de abril, y tiene una fuerza de un
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ganapán.
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-Partes son ésas -respondió el del Bosque- no sólo para ser condesa, sino
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para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de
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tener la bellaca!
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A lo que respondió Sancho, algo mohíno:
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-Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios
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quiriendo, mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente, que, para
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haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma
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cortesía, no me parecen muy concertadas esas palabras.
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-¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced -replicó el del Bosque- de
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achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que cuando algún
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caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona
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hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: "¡Oh hideputa, puto, y
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qué bien que lo ha hecho!?" Y aquello que parece vituperio, en aquel
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término, es alabanza notable; y renegad vos, señor, de los hijos o hijas
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que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes.
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-Sí reniego -respondió Sancho-, y dese modo y por esa misma razón podía
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echar vuestra merced a mí y hijos y a mi mujer toda una putería encima,
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porque todo cuanto hacen y dicen son estremos dignos de semejantes
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alabanzas, y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado
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mortal, que lo mesmo será si me saca deste peligroso oficio de escudero, en
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el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa con cien
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ducados que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me
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pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de
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doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo
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con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas, y vivo como un
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príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos
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cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que
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tiene más de loco que de caballero.
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-Por eso -respondió el del Bosque- dicen que la codicia rompe el saco; y si
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va a tratar dellos, no hay otro mayor en el mundo que mi amo, porque es de
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aquellos que dicen: "Cuidados ajenos matan al asno"; pues, porque cobre
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otro caballero el juicio que ha perdido, se hace el loco, y anda buscando
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lo que no sé si después de hallado le ha de salir a los hocicos.
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-Y ¿es enamorado, por dicha?
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-Sí -dijo el del Bosque-: de una tal Casildea de Vandalia, la más cruda y
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la más asada señora que en todo el orbe puede hallarse; pero no cojea del
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pie de la crudeza, que otros mayores embustes le gruñen en las entrañas, y
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ello dirá antes de muchas horas.
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-No hay camino tan llano -replicó Sancho- que no tenga algún tropezón o
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barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más
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acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si
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es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los
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trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuestra merced podré
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consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío.
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-Tonto, pero valiente -respondió el del Bosque-, y más bellaco que tonto y
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que valiente.
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-Eso no es el mío -respondió Sancho-: digo, que no tiene nada de bellaco;
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antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien
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a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche
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en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi
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corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga.
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-Con todo eso, hermano y señor -dijo el del Bosque-, si el ciego guía al
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ciego, ambos van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen
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compás de pies, y volvernos a nuestras querencias; que los que buscan
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aventuras no siempre las hallan buenas.
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Escupía Sancho a menudo, al parecer, un cierto género de saliva pegajosa y
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algo seca; lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril escudero,
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dijo:
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-Paréceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas;
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pero yo traigo un despegador pendiente del arzón de mi caballo, que es tal
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como bueno.
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Y, levantándose, volvió desde allí a un poco con una gran bota de vino y
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una empanada de media vara; y no es encarecimiento, porque era de un conejo
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albar, tan grande que Sancho, al tocarla, entendió ser de algún cabrón, no
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que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo:
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-Y ¿esto trae vuestra merced consigo, señor?
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-Pues, ¿qué se pensaba? -respondió el otro-. ¿Soy yo por ventura algún
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escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi
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caballo que lleva consigo cuando va de camino un general.
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Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de
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suelta. Y dijo:
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-Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente,
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magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí
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por arte de encantamento, parécelo, a lo menos; y no como yo, mezquino y
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malaventurado, que sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro
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que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro
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docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la
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estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden que guarda de que
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los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas
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secas y con las yerbas del campo.
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-Por mi fe, hermano -replicó el del Bosque-, que yo no tengo hecho el
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estómago a tagarninas, ni a piruétanos, ni a raíces de los montes. Allá se
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lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo
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que ellos mandaren. Fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzón de la
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silla, por sí o por no; y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos
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ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos.
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Y, diciendo esto, se la puso en las manos a Sancho, el cual, empinándola,
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puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y, en
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acabando de beber, dejó caer la cabeza a un lado, y, dando un gran suspiro,
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dijo:
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-¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!
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-¿Veis ahí -dijo el del Bosque, en oyendo el hideputa de Sancho-, cómo
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habéis alabado este vino llamándole hideputa?
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-Digo -respondió Sancho-, que confieso que conozco que no es deshonra
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llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de
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alabarle. Pero dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino
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es de Ciudad Real?
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-¡Bravo mojón! -respondió el del Bosque-. En verdad que no es de otra
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parte, y que tiene algunos años de ancianidad.
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-¡A mí con eso! -dijo Sancho-. No toméis menos, sino que se me fuera a mí
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por alto dar alcance a su conocimiento. ¿No será bueno, señor escudero, que
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tenga yo un instinto tan grande y tan natural, en esto de conocer vinos,
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que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor,
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y la dura, y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al
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vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por
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parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años
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conoció la Mancha; para prueba de lo cual les sucedió lo que ahora diré:
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«Diéronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer
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del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la
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punta de la lengua, el otro no hizo más de llegarlo a las narices. El
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primero dijo que aquel vino sabía a hierro, el segundo dijo que más sabía a
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cordobán. El dueño dijo que la cuba estaba limpia, y que el tal vino no
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tenía adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordobán.
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Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho.
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Anduvo el tiempo, vendióse el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en
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ella una llave pequeña, pendiente de una correa de cordobán.» Porque vea
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vuestra merced si quien viene desta ralea podrá dar su parecer en
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semejantes causas.
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-Por eso digo -dijo el del Bosque- que nos dejemos de andar buscando
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aventuras; y, pues tenemos hogazas, no busquemos tortas, y volvámonos a
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nuestras chozas, que allí nos hallará Dios, si Él quiere.
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-Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le serviré; que después todos nos
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entenderemos.
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Finalmente, tanto hablaron y tanto bebieron los dos buenos escuderos, que
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tuvo necesidad el sueño de atarles las lenguas y templarles la sed, que
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quitársela fuera imposible; y así, asidos entrambos de la ya casi vacía
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bota, con los bocados a medio mascar en la boca, se quedaron dormidos,
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donde los dejaremos por ahora, por contar lo que el Caballero del Bosque
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pasó con el de la Triste Figura.
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Capítulo XIV. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque
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Entre muchas razones que pasaron don Quijote y el Caballero de la Selva,
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dice la historia que el del Bosque dijo a don Quijote:
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-Finalmente, señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o, por
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mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de
|
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Vandalia. Llámola sin par porque no le tiene, así en la grandeza del cuerpo
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como en el estremo del estado y de la hermosura. Esta tal Casildea, pues,
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que voy contando, pagó mis buenos pensamientos y comedidos deseos con
|
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hacerme ocupar, como su madrina a Hércules, en muchos y diversos peligros,
|
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prometiéndome al fin de cada uno que en el fin del otro llegaría el de mi
|
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esperanza; pero así se han ido eslabonando mis trabajos, que no tienen
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cuento, ni yo sé cuál ha de ser el último que dé principio al cumplimiento
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de mis buenos deseos. Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella
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famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte
|
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como hecha de bronce, y, sin mudarse de un lugar, es la más movible y
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voltaria mujer del mundo. Llegué, vila, y vencíla, y hícela estar queda y a
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raya, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez
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también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los
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valientes Toros de Guisando, empresa más para encomendarse a ganapanes que
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a caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de
|
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Cabra, peligro inaudito y temeroso, y que le trujese particular relación de
|
|
lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la
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Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñéme en la sima y saqué a luz lo
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escondido de su abismo, y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus
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mandamientos y desdenes, vivos que vivos. En resolución, últimamente me ha
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mandado que discurra por todas las provincias de España y haga confesar a
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todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la más
|
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aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el más valiente
|
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y el más bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda he andado ya la
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mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros que se han
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atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es de
|
|
haber vencido, en singular batalla, a aquel tan famoso caballero don
|
|
Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que
|
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su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos
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los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido
|
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a todos; y, habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha
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transferido y pasado a mi persona;
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y tanto el vencedor es más honrado,
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cuanto más el vencido es reputado;
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así que, ya corren por mi cuenta y son mías las inumerables hazañas del ya
|
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referido don Quijote.
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Admirado quedó don Quijote de oír al Caballero del Bosque, y estuvo mil
|
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veces por decirle que mentía, y ya tuvo el mentís en el pico de la lengua;
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pero reportóse lo mejor que pudo, por hacerle confesar por su propia boca
|
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su mentira; y así, sosegadamente le dijo:
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-De que vuesa merced, señor caballero, haya vencido a los más caballeros
|
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andantes de España, y aun de todo el mundo, no digo nada; pero de que haya
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vencido a don Quijote de la Mancha, póngolo en duda. Podría ser que fuese
|
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otro que le pareciese, aunque hay pocos que le parezcan.
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-¿Cómo no? -replicó el del Bosque-. Por el cielo que nos cubre, que peleé
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con don Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cuerpo, seco de
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rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y
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algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos. Campea debajo del nombre
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del Caballero de la Triste Figura, y trae por escudero a un labrador
|
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llamado Sancho Panza; oprime el lomo y rige el freno de un famoso caballo
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llamado Rocinante, y, finalmente, tiene por señora de su voluntad a una tal
|
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Dulcinea del Toboso, llamada un tiempo Aldonza Lorenzo; como la mía, que,
|
|
por llamarse Casilda y ser de la Andalucía, yo la llamo Casildea de
|
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Vandalia. Si todas estas señas no bastan para acreditar mi verdad, aquí
|
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está mi espada, que la hará dar crédito a la mesma incredulidad.
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-Sosegaos, señor caballero -dijo don Quijote-, y escuchad lo que decir os
|
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quiero. Habéis de saber que ese don Quijote que decís es el mayor amigo que
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en este mundo tengo, y tanto, que podré decir que le tengo en lugar de mi
|
|
misma persona, y que por las señas que dél me habéis dado, tan puntuales y
|
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ciertas, no puedo pensar sino que sea el mismo que habéis vencido. Por otra
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parte, veo con los ojos y toco con las manos no ser posible ser el mesmo,
|
|
si ya no fuese que como él tiene muchos enemigos encantadores,
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especialmente uno que de ordinario le persigue, no haya alguno dellos
|
|
tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus
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altas caballerías le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto
|
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de la tierra. Y, para confirmación desto, quiero también que sepáis que los
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|
tales encantadores sus contrarios no ha más de dos días que transformaron
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la figura y persona de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y
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baja, y desta manera habrán transformado a don Quijote; y si todo esto no
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basta para enteraros en esta verdad que digo, aquí está el mesmo don
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|
Quijote, que la sustentará con sus armas a pie, o a caballo, o de
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|
cualquiera suerte que os agradare.
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Y, diciendo esto, se levantó en pie y se empuñó en la espada, esperando qué
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resolución tomaría el Caballero del Bosque; el cual, con voz asimismo
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|
sosegada, respondió y dijo:
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-Al buen pagador no le duelen prendas: el que una vez, señor don Quijote,
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|
pudo venceros transformado, bien podrá tener esperanza de rendiros en
|
|
vuestro propio ser. Mas, porque no es bien que los caballeros hagan sus
|
|
fechos de armas ascuras, como los salteadores y rufianes, esperemos el día,
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|
para que el sol vea nuestras obras. Y ha de ser condición de nuestra
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batalla que el vencido ha de quedar a la voluntad del vencedor, para que
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haga dél todo lo que quisiere, con tal que sea decente a caballero lo que
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|
se le ordenare.
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-Soy más que contento desa condición y convenencia -respondió don Quijote.
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|
Y, en diciendo esto, se fueron donde estaban sus escuderos, y los hallaron
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roncando y en la misma forma que estaban cuando les salteó el sueño.
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|
Despertáronlos y mandáronles que tuviesen a punto los caballos, porque, en
|
|
saliendo el sol, habían de hacer los dos una sangrienta, singular y
|
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desigual batalla; a cuyas nuevas quedó Sancho atónito y pasmado, temeroso
|
|
de la salud de su amo, por las valentías que había oído decir del suyo al
|
|
escudero del Bosque; pero, sin hablar palabra, se fueron los dos escuderos
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|
a buscar su ganado, que ya todos tres caballos y el rucio se habían olido,
|
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y estaban todos juntos.
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|
En el camino dijo el del Bosque a Sancho:
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-Ha de saber, hermano, que tienen por costumbre los peleantes de la
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Andalucía, cuando son padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos mano
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sobre mano en tanto que sus ahijados riñen. Dígolo porque esté advertido
|
|
que mientras nuestros dueños riñeren, nosotros también hemos de pelear y
|
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hacernos astillas.
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-Esa costumbre, señor escudero -respondió Sancho-, allá puede correr y
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pasar con los rufianes y peleantes que dice, pero con los escuderos de los
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caballeros andantes, ni por pienso. A lo menos, yo no he oído decir a mi
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|
amo semejante costumbre, y sabe de memoria todas las ordenanzas de la
|
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andante caballería. Cuanto más, que yo quiero que sea verdad y ordenanza
|
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expresa el pelear los escuderos en tanto que sus señores pelean; pero yo no
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quiero cumplirla, sino pagar la pena que estuviere puesta a los tales
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pacíficos escuderos, que yo aseguro que no pase de dos libras de cera, y
|
|
más quiero pagar las tales libras, que sé que me costarán menos que las
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hilas que podré gastar en curarme la cabeza, que ya me la cuento por
|
|
partida y dividida en dos partes. Hay más: que me imposibilita el reñir el
|
|
no tener espada, pues en mi vida me la puse.
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-Para eso sé yo un buen remedio -dijo el del Bosque-: yo traigo aquí dos
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talegas de lienzo, de un mesmo tamaño: tomaréis vos la una, y yo la otra, y
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riñiremos a talegazos, con armas iguales.
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-Desa manera, sea en buena hora -respondió Sancho-, porque antes servirá la
|
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tal pelea de despolvorearnos que de herirnos.
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-No ha de ser así -replicó el otro-, porque se han de echar dentro de las
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talegas, porque no se las lleve el aire, media docena de guijarros lindos y
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|
pelados, que pesen tanto los unos como los otros, y desta manera nos
|
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podremos atalegar sin hacernos mal ni daño.
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-¡Mirad, cuerpo de mi padre -respondió Sancho-, qué martas cebollinas, o
|
|
qué copos de algodón cardado pone en las talegas, para no quedar molidos
|
|
los cascos y hechos alheña los huesos! Pero, aunque se llenaran de capullos
|
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de seda, sepa, señor mío, que no he de pelear: peleen nuestros amos, y allá
|
|
se lo hayan, y bebamos y vivamos nosotros, que el tiempo tiene cuidado de
|
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quitarnos las vidas, sin que andemos buscando apetites para que se acaben
|
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antes de llegar su sazón y término y que se cayan de maduras.
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-Con todo -replicó el del Bosque-, hemos de pelear siquiera media hora.
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-Eso no -respondió Sancho-: no seré yo tan descortés ni tan desagradecido,
|
|
que con quien he comido y he bebido trabe cuestión alguna, por mínima que
|
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sea; cuanto más que, estando sin cólera y sin enojo, ¿quién diablos se ha
|
|
de amañar a reñir a secas?
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-Para eso -dijo el del Bosque- yo daré un suficiente remedio: y es que,
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antes que comencemos la pelea, yo me llegaré bonitamente a vuestra merced
|
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y le daré tres o cuatro bofetadas, que dé con él a mis pies, con las cuales
|
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le haré despertar la cólera, aunque esté con más sueño que un lirón.
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-Contra ese corte sé yo otro -respondió Sancho-, que no le va en zaga:
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cogeré yo un garrote, y, antes que vuestra merced llegue a despertarme la
|
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cólera, haré yo dormir a garrotazos de tal suerte la suya, que no despierte
|
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si no fuere en el otro mundo, en el cual se sabe que no soy yo hombre que
|
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me dejo manosear el rostro de nadie; y cada uno mire por el virote, aunque
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lo más acertado sería dejar dormir su cólera a cada uno, que no sabe nadie
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el alma de nadie, y tal suele venir por lana que vuelve tresquilado; y Dios
|
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bendijo la paz y maldijo las riñas, porque si un gato acosado, encerrado y
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apretado se vuelve en león, yo, que soy hombre, Dios sabe en lo que podré
|
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volverme; y así, desde ahora intimo a vuestra merced, señor escudero, que
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corra por su cuenta todo el mal y daño que de nuestra pendencia resultare.
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-Está bien -replicó el del Bosque-. Amanecerá Dios y medraremos.
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En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados
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pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la
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norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones
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del oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus
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cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor
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bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían
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blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las
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fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los
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prados con su venida. Mas, apenas dio lugar la claridad del día para ver y
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diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos de
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Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande que
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casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Cuéntase, en efecto, que era de
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demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color
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amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya
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grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que, en
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viéndole Sancho, comenzó a herir de pie y de mano, como niño con alferecía,
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y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes que
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despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo.
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Don Quijote miró a su contendor, y hallóle ya puesta y calada la celada, de
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modo que no le pudo ver el rostro, pero notó que era hombre membrudo, y no
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muy alto de cuerpo. Sobre las armas traía una sobrevista o casaca de una
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tela, al parecer, de oro finísimo, sembradas por ella muchas lunas pequeñas
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de resplandecientes espejos, que le hacían en grandísima manera galán y
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vistoso; volábanle sobre la celada grande cantidad de plumas verdes,
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amarillas y blancas; la lanza, que tenía arrimada a un árbol, era
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grandísima y gruesa, y de un hierro acerado de más de un palmo.
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Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y juzgó de lo visto y mirado que
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el ya dicho caballero debía de ser de grandes fuerzas; pero no por eso
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temió, como Sancho Panza; antes, con gentil denuedo, dijo al Caballero de
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los Espejos:
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-Si la mucha gana de pelear, señor caballero, no os gasta la cortesía, por
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ella os pido que alcéis la visera un poco, porque yo vea si la gallardía de
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vuestro rostro responde a la de vuestra disposición.
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-O vencido o vencedor que salgáis desta empresa, señor caballero -respondió
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el de los Espejos-, os quedará tiempo y espacio demasiado para verme; y si
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ahora no satisfago a vuestro deseo, es por parecerme que hago notable
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agravio a la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar el tiempo que tardare
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en alzarme la visera, sin haceros confesar lo que ya sabéis que pretendo.
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-Pues, en tanto que subimos a caballo -dijo don Quijote-, bien podéis
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decirme si soy yo aquel don Quijote que dijistes haber vencido.
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-A eso vos respondemos -dijo el de los Espejos- que parecéis, como se
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parece un huevo a otro, al mismo caballero que yo vencí; pero, según vos
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decís que le persiguen encantadores, no osaré afirmar si sois el contenido
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o no.
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-Eso me basta a mí -respondió don Quijote- para que crea vuestro engaño;
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empero, para sacaros dél de todo punto, vengan nuestros caballos; que, en
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menos tiempo que el que tardárades en alzaros la visera, si Dios, si mi
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señora y mi brazo me valen, veré yo vuestro rostro, y vos veréis que no soy
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yo el vencido don Quijote que pensáis.
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Con esto, acortando razones, subieron a caballo, y don Quijote volvió las
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riendas a Rocinante para tomar lo que convenía del campo, para volver a
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encontrar a su contrario, y lo mesmo hizo el de los Espejos. Pero, no se
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había apartado don Quijote veinte pasos, cuando se oyó llamar del de los
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Espejos, y, partiendo los dos el camino, el de los Espejos le dijo:
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-Advertid, señor caballero, que la condición de nuestra batalla es que el
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vencido, como otra vez he dicho, ha de quedar a discreción del vencedor.
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-Ya la sé -respondió don Quijote-; con tal que lo que se le impusiere y
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mandare al vencido han de ser cosas que no salgan de los límites de la
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caballería.
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-Así se entiende -respondió el de los Espejos.
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Ofreciéronsele en esto a la vista de don Quijote las estrañas narices del
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escudero, y no se admiró menos de verlas que Sancho; tanto, que le juzgó
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por algún monstro, o por hombre nuevo y de aquellos que no se usan en el
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mundo. Sancho, que vio partir a su amo para tomar carrera, no quiso quedar
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solo con el narigudo, temiendo que con solo un pasagonzalo con aquellas
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narices en las suyas sería acabada la pendencia suya, quedando del golpe, o
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del miedo, tendido en el suelo, y fuese tras su amo, asido a una acción de
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Rocinante; y, cuando le pareció que ya era tiempo que volviese, le dijo:
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-Suplico a vuesa merced, señor mío, que antes que vuelva a encontrarse me
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ayude a subir sobre aquel alcornoque, de donde podré ver más a mi sabor,
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mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro que vuesa merced ha de
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hacer con este caballero.
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-Antes creo, Sancho -dijo don Quijote-, que te quieres encaramar y subir en
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andamio por ver sin peligro los toros.
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-La verdad que diga -respondió Sancho-, las desaforadas narices de aquel
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escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo a estar junto
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a él.
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-Ellas son tales -dijo don Quijote-, que, a no ser yo quien soy, también me
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asombraran; y así, ven: ayudarte he a subir donde dices.
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En lo que se detuvo don Quijote en que Sancho subiese en el alcornoque,
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tomó el de los Espejos del campo lo que le pareció necesario; y, creyendo
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que lo mismo habría hecho don Quijote, sin esperar son de trompeta ni otra
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señal que los avisase, volvió las riendas a su caballo -que no era más
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ligero ni de mejor parecer que Rocinante-, y, a todo su correr, que era un
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mediano trote, iba a encontrar a su enemigo; pero, viéndole ocupado en la
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subida de Sancho, detuvo las riendas y paróse en la mitad de la carrera, de
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lo que el caballo quedó agradecidísimo, a causa que ya no podía moverse.
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Don Quijote, que le pareció que ya su enemigo venía volando, arrimó
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reciamente las espuelas a las trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo
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aguijar de manera, que cuenta la historia que esta sola vez se conoció
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haber corrido algo, porque todas las demás siempre fueron trotes
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declarados; y con esta no vista furia llegó donde el de los Espejos estaba
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hincando a su caballo las espuelas hasta los botones, sin que le pudiese
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mover un solo dedo del lugar donde había hecho estanco de su carrera.
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En esta buena sazón y coyuntura halló don Quijote a su contrario embarazado
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con su caballo y ocupado con su lanza, que nunca, o no acertó, o no tuvo
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lugar de ponerla en ristre. Don Quijote, que no miraba en estos
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inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno, encontró al de los
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Espejos con tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por
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las ancas del caballo, dando tal caída, que, sin mover pie ni mano, dio
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señales de que estaba muerto.
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Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque y a toda
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priesa vino donde su señor estaba, el cual, apeándose de Rocinante, fue
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sobre el de los Espejos, y, quitándole las lazadas del yelmo para ver si
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era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y vio...
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¿Quién podrá decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla y espanto a
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los que lo oyeren? Vio, dice la historia, el rostro mesmo, la misma figura,
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el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la pespetiva mesma
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del bachiller Sansón Carrasco; y, así como la vio, en altas voces dijo:
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-¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has creer! ¡Aguija, hijo,
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y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los
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encantadores!
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Llegó Sancho, y, como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a
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hacerse mil cruces y a santiguarse otras tantas. En todo esto, no daba
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muestras de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a don Quijote:
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-Soy de parecer, señor mío, que, por sí o por no, vuesa merced hinque y
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meta la espada por la boca a este que parece el bachiller Sansón Carrasco;
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quizá matará en él a alguno de sus enemigos los encantadores.
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-No dices mal -dijo don Quijote-, porque de los enemigos, los menos.
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Y, sacando la espada para poner en efecto el aviso y consejo de Sancho,
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llegó el escudero del de los Espejos, ya sin las narices que tan feo le
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habían hecho, y a grandes voces dijo:
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-Mire vuesa merced lo que hace, señor don Quijote, que ese que tiene a los
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pies es el bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero.
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Y, viéndole Sancho sin aquella fealdad primera, le dijo:
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-¿Y las narices?
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A lo que él respondió:
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-Aquí las tengo, en la faldriquera.
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Y, echando mano a la derecha, sacó unas narices de pasta y barniz, de
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máscara, de la manifatura que quedan delineadas. Y, mirándole más y más
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Sancho, con voz admirativa y grande, dijo:
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-¡Santa María, y valme! ¿Éste no es Tomé Cecial, mi vecino y mi compadre?
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-Y ¡cómo si lo soy! -respondió el ya desnarigado escudero-: Tomé Cecial
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soy, compadre y amigo Sancho Panza, y luego os diré los arcaduces, embustes
|
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y enredos por donde soy aquí venido; y en tanto, pedid y suplicad al señor
|
|
vuestro amo que no toque, maltrate, hiera ni mate al caballero de los
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Espejos, que a sus pies tiene, porque sin duda alguna es el atrevido y mal
|
|
aconsejado del bachiller Sansón Carrasco, nuestro compatrioto.
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En esto, volvió en sí el de los Espejos, lo cual visto por don Quijote, le
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|
puso la punta desnuda de su espada encima del rostro, y le dijo:
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-Muerto sois, caballero, si no confesáis que la sin par Dulcinea del Toboso
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se aventaja en belleza a vuestra Casildea de Vandalia; y demás de esto
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habéis de prometer, si de esta contienda y caída quedárades con vida, de ir
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|
a la ciudad del Toboso y presentaros en su presencia de mi parte, para que
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haga de vos lo que más en voluntad le viniere; y si os dejare en la
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vuestra, asimismo habéis de volver a buscarme, que el rastro de mis hazañas
|
|
os servirá de guía que os traiga donde yo estuviere, y a decirme lo que con
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|
ella hubiéredes pasado; condiciones que, conforme a las que pusimos antes
|
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de nuestra batalla, no salen de los términos de la andante caballería.
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-Confieso -dijo el caído caballero- que vale más el zapato descosido y
|
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sucio de la señora Dulcinea del Toboso que las barbas mal peinadas, aunque
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limpias, de Casildea, y prometo de ir y volver de su presencia a la
|
|
vuestra, y daros entera y particular cuenta de lo que me pedís.
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-También habéis de confesar y creer -añadió don Quijote- que aquel
|
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caballero que vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino
|
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otro que se le parecía, como yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el
|
|
bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece, y que en su
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figura aquí me le han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el
|
|
ímpetu de mi cólera, y para que use blandamente de la gloria del
|
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vencimiento.
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-Todo lo confieso, juzgo y siento como vos lo creéis, juzgáis y sentís
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-respondió el derrengado caballero-. Dejadme levantar, os ruego, si es que
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lo permite el golpe de mi caída, que asaz maltrecho me tiene.
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Ayudóle a levantar don Quijote y Tomé Cecial, su escudero, del cual no
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apartaba los ojos Sancho, preguntándole cosas cuyas respuestas le daban
|
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manifiestas señales de que verdaderamente era el Tomé Cecial que decía; mas
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la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo dijo, de que los
|
|
encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del
|
|
bachiller Carrasco, no le dejaba dar crédito a la verdad que con los ojos
|
|
estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaño amo y mozo, y el de
|
|
los Espejos y su escudero, mohínos y malandantes, se apartaron de don
|
|
Quijote y Sancho, con intención de buscar algún lugar donde bizmarle y
|
|
entablarle las costillas. Don Quijote y Sancho volvieron a proseguir su
|
|
camino de Zaragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quién era
|
|
el Caballero de los Espejos y su narigante escudero.
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Capítulo XV. Donde se cuenta y da noticia de quién era el Caballero de los
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Espejos y su escudero
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En estremo contento, ufano y vanaglorioso iba don Quijote por haber
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alcanzado vitoria de tan valiente caballero como él se imaginaba que era el
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de los Espejos, de cuya caballeresca palabra esperaba saber si el
|
|
encantamento de su señora pasaba adelante, pues era forzoso que el tal
|
|
vencido caballero volviese, so pena de no serlo, a darle razón de lo que
|
|
con ella le hubiese sucedido. Pero uno pensaba don Quijote y otro el de los
|
|
Espejos, puesto que por entonces no era otro su pensamiento sino buscar
|
|
donde bizmarse, como se ha dicho.
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Dice, pues, la historia que cuando el bachiller Sansón Carrasco aconsejó a
|
|
don Quijote que volviese a proseguir sus dejadas caballerías, fue por haber
|
|
entrado primero en bureo con el cura y el barbero sobre qué medio se podría
|
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tomar para reducir a don Quijote a que se estuviese en su casa quieto y
|
|
sosegado, sin que le alborotasen sus mal buscadas aventuras; de cuyo
|
|
consejo salió, por voto común de todos y parecer particular de Carrasco,
|
|
que dejasen salir a don Quijote, pues el detenerle parecía imposible, y que
|
|
Sansón le saliese al camino como caballero andante, y trabase batalla con
|
|
él, pues no faltaría sobre qué, y le venciese, teniéndolo por cosa fácil, y
|
|
que fuese pacto y concierto que el vencido quedase a merced del vencedor; y
|
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así vencido don Quijote, le había de mandar el bachiller caballero se
|
|
volviese a su pueblo y casa, y no saliese della en dos años, o hasta tanto
|
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que por él le fuese mandado otra cosa; lo cual era claro que don Quijote
|
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vencido cumpliría indubitablemente, por no contravenir y faltar a las leyes
|
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de la caballería, y podría ser que en el tiempo de su reclusión se le
|
|
olvidasen sus vanidades, o se diese lugar de buscar a su locura algún
|
|
conveniente remedio.
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Aceptólo Carrasco, y ofreciósele por escudero Tomé Cecial, compadre y
|
|
vecino de Sancho Panza, hombre alegre y de lucios cascos. Armóse Sansón
|
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como queda referido y Tomé Cecial acomodó sobre sus naturales narices las
|
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falsas y de máscara ya dichas, porque no fuese conocido de su compadre
|
|
cuando se viesen; y así, siguieron el mismo viaje que llevaba don Quijote,
|
|
y llegaron casi a hallarse en la aventura del carro de la Muerte. Y,
|
|
finalmente, dieron con ellos en el bosque, donde les sucedió todo lo que el
|
|
prudente ha leído; y si no fuera por los pensamientos extraordinarios de
|
|
don Quijote, que se dio a entender que el bachiller no era el bachiller, el
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|
señor bachiller quedara imposibilitado para siempre de graduarse de
|
|
licenciado, por no haber hallado nidos donde pensó hallar pájaros.
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Tomé Cecial, que vio cuán mal había logrado sus deseos y el mal paradero
|
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que había tenido su camino, dijo al bachiller:
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-Por cierto, señor Sansón Carrasco, que tenemos nuestro merecido: con
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facilidad se piensa y se acomete una empresa, pero con dificultad las más
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veces se sale della. Don Quijote loco, nosotros cuerdos: él se va sano y
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riendo, vuesa merced queda molido y triste. Sepamos, pues, ahora, cuál es
|
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más loco: ¿el que lo es por no poder menos, o el que lo es por su voluntad?
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A lo que respondió Sansón:
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-La diferencia que hay entre esos dos locos es que el que lo es por fuerza
|
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lo será siempre, y el que lo es de grado lo dejará de ser cuando quisiere.
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-Pues así es -dijo Tomé Cecial-, yo fui por mi voluntad loco cuando quise
|
|
hacerme escudero de vuestra merced, y por la misma quiero dejar de serlo y
|
|
volverme a mi casa.
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-Eso os cumple -respondió Sansón-, porque pensar que yo he de volver a la
|
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mía, hasta haber molido a palos a don Quijote, es pensar en lo escusado; y
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|
no me llevará ahora a buscarle el deseo de que cobre su juicio, sino el de
|
|
la venganza; que el dolor grande de mis costillas no me deja hacer más
|
|
piadosos discursos.
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En esto fueron razonando los dos, hasta que llegaron a un pueblo donde fue
|
|
ventura hallar un algebrista, con quien se curó el Sansón desgraciado. Tomé
|
|
Cecial se volvió y le dejó, y él quedó imaginando su venganza; y la
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|
historia vuelve a hablar dél a su tiempo, por no dejar de regocijarse ahora
|
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con don Quijote.
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Capítulo XVI. De lo que sucedió a don Quijote con un discreto caballero de
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la Mancha
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Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho, seguía don Quijote su
|
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jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser el caballero andante más
|
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valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice
|
|
fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía
|
|
en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los
|
|
inumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni
|
|
de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del
|
|
desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas
|
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de los yangüeses. Finalmente, decía entre sí que si él hallara arte, modo o
|
|
manera como desencantar a su señora Dulcinea, no invidiara a la mayor
|
|
ventura que alcanzó o pudo alcanzar el más venturoso caballero andante de
|
|
los pasados siglos. En estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho
|
|
le dijo:
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-¿No es bueno, señor, que aun todavía traigo entre los ojos las desaforadas
|
|
narices, y mayores de marca, de mi compadre Tomé Cecial?
|
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|
-Y ¿crees tú, Sancho, por ventura, que el Caballero de los Espejos era el
|
|
bachiller Carrasco; y su escudero, Tomé Cecial, tu compadre?
|
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|
-No sé qué me diga a eso -respondió Sancho-; sólo sé que las señas que me
|
|
dio de mi casa, mujer y hijos no me las podría dar otro que él mesmo; y la
|
|
cara, quitadas las narices, era la misma de Tomé Cecial, como yo se la he
|
|
visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio de mi misma casa; y el
|
|
tono de la habla era todo uno.
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|
-Estemos a razón, Sancho -replicó don Quijote-. Ven acá: ¿en qué
|
|
consideración puede caber que el bachiller Sansón Carrasco viniese como
|
|
caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas, a pelear
|
|
conmigo? ¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión
|
|
para tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival, o hace él profesión de las armas,
|
|
para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado?
|
|
|
|
-Pues, ¿qué diremos, señor -respondió Sancho-, a esto de parecerse tanto
|
|
aquel caballero, sea el que se fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero
|
|
a Tomé Cecial, mi compadre? Y si ello es encantamento, como vuestra merced
|
|
ha dicho, ¿no había en el mundo otros dos a quien se parecieran?
|
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-Todo es artificio y traza -respondió don Quijote- de los malignos magos
|
|
que me persiguen, los cuales, anteviendo que yo había de quedar vencedor en
|
|
la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro
|
|
de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le tengo se pusiese entre
|
|
los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y templase la justa ira de
|
|
mi corazón, y desta manera quedase con vida el que con embelecos y falsías
|
|
procuraba quitarme la mía. Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh Sancho!,
|
|
por experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea a los
|
|
encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de
|
|
lo feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la
|
|
hermosura y gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural
|
|
conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con
|
|
cataratas en los ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso
|
|
encantador que se atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho
|
|
que haya hecho la de Sansón Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la
|
|
gloria del vencimiento de las manos. Pero, con todo esto, me consuelo;
|
|
porque, en fin, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de
|
|
mi enemigo.
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-Dios sabe la verdad de todo -respondió Sancho.
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Y como él sabía que la transformación de Dulcinea había sido traza y
|
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embeleco suyo, no le satisfacían las quimeras de su amo; pero no le quiso
|
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replicar, por no decir alguna palabra que descubriese su embuste.
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|
En estas razones estaban cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por
|
|
el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un
|
|
gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera
|
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del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta,
|
|
asimismo de morado y verde. Traía un alfanje morisco pendiente de un ancho
|
|
tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las
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|
espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y
|
|
bruñidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si
|
|
fuera de oro puro. Cuando llegó a ellos, el caminante los saludó
|
|
cortésmente, y, picando a la yegua, se pasaba de largo; pero don Quijote le
|
|
dijo:
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-Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no
|
|
importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos.
|
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-En verdad -respondió el de la yegua- que no me pasara tan de largo, si no
|
|
fuera por temor que con la compañía de mi yegua no se alborotara ese
|
|
caballo.
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|
-Bien puede, señor -respondió a esta sazón Sancho-, bien puede tener las
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riendas a su yegua, porque nuestro caballo es el más honesto y bien mirado
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del mundo: jamás en semejantes ocasiones ha hecho vileza alguna, y una vez
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que se desmandó a hacerla la lastamos mi señor y yo con las setenas. Digo
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otra vez que puede vuestra merced detenerse, si quisiere; que, aunque se la
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den entre dos platos, a buen seguro que el caballo no la arrostre.
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Detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostro de don
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Quijote, el cual iba sin celada, que la llevaba Sancho como maleta en el
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arzón delantero de la albarda del rucio; y si mucho miraba el de lo verde a
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don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde, pareciéndole
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hombre de chapa. La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas,
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y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el
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traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas.
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Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha el de lo verde fue que semejante
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manera ni parecer de hombre no le había visto jamás: admiróle la longura de
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su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro,
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sus armas, su ademán y compostura: figura y retrato no visto por luengos
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tiempos atrás en aquella tierra. Notó bien don Quijote la atención con que
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el caminante le miraba, y leyóle en la suspensión su deseo; y, como era tan
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cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada, le
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salió al camino, diciéndole:
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-Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera
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de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese
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maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le
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digo, que soy caballero
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destos que dicen las gentes
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que a sus aventuras van.
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Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo, y entreguéme en los
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brazos de la Fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise
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resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que, tropezando
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aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido
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gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y
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favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de
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caballeros andantes; y así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas
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he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo.
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Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de
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imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia.
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Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que
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yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la
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Triste Figura; y, puesto que las propias alabanzas envilecen, esme forzoso
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decir yo tal vez las mías, y esto se entiende cuando no se halla presente
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quien las diga; así que, señor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza,
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ni este escudo, ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez
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de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar de aquí adelante,
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habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago.
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Calló en diciendo esto don Quijote, y el de lo verde, según se tardaba en
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responderle, parecía que no acertaba a hacerlo; pero de allí a buen espacio
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le dijo:
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-Acertastes, señor caballero, a conocer por mi suspensión mi deseo; pero no
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habéis acertado a quitarme la maravilla que en mí causa el haberos visto;
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que, puesto que, como vos, señor, decís, que el saber ya quién sois me lo
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podría quitar, no ha sido así; antes, agora que lo sé, quedo más suspenso y
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maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el
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mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías? No me puedo
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persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare
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doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera si en
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vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el cielo!, que
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con esa historia, que vuesa merced dice que está impresa, de sus altas y
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verdaderas caballerías, se habrán puesto en olvido las innumerables de los
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fingidos caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de
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las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas
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historias.
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-Hay mucho que decir -respondió don Quijote- en razón de si son fingidas, o
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no, las historias de los andantes caballeros.
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-Pues, ¿hay quien dude -respondió el Verde- que no son falsas las tales
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historias?
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-Yo lo dudo -respondió don Quijote-, y quédese esto aquí; que si nuestra
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jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho
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mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son
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verdaderas.
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Desta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don
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Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con otras lo
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confirmase; pero, antes que se divertiesen en otros razonamientos, don
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Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado parte de su
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condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán:
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-Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un
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lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que
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medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi
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mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza
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y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso, o
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algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance
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y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de
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caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más
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los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento,
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que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto
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que déstos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y
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amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y
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no nada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se
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murmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los
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otros; oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer
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alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la
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hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón
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más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy
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devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de
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Dios nuestro Señor.
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Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del
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hidalgo; y, pareciéndole buena y santa y que quien la hacía debía de hacer
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milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le fue a asir del estribo
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derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas
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veces. Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:
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-¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son éstos?
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-Déjenme besar -respondió Sancho-, porque me parece vuesa merced el primer
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santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida.
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-No soy santo -respondió el hidalgo-, sino gran pecador; vos sí, hermano,
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que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra.
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Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la
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profunda malencolía de su amo y causado nueva admiración a don Diego.
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Preguntóle don Quijote que cuántos hijos tenía, y díjole que una de las
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cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos, que carecieron del
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verdadero conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los
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de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos.
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-Yo, señor don Quijote -respondió el hidalgo-, tengo un hijo, que, a no
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tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy; y no porque él sea
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malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Será de edad de diez y
|
|
ocho años: los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina
|
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y griega; y, cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, halléle tan
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|
embebido en la de la poesía, si es que se puede llamar ciencia, que no es
|
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posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara,
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ni de la reina de todas, la teología. Quisiera yo que fuera corona de su
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linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian altamente las
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virtuosas y buenas letras; porque letras sin virtud son perlas en el
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muladar. Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en
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tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto, o no, en tal
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epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos
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de Virgilio. En fin, todas sus conversaciones son con los libros de los
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referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de
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los modernos romancistas no hace mucha cuenta; y, con todo el mal cariño
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que muestra tener a la poesía de romance, le tiene agora desvanecidos los
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pensamientos el hacer una glosa a cuatro versos que le han enviado de
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Salamanca, y pienso que son de justa literaria.
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A todo lo cual respondió don Quijote:
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-Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y así, se han
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de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan
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vida; a los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la
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virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para
|
|
que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su
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posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia no lo
|
|
tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso; y cuando no se
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ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que
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le dio el cielo padres que se lo dejen, sería yo de parecer que le dejen
|
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seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y, aunque la de la
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poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar
|
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a quien las posee. La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una
|
|
doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien tienen
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cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son
|
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todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han
|
|
de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni
|
|
traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por
|
|
los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud,
|
|
que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio;
|
|
hala de tener, el que la tuviere, a raya, no dejándola correr en torpes
|
|
sátiras ni en desalmados sonetos; no ha de ser vendible en ninguna manera,
|
|
si ya no fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias, o en comedias
|
|
alegres y artificiosas; no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del
|
|
ignorante vulgo, incapaz de conocer ni estimar los tesoros que en ella se
|
|
encierran. Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la
|
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gente plebeya y humilde; que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y
|
|
príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo. Y así, el que con los
|
|
requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesía, será famoso y
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estimado su nombre en todas las naciones políticas del mundo. Y a lo que
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|
decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doyme
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a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande
|
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Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en
|
|
griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos
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|
escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las
|
|
estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y, siendo esto así,
|
|
razón sería se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no
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se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el
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castellano, ni aun el vizcaíno, que escribe en la suya. Pero vuestro hijo,
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a lo que yo, señor, imagino, no debe de estar mal con la poesía de romance,
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sino con los poetas que son meros romancistas, sin saber otras lenguas ni
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otras ciencias que adornen y despierten y ayuden a su natural impulso; y
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aun en esto puede haber yerro; porque, según es opinión verdadera, el poeta
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nace: quieren decir que del vientre de su madre el poeta natural sale
|
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poeta; y, con aquella inclinación que le dio el cielo, sin más estudio ni
|
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artificio, compone cosas, que hace verdadero al que dijo: est Deus in
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nobis..., etcétera. También digo que el natural poeta que se ayudare del
|
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arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte
|
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quisiere serlo; la razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza,
|
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sino perficiónala; así que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte
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con la naturaleza, sacarán un perfetísimo poeta. Sea, pues, la conclusión
|
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de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por
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donde su estrella le llama; que, siendo él tan buen estudiante como debe de
|
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ser, y habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las esencias,
|
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que es el de las lenguas, con ellas por sí mesmo subirá a la cumbre de las
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letras humanas, las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y
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espada, y así le adornan, honran y engrandecen, como las mitras a los
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obispos, o como las garnachas a los peritos jurisconsultos. Riña vuesa
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merced a su hijo si hiciere sátiras que perjudiquen las honras ajenas, y
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castíguele, y rómpaselas, pero si hiciere sermones al modo de Horacio,
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donde reprehenda los vicios en general, como tan elegantemente él lo hizo,
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alábele: porque lícito es al poeta escribir contra la invidia, y decir en
|
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sus versos mal de los invidiosos, y así de los otros vicios, con que no
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señale persona alguna; pero hay poetas que, a trueco de decir una malicia,
|
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se pondrán a peligro que los destierren a las islas de Ponto. Si el poeta
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fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es
|
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lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren,
|
|
tales serán sus escritos; y cuando los reyes y príncipes veen la milagrosa
|
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ciencia de la poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran,
|
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los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a
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quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie
|
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los que con tales coronas veen honrados y adornadas sus sienes.
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Admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto,
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que fue perdiendo de la opinión que con él tenía, de ser mentecato. Pero, a
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la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy de su gusto, se había
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desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto
|
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estaban ordeñando unas ovejas; y, en esto, ya volvía a renovar la plática
|
|
el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen discurso de don
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Quijote, cuando, alzando don Quijote la cabeza, vio que por el camino por
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donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y, creyendo que
|
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debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que
|
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viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los
|
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pastores, y a toda priesa picó al rucio, y llegó donde su amo estaba, a
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quien sucedió una espantosa y desatinada aventura.
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Capítulo XVII. De donde se declaró el último punto y estremo adonde llegó y
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pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote, con la felicemente acabada
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aventura de los leones
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Cuenta la historia que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le
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trujese el yelmo, estaba él comprando unos requesones que los pastores le
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vendían; y, acosado de la mucha priesa de su amo, no supo qué hacer dellos,
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ni en qué traerlos, y, por no perderlos, que ya los tenía pagados, acordó
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de echarlos en la celada de su señor, y con este buen recado volvió a ver
|
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lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo:
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-Dame, amigo, esa celada; que yo sé poco de aventuras, o lo que allí
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descubro es alguna que me ha de necesitar, y me necesita, a tomar mis
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armas.
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El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes, y no
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descubrió otra cosa que un carro que hacia ellos venía, con dos o tres
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|
banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal carro debía de traer
|
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moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote; pero él no le dio
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crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de
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|
ser aventuras y más aventuras, y así, respondió al hidalgo:
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-Hombre apercebido, medio combatido: no se pierde nada en que yo me
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aperciba, que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles,
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y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de
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acometer.
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Y, volviéndose a Sancho, le pidió la celada; el cual, como no tuvo lugar de
|
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sacar los requesones, le fue forzoso dársela como estaba. Tomóla don
|
|
Quijote, y, sin que echase de ver lo que dentro venía, con toda priesa se
|
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la encajó en la cabeza; y, como los requesones se apretaron y exprimieron,
|
|
comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo
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que recibió tal susto, que dijo a Sancho:
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-¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos, o se me
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|
derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo,
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en verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que
|
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agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso
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|
sudor me ciega los ojos.
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Calló Sancho y diole un paño, y dio con él gracias a Dios de que su señor
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no hubiese caído en el caso. Limpióse don Quijote y quitóse la celada por
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|
ver qué cosa era la que, a su parecer, le enfriaba la cabeza, y, viendo
|
|
aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegó a las narices, y en
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|
oliéndolas dijo:
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-Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquí
|
|
me has puesto, traidor, bergante y mal mirado escudero.
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A lo que, con gran flema y disimulación, respondió Sancho:
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-Si son requesones, démelos vuesa merced, que yo me los comeré... Pero
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cómalos el diablo, que debió de ser el que ahí los puso. ¿Yo había de tener
|
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atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced? ¡Hallado le habéis el
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atrevido! A la fe, señor, a lo que Dios me da a entender, también debo yo
|
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de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa
|
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merced, y habrán puesto ahí esa inmundicia para mover a cólera su paciencia
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y hacer que me muela, como suele, las costillas. Pues en verdad que esta
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vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de mi señor,
|
|
que habrá considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa
|
|
que lo valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en
|
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la celada.
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-Todo puede ser -dijo don Quijote.
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|
Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando,
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después de haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada,
|
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se la encajó; y, afirmándose bien en los estribos, requiriendo la espada y
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asiendo la lanza, dijo:
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-Ahora, venga lo que veniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el
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|
mesmo Satanás en persona.
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Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que
|
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el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don
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Quijote delante y dijo:
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-¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué
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banderas son aquéstas?
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A lo que respondió el carretero:
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-El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el
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general de Orán envía a la corte, presentados a Su Majestad; las banderas
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son del rey nuestro señor, en señal que aquí va cosa suya.
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-Y ¿son grandes los leones? -preguntó don Quijote.
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-Tan grandes -respondió el hombre que iba a la puerta del carro-, que no
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han pasado mayores, ni tan grandes, de Africa a España jamás; y yo soy el
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leonero, y he pasado otros, pero como éstos, ninguno. Son hembra y macho;
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el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atrás; y ahora van
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hambrientos porque no han comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe, que es
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menester llegar presto donde les demos de comer.
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A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un poco:
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-¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues, ¡por Dios que han
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|
de ver esos señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de
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leones! Apeaos, buen hombre, y, pues sois el leonero, abrid esas jaulas y
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echadme esas bestias fuera, que en mitad desta campaña les daré a conocer
|
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quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores
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que a mí los envían.
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-¡Ta, ta! -dijo a esta sazón entre sí el hidalgo-, dado ha señal de quién
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es nuestro buen caballero: los requesones, sin duda, le han ablandado los
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cascos y madurado los sesos.
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Llegóse en esto a él Sancho y díjole:
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-Señor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don
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Quijote no se tome con estos leones, que si se toma, aquí nos han de hacer
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pedazos a todos.
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-Pues, ¿tan loco es vuestro amo -respondió el hidalgo-, que teméis, y
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creéis que se ha de tomar con tan fieros animales?
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-No es loco -respondió Sancho-, sino atrevido.
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-Yo haré que no lo sea -replicó el hidalgo.
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Y, llegándose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese
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las jaulas, le dijo:
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-Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que
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prometen esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la
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quitan; porque la valentía que se entra en la juridición de la temeridad,
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más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más, que estos leones no
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vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y
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no será bien detenerlos ni impedirles su viaje.
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-Váyase vuesa merced, señor hidalgo -respondió don Quijote-, a entender con
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su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su
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oficio. Éste es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones.
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Y, volviéndose al leonero, le dijo:
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-¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con
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esta lanza os he de coser con el carro!
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El carretero, que vio la determinación de aquella armada fantasía, le dijo:
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-Señor mío, vuestra merced sea servido, por caridad, dejarme desuncir las
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mulas y ponerme en salvo con ellas antes que se desenvainen los leones,
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porque si me las matan, quedaré rematado para toda mi vida; que no tengo
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otra hacienda sino este carro y estas mulas.
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-¡Oh hombre de poca fe! -respondió don Quijote-, apéate y desunce, y haz lo
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que quisieres, que presto verás que trabajaste en vano y que pudieras
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ahorrar desta diligencia.
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Apeóse el carretero y desunció a gran priesa, y el leonero dijo a grandes
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voces:
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-Séanme testigos cuantos aquí están cómo contra mi voluntad y forzado abro
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las jaulas y suelto los leones, y de que protesto a este señor que todo el
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mal y daño que estas bestias hicieren corra y vaya por su cuenta, con más
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mis salarios y derechos. Vuestras mercedes, señores, se pongan en cobro
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antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daño.
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Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante, que era
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tentar a Dios acometer tal disparate. A lo que respondió don Quijote que él
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sabía lo que hacía. Respondióle el hidalgo que lo mirase bien, que él
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entendía que se engañaba.
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-Ahora, señor -replicó don Quijote-, si vuesa merced no quiere ser oyente
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desta que a su parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en
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salvo.
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Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de
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tal empresa, en cuya comparación habían sido tortas y pan pintado la de los
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molinos de viento y la temerosa de los batanes, y, finalmente, todas las
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hazañas que había acometido en todo el discurso de su vida.
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-Mire, señor -decía Sancho-, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga;
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que yo he visto por entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de
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león verdadero, y saco por ella que el tal león, cuya debe de ser la tal
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uña, es mayor que una montaña.
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-El miedo, a lo menos -respondió don Quijote-, te le hará parecer mayor
|
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que la mitad del mundo. Retírate, Sancho, y déjame; y si aquí muriere, ya
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sabes nuestro antiguo concierto: acudirás a Dulcinea, y no te digo más.
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A éstas añadió otras razones, con que quitó las esperanzas de que no había
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de dejar de proseguir su desvariado intento. Quisiera el del Verde Gabán
|
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oponérsele, pero viose desigual en las armas, y no le pareció cordura
|
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tomarse con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote;
|
|
el cual, volviendo a dar priesa al leonero y a reiterar las amenazas, dio
|
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ocasión al hidalgo a que picase la yegua, y Sancho al rucio, y el carretero
|
|
a sus mulas, procurando todos apartarse del carro lo más que pudiesen,
|
|
antes que los leones se desembanastasen.
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Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que
|
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llegaba en las garras de los leones; maldecía su ventura, y llamaba
|
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menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a servirle; pero no
|
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por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del
|
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carro. Viendo, pues, el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien
|
|
desviados, tornó a requerir y a intimar a don Quijote lo que ya le había
|
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requerido e intimado, el cual respondió que lo oía, y que no se curase de
|
|
más intimaciones y requirimientos, que todo sería de poco fruto, y que se
|
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diese priesa.
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En el espacio que tardó el leonero en abrir la jaula primera, estuvo
|
|
considerando don Quijote si sería bien hacer la batalla antes a pie que a
|
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caballo; y, en fin, se determinó de hacerla a pie, temiendo que Rocinante
|
|
se espantaría con la vista de los leones. Por esto saltó del caballo,
|
|
arrojó la lanza y embrazó el escudo, y, desenvainando la espada, paso ante
|
|
paso, con maravilloso denuedo y corazón valiente, se fue a poner delante
|
|
del carro, encomendándose a Dios de todo corazón, y luego a su señora
|
|
Dulcinea.
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|
Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera
|
|
historia exclama y dice: ''¡Oh fuerte y, sobre todo encarecimiento, animoso
|
|
don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes
|
|
del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de
|
|
los españoles caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa
|
|
hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué
|
|
alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean hipérboles sobre
|
|
todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con
|
|
sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de
|
|
muy luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más
|
|
fieros leones que jamás criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos
|
|
sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto
|
|
por faltarme palabras con que encarecerlos''.
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|
|
Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el
|
|
hilo de la historia, diciendo que, visto el leonero ya puesto en postura a
|
|
don Quijote, y que no podía dejar de soltar al león macho, so pena de caer
|
|
en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la
|
|
primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de
|
|
grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo
|
|
fue revolverse en la jaula, donde venía echado, y tender la garra, y
|
|
desperezarse todo; abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y, con casi
|
|
dos palmos de lengua que sacó fuera, se despolvoreó los ojos y se lavó el
|
|
rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes
|
|
con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma
|
|
temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya
|
|
del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle
|
|
pedazos.
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|
|
Hasta aquí llegó el estremo de su jamás vista locura. Pero el generoso
|
|
león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de
|
|
bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho,
|
|
volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran
|
|
flema y remanso se volvió a echar en la jaula. Viendo lo cual don Quijote,
|
|
mandó al leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera.
|
|
|
|
-Eso no haré yo -respondió el leonero-, porque si yo le instigo, el primero
|
|
a quien hará pedazos será a mí mismo. Vuesa merced, señor caballero, se
|
|
contente con lo hecho, que es todo lo que puede decirse en género de
|
|
valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene abierta la
|
|
puerta: en su mano está salir, o no salir; pero, pues no ha salido hasta
|
|
ahora, no saldrá en todo el día. La grandeza del corazón de vuesa merced ya
|
|
está bien declarada: ningún bravo peleante, según a mí se me alcanza, está
|
|
obligado a más que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaña; y si el
|
|
contrario no acude, en él se queda la infamia, y el esperante gana la
|
|
corona del vencimiento.
|
|
|
|
-Así es verdad -respondió don Quijote-: cierra, amigo, la puerta, y dame
|
|
por testimonio, en la mejor forma que pudieres, lo que aquí me has visto
|
|
hacer; conviene a saber: cómo tú abriste al león, yo le esperé, él no
|
|
salió; volvíle a esperar, volvió a no salir y volvióse acostar. No debo
|
|
más, y encantos afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad, y a la
|
|
verdadera caballería; y cierra, como he dicho, en tanto que hago señas a
|
|
los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta hazaña.
|
|
|
|
Hízolo así el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el
|
|
lienzo con que se había limpiado el rostro de la lluvia de los requesones,
|
|
comenzó a llamar a los que no dejaban de huir ni de volver la cabeza a cada
|
|
paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero, alcanzando Sancho a
|
|
ver la señal del blanco paño, dijo:
|
|
|
|
-Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos
|
|
llama.
|
|
|
|
Detuviéronse todos, y conocieron que el que hacía las señas era don
|
|
Quijote; y, perdiendo alguna parte del miedo, poco a poco se vinieron
|
|
acercando hasta donde claramente oyeron las voces de don Quijote, que los
|
|
llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y, en llegando, dijo don Quijote
|
|
al carretero:
|
|
|
|
-Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú,
|
|
Sancho, dale dos escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa
|
|
de lo que por mí se han detenido.
|
|
|
|
-Ésos daré yo de muy buena gana -respondió Sancho-; pero, ¿qué se han hecho
|
|
los leones? ¿Son muertos, o vivos?
|
|
|
|
Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, contó el fin de la
|
|
contienda, exagerando, como él mejor pudo y supo, el valor de don Quijote,
|
|
de cuya vista el león, acobardado, no quiso ni osó salir de la jaula,
|
|
puesto que había tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y
|
|
que, por haber él dicho a aquel caballero que era tentar a Dios irritar al
|
|
león para que por fuerza saliese, como él quería que se irritase, mal de su
|
|
grado y contra toda su voluntad, había permitido que la puerta se cerrase.
|
|
|
|
-¿Qué te parece desto, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Hay encantos que valgan
|
|
contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la
|
|
ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible.
|
|
|
|
Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don
|
|
Quijote por la merced recebida, y prometióle de contar aquella valerosa
|
|
hazaña al mismo rey, cuando en la corte se viese.
|
|
|
|
-Pues, si acaso Su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el
|
|
Caballero de los Leones, que de aquí adelante quiero que en éste se
|
|
trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí he tenido del Caballero de
|
|
la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes
|
|
caballeros, que se mudaban los nombres cuando querían, o cuando les venía a
|
|
cuento.
|
|
|
|
Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán
|
|
prosiguieron el suyo.
|
|
|
|
En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo
|
|
atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole
|
|
que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo. No había aún llegado
|
|
a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leído,
|
|
cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya
|
|
supiera el género de su locura; pero, como no la sabía, ya le tenía por
|
|
cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien
|
|
dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí:
|
|
|
|
-¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y
|
|
darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? Y ¿qué
|
|
mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones?
|
|
|
|
Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:
|
|
|
|
-¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en
|
|
su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así
|
|
fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con
|
|
todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan
|
|
menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero,
|
|
a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con
|
|
felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de
|
|
resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las
|
|
damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios
|
|
militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir,
|
|
honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un
|
|
caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las
|
|
encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas
|
|
aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por
|
|
alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero
|
|
andante, socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano
|
|
caballero, requebrando a una doncella en las ciudades. Todos los caballeros
|
|
tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano;
|
|
autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con
|
|
el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y
|
|
muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano, sobre todo, y
|
|
desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones. Pero el andante
|
|
caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intricados
|
|
laberintos; acometa a cada paso lo imposible; resista en los páramos
|
|
despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el
|
|
invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren
|
|
leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos; que buscar
|
|
éstos, acometer aquéllos y vencerlos a todos son sus principales y
|
|
verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser uno del número
|
|
de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí
|
|
me pareciere que cae debajo de la juridición de mis ejercicios; y así, el
|
|
acometer los leones que ahora acometí derechamente me tocaba, puesto que
|
|
conocí ser temeridad esorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es
|
|
una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la
|
|
cobardía y la temeridad; pero menos mal será que el que es valiente toque y
|
|
suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde;
|
|
que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que al avaro, así
|
|
es más fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir
|
|
a la verdadera valentía; y, en esto de acometer aventuras, créame vuesa
|
|
merced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de
|
|
menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen "el tal
|
|
caballero es temerario y atrevido" que no "el tal caballero es tímido y
|
|
cobarde".
|
|
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|
-Digo, señor don Quijote -respondió don Diego-, que todo lo que vuesa
|
|
merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón, y que
|
|
entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se
|
|
perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo
|
|
depósito y archivo. Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi
|
|
aldea y casa, donde descansará vuestra merced del pasado trabajo, que si no
|
|
ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele tal vez redundar en
|
|
cansancio del cuerpo.
|
|
|
|
-Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor don Diego- respondió
|
|
don Quijote.
|
|
|
|
Y, picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde
|
|
cuando llegaron a la aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote
|
|
llamaba el Caballero del Verde Gabán.
|
|
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|
Capítulo XVIII. De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del
|
|
Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes
|
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|
Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea;
|
|
las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle;
|
|
la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la
|
|
redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada
|
|
y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decía, ni delante
|
|
de quién estaba, dijo:
|
|
|
|
-¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
|
|
|
|
dulces y alegres cuando Dios quería!
|
|
|
|
¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda
|
|
de mi mayor amargura!
|
|
|
|
Oyóle decir esto el estudiante poeta, hijo de don Diego, que con su madre
|
|
había salido a recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de ver la
|
|
estraña figura de don Quijote; el cual, apeándose de Rocinante, fue con
|
|
mucha cortesía a pedirle las manos para besárselas, y don Diego dijo:
|
|
|
|
-Recebid, señora, con vuestro sólito agrado al señor don Quijote de la
|
|
Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero y el más valiente y
|
|
el más discreto que tiene el mundo.
|
|
|
|
La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho
|
|
amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de discretas
|
|
y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasó con el estudiante,
|
|
que, en oyéndole hablar don Quijote, le tuvo por discreto y agudo.
|
|
|
|
Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego,
|
|
pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y
|
|
rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras
|
|
semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito
|
|
principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en
|
|
las frías digresiones.
|
|
|
|
Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en
|
|
jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era
|
|
valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas; los borceguíes eran
|
|
datilados, y encerados los zapatos. Ciñóse su buena espada, que pendía de
|
|
un tahalí de lobos marinos; que es opinión que muchos años fue enfermo de
|
|
los riñones; cubrióse un herreruelo de buen paño pardo; pero antes de todo,
|
|
con cinco calderos, o seis, de agua, que en la cantidad de los calderos hay
|
|
alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro, y todavía se quedó el agua
|
|
de color de suero, merced a la golosina de Sancho y a la compra de sus
|
|
negros requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los referidos
|
|
atavíos, y con gentil donaire y gallardía, salió don Quijote a otra sala,
|
|
donde el estudiante le estaba esperando para entretenerle en tanto que las
|
|
mesas se ponían; que, por la venida de tan noble huésped, quería la señora
|
|
doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar a los que a su casa
|
|
llegasen.
|
|
|
|
En tanto que don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que
|
|
así se llamaba el hijo de don Diego, de decir a su padre:
|
|
|
|
-¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha
|
|
traído a casa? Que el nombre, la figura, y el decir que es caballero
|
|
andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos.
|
|
|
|
-No sé lo que te diga, hijo -respondió don Diego-; sólo te sabré decir que
|
|
le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan
|
|
discretas que borran y deshacen sus hechos: háblale tú, y toma el pulso a
|
|
lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo
|
|
que más puesto en razón estuviere; aunque, para decir verdad, antes le
|
|
tengo por loco que por cuerdo.
|
|
|
|
Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a don Quijote, como queda dicho,
|
|
y, entre otras pláticas que los dos pasaron, dijo don Quijote a don
|
|
Lorenzo:
|
|
|
|
-El señor don Diego de Miranda, padre de vuesa merced, me ha dado noticia
|
|
de la rara habilidad y sutil ingenio que vuestra merced tiene, y, sobre
|
|
todo, que es vuesa merced un gran poeta.
|
|
|
|
-Poeta, bien podrá ser -respondió don Lorenzo-, pero grande, ni por
|
|
pensamiento. Verdad es que yo soy algún tanto aficionado a la poesía y a
|
|
leer los buenos poetas, pero no de manera que se me pueda dar el nombre de
|
|
grande que mi padre dice.
|
|
|
|
-No me parece mal esa humildad -respondió don Quijote-, porque no hay poeta
|
|
que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo.
|
|
|
|
-No hay regla sin excepción -respondió don Lorenzo-, y alguno habrá que lo
|
|
sea y no lo piense.
|
|
|
|
-Pocos -respondió don Quijote-; pero dígame vuesa merced: ¿qué versos son
|
|
los que agora trae entre manos, que me ha dicho el señor su padre que le
|
|
traen algo inquieto y pensativo? Y si es alguna glosa, a mí se me entiende
|
|
algo de achaque de glosas, y holgaría saberlos; y si es que son de justa
|
|
literaria, procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero
|
|
siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le
|
|
lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a
|
|
esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en las
|
|
universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero.
|
|
|
|
-Hasta ahora -dijo entre sí don Lorenzo-, no os podré yo juzgar por loco;
|
|
vamos adelante.
|
|
|
|
Y díjole:
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|
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-Paréceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: ¿qué ciencias ha oído?
|
|
|
|
-La de la caballería andante -respondió don Quijote-, que es tan buena como
|
|
la de la poesía, y aun dos deditos más.
|
|
|
|
-No sé qué ciencia sea ésa -replicó don Lorenzo-, y hasta ahora no ha
|
|
llegado a mi noticia.
|
|
|
|
-Es una ciencia -replicó don Quijote- que encierra en sí todas o las más
|
|
ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y
|
|
saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada
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uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar
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razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera
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que le fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para
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conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen
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virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada
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triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por
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las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y en qué parte y en
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qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada
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paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y, dejando aparte que ha de
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estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, decendiendo a
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otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje
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Nicolás o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el
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freno; y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama;
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ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en
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las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con
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los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste
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la vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone
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un buen caballero andante; porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si
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es ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa,
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y si se puede igualar a las más estiradas que en los ginasios y escuelas se
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enseñan.
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-Si eso es así -replicó don Lorenzo-, yo digo que se aventaja esa ciencia a
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todas.
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-¿Cómo si es así? -respondió don Quijote.
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Lo que yo quiero decir -dijo don Lorenzo- es que dudo que haya habido, ni
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que los hay ahora, caballeros andantes y adornados de virtudes tantas.
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-Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora -respondió don Quijote-:
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que la mayor parte de la gente del mundo está de parecer de que no ha
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habido en él caballeros andantes; y, por parecerme a mí que si el cielo
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milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo y de que los
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hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me
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lo ha mostrado la experiencia, no quiero detenerme agora en sacar a vuesa
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merced del error que con los muchos tiene; lo que pienso hacer es el rogar
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al cielo le saque dél, y le dé a entender cuán provechosos y cuán
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necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y
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cuán útiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por
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pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo.
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-Escapado se nos ha nuestro huésped -dijo a esta sazón entre sí don
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Lorenzo-, pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato
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flojo si así no lo creyese.
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Aquí dieron fin a su plática, porque los llamaron a comer. Preguntó don
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Diego a su hijo qué había sacado en limpio del ingenio del huésped. A lo
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que él respondió:
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-No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos
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escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos
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intervalos.
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Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el
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camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero
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de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en
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toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos. Levantados,
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pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don
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Quijote pidió ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa
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literaria; a lo que él respondió que, por no parecer de aquellos poetas que
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cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los
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vomitan,...
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-...yo diré mi glosa, de la cual no espero premio alguno, que sólo por
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ejercitar el ingenio la he hecho.
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-Un amigo y discreto -respondió don Quijote- era de parecer que no se había
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de cansar nadie en glosar versos; y la razón, decía él, era que jamás la
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glosa podía llegar al texto, y que muchas o las más veces iba la glosa
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fuera de la intención y propósito de lo que pedía lo que se glosaba; y más,
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que las leyes de la glosa eran demasiadamente estrechas: que no sufrían
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interrogantes, ni dijo, ni diré, ni hacer nombres de verbos, ni mudar el
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sentido, con otras ataduras y estrechezas con que van atados los que
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glosan, como vuestra merced debe de saber.
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-Verdaderamente, señor don Quijote -dijo don Lorenzo-, que deseo coger a
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vuestra merced en un mal latín continuado, y no puedo, porque se me desliza
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de entre las manos como anguila.
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-No entiendo -respondió don Quijote- lo que vuestra merced dice ni quiere
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decir en eso del deslizarme.
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-Yo me daré a entender -respondió don Lorenzo-; y por ahora esté vuesa
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merced atento a los versos glosados y a la glosa, que dicen desta manera:
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¡Si mi fue tornase a es,
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sin esperar más será,
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o viniese el tiempo ya
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de lo que será después...!
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Glosa
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Al fin, como todo pasa,
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se pasó el bien que me dio
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Fortuna, un tiempo no escasa,
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y nunca me le volvió,
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ni abundante, ni por tasa.
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Siglos ha ya que me vees,
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Fortuna, puesto a tus pies;
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vuélveme a ser venturoso,
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que será mi ser dichoso
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si mi fue tornase a es.
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No quiero otro gusto o gloria,
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otra palma o vencimiento,
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otro triunfo, otra vitoria,
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sino volver al contento
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que es pesar en mi memoria.
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Si tú me vuelves allá,
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Fortuna, templado está
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todo el rigor de mi fuego,
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y más si este bien es luego,
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sin esperar más será.
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Cosas imposibles pido,
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pues volver el tiempo a ser
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después que una vez ha sido,
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no hay en la tierra poder
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que a tanto se haya estendido.
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Corre el tiempo, vuela y va
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ligero, y no volverá,
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y erraría el que pidiese,
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o que el tiempo ya se fuese,
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o volviese el tiempo ya.
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Vivo en perpleja vida,
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ya esperando, ya temiendo:
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es muerte muy conocida,
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y es mucho mejor muriendo
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buscar al dolor salida.
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A mí me fuera interés
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acabar, mas no lo es,
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pues, con discurso mejor,
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me da la vida el temor
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de lo que será después.
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En acabando de decir su glosa don Lorenzo, se levantó en pie don Quijote,
|
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y, en voz levantada, que parecía grito, asiendo con su mano la derecha de
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don Lorenzo, dijo:
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-¡Viven los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el
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mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por
|
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Gaeta, como dijo un poeta, que Dios perdone, sino por las academias de
|
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Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy viven de París, Bolonia y
|
|
Salamanca! Plega al cielo que los jueces que os quitaren el premio primero,
|
|
Febo los asaetee y las Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas.
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Decidme, señor, si sois servido, algunos versos mayores, que quiero tomar
|
|
de todo en todo el pulso a vuestro admirable ingenio.
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¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don
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Quijote, aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a cuánto te
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|
estiendes, y cuán dilatados límites son los de tu juridición agradable!
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|
Esta verdad acreditó don Lorenzo, pues concedió con la demanda y deseo de
|
|
don Quijote, diciéndole este soneto a la fábula o historia de Píramo y
|
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Tisbe:
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Soneto
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El muro rompe la doncella hermosa
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que de Píramo abrió el gallardo pecho:
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parte el Amor de Chipre, y va derecho
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a ver la quiebra estrecha y prodigiosa.
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Habla el silencio allí, porque no osa
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la voz entrar por tan estrecho estrecho;
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las almas sí, que amor suele de hecho
|
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facilitar la más difícil cosa.
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|
Salió el deseo de compás, y el paso
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|
de la imprudente virgen solicita
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por su gusto su muerte; ved qué historia:
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que a entrambos en un punto, ¡oh estraño caso!,
|
|
los mata, los encubre y resucita
|
|
una espada, un sepulcro, una memoria.
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-¡Bendito sea Dios! -dijo don Quijote habiendo oído el soneto a don
|
|
Lorenzo-, que entre los infinitos poetas consumidos que hay, he visto un
|
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consumado poeta, como lo es vuesa merced, señor mío; que así me lo da a
|
|
entender el artificio deste soneto.
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|
Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al
|
|
cabo de los cuales le pidió licencia para irse, diciéndole que le agradecía
|
|
la merced y buen tratamiento que en su casa había recebido; pero que, por
|
|
no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas a ocio y al
|
|
regalo, se quería ir a cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de
|
|
quien tenía noticia que aquella tierra abundaba, donde esperaba entretener
|
|
el tiempo hasta que llegase el día de las justas de Zaragoza, que era el de
|
|
su derecha derrota; y que primero había de entrar en la cueva de
|
|
Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se
|
|
contaban, sabiendo e inquiriendo asimismo el nacimiento y verdaderos
|
|
manantiales de las siete lagunas llamadas comúnmente de Ruidera.
|
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|
Don Diego y su hijo le alabaron su honrosa determinación, y le dijeron que
|
|
tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en grado le viniese, que le
|
|
servirían con la voluntad posible; que a ello les obligaba el valor de su
|
|
persona y la honrosa profesión suya.
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|
|
|
Llegóse, en fin, el día de su partida, tan alegre para don Quijote como
|
|
triste y aciago para Sancho Panza, que se hallaba muy bien con la
|
|
abundancia de la casa de don Diego, y rehusaba de volver a la hambre que se
|
|
usa en las florestas, despoblados, y a la estrecheza de sus mal proveídas
|
|
alforjas. Con todo esto, las llenó y colmó de lo más necesario que le
|
|
pareció; y al despedirse dijo don Quijote a don Lorenzo:
|
|
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|
-No sé si he dicho a vuesa merced otra vez, y si lo he dicho lo vuelvo a
|
|
decir, que cuando vuesa merced quisiere ahorrar caminos y trabajos para
|
|
llegar a la inacesible cumbre del templo de la Fama, no tiene que hacer
|
|
otra cosa sino dejar a una parte la senda de la poesía, algo estrecha, y
|
|
tomar la estrechísima de la andante caballería, bastante para hacerle
|
|
emperador en daca las pajas.
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|
Con estas razones acabó don Quijote de cerrar el proceso de su locura, y
|
|
más con las que añadió, diciendo:
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|
-Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle
|
|
cómo se han de perdonar los sujetos, y supeditar y acocear los soberbios,
|
|
virtudes anejas a la profesión que yo profeso; pero, pues no lo pide su
|
|
poca edad, ni lo querrán consentir sus loables ejercicios, sólo me contento
|
|
con advertirle a vuesa merced que, siendo poeta, podrá ser famoso si se
|
|
guía más por el parecer ajeno que por el propio, porque no hay padre ni
|
|
madre a quien sus hijos le parezcan feos, y en los que lo son del
|
|
entendimiento corre más este engaño.
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|
De nuevo se admiraron padre y hijo de las entremetidas razones de don
|
|
Quijote, ya discretas y ya disparatadas, y del tema y tesón que llevaba de
|
|
acudir de todo en todo a la busca de sus desventuradas aventuras, que las
|
|
tenía por fin y blanco de sus deseos. Reiteráronse los ofrecimientos y
|
|
comedimientos, y, con la buena licencia de la señora del castillo, don
|
|
Quijote y Sancho, sobre Rocinante y el rucio, se partieron.
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Capítulo XIX. Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros
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en verdad graciosos sucesos
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Poco trecho se había alongado don Quijote del lugar de don Diego, cuando
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encontró con dos como clérigos o como estudiantes y con dos labradores que
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sobre cuatro bestias asnales venían caballeros. El uno de los estudiantes
|
|
traía, como en portamanteo, en un lienzo de bocací verde envuelto, al
|
|
parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de cordellate; el
|
|
otro no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas, y con
|
|
sus zapatillas. Los labradores traían otras cosas, que daban indicio y
|
|
señal que venían de alguna villa grande, donde las habían comprado, y las
|
|
llevaban a su aldea; y así estudiantes como labradores cayeron en la misma
|
|
admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a don
|
|
Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los
|
|
otros hombres.
|
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|
Saludóles don Quijote, y, después de saber el camino que llevaban, que era
|
|
el mesmo que él hacía, les ofreció su compañía, y les pidió detuviesen el
|
|
paso, porque caminaban más sus pollinas que su caballo; y, para obligarlos,
|
|
en breves razones les dijo quién era, y su oficio y profesión, que era de
|
|
caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas las partes del
|
|
mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio don Quijote de la Mancha, y
|
|
por el apelativo, el Caballero de los Leones. Todo esto para los labradores
|
|
era hablarles en griego o en jerigonza, pero no para los estudiantes, que
|
|
luego entendieron la flaqueza del celebro de don Quijote; pero, con todo
|
|
eso, le miraban con admiración y con respecto, y uno dellos le dijo:
|
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-Si vuestra merced, señor caballero, no lleva camino determinado, como no
|
|
le suelen llevar los que buscan las aventuras, vuesa merced se venga con
|
|
nosotros: verá una de las mejores bodas y más ricas que hasta el día de hoy
|
|
se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas a la redonda.
|
|
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|
Preguntóle don Quijote si eran de algún príncipe, que así las ponderaba.
|
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|
-No son -respondió el estudiante- sino de un labrador y una labradora: él,
|
|
el más rico de toda esta tierra; y ella, la más hermosa que han visto los
|
|
hombres. El aparato con que se han de hacer es estraordinario y nuevo,
|
|
porque se han de celebrar en un prado que está junto al pueblo de la novia,
|
|
a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el desposado se llama
|
|
Camacho el rico; ella de edad de diez y ocho años, y él de veinte y dos;
|
|
ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria los
|
|
linajes de todo el mundo quieren decir que el de la hermosa Quiteria se
|
|
aventaja al de Camacho; pero ya no se mira en esto, que las riquezas son
|
|
poderosas de soldar muchas quiebras. En efecto, el tal Camacho es liberal y
|
|
hásele antojado de enramar y cubrir todo el prado por arriba, de tal suerte
|
|
que el sol se ha de ver en trabajo si quiere entrar a visitar las yerbas
|
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verdes de que está cubierto el suelo. Tiene asimesmo maheridas danzas, así
|
|
de espadas como de cascabel menudo, que hay en su pueblo quien los repique
|
|
y sacuda por estremo; de zapateadores no digo nada, que es un juicio los
|
|
que tiene muñidos; pero ninguna de las cosas referidas ni otras muchas que
|
|
he dejado de referir ha de hacer más memorables estas bodas, sino las que
|
|
imagino que hará en ellas el despechado Basilio. Es este Basilio un zagal
|
|
vecino del mesmo lugar de Quiteria, el cual tenía su casa pared y medio de
|
|
la de los padres de Quiteria, de donde tomó ocasión el amor de renovar al
|
|
mundo los ya olvidados amores de Píramo y Tisbe, porque Basilio se enamoró
|
|
de Quiteria desde sus tiernos y primeros años, y ella fue correspondiendo a
|
|
su deseo con mil honestos favores, tanto, que se contaban por
|
|
entretenimiento en el pueblo los amores de los dos niños Basilio y
|
|
Quiteria. Fue creciendo la edad, y acordó el padre de Quiteria de estorbar
|
|
a Basilio la ordinaria entrada que en su casa tenía; y, por quitarse de
|
|
andar receloso y lleno de sospechas, ordenó de casar a su hija con el rico
|
|
Camacho, no pareciéndole ser bien casarla con Basilio, que no tenía tantos
|
|
bienes de fortuna como de naturaleza; pues si va a decir las verdades sin
|
|
invidia, él es el más ágil mancebo que conocemos: gran tirador de barra,
|
|
luchador estremado y gran jugador de pelota; corre como un gamo, salta más
|
|
que una cabra y birla a los bolos como por encantamento; canta como una
|
|
calandria, y toca una guitarra, que la hace hablar, y, sobre todo, juega
|
|
una espada como el más pintado.
|
|
|
|
-Por esa sola gracia -dijo a esta sazón don Quijote-, merecía ese mancebo
|
|
no sólo casarse con la hermosa Quiteria, sino con la mesma reina Ginebra,
|
|
si fuera hoy viva, a pesar de Lanzarote y de todos aquellos que estorbarlo
|
|
quisieran.
|
|
|
|
-¡A mi mujer con eso! -dijo Sancho Panza, que hasta entonces había ido
|
|
callando y escuchando-, la cual no quiere sino que cada uno case con su
|
|
igual, ateniéndose al refrán que dicen "cada oveja con su pareja". Lo que
|
|
yo quisiera es que ese buen Basilio, que ya me le voy aficionando, se
|
|
casara con esa señora Quiteria; que buen siglo hayan y buen poso, iba a
|
|
decir al revés, los que estorban que se casen los que bien se quieren.
|
|
|
|
-Si todos los que bien se quieren se hubiesen de casar -dijo don Quijote-,
|
|
quitaríase la eleción y juridición a los padres de casar sus hijos con
|
|
quien y cuando deben; y si a la voluntad de las hijas quedase escoger los
|
|
maridos, tal habría que escogiese al criado de su padre, y tal al que vio
|
|
pasar por la calle, a su parecer, bizarro y entonado, aunque fuese un
|
|
desbaratado espadachín; que el amor y la afición con facilidad ciegan los
|
|
ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del
|
|
matrimonio está muy a peligro de errarse, y es menester gran tiento y
|
|
particular favor del cielo para acertarle. Quiere hacer uno un viaje largo,
|
|
y si es prudente, antes de ponerse en camino busca alguna compañía segura y
|
|
apacible con quien acompañarse; pues, ¿por qué no hará lo mesmo el que ha
|
|
de caminar toda la vida, hasta el paradero de la muerte, y más si la
|
|
compañía le ha de acompañar en la cama, en la mesa y en todas partes, como
|
|
es la de la mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercaduría que
|
|
una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia, porque es accidente
|
|
inseparable, que dura lo que dura la vida: es un lazo que si una vez le
|
|
echáis al cuello, se vuelve en el nudo gordiano, que si no le corta la
|
|
guadaña de la muerte, no hay desatarle. Muchas más cosas pudiera decir en
|
|
esta materia, si no lo estorbara el deseo que tengo de saber si le queda
|
|
más que decir al señor licenciado acerca de la historia de Basilio.
|
|
|
|
A lo que respondió el estudiante bachiller, o licenciado, como le llamó don
|
|
Quijote, que:
|
|
|
|
-De todo no me queda más que decir sino que desde el punto que Basilio supo
|
|
que la hermosa Quiteria se casaba con Camacho el rico, nunca más le han
|
|
visto reír ni hablar razón concertada, y siempre anda pensativo y triste,
|
|
hablando entre sí mismo, con que da ciertas y claras señales de que se le
|
|
ha vuelto el juicio: come poco y duerme poco, y lo que come son frutas, y
|
|
en lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la dura tierra, como
|
|
animal bruto; mira de cuando en cuando al cielo, y otras veces clava los
|
|
ojos en la tierra, con tal embelesamiento, que no parece sino estatua
|
|
vestida que el aire le mueve la ropa. En fin, él da tales muestras de tener
|
|
apasionado el corazón, que tememos todos los que le conocemos que el dar el
|
|
sí mañana la hermosa Quiteria ha de ser la sentencia de su muerte.
|
|
|
|
-Dios lo hará mejor -dijo Sancho-; que Dios, que da la llaga, da la
|
|
medicina; nadie sabe lo que está por venir: de aquí a mañana muchas horas
|
|
hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo he visto llover y
|
|
hacer sol, todo a un mesmo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se
|
|
puede mover otro día. Y díganme, ¿por ventura habrá quien se alabe que
|
|
tiene echado un clavo a la rodaja de la Fortuna? No, por cierto; y entre el
|
|
sí y el no de la mujer no me atrevería yo a poner una punta de alfiler,
|
|
porque no cabría. Denme a mí que Quiteria quiera de buen corazón y de buena
|
|
voluntad a Basilio, que yo le daré a él un saco de buena ventura: que el
|
|
amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro
|
|
al cobre, a la pobreza riqueza, y a las lagañas perlas.
|
|
|
|
-¿Adónde vas a parar, Sancho, que seas maldito? -dijo don Quijote-; que
|
|
cuando comienzas a ensartar refranes y cuentos, no te puede esperar sino el
|
|
mesmo Judas, que te lleve. Dime, animal, ¿qué sabes tú de clavos, ni de
|
|
rodajas, ni de otra cosa ninguna?
|
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|
-¡Oh! Pues si no me entienden -respondió Sancho-, no es maravilla que mis
|
|
sentencias sean tenidas por disparates. Pero no importa: yo me entiendo, y
|
|
sé que no he dicho muchas necedades en lo que he dicho; sino que vuesa
|
|
merced, señor mío, siempre es friscal de mis dichos, y aun de mis hechos.
|
|
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|
-Fiscal has de decir -dijo don Quijote-, que no friscal, prevaricador del
|
|
buen lenguaje, que Dios te confunda.
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-No se apunte vuestra merced conmigo -respondió Sancho-, pues sabe que no
|
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me he criado en la Corte, ni he estudiado en Salamanca, para saber si añado
|
|
o quito alguna letra a mis vocablos. Sí, que, ¡válgame Dios!, no hay para
|
|
qué obligar al sayagués a que hable como el toledano, y toledanos puede
|
|
haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido.
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-Así es -dijo el licenciado-, porque no pueden hablar tan bien los que se
|
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crían en las Tenerías y en Zocodover como los que se pasean casi todo el
|
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día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son toledanos. El lenguaje
|
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puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos,
|
|
aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no
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|
lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña
|
|
con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado Cánones en
|
|
Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras,
|
|
llanas y significantes.
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-Si no os picáredes más de saber más menear las negras que lleváis que la
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lengua -dijo el otro estudiante-, vos llevárades el primero en licencias,
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como llevastes cola.
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-Mirad, bachiller -respondió el licenciado-: vos estáis en la más errada
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opinión del mundo acerca de la destreza de la espada, teniéndola por vana.
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-Para mí no es opinión, sino verdad asentada -replicó Corchuelo-; y si
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queréis que os lo muestre con la experiencia, espadas traéis, comodidad
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hay, yo pulsos y fuerzas tengo, que acompañadas de mi ánimo, que no es
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poco, os harán confesar que yo no me engaño. Apeaos, y usad de vuestro
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compás de pies, de vuestros círculos y vuestros ángulos y ciencia; que yo
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espero de haceros ver estrellas a mediodía con mi destreza moderna y zafia,
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en quien espero, después de Dios, que está por nacer hombre que me haga
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volver las espaldas, y que no le hay en el mundo a quien yo no le haga
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perder tierra.
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-En eso de volver, o no, las espaldas no me meto -replico el diestro-;
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aunque podría ser que en la parte donde la vez primera clavásedes el pie,
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allí os abriesen la sepultura: quiero decir que allí quedásedes muerto por
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la despreciada destreza.
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-Ahora se verá -respondió Corchuelo.
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Y, apeándose con gran presteza de su jumento, tiró con furia de una de las
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espadas que llevaba el licenciado en el suyo.
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-No ha de ser así -dijo a este instante don Quijote-, que yo quiero ser el
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maestro desta esgrima, y el juez desta muchas veces no averiguada cuestión.
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Y, apeándose de Rocinante y asiendo de su lanza, se puso en la mitad del
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camino, a tiempo que ya el licenciado, con gentil donaire de cuerpo y
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compás de pies, se iba contra Corchuelo, que contra él se vino, lanzando,
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como decirse suele, fuego por los ojos. Los otros dos labradores del
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acompañamiento, sin apearse de sus pollinas, sirvieron de aspetatores en la
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mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles
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que tiraba Corchuelo eran sin número, más espesas que hígado y más menudas
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que granizo. Arremetía como un león irritado, pero salíale al encuentro un
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tapaboca de la zapatilla de la espada del licenciado, que en mitad de su
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furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia, aunque no con
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tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse.
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Finalmente, el licenciado le contó a estocadas todos los botones de una
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media sotanilla que traía vestida, haciéndole tiras los faldamentos, como
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colas de pulpo; derribóle el sombrero dos veces, y cansóle de manera que de
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despecho, cólera y rabia asió la espada por la empuñadura, y arrojóla por
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el aire con tanta fuerza, que uno de los labradores asistentes, que era
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escribano, que fue por ella, dio después por testimonio que la alongó de sí
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casi tres cuartos de legua; el cual testimonio sirve y ha servido para que
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se conozca y vea con toda verdad cómo la fuerza es vencida del arte.
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Sentóse cansado Corchuelo, y llegándose a él Sancho, le dijo:
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-Mía fe, señor bachiller, si vuesa merced toma mi consejo, de aquí adelante
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no ha de desafiar a nadie a esgrimir, sino a luchar o a tirar la barra,
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pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos a quien llaman diestros he
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oído decir que meten una punta de una espada por el ojo de una aguja.
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-Yo me contento -respondió Corchuelo- de haber caído de mi burra, y de que
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me haya mostrado la experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba.
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Y, levantándose, abrazó al licenciado, y quedaron más amigos que de antes,
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y no queriendo esperar al escribano, que había ido por la espada, por
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parecerle que tardaría mucho; y así, determinaron seguir, por llegar
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temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran.
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En lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las
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excelencias de la espada, con tantas razones demostrativas y con tantas
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figuras y demostraciones matemáticas, que todos quedaron enterados de la
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bondad de la ciencia, y Corchuelo reducido de su pertinacia.
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Era anochecido, pero antes que llegasen les pareció a todos que estaba
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delante del pueblo un cielo lleno de inumerables y resplandecientes
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estrellas. Oyeron, asimismo, confusos y suaves sonidos de diversos
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instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y
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sonajas; y cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una enramada,
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que a mano habían puesto a la entrada del pueblo, estaban todos llenos de
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luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces no soplaba sino tan
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manso que no tenía fuerza para mover las hojas de los árboles. Los músicos
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eran los regocijadores de la boda, que en diversas cuadrillas por aquel
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agradable sitio andaban, unos bailando, y otros cantando, y otros tocando
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la diversidad de los referidos instrumentos. En efecto, no parecía sino que
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por todo aquel prado andaba corriendo la alegría y saltando el contento.
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Otros muchos andaban ocupados en levantar andamios, de donde con comodidad
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pudiesen ver otro día las representaciones y danzas que se habían de hacer
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en aquel lugar dedicado para solenizar las bodas del rico Camacho y las
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exequias de Basilio. No quiso entrar en el lugar don Quijote, aunque se lo
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pidieron así el labrador como el bachiller; pero él dio por disculpa,
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bastantísima a su parecer, ser costumbre de los caballeros andantes dormir
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por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuese debajo
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de dorados techos; y con esto, se desvió un poco del camino, bien contra la
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voluntad de Sancho, viniéndosele a la memoria el buen alojamiento que había
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tenido en el castillo o casa de don Diego.
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Capítulo XX. Donde se cuentan las bodas de Camacho el rico, con el suceso
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de Basilio el pobre
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Apenas la blanca aurora había dado lugar a que el luciente Febo, con el
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ardor de sus calientes rayos, las líquidas perlas de sus cabellos de oro
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enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso
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en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía roncaba; lo cual visto
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por don Quijote, antes que le despertase, le dijo:
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-¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues
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sin tener invidia ni ser invidiado, duermes con sosegado espíritu, ni te
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persiguen encantadores, ni sobresaltan encantamentos! Duerme, digo otra
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vez, y lo diré otras ciento, sin que te tengan en contina vigilia celos de
|
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tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo
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que has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia.
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Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los
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límites de tus deseos no se estienden a más que a pensar tu jumento; que el
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de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto: contrapeso y carga que
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puso la naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y está
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velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer
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mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la
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tierra con el conveniente rocío no aflige al criado, sino al señor, que ha
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de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la fertilidad y
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abundancia.
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A todo esto no respondió Sancho, porque dormía, ni despertara tan presto si
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don Quijote con el cuento de la lanza no le hiciere volver en sí. Despertó,
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en fin, soñoliento y perezoso, y, volviendo el rostro a todas partes, dijo:
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-De la parte desta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más
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de torreznos asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores
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comienzan, para mi santiguada que deben de ser abundantes y generosas.
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-Acaba, glotón -dijo don Quijote-; ven, iremos a ver estos desposorios, por
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ver lo que hace el desdeñado Basilio.
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-Mas que haga lo que quisiere -respondió Sancho-: no fuera él pobre y
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casárase con Quiteria. ¿No hay más sino tener un cuarto y querer alzarse
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por las nubes? A la fe, señor, yo soy de parecer que el pobre debe de
|
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contentarse con lo que hallare, y no pedir cotufas en el golfo. Yo apostaré
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un brazo que puede Camacho envolver en reales a Basilio; y si esto es así,
|
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como debe de ser, bien boba fuera Quiteria en desechar las galas y las
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joyas que le debe de haber dado, y le puede dar Camacho, por escoger el
|
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tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio. Sobre un buen tiro de
|
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barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la
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taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el
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|
conde Dirlos; pero, cuando las tales gracias caen sobre quien tiene buen
|
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dinero, tal sea mi vida como ellas parecen. Sobre un buen cimiento se puede
|
|
levantar un buen edificio, y el mejor cimiento y zanja del mundo es el
|
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dinero.
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-Por quien Dios es, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que concluyas
|
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con tu arenga; que tengo para mí que si te dejasen seguir en las que a cada
|
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paso comienzas, no te quedaría tiempo para comer ni para dormir, que todo
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le gastarías en hablar.
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-Si vuestra merced tuviera buena memoria -replicó Sancho-, debiérase
|
|
acordar de los capítulos de nuestro concierto antes que esta última vez
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saliésemos de casa: uno dellos fue que me había de dejar hablar todo
|
|
aquello que quisiese, con que no fuese contra el prójimo ni contra la
|
|
autoridad de vuesa merced; y hasta agora me parece que no he contravenido
|
|
contra el tal capítulo.
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-Yo no me acuerdo, Sancho -respondió don Quijote-, del tal capítulo; y,
|
|
puesto que sea así, quiero que calles y vengas, que ya los instrumentos que
|
|
anoche oímos vuelven a alegrar los valles, y sin duda los desposorios se
|
|
celebrarán en el frescor de la mañana, y no en el calor de la tarde.
|
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|
|
Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y, poniendo la silla a Rocinante y
|
|
la albarda al rucio, subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando
|
|
por la enramada.
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|
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|
Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un
|
|
asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había
|
|
de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la
|
|
hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas,
|
|
porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así
|
|
embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si
|
|
fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que
|
|
estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían
|
|
número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de
|
|
los árboles para que el aire los enfriase.
|
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|
Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y
|
|
todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros
|
|
de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo en las eras;
|
|
los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos
|
|
calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de
|
|
masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en
|
|
otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.
|
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|
|
Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta: todos limpios, todos
|
|
diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre del novillo estaban
|
|
doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle
|
|
sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas
|
|
comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una
|
|
grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico, pero tan
|
|
abundante que podía sustentar a un ejército.
|
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|
Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se
|
|
aficionaba: primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quién
|
|
él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la
|
|
voluntad los zaques; y, últimamente, las frutas de sartén, si es que se
|
|
podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir
|
|
ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos
|
|
cocineros, y, con corteses y hambrientas razones, le rogó le dejase mojar
|
|
un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero
|
|
respondió:
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|
-Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la
|
|
hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón,
|
|
y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.
|
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|
-No veo ninguno -respondió Sancho.
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-Esperad -dijo el cocinero-. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco
|
|
debéis de ser!
|
|
|
|
Y, diciendo esto, asió de un caldero, y, encajándole en una de las medias
|
|
tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:
|
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|
-Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora
|
|
del yantar.
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-No tengo en qué echarla -respondió Sancho.
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|
-Pues llevaos -dijo el cocinero- la cuchara y todo, que la riqueza y el
|
|
contento de Camacho todo lo suple.
|
|
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|
En tanto, pues, que esto pasaba Sancho, estaba don Quijote mirando cómo,
|
|
por una parte de la enramada, entraban hasta doce labradores sobre doce
|
|
hermosísimas yeguas, con ricos y vistosos jaeces de campo y con muchos
|
|
cascabeles en los petrales, y todos vestidos de regocijo y fiestas; los
|
|
cuales, en concertado tropel, corrieron no una, sino muchas carreras por el
|
|
prado, con regocijada algazara y grita, diciendo:
|
|
|
|
-¡Vivan Camacho y Quiteria: él tan rico como ella hermosa, y ella la más
|
|
hermosa del mundo!
|
|
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|
Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sí:
|
|
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|
-Bien parece que éstos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, que si la
|
|
hubieran visto, ellos se fueran a la mano en las alabanzas desta su
|
|
Quiteria.
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|
|
De allí a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada
|
|
muchas y diferentes danzas, entre las cuales venía una de espadas, de hasta
|
|
veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brío, todos vestidos de
|
|
delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar, labrados de varias
|
|
colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo,
|
|
preguntó uno de los de las yeguas si se había herido alguno de los
|
|
danzantes.
|
|
|
|
-Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos vamos sanos.
|
|
|
|
Y luego comenzó a enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y
|
|
con tanta destreza que, aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes
|
|
danzas, ninguna le había parecido tan bien como aquélla.
|
|
|
|
También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas
|
|
que, al parecer, ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años,
|
|
vestidas todas de palmilla verde, los cabellos parte tranzados y parte
|
|
sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podían tener
|
|
competencia, sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas,
|
|
amaranto y madreselva compuestas. Guiábalas un venerable viejo y una
|
|
anciana matrona, pero más ligeros y sueltos que sus años prometían.
|
|
Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en
|
|
los ojos a la honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las
|
|
mejores bailadoras del mundo.
|
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Tras ésta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era
|
|
de ocho ninfas, repartidas en dos hileras: de la una hilera era guía el
|
|
dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquél, adornado de alas, arco,
|
|
aljaba y saetas; éste, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda.
|
|
Las ninfas que al Amor seguían traían a las espaldas, en pargamino blanco y
|
|
letras grandes, escritos sus nombres: poesía era el título de la primera,
|
|
el de la segunda discreción, el de la tercera buen linaje, el de la cuarta
|
|
valentía; del modo mesmo venían señaladas las que al Interés seguían: decía
|
|
liberalidad el título de la primera, dádiva el de la segunda, tesoro el de
|
|
la tercera y el de la cuarta posesión pacífica. Delante de todos venía un
|
|
castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de
|
|
yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran
|
|
a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes de sus
|
|
cuadros traía escrito: castillo del buen recato. Hacíanles el son cuatro
|
|
diestros tañedores de tamboril y flauta.
|
|
|
|
Comenzaba la danza Cupido, y, habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos
|
|
y flechaba el arco contra una doncella que se ponía entre las almenas del
|
|
castillo, a la cual desta suerte dijo:
|
|
|
|
-Yo soy el dios poderoso
|
|
en el aire y en la tierra
|
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y en el ancho mar undoso,
|
|
y en cuanto el abismo encierra
|
|
en su báratro espantoso.
|
|
Nunca conocí qué es miedo;
|
|
todo cuanto quiero puedo,
|
|
aunque quiera lo imposible,
|
|
y en todo lo que es posible
|
|
mando, quito, pongo y vedo.
|
|
|
|
Acabó la copla, disparó una flecha por lo alto del castillo y retiróse a
|
|
su puesto. Salió luego el Interés, y hizo otras dos mudanzas; callaron los
|
|
tamborinos, y él dijo:
|
|
|
|
-Soy quien puede más que Amor,
|
|
y es Amor el que me guía;
|
|
soy de la estirpe mejor
|
|
que el cielo en la tierra cría,
|
|
más conocida y mayor.
|
|
Soy el Interés, en quien
|
|
pocos suelen obrar bien,
|
|
y obrar sin mí es gran milagro;
|
|
y cual soy te me consagro,
|
|
por siempre jamás, amén.
|
|
|
|
Retiróse el Interés, y hízose adelante la Poesía; la cual, después de haber
|
|
hecho sus mudanzas como los demás, puestos los ojos en la doncella del
|
|
castillo, dijo:
|
|
|
|
-En dulcísimos conceptos,
|
|
la dulcísima Poesía,
|
|
altos, graves y discretos,
|
|
señora, el alma te envía
|
|
envuelta entre mil sonetos.
|
|
Si acaso no te importuna
|
|
mi porfía, tu fortuna,
|
|
de otras muchas invidiada,
|
|
será por mí levantada
|
|
sobre el cerco de la luna.
|
|
|
|
Desvióse la Poesía, y de la parte del Interés salió la Liberalidad, y,
|
|
después de hechas sus mudanzas, dijo:
|
|
|
|
-Llaman Liberalidad
|
|
al dar que el estremo huye
|
|
de la prodigalidad,
|
|
y del contrario, que arguye
|
|
tibia y floja voluntad.
|
|
Mas yo, por te engrandecer,
|
|
de hoy más, pródiga he de ser;
|
|
que, aunque es vicio, es vicio honrado
|
|
y de pecho enamorado,
|
|
que en el dar se echa de ver.
|
|
|
|
Deste modo salieron y se retiraron todas las dos figuras de las dos
|
|
escuadras, y cada uno hizo sus mudanzas y dijo sus versos, algunos
|
|
elegantes y algunos ridículos, y sólo tomó de memoria don Quijote -que la
|
|
tenía grande- los ya referidos; y luego se mezclaron todos, haciendo y
|
|
deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura; y cuando pasaba el
|
|
Amor por delante del castillo, disparaba por alto sus flechas, pero el
|
|
Interés quebraba en él alcancías doradas.
|
|
|
|
Finalmente, después de haber bailado un buen espacio, el Interés sacó un
|
|
bolsón, que le formaba el pellejo de un gran gato romano, que parecía estar
|
|
lleno de dineros, y, arrojándole al castillo, con el golpe se desencajaron
|
|
las tablas y se cayeron, dejando a la doncella descubierta y sin defensa
|
|
alguna. Llegó el Interés con las figuras de su valía, y, echándola una gran
|
|
cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo
|
|
cual visto por el Amor y sus valedores, hicieron ademán de quitársela; y
|
|
todas las demostraciones que hacían eran al son de los tamborinos, bailando
|
|
y danzando concertadamente. Pusiéronlos en paz los salvajes, los cuales con
|
|
mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del castillo, y la
|
|
doncella se encerró en él como de nuevo, y con esto se acabó la danza con
|
|
gran contento de los que la miraban.
|
|
|
|
Preguntó don Quijote a una de las ninfas que quién la había compuesto y
|
|
ordenado. Respondióle que un beneficiado de aquel pueblo, que tenía gentil
|
|
caletre para semejantes invenciones.
|
|
|
|
-Yo apostaré -dijo don Quijote- que debe de ser más amigo de Camacho que de
|
|
Basilio el tal bachiller o beneficiado, y que debe de tener más de satírico
|
|
que de vísperas: ¡bien ha encajado en la danza las habilidades de Basilio y
|
|
las riquezas de Camacho!
|
|
|
|
Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo:
|
|
|
|
-El rey es mi gallo: a Camacho me atengo.
|
|
|
|
-En fin -dijo don Quijote-, bien se parece, Sancho, que eres villano y de
|
|
aquéllos que dicen: "¡Viva quien vence!"
|
|
|
|
-No sé de los que soy -respondió Sancho-, pero bien sé que nunca de ollas
|
|
de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las
|
|
de Camacho.
|
|
|
|
Y enseñóle el caldero lleno de gansos y de gallinas, y, asiendo de una,
|
|
comenzó a comer con mucho donaire y gana, y dijo:
|
|
|
|
-¡A la barba de las habilidades de Basilio!, que tanto vales cuanto tienes,
|
|
y tanto tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía
|
|
una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se
|
|
atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al
|
|
haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo
|
|
enalbardado. Así que vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas
|
|
son abundantes espumas gansos y gallinas, liebres y conejos; y de las de
|
|
Basilio serán, si viene a mano, y aunque no venga sino al pie, aguachirle.
|
|
|
|
-¿Has acabado tu arenga, Sancho? -dijo don Quijote.
|
|
|
|
-Habréla acabado -respondió Sancho-, porque veo que vuestra merced recibe
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pesadumbre con ella; que si esto no se pusiera de por medio, obra había
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cortada para tres días.
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-Plega a Dios, Sancho -replicó don Quijote-, que yo te vea mudo antes que
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me muera.
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-Al paso que llevamos -respondió Sancho-, antes que vuestra merced se muera
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estaré yo mascando barro, y entonces podrá ser que esté tan mudo que no
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hable palabra hasta la fin del mundo, o, por lo menos, hasta el día del
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Juicio.
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-Aunque eso así suceda, ¡oh Sancho! -respondió don Quijote-, nunca llegará
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tu silencio a do ha llegado lo que has hablado, hablas y tienes de hablar
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en tu vida; y más, que está muy puesto en razón natural que primero llegue
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el día de mi muerte que el de la tuya; y así, jamás pienso verte mudo, ni
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aun cuando estés bebiendo o durmiendo, que es lo que puedo encarecer.
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-A buena fe, señor -respondió Sancho-, que no hay que fiar en la
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descarnada, digo, en la muerte, la cual también come cordero como carnero;
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y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de
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los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene esta señora más de
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poder que de melindre: no es nada asquerosa, de todo come y a todo hace, y
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de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es
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segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta así la
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seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle y traga
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cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta;
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y, aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y sedienta de
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beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua
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fría.
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-No más, Sancho -dijo a este punto don Quijote-. Tente en buenas, y no te
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dejes caer; que en verdad que lo que has dicho de la muerte por tus
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rústicos términos es lo que pudiera decir un buen predicador. Dígote,
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Sancho que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar un
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púlpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas...
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-Bien predica quien bien vive -respondió Sancho-, y yo no sé otras
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tologías.
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-Ni las has menester -dijo don Quijote-; pero yo no acabo de entender ni
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alcanzar cómo, siendo el principio de la sabiduría el temor de Dios, tú,
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que temes más a un lagarto que a Él, sabes tanto.
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-Juzgue vuesa merced, señor, de sus caballerías -respondió Sancho-, y no se
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meta en juzgar de los temores o valentías ajenas, que tan gentil temeroso
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soy yo de Dios como cada hijo de vecino; y déjeme vuestra merced despabilar
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esta espuma, que lo demás todas son palabras ociosas, de que nos han de
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pedir cuenta en la otra vida.
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Y, diciendo esto, comenzó de nuevo a dar asalto a su caldero, con tan
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buenos alientos que despertó los de don Quijote, y sin duda le ayudara, si
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no lo impidiera lo que es fuerza se diga adelante.
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Capítulo XXI. Donde se prosiguen las bodas de Camacho, con otros gustosos
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sucesos
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Cuando estaban don Quijote y Sancho en las razones referidas en el capítulo
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antecedente, se oyeron grandes voces y gran ruido, y dábanlas y causábanle
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los de las yeguas, que con larga carrera y grita iban a recebir a los
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novios, que, rodeados de mil géneros de instrumentos y de invenciones,
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venían acompañados del cura, y de la parentela de entrambos, y de toda la
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gente más lucida de los lugares circunvecinos, todos vestidos de fiesta. Y
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como Sancho vio a la novia, dijo:
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-A buena fe que no viene vestida de labradora, sino de garrida palaciega.
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¡Pardiez, que según diviso, que las patenas que había de traer son ricos
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corales, y la palmilla verde de Cuenca es terciopelo de treinta pelos! ¡Y
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montas que la guarnición es de tiras de lienzo, blanca!, ¡voto a mí que es
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de raso!; pues, ¡tomadme las manos, adornadas con sortijas de azabache!: no
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medre yo si no son anillos de oro, y muy de oro, y empedrados con pelras
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blancas como una cuajada, que cada una debe de valer un ojo de la cara. ¡Oh
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hideputa, y qué cabellos; que, si no son postizos, no los he visto mas
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luengos ni más rubios en toda mi vida! ¡No, sino ponedla tacha en el brío y
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en el talle, y no la comparéis a una palma que se mueve cargada de racimos
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de dátiles, que lo mesmo parecen los dijes que trae pendientes de los
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cabellos y de la garganta! Juro en mi ánima que ella es una chapada moza, y
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que puede pasar por los bancos de Flandes.
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Rióse don Quijote de las rústicas alabanzas de Sancho Panza; parecióle que,
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fuera de su señora Dulcinea del Toboso, no había visto mujer más hermosa
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jamás. Venía la hermosa Quiteria algo descolorida, y debía de ser de la
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mala noche que siempre pasan las novias en componerse para el día venidero
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de sus bodas. Íbanse acercando a un teatro que a un lado del prado estaba,
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adornado de alfombras y ramos, adonde se habían de hacer los desposorios, y
|
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de donde habían de mirar las danzas y las invenciones; y, a la sazón que
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llegaban al puesto, oyeron a sus espaldas grandes voces, y una que decía:
|
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-Esperaos un poco, gente tan inconsiderada como presurosa.
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A cuyas voces y palabras todos volvieron la cabeza, y vieron que las daba
|
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un hombre vestido, al parecer, de un sayo negro, jironado de carmesí a
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llamas. Venía coronado -como se vio luego- con una corona de funesto
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ciprés; en las manos traía un bastón grande. En llegando más cerca, fue
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|
conocido de todos por el gallardo Basilio, y todos estuvieron suspensos,
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esperando en qué habían de parar sus voces y sus palabras, temiendo algún
|
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mal suceso de su venida en sazón semejante.
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Llegó, en fin, cansado y sin aliento, y, puesto delante de los desposados,
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hincando el bastón en el suelo, que tenía el cuento de una punta de acero,
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|
mudada la color, puestos los ojos en Quiteria, con voz tremente y ronca,
|
|
estas razones dijo:
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-Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que
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|
profesamos, que viviendo yo, tú no puedes tomar esposo; y juntamente no
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|
ignoras que, por esperar yo que el tiempo y mi diligencia mejorasen los
|
|
bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar el decoro que a tu
|
|
honra convenía; pero tú, echando a las espaldas todas las obligaciones que
|
|
debes a mi buen deseo, quieres hacer señor de lo que es mío a otro, cuyas
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|
riquezas le sirven no sólo de buena fortuna, sino de bonísima ventura. Y
|
|
para que la tenga colmada, y no como yo pienso que la merece, sino como se
|
|
la quieren dar los cielos, yo, por mis manos, desharé el imposible o el
|
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inconveniente que puede estorbársela, quitándome a mí de por medio. ¡Viva,
|
|
viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y
|
|
muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas de su dicha y le
|
|
puso en la sepultura!
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|
Y, diciendo esto, asió del bastón que tenía hincado en el suelo, y,
|
|
quedándose la mitad dél en la tierra, mostró que servía de vaina a un
|
|
mediano estoque que en él se ocultaba; y, puesta la que se podía llamar
|
|
empuñadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propósito se
|
|
arrojó sobre él, y en un punto mostró la punta sangrienta a las espaldas,
|
|
con la mitad del acerada cuchilla, quedando el triste bañado en su sangre y
|
|
tendido en el suelo, de sus mismas armas traspasado.
|
|
|
|
Acudieron luego sus amigos a favorecerle, condolidos de su miseria y
|
|
lastimosa desgracia; y, dejando don Quijote a Rocinante, acudió a
|
|
favorecerle y le tomó en sus brazos, y halló que aún no había espirado.
|
|
Quisiéronle sacar el estoque, pero el cura, que estaba presente, fue de
|
|
parecer que no se le sacasen antes de confesarle, porque el sacársele y el
|
|
espirar sería todo a un tiempo. Pero, volviendo un poco en sí Basilio, con
|
|
voz doliente y desmayada dijo:
|
|
|
|
-Si quisieses, cruel Quiteria, darme en este último y forzoso trance la
|
|
mano de esposa, aún pensaría que mi temeridad tendría desculpa, pues en
|
|
ella alcancé el bien de ser tuyo.
|
|
|
|
El cura, oyendo lo cual, le dijo que atendiese a la salud del alma antes
|
|
que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdón de
|
|
sus pecados y de su desesperada determinación. A lo cual replicó Basilio
|
|
que en ninguna manera se confesaría si primero Quiteria no le daba la mano
|
|
de ser su esposa: que aquel contento le adobaría la voluntad y le daría
|
|
aliento para confesarse.
|
|
|
|
En oyendo don Quijote la petición del herido, en altas voces dijo que
|
|
Basilio pedía una cosa muy justa y puesta en razón, y además, muy hacedera,
|
|
y que el señor Camacho quedaría tan honrado recibiendo a la señora Quiteria
|
|
viuda del valeroso Basilio como si la recibiera del lado de su padre:
|
|
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|
-Aquí no ha de haber más de un sí, que no tenga otro efecto que el
|
|
pronunciarle, pues el tálamo de estas bodas ha de ser la sepultura.
|
|
|
|
Todo lo oía Camacho, y todo le tenía suspenso y confuso, sin saber qué
|
|
hacer ni qué decir; pero las voces de los amigos de Basilio fueron tantas,
|
|
pidiéndole que consintiese que Quiteria le diese la mano de esposa, porque
|
|
su alma no se perdiese, partiendo desesperado desta vida, que le movieron,
|
|
y aun forzaron, a decir que si Quiteria quería dársela, que él se
|
|
contentaba, pues todo era dilatar por un momento el cumplimiento de sus
|
|
deseos.
|
|
|
|
Luego acudieron todos a Quiteria, y unos con ruegos, y otros con lágrimas,
|
|
y otros con eficaces razones, la persuadían que diese la mano al pobre
|
|
Basilio; y ella, más dura que un mármol y más sesga que una estatua,
|
|
mostraba que ni sabía ni podía, ni quería responder palabra; ni la
|
|
respondiera si el cura no la dijera que se determinase presto en lo que
|
|
había de hacer, porque tenía Basilio ya el alma en los dientes, y no daba
|
|
lugar a esperar inresolutas determinaciones.
|
|
|
|
Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al
|
|
parecer triste y pesarosa, llegó donde Basilio estaba, ya los ojos vueltos,
|
|
el aliento corto y apresurado, murmurando entre los dientes el nombre de
|
|
Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y no como cristiano. Llegó,
|
|
en fin, Quiteria, y, puesta de rodillas, le pidió la mano por señas, y no
|
|
por palabras. Desencajó los ojos Basilio, y, mirándola atentamente, le
|
|
dijo:
|
|
|
|
-¡Oh Quiteria, que has venido a ser piadosa a tiempo cuando tu piedad ha de
|
|
servir de cuchillo que me acabe de quitar la vida, pues ya no tengo fuerzas
|
|
para llevar la gloria que me das en escogerme por tuyo, ni para suspender
|
|
el dolor que tan apriesa me va cubriendo los ojos con la espantosa sombra
|
|
de la muerte! Lo que te suplico es, ¡oh fatal estrella mía!, que la mano
|
|
que me pides y quieres darme no sea por cumplimiento, ni para engañarme de
|
|
nuevo, sino que confieses y digas que, sin hacer fuerza a tu voluntad, me
|
|
la entregas y me la das como a tu legítimo esposo; pues no es razón que en
|
|
un trance como éste me engañes, ni uses de fingimientos con quien tantas
|
|
verdades ha tratado contigo.
|
|
|
|
Entre estas razones, se desmayaba, de modo que todos los presentes pensaban
|
|
que cada desmayo se había de llevar el alma consigo. Quiteria, toda honesta
|
|
y toda vergonzosa, asiendo con su derecha mano la de Basilio, le dijo:
|
|
|
|
-Ninguna fuerza fuera bastante a torcer mi voluntad; y así, con la más
|
|
libre que tengo te doy la mano de legítima esposa, y recibo la tuya, si es
|
|
que me la das de tu libre albedrío, sin que la turbe ni contraste la
|
|
calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto.
|
|
|
|
-Sí doy -respondió Basilio-, no turbado ni confuso, sino con el claro
|
|
entendimiento que el cielo quiso darme; y así, me doy y me entrego por tu
|
|
esposo.
|
|
|
|
-Y yo por tu esposa -respondió Quiteria-, ahora vivas largos años, ahora te
|
|
lleven de mis brazos a la sepultura.
|
|
|
|
-Para estar tan herido este mancebo -dijo a este punto Sancho Panza-, mucho
|
|
habla; háganle que se deje de requiebros y que atienda a su alma, que, a mi
|
|
parecer, más la tiene en la lengua que en los dientes.
|
|
|
|
Estando, pues, asidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura, tierno y
|
|
lloroso, los echó la bendición y pidió al cielo diese buen poso al alma del
|
|
nuevo desposado; el cual, así como recibió la bendición, con presta
|
|
ligereza se levantó en pie, y con no vista desenvoltura se sacó el estoque,
|
|
a quien servía de vaina su cuerpo.
|
|
|
|
Quedaron todos los circunstantes admirados, y algunos dellos, más simples
|
|
que curiosos, en altas voces, comenzaron a decir:
|
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|
|
-¡Milagro, milagro!
|
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|
|
Pero Basilio replicó:
|
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|
|
-¡No "milagro, milagro", sino industria, industria!
|
|
|
|
El cura, desatentado y atónito, acudió con ambas manos a tentar la herida,
|
|
y halló que la cuchilla había pasado, no por la carne y costillas de
|
|
Basilio, sino por un cañón hueco de hierro que, lleno de sangre, en aquel
|
|
lugar bien acomodado tenía; preparada la sangre, según después se supo, de
|
|
modo que no se helase.
|
|
|
|
Finalmente, el cura y Camacho, con todos los más circunstantes, se tuvieron
|
|
por burlados y escarnidos. La esposa no dio muestras de pesarle de la
|
|
burla; antes, oyendo decir que aquel casamiento, por haber sido engañoso,
|
|
no había de ser valedero, dijo que ella le confirmaba de nuevo; de lo cual
|
|
coligieron todos que de consentimiento y sabiduría de los dos se había
|
|
trazado aquel caso, de lo que quedó Camacho y sus valedores tan corridos
|
|
que remitieron su venganza a las manos, y, desenvainando muchas espadas,
|
|
arremetieron a Basilio, en cuyo favor en un instante se desenvainaron casi
|
|
otras tantas. Y, tomando la delantera a caballo don Quijote, con la lanza
|
|
sobre el brazo y bien cubierto de su escudo, se hacía dar lugar de todos.
|
|
Sancho, a quien jamás pluguieron ni solazaron semejantes fechurías, se
|
|
acogió a las tinajas, donde había sacado su agradable espuma, pareciéndole
|
|
aquel lugar como sagrado, que había de ser tenido en respeto. Don Quijote,
|
|
a grandes voces, decía:
|
|
|
|
-Teneos, señores, teneos, que no es razón toméis venganza de los agravios
|
|
que el amor nos hace; y advertid que el amor y la guerra son una misma
|
|
cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides
|
|
y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias
|
|
amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas que se hacen para
|
|
conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la
|
|
cosa amada. Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y
|
|
favorable disposición de los cielos. Camacho es rico, y podrá comprar su
|
|
gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene más desta oveja, y no
|
|
se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea; que a los dos que Dios
|
|
junta no podrá separar el hombre; y el que lo intentare, primero ha de
|
|
pasar por la punta desta lanza.
|
|
|
|
Y, en esto, la blandió tan fuerte y tan diestramente, que puso pavor en
|
|
todos los que no le conocían, y tan intensamente se fijó en la imaginación
|
|
de Camacho el desdén de Quiteria, que se la borró de la memoria en un
|
|
instante; y así, tuvieron lugar con él las persuasiones del cura, que era
|
|
varón prudente y bien intencionado, con las cuales quedó Camacho y los de
|
|
su parcialidad pacíficos y sosegados; en señal de lo cual volvieron las
|
|
espadas a sus lugares, culpando más a la facilidad de Quiteria que a la
|
|
industria de Basilio; haciendo discurso Camacho que si Quiteria quería bien
|
|
a Basilio doncella, también le quisiera casada, y que debía de dar gracias
|
|
al cielo, más por habérsela quitado que por habérsela dado.
|
|
|
|
Consolado, pues, y pacífico Camacho y los de su mesnada, todos los de la de
|
|
Basilio se sosegaron, y el rico Camacho, por mostrar que no sentía la
|
|
burla, ni la estimaba en nada, quiso que las fiestas pasasen adelante como
|
|
si realmente se desposara; pero no quisieron asistir a ellas Basilio ni su
|
|
esposa ni secuaces; y así, se fueron a la aldea de Basilio, que también los
|
|
pobres virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre y ampare, como
|
|
los ricos tienen quien los lisonjee y acompañe.
|
|
|
|
Llevarónse consigo a don Quijote, estimándole por hombre de valor y de pelo
|
|
en pecho. A sólo Sancho se le escureció el alma, por verse imposibilitado
|
|
de aguardar la espléndida comida y fiestas de Camacho, que duraron hasta la
|
|
noche; y así, asenderado y triste, siguió a su señor, que con la cuadrilla
|
|
de Basilio iba, y así se dejó atrás las ollas de Egipto, aunque las llevaba
|
|
en el alma, cuya ya casi consumida y acabada espuma, que en el caldero
|
|
llevaba, le representaba la gloria y la abundancia del bien que perdía; y
|
|
así, congojado y pensativo, aunque sin hambre, sin apearse del rucio,
|
|
siguió las huellas de Rocinante.
|
|
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|
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|
|
|
Capítulo XXII. Donde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de
|
|
Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el
|
|
valeroso don Quijote de la Mancha
|
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|
|
Grandes fueron y muchos los regalos que los desposados hicieron a don
|
|
Quijote, obligados de las muestras que había dado defendiendo su causa, y
|
|
al par de la valentía le graduaron la discreción, teniéndole por un Cid en
|
|
las armas y por un Cicerón en la elocuencia. El buen Sancho se refociló
|
|
tres días a costa de los novios, de los cuales se supo que no fue traza
|
|
comunicada con la hermosa Quiteria el herirse fingidamente, sino industria
|
|
de Basilio, esperando della el mesmo suceso que se había visto; bien es
|
|
verdad que confesó que había dado parte de su pensamiento a algunos de sus
|
|
amigos, para que al tiempo necesario favoreciesen su intención y abonasen
|
|
su engaño.
|
|
|
|
-No se pueden ni deben llamar engaños -dijo don Quijote- los que ponen la
|
|
mira en virtuosos fines.
|
|
|
|
Y que el de casarse los enamorados era el fin de más excelencia,
|
|
advirtiendo que el mayor contrario que el amor tiene es la hambre y la
|
|
continua necesidad, porque el amor es todo alegría, regocijo y contento, y
|
|
más cuando el amante está en posesión de la cosa amada, contra quien son
|
|
enemigos opuestos y declarados la necesidad y la pobreza; y que todo esto
|
|
decía con intención de que se dejase el señor Basilio de ejercitar las
|
|
habilidades que sabe, que, aunque le daban fama, no le daban dineros, y que
|
|
atendiese a granjear hacienda por medios lícitos e industriosos, que nunca
|
|
faltan a los prudentes y aplicados.
|
|
|
|
-El pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre, tiene prenda en
|
|
tener mujer hermosa, que, cuando se la quitan, le quitan la honra y se la
|
|
matan. La mujer hermosa y honrada, cuyo marido es pobre, merece ser
|
|
coronada con laureles y palmas de vencimiento y triunfo. La hermosura, por
|
|
sí sola, atrae las voluntades de cuantos la miran y conocen, y como a
|
|
señuelo gustoso se le abaten las águilas reales y los pájaros altaneros;
|
|
pero si a la tal hermosura se le junta la necesidad y la estrecheza,
|
|
también la embisten los cuervos, los milanos y las otras aves de rapiña; y
|
|
la que está a tantos encuentros firme bien merece llamarse corona de su
|
|
marido. Mirad, discreto Basilio -añadió don Quijote-: opinión fue de no sé
|
|
qué sabio que no había en todo el mundo sino una sola mujer buena, y daba
|
|
por consejo que cada uno pensase y creyese que aquella sola buena era la
|
|
suya, y así viviría contento. Yo no soy casado, ni hasta agora me ha venido
|
|
en pensamiento serlo; y, con todo esto, me atrevería a dar consejo al que
|
|
me lo pidiese del modo que había de buscar la mujer con quien se quisiese
|
|
casar. Lo primero, le aconsejaría que mirase más a la fama que a la
|
|
hacienda, porque la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con ser
|
|
buena, sino con parecerlo; que mucho más dañan a las honras de las mujeres
|
|
las desenvolturas y libertades públicas que las maldades secretas. Si traes
|
|
buena mujer a tu casa, fácil cosa sería conservarla, y aun mejorarla, en
|
|
aquella bondad; pero si la traes mala, en trabajo te pondrá el enmendarla:
|
|
que no es muy hacedero pasar de un estremo a otro. Yo no digo que sea
|
|
imposible, pero téngolo por dificultoso.
|
|
|
|
Oía todo esto Sancho, y dijo entre sí:
|
|
|
|
-Este mi amo, cuando yo hablo cosas de meollo y de sustancia suele decir
|
|
que podría yo tomar un púlpito en las manos y irme por ese mundo adelante
|
|
predicando lindezas; y yo digo dél que cuando comienza a enhilar sentencias
|
|
y a dar consejos, no sólo puede tomar púlpito en las manos, sino dos en
|
|
cada dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué quieres boca? ¡Válate el diablo
|
|
por caballero andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba en mi ánima que
|
|
sólo podía saber aquello que tocaba a sus caballerías, pero no hay cosa
|
|
donde no pique y deje de meter su cucharada.
|
|
|
|
Murmuraba esto algo Sancho, y entreoyóle su señor, y preguntóle:
|
|
|
|
-¿Qué murmuras, Sancho?
|
|
|
|
-No digo nada, ni murmuro de nada -respondió Sancho-; sólo estaba diciendo
|
|
entre mí que quisiera haber oído lo que vuesa merced aquí ha dicho antes
|
|
que me casara, que quizá dijera yo agora: "El buey suelto bien se lame".
|
|
|
|
-¿Tan mala es tu Teresa, Sancho? -dijo don Quijote.
|
|
|
|
-No es muy mala -respondió Sancho-, pero no es muy buena; a lo menos, no es
|
|
tan buena como yo quisiera.
|
|
|
|
-Mal haces, Sancho -dijo don Quijote-, en decir mal de tu mujer, que, en
|
|
efecto, es madre de tus hijos.
|
|
|
|
-No nos debemos nada -respondió Sancho-, que también ella dice mal de mí
|
|
cuando se le antoja, especialmente cuando está celosa, que entonces súfrala
|
|
el mesmo Satanás.
|
|
|
|
Finalmente, tres días estuvieron con los novios, donde fueron regalados y
|
|
servidos como cuerpos de rey. Pidió don Quijote al diestro licenciado le
|
|
diese una guía que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenía
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gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las
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maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos. El
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licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy
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aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le
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pondría a la boca de la mesma cueva, y le enseñaría las lagunas de Ruidera,
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famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España; y díjole que
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llevaría con él gustoso entretenimiento, a causa que era mozo que sabía
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hacer libros para imprimir y para dirigirlos a príncipes. Finalmente, el
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primo vino con una pollina preñada, cuya albarda cubría un gayado tapete o
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arpillera. Ensilló Sancho a Rocinante y aderezó al rucio, proveyó sus
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alforjas, a las cuales acompañaron las del primo, asimismo bien proveídas,
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y, encomendándose a Dios y despediéndose de todos, se pusieron en camino,
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tomando la derrota de la famosa cueva de Montesinos.
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En el camino preguntó don Quijote al primo de qué género y calidad eran sus
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ejercicios, su profesión y estudios; a lo que él respondió que su
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profesión era ser humanista; sus ejercicios y estudios, componer libros
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para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entretenimiento
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para la república; que el uno se intitulaba el de las libreas, donde pinta
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setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras, de donde
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podían sacar y tomar las que quisiesen en tiempo de fiestas y regocijos los
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caballeros cortesanos, sin andarlas mendigando de nadie, ni lambicando,
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como dicen, el cerbelo, por sacarlas conformes a sus deseos e intenciones.
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-Porque doy al celoso, al desdeñado, al olvidado y al ausente las que les
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convienen, que les vendrán más justas que pecadoras. Otro libro tengo
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también, a quien he de llamar Metamorfóseos, o Ovidio español, de invención
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nueva y rara; porque en él, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién
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fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Madalena, quién el Caño de
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Vecinguerra, de Córdoba, quiénes los Toros de Guisando, la Sierra Morena,
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las fuentes de Leganitos y Lavapiés, en Madrid, no olvidándome de la del
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Piojo, de la del Caño Dorado y de la Priora; y esto, con sus alegorías,
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metáforas y translaciones, de modo que alegran, suspenden y enseñan a un
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mismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro,
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que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y
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estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran
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sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a
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Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo,
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y el primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo
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declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco
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autores: porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser útil
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el tal libro a todo el mundo.
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Sancho, que había estado muy atento a la narración del primo, le dijo:
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-Dígame, señor, así Dios le dé buena manderecha en la impresión de sus
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libros: ¿sabríame decir, que sí sabrá, pues todo lo sabe, quién fue el
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primero que se rascó en la cabeza, que yo para mí tengo que debió de ser
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nuestro padre Adán?
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-Sí sería -respondió el primo-, porque Adán no hay duda sino que tuvo
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cabeza y cabellos; y, siendo esto así, y siendo el primer hombre del mundo,
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alguna vez se rascaría.
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-Así lo creo yo -respondió Sancho-; pero dígame ahora: ¿quién fue el primer
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volteador del mundo?
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-En verdad, hermano -respondió el primo-, que no me sabré determinar por
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ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiaré, en volviendo adonde tengo mis
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libros, y yo os satisfaré cuando otra vez nos veamos, que no ha de ser ésta
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la postrera.
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-Pues mire, señor -replicó Sancho-, no tome trabajo en esto, que ahora he
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caído en la cuenta de lo que le he preguntado. Sepa que el primer volteador
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del mundo fue Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del cielo, que vino
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volteando hasta los abismos.
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-Tienes razón, amigo -dijo el primo.
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Y dijo don Quijote:
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-Esa pregunta y respuesta no es tuya, Sancho: a alguno las has oído decir.
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-Calle, señor -replicó Sancho-, que a buena fe que si me doy a preguntar y
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a responder, que no acabe de aquí a mañana. Sí, que para preguntar
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necedades y responder disparates no he menester yo andar buscando ayuda de
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vecinos.
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-Más has dicho, Sancho, de lo que sabes -dijo don Quijote-; que hay algunos
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que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas y
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averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria.
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En estas y otras gustosas pláticas se les pasó aquel día, y a la noche se
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albergaron en una pequeña aldea, adonde el primo dijo a don Quijote que
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desde allí a la cueva de Montesinos no había más de dos leguas, y que si
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llevaba determinado de entrar en ella, era menester proverse de sogas, para
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atarse y descolgarse en su profundidad.
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Don Quijote dijo que, aunque llegase al abismo, había de ver dónde paraba;
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y así, compraron casi cien brazas de soga, y otro día, a las dos de la
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tarde, llegaron a la cueva, cuya boca es espaciosa y ancha, pero llena de
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cambroneras y cabrahígos, de zarzas y malezas, tan espesas y intricadas,
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que de todo en todo la ciegan y encubren. En viéndola, se apearon el primo,
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Sancho y don Quijote, al cual los dos le ataron luego fortísimamente con
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las sogas; y, en tanto que le fajaban y ceñían, le dijo Sancho:
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-Mire vuestra merced, señor mío, lo que hace: no se quiera sepultar en
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vida, ni se ponga adonde parezca frasco que le ponen a enfriar en algún
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pozo. Sí, que a vuestra merced no le toca ni atañe ser el escudriñador
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desta que debe de ser peor que mazmorra.
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-Ata y calla -respondió don Quijote-, que tal empresa como aquésta, Sancho
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amigo, para mí estaba guardada.
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Y entonces dijo la guía:
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-Suplico a vuesa merced, señor don Quijote, que mire bien y especule con
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cien ojos lo que hay allá dentro: quizá habrá cosas que las ponga yo en el
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libro de mis Transformaciones.
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-En manos está el pandero que le sabrá bien tañer -respondió Sancho Panza.
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Dicho esto y acabada la ligadura de don Quijote -que no fue sobre el arnés,
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sino sobre el jubón de armar-, dijo don Quijote:
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-Inadvertidos hemos andado en no habernos proveído de algún esquilón
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pequeño, que fuera atado junto a mí en esta mesma soga, con cuyo sonido se
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entendiera que todavía bajaba y estaba vivo; pero, pues ya no es posible, a
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la mano de Dios, que me guíe.
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Y luego se hincó de rodillas y hizo una oración en voz baja al cielo,
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pidiendo a Dios le ayudase y le diese buen suceso en aquella, al parecer,
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peligrosa y nueva aventura, y en voz alta dijo luego:
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-¡Oh señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del
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Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones
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deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches,
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que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo, ahora que
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tanto le he menester. Yo voy a despeñarme, a empozarme y a hundirme en el
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abismo que aquí se me representa, sólo porque conozca el mundo que si tú me
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favoreces, no habrá imposible a quien yo no acometa y acabe.
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Y, en diciendo esto, se acercó a la sima; vio no ser posible descolgarse,
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ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas,
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y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y a cortar de aquellas
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malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo
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salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan
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espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él
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fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y
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escusara de encerrarse en lugar semejante.
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Finalmente se levantó, y, viendo que no salían más cuervos ni otras aves
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noturnas, como fueron murciélagos, que asimismo entre los cuervos salieron,
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dándole soga el primo y Sancho, se dejó calar al fondo de la caverna
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espantosa; y, al entrar, echándole Sancho su bendición y haciendo sobre él
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mil cruces, dijo:
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-¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor,
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nata y espuma de los caballeros andantes! ¡Allá vas, valentón del mundo,
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corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te guíe, otra vez, y te vuelva
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libre, sano y sin cautela a la luz desta vida, que dejas por enterrarte en
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esta escuridad que buscas!
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Casi las mismas plegarias y deprecaciones hizo el primo.
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Iba don Quijote dando voces que le diesen soga y más soga, y ellos se la
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daban poco a poco; y cuando las voces, que acanaladas por la cueva salían,
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dejaron de oírse, ya ellos tenían descolgadas las cien brazas de soga, y
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fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podían dar
|
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más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual
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espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno,
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señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro; y,
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creyéndolo así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por
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desengañarse, pero, llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta
|
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brazas, sintieron peso, de que en estremo se alegraron. Finalmente, a las
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diez vieron distintamente a don Quijote, a quien dio voces Sancho,
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diciéndole:
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-Sea vuestra merced muy bien vuelto, señor mío, que ya pensábamos que se
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quedaba allá para casta.
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Pero no respondía palabra don Quijote; y, sacándole del todo, vieron que
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traía cerrados los ojos, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el
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suelo y desliáronle, y con todo esto no despertaba; pero tanto le volvieron
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y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un buen espacio volvió
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en sí, desperezándose, bien como si de algún grave y profundo sueño
|
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despertara; y, mirando a una y otra parte, como espantado, dijo:
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-Dios os lo perdone, amigos; que me habéis quitado de la más sabrosa y
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agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto,
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ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra
|
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y sueño, o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh desdichado Montesinos!
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¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana, y
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vosotras sin dicha ijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que
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lloraron vuestros hermosos ojos!
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Escuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decía
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como si con dolor inmenso las sacara de las entrañas. Suplicáronle les
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diese a entender lo que decía, y les dijese lo que en aquel infierno había
|
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visto.
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-¿Infierno le llamáis? -dijo don Quijote-; pues no le llaméis ansí, porque
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no lo merece, como luego veréis.
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Pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre. Tendieron
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la arpillera del primo sobre la verde yerba, acudieron a la despensa de sus
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alforjas, y, sentados todos tres en buen amor y compaña, merendaron y
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cenaron, todo junto. Levantada la arpillera, dijo don Quijote de la Mancha:
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-No se levante nadie, y estadme, hijos, todos atentos.
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Capítulo XXIII. De las admirables cosas que el estremado don Quijote contó
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que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y
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grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa
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Las cuatro de la tarde serían cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz
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escasa y templados rayos, dio lugar a don Quijote para que, sin calor y
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pesadumbre, contase a sus dos clarísimos oyentes lo que en la cueva de
|
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Montesinos había visto. Y comenzó en el modo siguiente:
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-A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra, a la
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derecha mano, se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella
|
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un gran carro con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por unos resquicios o
|
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agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra.
|
|
Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohíno de
|
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verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región
|
|
abajo, sin llevar cierto ni determinado camino; y así, determiné entrarme
|
|
en ella y descansar un poco. Di voces, pidiéndoos que no descolgásedes más
|
|
soga hasta que yo os lo dijese, pero no debistes de oírme. Fui recogiendo
|
|
la soga que enviábades, y, haciendo della una rosca o rimero, me senté
|
|
sobre él, pensativo además, considerando lo que hacer debía para calar al
|
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fondo, no teniendo quién me sustentase; y, estando en este pensamiento y
|
|
confusión, de repente y sin procurarlo, me salteó un sueño profundísimo; y,
|
|
cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé
|
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en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la
|
|
naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los
|
|
ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto;
|
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con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo
|
|
mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el
|
|
tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me
|
|
certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme
|
|
luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y
|
|
paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual
|
|
abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacía mí se venía
|
|
un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el
|
|
suelo le arrastraba: ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial,
|
|
de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba,
|
|
canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario
|
|
de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo
|
|
como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la
|
|
anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y
|
|
admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente,
|
|
y luego decirme: ''Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la
|
|
Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte,
|
|
para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva
|
|
por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada
|
|
para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo stupendo. Ven
|
|
conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este
|
|
transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor
|
|
perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre''.
|
|
Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que
|
|
en el mundo de acá arriba se contaba: que él había sacado de la mitad del
|
|
pecho, con una pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y
|
|
llevádole a la Señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte.
|
|
Respondióme que en todo decían verdad, sino en la daga, porque no fue daga,
|
|
ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.
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|
-Debía de ser -dijo a este punto Sancho- el tal puñal de Ramón de Hoces, el
|
|
sevillano.
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-No sé -prosiguió don Quijote-, pero no sería dese puñalero, porque Ramón
|
|
de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha
|
|
muchos años; y esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera
|
|
la verdad y contesto de la historia.
|
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-Así es -respondió el primo-; prosiga vuestra merced, señor don Quijote,
|
|
que le escucho con el mayor gusto del mundo.
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|
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-No con menor lo cuento yo -respondió don Quijote-; y así, digo que el
|
|
venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala
|
|
baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de
|
|
mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero
|
|
tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho,
|
|
como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros
|
|
huesos. Tenía la mano derecha (que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa,
|
|
señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón,
|
|
y, antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso mirando al del
|
|
sepulcro, me dijo: ''Éste es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los
|
|
caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiénele aquí encantado,
|
|
como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés
|
|
encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no
|
|
fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo.
|
|
El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los
|
|
tiempos, que no están muy lejos, según imagino. Lo que a mí me admira es
|
|
que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su
|
|
vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis
|
|
propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque, según los
|
|
naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que
|
|
le tiene pequeño. Pues siendo esto así, y que realmente murió este
|
|
caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en cuando, como si
|
|
estuviese vivo?'' Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran voz,
|
|
dijo:
|
|
|
|
''¡Oh, mi primo Montesinos!
|
|
Lo postrero que os rogaba,
|
|
que cuando yo fuere muerto,
|
|
y mi ánima arrancada,
|
|
que llevéis mi corazón
|
|
adonde Belerma estaba,
|
|
sacándomele del pecho,
|
|
ya con puñal, ya con daga.''
|
|
|
|
Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se puso de rodillas ante el
|
|
lastimado caballero, y, con lágrimas en los ojos, le dijo: ''Ya, señor
|
|
Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandastes en el aciago
|
|
día de nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que
|
|
os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de
|
|
puntas; yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto
|
|
en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a
|
|
lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían, de haberos
|
|
andado en las entrañas; y, por más señas, primo de mi alma, en el primero
|
|
lugar que topé, saliendo de Roncesvalles, eché un poco de sal en vuestro
|
|
corazón, porque no oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado,
|
|
a la presencia de la señora Belerma; la cual, con vos, y conmigo, y con
|
|
Guadiana, vuestro escudero, y con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos
|
|
sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí
|
|
encantados el sabio Merlín ha muchos años; y, aunque pasan de quinientos,
|
|
no se ha muerto ninguno de nosotros: solamente faltan Ruidera y sus hijas y
|
|
sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín
|
|
dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de
|
|
los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de
|
|
Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los
|
|
caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana,
|
|
vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un
|
|
río llamado de su mesmo nombre; el cual, cuando llegó a la superficie de la
|
|
tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver
|
|
que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no
|
|
es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale
|
|
y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus
|
|
aguas las referidas lagunas, con las cuales y con otras muchas que se
|
|
llegan, entra pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por
|
|
dondequiera que va muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de
|
|
criar en sus aguas peces regalados y de estima, sino burdos y desabridos,
|
|
bien diferentes de los del Tajo dorado; y esto que agora os digo, ¡oh primo
|
|
mío!, os lo he dicho muchas veces; y, como no me respondéis, imagino que no
|
|
me dais crédito, o no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo
|
|
sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de
|
|
alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que
|
|
tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel gran
|
|
caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel
|
|
don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en
|
|
los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante
|
|
caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos
|
|
desencantados; que las grandes hazañas para los grandes hombres están
|
|
guardadas''. ''Y cuando así no sea -respondió el lastimado Durandarte con
|
|
voz desmayada y baja-, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y
|
|
barajar''. Y, volviéndose de lado, tornó a su acostumbrado silencio, sin
|
|
hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos,
|
|
acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volví la cabeza, y
|
|
vi por las paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesión de dos
|
|
hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes
|
|
blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras
|
|
venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro,
|
|
con tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban la tierra. Su turbante
|
|
era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta y la
|
|
nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes,
|
|
que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque
|
|
eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un lienzo
|
|
delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia,
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según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos como toda aquella gente de
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la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus
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dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre
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el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas
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cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor
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decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su
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primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la
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fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento
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pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza.
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''Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil,
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ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le
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tiene ni asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazón por el
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que de contino tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la
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desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera, apenas la
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igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan
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celebrada en todos estos contornos, y aun en todo el mundo''. ''¡Cepos
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quedos! -dije yo entonces-, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su
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historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa, y así, no
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hay para qué comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso es
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quien es, y la señora doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y quédese
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aquí''. A lo que él me respondió: ''Señor don Quijote, perdóneme vuesa
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merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas
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igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mí haber
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entendido, por no sé qué barruntos, que vuesa merced es su caballero, para
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que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo''.
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Con esta satisfación que me dio el gran Montesinos se quietó mi corazón del
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sobresalto que recebí en oír que a mi señora la comparaban con Belerma.
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-Y aun me maravillo yo -dijo Sancho- de cómo vuestra merced no se subió
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sobre el vejote, y le molió a coces todos los huesos, y le peló las barbas,
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sin dejarle pelo en ellas.
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-No, Sancho amigo -respondió don Quijote-, no me estaba a mí bien hacer
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eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque
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no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados;
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yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y
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respuestas que entre los dos pasamos.
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A esta sazón dijo el primo:
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-Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de
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tiempo como ha que está allá bajo, haya visto tantas cosas y hablado y
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respondido tanto.
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-¿Cuánto ha que bajé? -preguntó don Quijote.
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-Poco más de una hora -respondió Sancho.
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-Eso no puede ser -replicó don Quijote-, porque allá me anocheció y
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amaneció, y tornó a anochecer y amanecer tres veces; de modo que, a mi
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cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la
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vista nuestra.
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-Verdad debe de decir mi señor -dijo Sancho-, que, como todas las cosas que
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le han sucedido son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un
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hora, debe de parecer allá tres días con sus noches.
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-Así será -respondió don Quijote.
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-Y ¿ha comido vuestra merced en todo este tiempo, señor mío? -preguntó el
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primo.
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-No me he desayunado de bocado -respondió don Quijote-, ni aun he tenido
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hambre, ni por pensamiento.
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-Y los encantados, ¿comen? -dijo el primo.
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-No comen -respondió don Quijote-, ni tienen escrementos mayores; aunque es
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opinión que les crecen las uñas, las barbas y los cabellos.
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-¿Y duermen, por ventura, los encantados, señor? -preguntó Sancho.
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-No, por cierto -respondió don Quijote-; a lo menos, en estos tres días que
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yo he estado con ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni yo tampoco.
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-Aquí encaja bien el refrán -dijo Sancho- de dime con quién andas, decirte
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he quién eres: ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes,
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mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere. Pero
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perdóneme vuestra merced, señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí ha
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dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna.
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-¿Cómo no? -dijo el primo-, pues ¿había de mentir el señor don Quijote,
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que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto
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millón de mentiras?
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-Yo no creo que mi señor miente -respondió Sancho.
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-Si no, ¿qué crees? -le preguntó don Quijote.
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-Creo -respondió Sancho- que aquel Merlín, o aquellos encantadores que
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encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y
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comunicado allá bajo, le encajaron en el magín o la memoria toda esa
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máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda.
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-Todo eso pudiera ser, Sancho -replicó don Quijote-, pero no es así, porque
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lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas
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manos. Pero, ¿qué dirás cuando te diga yo ahora cómo, entre otras infinitas
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cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus
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tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser
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todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos
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campos iban saltando y brincando como cabras; y, apenas las hube visto,
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cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos
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aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hablamos a la salida
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del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía, respondióme que no, pero
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que él imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas,
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que pocos días había que en aquellos prados habían parecido; y que no me
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maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados
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y presentes siglos, encantadas en diferentes y estrañas figuras, entre las
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cuales conocía él a la reina Ginebra y su dueña Quintañona, escanciando el
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vino a Lanzarote,
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cuando de Bretaña vino.
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Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio, o
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morirse de risa; que, como él sabía la verdad del fingido encanto de
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Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal
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testimonio, acabó de conocer indubitablemente que su señor estaba fuera de
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juicio y loco de todo punto; y así, le dijo:
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-En mala coyuntura y en peor sazón y en aciago día bajó vuestra merced,
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caro patrón mío, al otro mundo, y en mal punto se encontró con el señor
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Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba vuestra merced acá
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arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado, hablando
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sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores
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disparates que pueden imaginarse.
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-Como te conozco, Sancho -respondió don Quijote-, no hago caso de tus
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palabras.
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-Ni yo tampoco de las de vuestra merced -replicó Sancho-, siquiera me
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hiera, siquiera me mate por las que le he dicho, o por las que le pienso
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decir si en las suyas no se corrige y enmienda. Pero dígame vuestra merced,
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ahora que estamos en paz: ¿cómo o en qué conoció a la señora nuestra ama? Y
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si la habló, ¿qué dijo, y qué le respondió?
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-Conocíla -respondió don Quijote- en que trae los mesmos vestidos que traía
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cuando tú me le mostraste. Habléla, pero no me respondió palabra; antes, me
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volvió las espaldas, y se fue huyendo con tanta priesa, que no la alcanzara
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una jara. Quise seguirla, y lo hiciera, si no me aconsejara Montesinos que
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no me cansase en ello, porque sería en balde, y más porque se llegaba la
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hora donde me convenía volver a salir de la sima. Díjome asimesmo que,
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andando el tiempo, se me daría aviso cómo habían de ser desencantados él, y
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Belerma y Durandarte, con todos los que allí estaban; pero lo que más pena
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me dio, de las que allí vi y noté, fue que, estándome diciendo Montesinos
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estas razones, se llegó a mí por un lado, sin que yo la viese venir, una de
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las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea, y, llenos los ojos de
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lágrimas, con turbada y baja voz, me dijo: ''Mi señora Dulcinea del Toboso
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besa a vuestra merced las manos, y suplica a vuestra merced se la haga de
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hacerla saber cómo está; y que, por estar en una gran necesidad, asimismo
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suplica a vuestra merced, cuan encarecidamente puede, sea servido de
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prestarle sobre este faldellín que aquí traigo, de cotonía, nuevo, media
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docena de reales, o los que vuestra merced tuviere, que ella da su palabra
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de volvérselos con mucha brevedad''. Suspendióme y admiróme el tal recado,
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y, volviéndome al señor Montesinos, le pregunté: ''¿Es posible, señor
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Montesinos, que los encantados principales padecen necesidad?'' A lo que él
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me respondió: ''Créame vuestra merced, señor don Quijote de la Mancha, que
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ésta que llaman necesidad adondequiera se usa, y por todo se estiende, y a
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todos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y, pues la señora
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Dulcinea del Toboso envía a pedir esos seis reales, y la prenda es buena,
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según parece, no hay sino dárselos; que, sin duda, debe de estar puesta en
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algún grande aprieto''. ''Prenda, no la tomaré yo -le respondí-, ni menos
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le daré lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales''; los cuales
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le di (que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna
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a los pobres que topase por los caminos), y le dije: ''Decid, amiga mía, a
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vuesa señora que a mí me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera
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ser un Fúcar para remediarlos; y que le hago saber que yo no puedo ni debo
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tener salud careciendo de su agradable vista y discreta conversación, y que
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le suplico, cuan encarecidamente puedo, sea servida su merced de dejarse
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ver y tratar deste su cautivo servidor y asendereado caballero. Diréisle
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también que, cuando menos se lo piense, oirá decir como yo he hecho un
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juramento y voto, a modo de aquel que hizo el marqués de Mantua, de vengar
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a su sobrino Baldovinos, cuando le halló para espirar en mitad de la
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montiña, que fue de no comer pan a manteles, con las otras zarandajas que
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allí añadió, hasta vengarle; y así le haré yo de no sosegar, y de andar las
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siete partidas del mundo, con más puntualidad que las anduvo el infante don
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Pedro de Portugal, hasta desencantarla''. ''Todo eso, y más, debe vuestra
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merced a mi señora'', me respondió la doncella. Y, tomando los cuatro
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reales, en lugar de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se
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levantó dos varas de medir en el aire.
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-¡Oh santo Dios! -dijo a este tiempo dando una gran voz Sancho-. ¿Es
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posible que tal hay en el mundo, y que tengan en él tanta fuerza los
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encantadores y encantamentos, que hayan trocado el buen juicio de mi señor
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en una tan disparatada locura? ¡Oh señor, señor, por quien Dios es, que
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vuestra merced mire por sí y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas
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vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!
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-Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera -dijo don Quijote-; y,
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como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que
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tienen algo de dificultad te parecen imposibles; pero andará el tiempo,
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como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las que allá abajo he
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visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya verdad ni admite
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réplica ni disputa.
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Capítulo XXIV. Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como
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necesarias al verdadero entendimiento desta grande historia
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Dice el que tradujo esta grande historia del original, de la que escribió
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su primer autor Cide Hamete Benengeli, que, llegando al capítulo de la
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aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas, de
|
|
mano del mesmo Hamete, estas mismas razones:
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''No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don
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Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda
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escrito: la razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido
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contingibles y verisímiles, pero ésta desta cueva no le hallo entrada
|
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alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos
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razonables. Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más
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verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible;
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que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero
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que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no
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pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si
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esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla
|
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por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo
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que te pareciere, que yo no debo ni puedo más; puesto que se tiene por
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cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della, y dijo
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que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con
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las aventuras que había leído en sus historias''.
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Y luego prosigue, diciendo:
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Espantóse el primo, así del atrevimiento de Sancho Panza como de la
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paciencia de su amo, y juzgó que del contento que tenía de haber visto a su
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señora Dulcinea del Toboso, aunque encantada, le nacía aquella condición
|
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blanda que entonces mostraba; porque, si así no fuera, palabras y razones
|
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le dijo Sancho, que merecían molerle a palos; porque realmente le pareció
|
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que había andado atrevidillo con su señor, a quien le dijo:
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-Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada
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que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas.
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La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad.
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La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos,
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con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servirán
|
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para el Ovidio español que traigo entre manos. La tercera, entender la
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antigüedad de los naipes, que, por lo menos, ya se usaban en tiempo del
|
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emperador Carlomagno, según puede colegirse de las palabras que vuesa
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merced dice que dijo Durandarte, cuando, al cabo de aquel grande espacio
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que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo: ''Paciencia y
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barajar''; y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantado,
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sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador
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Carlomagno. Y esta averiguación me viene pintiparada para el otro libro que
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voy componiendo , que es Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención
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de las antigüedades; y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los
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naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más
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alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La
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cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana,
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hasta ahora ignorado de las gentes.
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-Vuestra merced tiene razón -dijo don Quijote-, pero querría yo saber, ya
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que Dios le haga merced de que se le dé licencia para imprimir esos sus
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libros, que lo dudo, a quién piensa dirigirlos.
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-Señores y grandes hay en España a quien puedan dirigirse -dijo el primo.
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-No muchos -respondió don Quijote-; y no porque no lo merezcan, sino que no
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quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfación que parece se debe al
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trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo que puede suplir
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la falta de los demás, con tantas ventajas que, si me atreviere a decirlas,
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quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos; pero quédese
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esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos a buscar adonde recogernos
|
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esta noche.
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-No lejos de aquí -respondió el primo- está una ermita, donde hace su
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habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está en opinión de ser
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un buen cristiano, y muy discreto y caritativo además. Junto con la ermita
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tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo,
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aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.
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-¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? -preguntó Sancho.
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-Pocos ermitaños están sin ellas -respondió don Quijote-, porque no son los
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que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían
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de hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que por
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decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al
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|
rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora;
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pero no por esto dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo por buenos los
|
|
juzgo; y, cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se
|
|
finge bueno que el público pecador.
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|
Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía un hombre a
|
|
pie, caminando apriesa, y dando varazos a un macho que venía cargado de
|
|
lanzas y de alabardas. Cuando llegó a ellos, los saludó y pasó de largo.
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Don Quijote le dijo:
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-Buen hombre, deteneos, que parece que vais con más diligencia que ese
|
|
macho ha menester.
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-No me puedo detener, señor -respondió el hombre-, porque las armas que
|
|
veis que aquí llevo han de servir mañana; y así, me es forzoso el no
|
|
detenerme, y a Dios. Pero si quisiéredes saber para qué las llevo, en la
|
|
venta que está más arriba de la ermita pienso alojar esta noche; y si es
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que hacéis este mesmo camino, allí me hallaréis, donde os contaré
|
|
maravillas. Y a Dios otra vez.
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|
Y de tal manera aguijó el macho, que no tuvo lugar don Quijote de
|
|
preguntarle qué maravillas eran las que pensaba decirles; y, como él era
|
|
algo curioso y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenó
|
|
que al momento se partiesen y fuesen a pasar la noche en la venta, sin
|
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tocar en la ermita, donde quisiera el primo que se quedaran.
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|
Hízose así, subieron a caballo, y siguieron todos tres el derecho camino de
|
|
la venta, a la cual llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a
|
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don Quijote que llegasen a ella a beber un trago. Apenas oyó esto Sancho
|
|
Panza, cuando encaminó el rucio a la ermita, y lo mismo hicieron don
|
|
Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el
|
|
ermitaño no estuviese en casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en
|
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la ermita hallaron. Pidiéronle de lo caro; respondió que su señor no lo
|
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tenía, pero que si querían agua barata, que se la daría de muy buena gana.
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-Si yo la tuviera de agua -respondió Sancho-, pozos hay en el camino,
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|
donde la hubiera satisfecho. ¡Ah bodas de Camacho y abundancia de la casa
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de don Diego, y cuántas veces os tengo de echar menos!
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Con esto, dejaron la ermita y picaron hacia la venta; y a poco trecho
|
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toparon un mancebito, que delante dellos iba caminando no con mucha priesa;
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y así, le alcanzaron. Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto
|
|
un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos; que, al parecer, debían
|
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de ser los calzones o greguescos, y herreruelo, y alguna camisa, porque
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traía puesta una ropilla de terciopelo con algunas vislumbres de raso, y la
|
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camisa, de fuera; las medias eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso
|
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de corte; la edad llegaría a diez y ocho o diez y nueve años; alegre de
|
|
rostro, y, al parecer, ágil de su persona. Iba cantando seguidillas, para
|
|
entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a él, acababa de cantar
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|
una, que el primo tomó de memoria, que dicen que decía:
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A la guerra me lleva
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mi necesidad;
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si tuviera dineros,
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no fuera, en verdad.
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El primero que le habló fue don Quijote, diciéndole:
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-Muy a la ligera camina vuesa merced, señor galán. Y ¿adónde bueno?
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|
Sepamos, si es que gusta decirlo.
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A lo que el mozo respondió:
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-El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza, y el adónde voy
|
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es a la guerra.
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-¿Cómo la pobreza? -preguntó don Quijote-; que por el calor bien puede ser.
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-Señor -replicó el mancebo-, yo llevo en este envoltorio unos greguescos de
|
|
terciopelo, compañeros desta ropilla; si los gasto en el camino, no me
|
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podré honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con qué comprar otros; y,
|
|
así por esto como por orearme, voy desta manera, hasta alcanzar unas
|
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compañías de infantería que no están doce leguas de aquí, donde asentaré mi
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plaza, y no faltarán bagajes en que caminar de allí adelante hasta el
|
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embarcadero, que dicen ha de ser en Cartagena. Y más quiero tener por amo y
|
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por señor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la corte.
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-Y ¿lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? -preguntó el primo.
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|
-Si yo hubiera servido a algún grande de España, o algún principal
|
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personaje -respondió el mozo-, a buen seguro que yo la llevara, que eso
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tiene el servir a los buenos: que del tinelo suelen salir a ser alférez o
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capitanes, o con algún buen entretenimiento; pero yo, desventurado, serví
|
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siempre a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan
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mísera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad
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della; y sería tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna
|
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siquiera razonable ventura.
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-Y dígame, por su vida, amigo -preguntó don Quijote-: ¿es posible que en
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los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea?
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-Dos me han dado -respondió el paje-; pero, así como el que se sale de
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alguna religión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven sus
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vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos, que, acabados los negocios
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a que venían a la corte, se volvían a sus casas y recogían las libreas que
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por sola ostentación habían dado.
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-Notable espilorchería, como dice el italiano -dijo don Quijote-; pero, con
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|
todo eso, tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena
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intención como lleva; porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni
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de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor
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natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se
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alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras,
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como yo tengo dicho muchas veces; que, puesto que han fundado más
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mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las
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armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en
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ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo
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en la memoria, que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es
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que, aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir, que
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el peor de todos es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es
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el morir. Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador romano,
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cuál era la mejor muerte; respondió que la impensada, la de repente y no
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prevista; y, aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del
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verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento
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humano; que, puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o
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ya de un tiro de artillería, o volado de una mina, ¿qué importa? Todo es
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morir, y acabóse la obra; y, según Terencio, más bien parece el soldado
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muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama
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el buen soldado cuanto tiene de obediencia a sus capitanes y a los que
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mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor le está el oler a
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pólvora que algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio,
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aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá
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coger sin honra, y tal, que no os la podrá menoscabar la pobreza; cuanto
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más, que ya se va dando orden cómo se entretengan y remedien los soldados
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viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen
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hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no
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pueden servir, y, echándolos de casa con título de libres, los hacen
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esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y
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por ahora no os quiero decir más, sino que subáis a las ancas deste mi
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caballo hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis
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el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen.
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El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con él en
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la venta; y, a esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí:
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-¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que hombre que sabe decir tales,
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tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los
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disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien,
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ello dirá.
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Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de
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Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por
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castillo, como solía. No hubieron bien entrado, cuando don Quijote preguntó
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al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondió
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que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus
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jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor
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lugar de la caballeriza.
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Capítulo XXV. Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del
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titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino
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No se le cocía el pan a don Quijote, como suele decirse, hasta oír y saber
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las maravillas prometidas del hombre condutor de las armas. Fuele a buscar
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donde el ventero le había dicho que estaba, y hallóle, y díjole que en todo
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caso le dijese luego lo que le había de decir después, acerca de lo que le
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había preguntado en el camino. El hombre le respondió:
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-Más despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas:
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déjeme vuestra merced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia, que
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yo le diré cosas que le admiren.
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-No quede por eso -respondió don Quijote-, que yo os ayudaré a todo.
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Y así lo hizo, ahechándole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que
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obligó al hombre a contarle con buena voluntad lo que le pedía; y,
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sentándose en un poyo y don Quijote junto a él, teniendo por senado y
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auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzó a decir
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desta manera:
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-«Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media
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desta venta sucedió que a un regidor dél, por industria y engaño de una
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muchacha criada suya, y esto es largo de contar, le faltó un asno, y,
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aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue
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posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama,- que el
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asno faltaba, cuando, estando en la plaza el regidor perdidoso, otro
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regidor del mismo pueblo le dijo: ''Dadme albricias, compadre, que vuestro
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jumento ha parecido''. ''Yo os las mando y buenas, compadre -respondió el
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otro-, pero sepamos dónde ha parecido''. ''En el monte -respondió el
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hallador-, le vi esta mañana, sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco
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que era una compasión miralle. Quísele antecoger delante de mí y traérosle,
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pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegé a él, se fue
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huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que volvamos
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los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego
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vuelvo''. ''Mucho placer me haréis -dijo el del jumento-, e yo procuraré
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pagároslo en la mesma moneda''. Con estas circunstancias todas, y de la
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mesma manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que están
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enterados en la verdad deste caso. En resolución, los dos regidores, a pie
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y mano a mano, se fueron al monte, y, llegando al lugar y sitio donde
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pensaron hallar el asno, no le hallaron, ni pareció por todos aquellos
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contornos, aunque más le buscaron. Viendo, pues, que no parecía, dijo el
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regidor que le había visto al otro: ''Mirad, compadre: una traza me ha
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venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este
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animal, aunque esté metido en las entrañas de la tierra, no que del monte;
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y es que yo sé rebuznar maravillosamente; y si vos sabéis algún tanto, dad
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el hecho por concluido''. ''¿Algún tanto decís, compadre? -dijo el otro-;
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por Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos asnos''.
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''Ahora lo veremos -respondió el regidor segundo-, porque tengo determinado
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que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le
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rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré
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yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que
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está en el monte''. A lo que respondió el dueño del jumento: ''Digo,
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compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio''. Y,
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dividiéndose los dos según el acuerdo, sucedió que casi a un mesmo tiempo
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rebuznaron, y cada uno engañado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse,
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pensando que ya el jumento había parecido; y, en viéndose, dijo el
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perdidoso: ''¿Es posible, compadre, que no fue mi asno el que rebuznó?''
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''No fue, sino yo'', respondió el otro. ''Ahora digo -dijo el dueño-, que
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de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al
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rebuznar, porque en mi vida he visto ni oído cosa más propia''. ''Esas
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alabanzas y encarecimiento -respondió el de la traza-, mejor os atañen y
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tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que podéis dar
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dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque
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el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás;
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los dejos, muchos y apresurados, y, en resolución, yo me doy por vencido y
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os rindo la palma y doy la bandera desta rara habilidad''. ''Ahora digo
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-respondió el dueño-, que me tendré y estimaré en más de aquí adelante, y
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pensaré que sé alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que, puesto que
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pensara que rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el estremo que
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decís''. ''También diré yo ahora -respondió el segundo- que hay raras
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habilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquellos que
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no saben aprovecharse dellas''. ''Las nuestras -respondió el dueño-, si no
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es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden
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servir en otros, y aun en éste plega a Dios que nos sean de provecho''.
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Esto dicho, se tornaron a dividir y a volver a sus rebuznos, y a cada paso
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se engañaban y volvían a juntarse, hasta que se dieron por contraseño que,
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para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos veces, una tras
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otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte
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sin que el perdido jumento respondiese, ni aun por señas. Mas, ¿cómo había
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de responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del
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bosque, comido de lobos? Y, en viéndole, dijo su dueño: ''Ya me maravillaba
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yo de que él no respondía, pues a no estar muerto, él rebuznara si nos
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oyera, o no fuera asno; pero, a trueco de haberos oído rebuznar con tanta
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gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en
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buscarle, aunque le he hallado muerto''. ''En buena mano está, compadre
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-respondió el otro-, pues si bien canta el abad, no le va en zaga el
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monacillo''. Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea,
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adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había
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acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el
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rebuznar; todo lo cual se supo y se estendió por los lugares circunvecinos.
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Y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y
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discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes
|
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quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en
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viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el
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rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en
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manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el
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rebuzno de en uno en otro pueblo, de manera que son conocidos los naturales
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del pueblo del rebuzno, como son conocidos y diferenciados los negros de
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los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas
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veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores
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los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni
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temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña
|
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los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos
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leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen: y, por salir
|
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bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis
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visto.» Y éstas son las maravillas que dije que os había de contar, y si no
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os lo han parecido, no sé otras.
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Y con esto dio fin a su plática el buen hombre; y, en esto, entró por la
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puerta de la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, greguescos y
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jubón, y con voz levantada dijo:
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-Señor huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de
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la libertad de Melisendra.
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-¡Cuerpo de tal -dijo el ventero-, que aquí está el señor mase Pedro! Buena
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noche se nos apareja.
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Olvidábaseme de decir como el tal mase Pedro traía cubierto el ojo
|
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izquierdo, y casi medio carrillo, con un parche de tafetán verde, señal que
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todo aquel lado debía de estar enfermo; y el ventero prosiguió, diciendo:
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-Sea bien venido vuestra merced, señor mase Pedro. ¿Adónde está el mono y
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el retablo, que no los veo?
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-Ya llegan cerca -respondió el todo camuza-, sino que yo me he adelantado,
|
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a saber si hay posada.
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-Al mismo duque de Alba se la quitara para dársela al señor mase Pedro
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-respondió el ventero-; llegue el mono y el retablo, que gente hay esta
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noche en la venta que pagará el verle y las habilidades del mono.
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-Sea en buen hora -respondió el del parche-, que yo moderaré el precio, y
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|
con sola la costa me daré por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine
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la carreta donde viene el mono y el retablo.
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Y luego se volvió a salir de la venta.
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Preguntó luego don Quijote al ventero qué mase Pedro era aquél, y qué
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retablo y qué mono traía. A lo que respondió el ventero:
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-Éste es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de
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Aragón enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don
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Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que
|
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de muchos años a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo
|
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consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se
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imaginó entre hombres, porque si le preguntan algo, está atento a lo que le
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preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al
|
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oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara
|
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luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por
|
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venir; y, aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra, de
|
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modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva
|
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por cada pregunta, si es que el mono responde; quiero decir, si responde el
|
|
amo por él, después de haberle hablado al oído; y así, se cree que el tal
|
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maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante, como dicen en Italia y bon
|
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compaño, y dase la mejor vida del mundo; habla más que seis y bebe más que
|
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doce, todo a costa de su lengua y de su mono y de su retablo.
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En esto, volvió maese Pedro, y en una carreta venía el retablo, y el mono,
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grande y sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y,
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|
apenas le vio don Quijote, cuando le preguntó:
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-Dígame vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de
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nosotros?. Y vea aquí mis dos reales.
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Y mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el
|
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mono, y dijo:
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-Señor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por
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venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto.
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-¡Voto a Rus -dijo Sancho-, no dé yo un ardite porque me digan lo que por
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mí ha pasado!; porque, ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo
|
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porque me digan lo que sé, sería una gran necedad; pero, pues sabe las
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cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo qué
|
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hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene.
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No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo:
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-No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los
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servicios.
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Y, dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un
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brinco se le puso el mono en él, y, llegando la boca al oído, daba diente
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con diente muy apriesa; y, habiendo hecho este ademán por espacio de un
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credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísima
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priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote, y,
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abrazándole las piernas, dijo:
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-Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de
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Hércules, ¡oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante
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caballería!; ¡oh no jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la
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Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los
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caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados!
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Quedó pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el
|
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paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados
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|
todos los que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió diciendo:
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-Y tú, ¡oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del
|
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mundo, alégrate, que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en
|
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que ella está rastrillando una libra de lino, y, por más señas, tiene a su
|
|
lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que
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se entretiene en su trabajo.
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-Eso creo yo muy bien -respondió Sancho-, porque es ella una
|
|
bienaventurada, y, a no ser celosa, no la trocara yo por la giganta
|
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Andandona, que, según mi señor, fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es
|
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mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa de sus
|
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herederos.
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-Ahora digo -dijo a esta sazón don Quijote-, que el que lee mucho y anda
|
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mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque, ¿qué persuasión fuera
|
|
bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo
|
|
he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo don Quijote de
|
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la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún
|
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tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al
|
|
cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a
|
|
hacer bien a todos, y mal a ninguno.
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-Si yo tuviera dineros -dijo el paje-, preguntara al señor mono qué me ha
|
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de suceder en la peregrinación que llevo.
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|
A lo que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de
|
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don Quijote:
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-Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si
|
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respondiera, no importara no haber dineros; que, por servicio del señor don
|
|
Quijote, que está presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y
|
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agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar
|
|
placer a cuantos están en la venta, sin paga alguna.
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|
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|
Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se
|
|
podía poner el retablo, que en un punto fue hecho.
|
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|
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Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por
|
|
parecerle no ser a propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni
|
|
las pasadas cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se
|
|
retiró don Quijote con Sancho a un rincón de la caballeriza, donde, sin ser
|
|
oídos de nadie, le dijo:
|
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-Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y
|
|
hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener
|
|
hecho pacto, tácito o espreso, con el demonio.
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|
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|
-Si el patio es espeso y del demonio -dijo Sancho-, sin duda debe de ser
|
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muy sucio patio; pero, ¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos
|
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patios?
|
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-No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho
|
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algún concierto con el demonio de que infunda esa habilidad en el mono, con
|
|
que gane de comer, y después que esté rico le dará su alma, que es lo que
|
|
este universal enemigo pretende. Y háceme creer esto el ver que el mono no
|
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responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no
|
|
se puede estender a más, que las por venir no las sabe si no es por
|
|
conjeturas, y no todas veces; que a solo Dios está reservado conocer los
|
|
tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir, que todo es
|
|
presente. Y, siendo esto así, como lo es, está claro que este mono habla
|
|
con el estilo del diablo; y estoy maravillado cómo no le han acusado al
|
|
Santo Oficio, y examinádole y sacádole de cuajo en virtud de quién adivina;
|
|
porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni
|
|
saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan
|
|
en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no
|
|
presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo,
|
|
echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la
|
|
ciencia. De una señora sé yo que preguntó a uno destos figureros que si una
|
|
perrilla de falda pequeña, que tenía, si se empreñaría y pariría, y cuántos
|
|
y de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor judiciario,
|
|
después de haber alzado la figura, respondió que la perrica se empreñaría,
|
|
y pariría tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de
|
|
mezcla, con tal condición que la tal perra se cubriese entre las once y
|
|
doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes o en sábado; y lo que
|
|
sucedió fue que de allí a dos días se moría la perra de ahíta, y el señor
|
|
levantador quedó acreditado en el lugar por acertadísimo judiciario, como
|
|
lo quedan todos o los más levantadores.
|
|
|
|
-Con todo eso, querría -dijo Sancho- que vuestra merced dijese a maese
|
|
Pedro preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced le pasó en
|
|
la cueva de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced,
|
|
que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soñadas.
|
|
|
|
-Todo podría ser -respondió don Quijote-, pero yo haré lo que me aconsejas,
|
|
puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo.
|
|
|
|
Estando en esto, llegó maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya
|
|
estaba en orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo
|
|
merecía. Don Quijote le comunicó su pensamiento, y le rogó preguntase luego
|
|
a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de
|
|
Montesinos habían sido soñadas o verdaderas; porque a él le parecía que
|
|
tenían de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volvió a traer
|
|
el mono, y, puesto delante de don Quijote y de Sancho, dijo:
|
|
|
|
-Mirad, señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le
|
|
pasaron en una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas o verdaderas.
|
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|
|
Y, haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hombro
|
|
izquierdo, y, hablándole, al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro:
|
|
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|
-El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la
|
|
dicha cueva son falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y
|
|
no otra cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere
|
|
saber más, que el viernes venidero responderá a todo lo que se le
|
|
preguntare, que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendrá
|
|
hasta el viernes, como dicho tiene.
|
|
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|
-¿No lo decía yo -dijo Sancho-, que no se me podía asentar que todo lo que
|
|
vuesa merced, señor mío, ha dicho de los acontecimientos de la cueva era
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verdad, ni aun la mitad?
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-Los sucesos lo dirán, Sancho -respondió don Quijote-; que el tiempo,
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descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no las saque a la
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luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra. Y, por hora,
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baste esto, y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí
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tengo que debe de tener alguna novedad.
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-¿Cómo alguna? -respondió maese Pedro-: sesenta mil encierra en sí este mi
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retablo; dígole a vuesa merced, mi señor don Quijote, que es una de las
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cosas más de ver que hoy tiene el mundo, y operibus credite, et non verbis;
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y manos a labor, que se hace tarde y tenemos mucho que hacer y que decir y
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que mostrar.
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Obedeciéronle don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo
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puesto y descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera
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encendidas, que le hacían vistoso y resplandeciente. En llegando, se metió
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maese Pedro dentro dél, que era el que había de manejar las figuras del
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artificio, y fuera se puso un muchacho, criado del maese Pedro, para servir
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de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo: tenía una
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varilla en la mano, con que señalaba las figuras que salían.
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Puestos, pues, todos cuantos había en la venta, y algunos en pie, frontero
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del retablo, y acomodados don Quijote, Sancho, el paje y el primo en los
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mejores lugares, el trujamán comenzó a decir lo que oirá y verá el que le
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oyere o viere el capítulo siguiente.
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Capítulo XXVI. Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero, con
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otras cosas en verdad harto buenas
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Callaron todos, tirios y troyanos; quiero decir, pendientes estaban todos
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los que el retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas,
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cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y
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dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó
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la voz el muchacho, y dijo:
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-Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada
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al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles
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que andan en boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles. Trata
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de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que
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estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que
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así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas
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mercedes allí cómo está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello
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que se canta:
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Jugando está a las tablas don Gaiferos,
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que ya de Melisendra está olvidado.
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Y aquel personaje que allí asoma, con corona en la cabeza y ceptro en las
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manos, es el emperador Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el
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cual, mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y
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adviertan con la vehemencia y ahínco que le riñe, que no parece sino que le
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quiere dar con el ceptro media docena de coscorrones, y aun hay autores que
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dicen que se los dio, y muy bien dados; y, después de haberle dicho muchas
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cosas acerca del peligro que corría su honra en no procurar la libertad de
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su esposa, dicen que le dijo:
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"Harto os he dicho: miradlo".
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Miren vuestras mercedes también cómo el emperador vuelve las espaldas y
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deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de
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la cólera, lejos de sí el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y
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a don Roldán, su primo, pide prestada su espada Durindana, y cómo don
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Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil
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empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar;
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antes, dice que él solo es bastante para sacar a su esposa, si bien
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estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y, con esto, se entra
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a armar, para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a
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aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las torres
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del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería; y aquella dama que
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en aquel balcón parece, vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que
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desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de Francia, y, puesta la
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imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren
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también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No veen
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aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se
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llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en
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mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpiárselos
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con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar
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sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren
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también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey
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Marsilio de Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro,
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puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y
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que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la
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ciudad,
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con chilladores delante
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y envaramiento detrás;
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y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no
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habiendo sido puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay
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"traslado a la parte", ni "a prueba y estése", como entre nosotros.
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-Niño, niño -dijo con voz alta a esta sazón don Quijote-, seguid vuestra
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historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que,
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para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas.
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También dijo maese Pedro desde dentro:
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-Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que
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será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos,
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que se suelen quebrar de sotiles.
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-Yo lo haré así -respondió el muchacho; y prosiguió, diciendo-: Esta figura
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que aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de
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don Gaiferos, a quien su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado
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moro, con mejor y más sosegado semblante, se ha puesto a los miradores de
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la torre, y habla con su esposo, creyendo que es algún pasajero, con quien
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pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen:
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Caballero, si a Francia ides,
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por Gaiferos preguntad;
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las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el
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fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes
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alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y
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más ahora que veemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del
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caballo de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una
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punta del faldellín de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en
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el aire, sin poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre
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en las mayores necesidades, pues llega don Gaiferos, y, sin mirar si se
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rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al
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suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a
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horcajadas como hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los
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brazos por las espaldas, de modo que los cruce en el pecho, porque no se
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caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra acostumbrada a semejantes
|
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caballerías. Veis también cómo los relinchos del caballo dan señales que va
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contento con la valiente y hermosa carga que lleva en su señor y en su
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señora. Veis cómo vuelven las espaldas y salen de la ciudad, y alegres y
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regocijados toman de París la vía. ¡Vais en paz, oh par sin par de
|
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verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra deseada patria, sin
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que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los ojos de vuestros
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amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días, que los de
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Néstor sean, que os quedan de la vida!
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Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo:
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-Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala.
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No respondió nada el intérprete; antes, prosiguió, diciendo:
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-No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la
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bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio,
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el cual mandó luego tocar al arma; y miren con qué priesa, que ya la ciudad
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se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de las
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mezquitas suenan.
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-¡Eso no! -dijo a esta sazón don Quijote-: en esto de las campanas anda muy
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impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino
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atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto
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de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate.
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Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar y dijo:
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-No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las
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cosas tan por el cabo que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi
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de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con
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todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con
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aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que,
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como yo llene mi talego, si quiere represente más impropiedades que tiene
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átomos el sol.
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-Así es la verdad -replicó don Quijote.
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Y el muchacho dijo:
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-Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en siguimiento de
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los dos católicos amantes, cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas
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que tocan y cuántos atabales y atambores que retumban. Témome que los han
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de alcanzar, y los han de volver atados a la cola de su mismo caballo, que
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sería un horrendo espetáculo.
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Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote,
|
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parecióle ser bien dar ayuda a los que huían; y, levantándose en pie, en
|
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voz alta, dijo:
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-No consentiré yo en mis días y en mi presencia se le haga superchería a
|
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tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos.
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¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo
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sois en la batalla!
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Y, diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto
|
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al retablo, y, con acelerada y nunca vista furia, comenzó a llover
|
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cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a
|
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otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró
|
|
un altibajo tal, que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le
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|
cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de
|
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mazapán. Daba voces maese Pedro, diciendo:
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-Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que
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derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de
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pasta. ¡Mire, pecador de mí, que me destruye y echa a perder toda mi
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hacienda!
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Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles,
|
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tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos dio con
|
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todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus
|
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jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlomagno,
|
|
partida la corona y la cabeza en dos partes. Alborotóse el senado de los
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oyentes, huyóse el mono por los tejados de la ventana, temió el primo,
|
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acobardóse el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo,
|
|
porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había visto a su
|
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señor con tan desatinada cólera. Hecho, pues, el general destrozo del
|
|
retablo, sosegóse un poco don Quijote y dijo:
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-Quisiera yo tener aquí delante en este punto todos aquellos que no creen,
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ni quieren creer, de cuánto provecho sean en el mundo los caballeros
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andantes: miren, si no me hallara yo aquí presente, qué fuera del buen don
|
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Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta fuera ya la
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hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho algún
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desaguisado. En resolución, ¡viva la andante caballería sobre cuantas cosas
|
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hoy viven en la tierra!
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-¡Vivan en hora buena -dijo a esta sazón con voz enfermiza maese Pedro-, y
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muera yo, pues soy tan desdichado que puedo decir con el rey don Rodrigo:
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Ayer fui señor de España...
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y hoy no tengo una almena
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que pueda decir que es mía!
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No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de reyes y de
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emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos
|
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caballos y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre
|
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y mendigo, y, sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva a
|
|
mi poder me han de sudar los dientes; y todo por la furia mal considerada
|
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deste señor caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza
|
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tuertos, y hace otras obras caritativas; y en mí solo ha venido a
|
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faltar su intención generosa, que sean benditos y alabados los cielos, allá
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donde tienen más levantados sus asientos. En fin, el Caballero de la Triste
|
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Figura había de ser aquel que había de desfigurar las mías.
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Enternecióse Sancho Panza con las razones de maese Pedro, y díjole:
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-No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón; porque
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te hago saber que es mi señor don Quijote tan católico y escrupuloso
|
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cristiano, que si él cae en la cuenta de que te ha hecho algún agravio, te
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lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas.
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-Con que me pagase el señor don Quijote alguna parte de las hechuras que me
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ha deshecho, quedaría contento, y su merced aseguraría su conciencia,
|
|
porque no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su
|
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dueño y no lo restituye.
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-Así es -dijo don Quijote-, pero hasta ahora yo no sé que tenga nada
|
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vuestro, maese Pedro.
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-¿Cómo no? -respondió maese Pedro-; y estas reliquias que están por este
|
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duro y estéril suelo, ¿quién las esparció y aniquiló, sino la fuerza
|
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invencible dese poderoso brazo?, y ¿cúyos eran sus cuerpos sino míos?, y
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¿con quién me sustentaba yo sino con ellos?
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-Ahora acabo de creer -dijo a este punto don Quijote- lo que otras muchas
|
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veces he creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino
|
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ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las
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mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo,
|
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señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que
|
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pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don
|
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Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlomagno Carlomagno: por eso se me alteró
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la cólera, y, por cumplir con mi profesión de caballero andante, quise dar
|
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ayuda y favor a los que huían, y con este buen propósito hice lo que habéis
|
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visto; si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me
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persiguen; y, con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de
|
|
malicia, quiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que
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quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a pagárselo luego, en
|
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buena y corriente moneda castellana.
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Inclinósele maese Pedro, diciéndole:
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-No esperaba yo menos de la inaudita cristiandad del valeroso don Quijote
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de la Mancha, verdadero socorredor y amparo de todos los necesitados y
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menesterosos vagamundos; y aquí el señor ventero y el gran Sancho serán
|
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medianeros y apreciadores, entre vuesa merced y mí, de lo que valen o
|
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podían valer las ya deshechas figuras.
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|
El ventero y Sancho dijeron que así lo harían, y luego maese Pedro alzó del
|
|
suelo, con la cabeza menos, al rey Marsilio de Zaragoza, y dijo:
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-Ya se vee cuán imposible es volver a este rey a su ser primero; y así, me
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|
parece, salvo mejor juicio, que se me dé por su muerte, fin y acabamiento
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cuatro reales y medio.
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-¡Adelante! -dijo don Quijote.
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-Pues por esta abertura de arriba abajo -prosiguió maese Pedro, tomando en
|
|
las manos al partido emperador Carlomagno-, no sería mucho que pidiese yo
|
|
cinco reales y un cuartillo.
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-No es poco -dijo Sancho.
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-Ni mucho -replicó el ventero-; médiese la partida y señálensele cinco
|
|
reales.
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-Dénsele todos cinco y cuartillo -dijo don Quijote-, que no está en un
|
|
cuartillo más a menos la monta desta notable desgracia; y acabe presto
|
|
maese Pedro, que se hace hora de cenar, y yo tengo ciertos barruntos de
|
|
hambre.
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|
-Por esta figura -dijo maese Pedro- que está sin narices y un ojo menos,
|
|
que es de la hermosa Melisendra, quiero, y me pongo en lo justo, dos reales
|
|
y doce maravedís.
|
|
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|
-Aun ahí sería el diablo -dijo don Quijote-, si ya no estuviese Melisendra
|
|
con su esposo, por lo menos, en la raya de Francia; porque el caballo en
|
|
que iban, a mí me pareció que antes volaba que corría; y así, no hay para
|
|
qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra
|
|
desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia
|
|
con su esposo a pierna tendida. Ayude Dios con lo suyo a cada uno, señor
|
|
maese Pedro, y caminemos todos con pie llano y con intención sana. Y
|
|
prosiga.
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|
|
Maese Pedro, que vio que don Quijote izquierdeaba y que volvía a su
|
|
primer tema, no quiso que se le escapase; y así, le dijo:
|
|
|
|
-Ésta no debe de ser Melisendra, sino alguna de las doncellas que la
|
|
servían; y así, con sesenta maravedís que me den por ella quedaré contento
|
|
y bien pagado.
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|
|
Desta manera fue poniendo precio a otras muchas destrozadas figuras, que
|
|
después los moderaron los dos jueces árbitros, con satisfación de las
|
|
partes, que llegaron a cuarenta reales y tres cuartillos; y, además desto,
|
|
que luego lo desembolsó Sancho, pidió maese Pedro dos reales por el trabajo
|
|
de tomar el mono.
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|
-Dáselos, Sancho -dijo don Quijote-, no para tomar el mono, sino la mona; y
|
|
docientos diera yo ahora en albricias a quien me dijera con certidumbre que
|
|
la señora doña Melisendra y el señor don Gaiferos estaban ya en Francia y
|
|
entre los suyos.
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|
|
-Ninguno nos lo podrá decir mejor que mi mono -dijo maese Pedro-, pero no
|
|
habrá diablo que ahora le tome; aunque imagino que el cariño y la hambre le
|
|
han de forzar a que me busque esta noche, y amanecerá Dios y verémonos.
|
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|
En resolución, la borrasca del retablo se acabó y todos cenaron en paz y en
|
|
buena compañía, a costa de don Quijote, que era liberal en todo estremo.
|
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|
Antes que amaneciese, se fue el que llevaba las lanzas y las alabardas, y
|
|
ya después de amanecido, se vinieron a despedir de don Quijote el primo y
|
|
el paje: el uno, para volverse a su tierra; y el otro, a proseguir su
|
|
camino, para ayuda del cual le dio don Quijote una docena de reales. Maese
|
|
Pedro no quiso volver a entrar en más dimes ni diretes con don Quijote, a
|
|
quien él conocía muy bien, y así, madrugó antes que el sol, y, cogiendo las
|
|
reliquias de su retablo y a su mono, se fue también a buscar sus aventuras.
|
|
El ventero, que no conocía a don Quijote, tan admirado le tenían sus
|
|
locuras como su liberalidad. Finalmente, Sancho le pagó muy bien, por orden
|
|
de su señor, y, despidiéndose dél, casi a las ocho del día dejaron la venta
|
|
y se pusieron en camino, donde los dejaremos ir; que así conviene para dar
|
|
lugar a contar otras cosas pertenecientes a la declaración desta famosa
|
|
historia.
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Capítulo XXVII. Donde se da cuenta quiénes eran maese Pedro y su mono, con
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el mal suceso que don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la
|
|
acabó como él quisiera y como lo tenía pensado
|
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|
Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en
|
|
este capítulo: ''Juro como católico cristiano...''; a lo que su traductor
|
|
dice que el jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como
|
|
sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que, así como el católico
|
|
cristiano cuando jura, jura, o debe jurar, verdad, y decirla en lo que
|
|
dijere, así él la decía, como si jurara como cristiano católico, en lo que
|
|
quería escribir de don Quijote, especialmente en decir quién era maese
|
|
Pedro, y quién el mono adivino que traía admirados todos aquellos pueblos
|
|
con sus adivinanzas.
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|
Dice, pues, que bien se acordará, el que hubiere leído la primera parte
|
|
desta historia, de aquel Ginés de Pasamonte, a quien, entre otros galeotes,
|
|
dio libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal
|
|
agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este
|
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Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue
|
|
el que hurtó a Sancho Panza el rucio; que, por no haberse puesto el cómo ni
|
|
el cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué
|
|
entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de
|
|
emprenta. Pero, en resolución, Ginés le hurtó, estando sobre él durmiendo
|
|
Sancho Panza, usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando, estando
|
|
Sacripante sobre Albraca, le sacó el caballo de entre las piernas, y
|
|
después le cobró Sancho, como se ha contado. Este Ginés, pues, temeroso de
|
|
no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus
|
|
infinitas bellaquerías y delitos, que fueron tantos y tales, que él mismo
|
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compuso un gran volumen contándolos, determinó pasarse al reino de Aragón y
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cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero; que esto y
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el jugar de manos lo sabía hacer por estremo.
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Sucedió, pues, que de unos cristianos ya libres que venían de Berbería
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compró aquel mono, a quien enseñó que, en haciéndole cierta señal, se le
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subiese en el hombro y le murmurase, o lo pareciese, al oído. Hecho esto,
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antes que entrase en el lugar donde entraba con su retablo y mono, se
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informaba en el lugar más cercano, o de quien él mejor podía, qué cosas
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particulares hubiesen sucedido en el tal lugar, y a qué personas; y,
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llevándolas bien en la memoria, lo primero que hacía era mostrar su
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retablo, el cual unas veces era de una historia, y otras de otra; pero
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todas alegres y regocijadas y conocidas. Acabada la muestra, proponía las
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habilidades de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo pasado y
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lo presente; pero que en lo de por venir no se daba maña. Por la respuesta
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de cada pregunta pedía dos reales, y de algunas hacía barato, según tomaba
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el pulso a los preguntantes; y como tal vez llegaba a las casas de quien él
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sabía los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nada
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por no pagarle, él hacía la seña al mono, y luego decía que le había dicho
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tal y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba
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crédito inefable, y andábanse todos tras él. Otras veces, como era tan
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discreto, respondía de manera que las respuestas venían bien con las
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preguntas; y, como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba
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su mono, a todos hacía monas, y llenaba sus esqueros.
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Así como entró en la venta, conoció a don Quijote y a Sancho, por cuyo
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conocimiento le fue fácil poner en admiración a don Quijote y a Sancho
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Panza, y a todos los que en ella estaban; pero hubiérale de costar caro si
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don Quijote bajara un poco más la mano cuando cortó la cabeza al rey
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Marsilio y destruyó toda su caballería, como queda dicho en el antecedente
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capítulo.
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Esto es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono.
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Y, volviendo a don Quijote de la Mancha, digo que, después de haber salido
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de la venta, determinó de ver primero las riberas del río Ebro y todos
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aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba
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tiempo para todo el mucho que faltaba desde allí a las justas. Con esta
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intención siguió su camino, por el cual anduvo dos días sin acontecerle
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cosa digna de ponerse en escritura, hasta que al tercero, al subir de una
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loma, oyó un gran rumor de atambores, de trompetas y arcabuces. Al
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principio pensó que algún tercio de soldados pasaba por aquella parte, y
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por verlos picó a Rocinante y subió la loma arriba; y cuando estuvo en la
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cumbre, vio al pie della, a su parecer, más de docientos hombres armados de
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diferentes suertes de armas, como si dijésemos lanzones, ballestas,
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partesanas, alabardas y picas, y algunos arcabuces, y muchas rodelas. Bajó
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del recuesto y acercóse al escuadrón, tanto, que distintamente vio las
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banderas, juzgó de las colores y notó las empresas que en ellas traían,
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especialmente una que en un estandarte o jirón de raso blanco venía, en el
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cual estaba pintado muy al vivo un asno como un pequeño sardesco, la cabeza
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levantada, la boca abierta y la lengua de fuera, en acto y postura como si
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estuviera rebuznando; alrededor dél estaban escritos de letras grandes
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estos dos versos:
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No rebuznaron en balde
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el uno y el otro alcalde.
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Por esta insignia sacó don Quijote que aquella gente debía de ser del
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pueblo del rebuzno, y así se lo dijo a Sancho, declarándole lo que en el
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estandarte venía escrito. Díjole también que el que les había dado noticia
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de aquel caso se había errado en decir que dos regidores habían sido los
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que rebuznaron; pero que, según los versos del estandarte, no habían sido
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sino alcaldes. A lo que respondió Sancho Panza:
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-Señor, en eso no hay que reparar, que bien puede ser que los regidores que
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entonces rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y
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así, se pueden llamar con entrambos títulos; cuanto más, que no hace al
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caso a la verdad de la historia ser los rebuznadores alcaldes o regidores,
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como ellos una por una hayan rebuznado; porque tan a pique está de rebuznar
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un alcalde como un regidor.
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Finalmente, conocieron y supieron como el pueblo corrido salía a pelear con
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otro que le corría más de lo justo y de lo que se debía a la buena
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vecindad.
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Fuese llegando a ellos don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que
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nunca fue amigo de hallarse en semejantes jornadas. Los del escuadrón le
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recogieron en medio, creyendo que era alguno de los de su parcialidad. Don
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Quijote, alzando la visera, con gentil brío y continente, llegó hasta el
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estandarte del asno, y allí se le pusieron alrededor todos los más
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principales del ejército, por verle, admirados con la admiración
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acostumbrada en que caían todos aquellos que la vez primera le miraban. Don
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Quijote, que los vio tan atentos a mirarle, sin que ninguno le hablase ni
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le preguntase nada, quiso aprovecharse de aquel silencio, y, rompiendo el
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suyo, alzó la voz y dijo:
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-Buenos señores, cuan encarecidamente puedo, os suplico que no interrumpáis
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un razonamiento que quiero haceros, hasta que veáis que os disgusta y
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enfada; que si esto sucede, con la más mínima señal que me hagáis pondré un
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sello en mi boca y echaré una mordaza a mi lengua.
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Todos le dijeron que dijese lo que quisiese, que de buena gana le
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escucharían. Don Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo:
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Yo, señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas,
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y cuya profesión la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los
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menesterosos. Días ha que he sabido vuestra desgracia y la causa que os
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mueve a tomar las armas a cada paso, para vengaros de vuestros enemigos; y,
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|
habiendo discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre vuestro
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negocio, hallo, según las leyes del duelo, que estáis engañados en teneros
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por afrentados, porque ningún particular puede afrentar a un pueblo entero,
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si no es retándole de traidor por junto, porque no sabe en particular quién
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cometió la traición por que le reta. Ejemplo desto tenemos en don Diego
|
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Ordóñez de Lara, que retó a todo el pueblo zamorano, porque ignoraba que
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solo Vellido Dolfos había cometido la traición de matar a su rey; y así,
|
|
retó a todos, y a todos tocaba la venganza y la respuesta; aunque bien es
|
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verdad que el señor don Diego anduvo algo demasiado, y aun pasó muy
|
|
adelante de los límites del reto, porque no tenía para qué retar a los
|
|
muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer, ni a
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las otras menudencias que allí se declaran; pero, ¡vaya!, pues cuando la
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|
cólera sale de madre, no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la
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corrija. Siendo, pues, esto así, que uno solo no puede afrentar a reino,
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|
provincia, ciudad, república ni pueblo entero, queda en limpio que no hay
|
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para qué salir a la venganza del reto de la tal afrenta, pues no lo es;
|
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porque, ¡bueno sería que se matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja
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con quien se lo llama, ni los cazoleros, berenjeneros, ballenatos,
|
|
jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos que andan por ahí en boca de
|
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los muchachos y de gente de poco más a menos! ¡Bueno sería, por cierto, que
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|
todos estos insignes pueblos se corriesen y vengasen, y anduviesen contino
|
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hechas las espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeña que fuese!
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No, no, ni Dios lo permita o quiera. Los varones prudentes, las repúblicas
|
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bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las
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espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por
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|
defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley
|
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natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y
|
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hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le
|
|
quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en
|
|
defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden
|
|
agregar algunas otras que sean justas y razonables, y que obliguen a tomar
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las armas; pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y
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pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo
|
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razonable discurso; cuanto más, que el tomar venganza injusta, que justa no
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puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que
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profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y
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que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo
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dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de
|
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Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios
|
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y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo
|
|
legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así,
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no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla. Así que, mis
|
|
señores, vuesas mercedes están obligados por leyes divinas y humanas a
|
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sosegarse.
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-El diablo me lleve -dijo a esta sazón Sancho entre sí- si este mi amo no
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|
es tólogo; y si no lo es, que lo parece como un güevo a otro.
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Tomó un poco de aliento don Quijote, y, viendo que todavía le prestaban
|
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silencio, quiso pasar adelante en su plática, como pasara ni no se pusiere
|
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en medio la agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo se detenía, tomó
|
|
la mano por él, diciendo:
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-Mi señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de
|
|
la Triste Figura y ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo
|
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muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller, y en todo cuanto
|
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trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y
|
|
ordenanzas de lo que llaman el duelo en la uña; y así, no hay más que hacer
|
|
sino dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre mí si lo erraren; cuanto
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más, que ello se está dicho que es necedad correrse por sólo oír un
|
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rebuzno, que yo me acuerdo, cuando muchacho, que rebuznaba cada y cuando
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que se me antojaba, sin que nadie me fuese a la mano, y con tanta gracia y
|
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propiedad que, en rebuznando yo, rebuznaban todos los asnos del pueblo, y
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|
no por eso dejaba de ser hijo de mis padres, que eran honradísimos; y,
|
|
aunque por esta habilidad era invidiado de más de cuatro de los estirados
|
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de mi pueblo, no se me daba dos ardites. Y, porque se vea que digo verdad,
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|
esperen y escuchen, que esta ciencia es como la del nadar: que, una vez
|
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aprendida, nunca se olvida.
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Y luego, puesta la mano en las narices, comenzó a rebuznar tan reciamente,
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que todos los cercanos valles retumbaron. Pero uno de los que estaban junto
|
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a él, creyendo que hacía burla dellos, alzó un varapalo que en la mano
|
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tenía, y diole tal golpe con él, que, sin ser poderoso a otra cosa, dio con
|
|
Sancho Panza en el suelo. Don Quijote, que vio tan malparado a Sancho,
|
|
arremetió al que le había dado, con la lanza sobre mano, pero fueron tantos
|
|
los que se pusieron en medio, que no fue posible vengarle; antes, viendo
|
|
que llovía sobre él un nublado de piedras, y que le amenazaban mil
|
|
encaradas ballestas y no menos cantidad de arcabuces, volvió las riendas a
|
|
Rocinante, y a todo lo que su galope pudo, se salió de entre ellos,
|
|
encomendándose de todo corazón a Dios, que de aquel peligro le librase,
|
|
temiendo a cada paso no le entrase alguna bala por las espaldas y le
|
|
saliese al pecho; y a cada punto recogía el aliento, por ver si le faltaba.
|
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Pero los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle. A Sancho
|
|
le pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le dejaron ir tras su
|
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amo, no porque él tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguió las
|
|
huellas de Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto. Alongado, pues,
|
|
don Quijote buen trecho, volvió la cabeza y vio que Sancho venía, y
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atendióle, viendo que ninguno le seguía.
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Los del escuadrón se estuvieron allí hasta la noche, y, por no haber salido
|
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a la batalla sus contrarios, se volvieron a su pueblo, regocijados y
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alegres; y si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos,
|
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levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo.
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Capítulo XXVIII. De cosas que dice Benengeli que las sabrá quien le leyere,
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si las lee con atención
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Cuando el valiente huye, la superchería está descubierta, y es de varones
|
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prudentes guardarse para mejor ocasión. Esta verdad se verificó en don
|
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Quijote, el cual, dando lugar a la furia del pueblo y a las malas
|
|
intenciones de aquel indignado escuadrón, puso pies en polvorosa, y, sin
|
|
acordarse de Sancho ni del peligro en que le dejaba, se apartó tanto cuanto
|
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le pareció que bastaba para estar seguro. Seguíale Sancho, atravesado en su
|
|
jumento, como queda referido. Llegó, en fin, ya vuelto en su acuerdo, y al
|
|
llegar, se dejó caer del rucio a los pies de Rocinante, todo ansioso, todo
|
|
molido y todo apaleado. Apeóse don Quijote para catarle las feridas; pero,
|
|
como le hallase sano de los pies a la cabeza, con asaz cólera le dijo:
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-¡Tan en hora mala supistes vos rebuznar, Sancho! Y ¿dónde hallastes vos
|
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ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado? A música de rebuznos,
|
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¿qué contrapunto se había de llevar sino de varapalos? Y dad gracias a
|
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Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieron el per
|
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signum crucis con un alfanje.
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-No estoy para responder -respondió Sancho-, porque me parece que hablo por
|
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las espaldas. Subamos y apartémonos de aquí, que yo pondré silencio en mis
|
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rebuznos, pero no en dejar de decir que los caballeros andantes huyen, y
|
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dejan a sus buenos escuderos molidos como alheña, o como cibera, en poder
|
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de sus enemigos.
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-No huye el que se retira -respondió don Quijote-, porque has de saber,
|
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Sancho, que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se
|
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llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena
|
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fortuna que a su ánimo. Y así, yo confieso que me he retirado, pero no
|
|
huido; y en esto he imitado a muchos valientes, que se han guardado para
|
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tiempos mejores, y desto están las historias llenas, las cuales, por no
|
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serte a ti de provecho ni a mí de gusto, no te las refiero ahora.
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|
En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de don Quijote, el cual
|
|
asimismo subió en Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una
|
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alameda que hasta un cuarto de legua de allí se parecía. De cuando en
|
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cuando daba Sancho unos ayes profundísimos y unos gemidos dolorosos; y,
|
|
preguntándole don Quijote la causa de tan amargo sentimiento, respondió
|
|
que, desde la punta del espinazo hasta la nuca del celebro, le dolía de
|
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manera que le sacaba de sentido.
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-La causa dese dolor debe de ser, sin duda -dijo don Quijote-, que, como
|
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era el palo con que te dieron largo y tendido, te cogió todas las espaldas,
|
|
donde entran todas esas partes que te duelen; y si más te cogiera, más te
|
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doliera.
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-¡Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y
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|
que me la ha declarado por lindos términos! ¡Cuerpo de mí! ¿Tan encubierta
|
|
estaba la causa de mi dolor que ha sido menester decirme que me duele todo
|
|
todo aquello que alcanzó el palo? Si me dolieran los tobillos, aún pudiera
|
|
ser que se anduviera adivinando el porqué me dolían, pero dolerme lo que me
|
|
molieron no es mucho adivinar. A la fe, señor nuestro amo, el mal ajeno de
|
|
pelo cuelga, y cada día voy descubriendo tierra de lo poco que puedo
|
|
esperar de la compañía que con vuestra merced tengo; porque si esta vez me
|
|
ha dejado apalear, otra y otras ciento volveremos a los manteamientos de
|
|
marras y a otras muchacherías, que si ahora me han salido a las espaldas,
|
|
después me saldrán a los ojos. Harto mejor haría yo, sino que soy un
|
|
bárbaro, y no haré nada que bueno sea en toda mi vida; harto mejor haría
|
|
yo, vuelvo a decir, en volverme a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, y
|
|
sustentarla y criarlos con lo que Dios fue servido de darme, y no andarme
|
|
tras vuesa merced por caminos sin camino y por sendas y carreras que no las
|
|
tienen, bebiendo mal y comiendo peor. Pues, ¡tomadme el dormir! Contad,
|
|
hermano escudero, siete pies de tierra, y si quisiéredes más, tomad otros
|
|
tantos, que en vuestra mano está escudillar, y tendeos a todo vuestro buen
|
|
talante; que quemado vea yo y hecho polvos al primero que dio puntada en la
|
|
andante caballería, o, a lo menos, al primero que quiso ser escudero de
|
|
tales tontos como debieron ser todos los caballeros andantes pasados. De
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|
los presentes no digo nada, que, por ser vuestra merced uno dellos, los
|
|
tengo respeto, y porque sé que sabe vuesa merced un punto más que el diablo
|
|
en cuanto habla y en cuanto piensa.
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-Haría yo una buena apuesta con vos, Sancho -dijo don Quijote-: que ahora
|
|
que vais hablando sin que nadie os vaya a la mano, que no os duele nada en
|
|
todo vuestro cuerpo. Hablad, hijo mío, todo aquello que os viniere al
|
|
pensamiento y a la boca; que, a trueco de que a vos no os duela nada,
|
|
tendré yo por gusto el enfado que me dan vuestras impertinencias. Y si
|
|
tanto deseáis volveros a vuestra casa con vuestra mujer y hijos, no permita
|
|
Dios que yo os lo impida; dineros tenéis míos: mirad cuánto ha que esta
|
|
tercera vez salimos de nuestro pueblo, y mirad lo que podéis y debéis ganar
|
|
cada mes, y pagaos de vuestra mano.
|
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|
-Cuando yo servía -respondió Sancho- a Tomé Carrasco, el padre del
|
|
bachiller Sansón Carrasco, que vuestra merced bien conoce, dos ducados
|
|
ganaba cada mes, amén de la comida; con vuestra merced no sé lo que puedo
|
|
ganar, puesto que sé que tiene más trabajo el escudero del caballero
|
|
andante que el que sirve a un labrador; que, en resolución, los que
|
|
servimos a labradores, por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda,
|
|
a la noche cenamos olla y dormimos en cama, en la cual no he dormido
|
|
después que ha que sirvo a vuestra merced. Si no ha sido el tiempo breve
|
|
que estuvimos en casa de don Diego de Miranda, y la jira que tuve con la
|
|
espuma que saqué de las ollas de Camacho, y lo que comí y bebí y dormí en
|
|
casa de Basilio, todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, al cielo
|
|
abierto, sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo, sustentándome con
|
|
rajas de queso y mendrugos de pan, y bebiendo aguas, ya de arroyos, ya de
|
|
fuentes, de las que encontramos por esos andurriales donde andamos.
|
|
|
|
-Confieso -dijo don Quijote- que todo lo que dices, Sancho, sea verdad.
|
|
¿Cuánto parece que os debo dar más de lo que os daba Tomé Carrasco?
|
|
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|
-A mi parecer -dijo Sancho-, con dos reales más que vuestra merced añadiese
|
|
cada mes me tendría por bien pagado. Esto es cuanto al salario de mi
|
|
trabajo; pero, en cuanto a satisfacerme a la palabra y promesa que vuestra
|
|
merced me tiene hecha de darme el gobierno de una ínsula, sería justo que
|
|
se me añadiesen otros seis reales, que por todos serían treinta.
|
|
|
|
-Está muy bien -replicó don Quijote-; y, conforme al salario que vos os
|
|
habéis señalado, 23 días ha que salimos de nuestro pueblo: contad, Sancho,
|
|
rata por cantidad, y mirad lo que os debo, y pagaos, como os tengo dicho,
|
|
de vuestra mano.
|
|
|
|
-¡Oh, cuerpo de mí! -dijo Sancho-, que va vuestra merced muy errado en esta
|
|
cuenta, porque en lo de la promesa de la ínsula se ha de contar desde el
|
|
día que vuestra merced me la prometió hasta la presente hora en que
|
|
estamos.
|
|
|
|
-Pues, ¿qué tanto ha, Sancho, que os la prometí? -dijo don Quijote.
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|
|
|
-Si yo mal no me acuerdo -respondió Sancho-, debe de haber más de veinte
|
|
años, tres días más a menos.
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|
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|
Diose don Quijote una gran palmada en la frente, y comenzó a reír muy de
|
|
gana, y dijo:
|
|
|
|
-Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en todo el discurso de nuestras
|
|
salidas, sino dos meses apenas, y ¿dices, Sancho, que ha veinte años que te
|
|
prometí la ínsula? Ahora digo que quieres que se consuman en tus salarios
|
|
el dinero que tienes mío; y si esto es así, y tú gustas dello, desde aquí
|
|
te lo doy, y buen provecho te haga; que, a trueco de verme sin tan mal
|
|
escudero, holgaréme de quedarme pobre y sin blanca. Pero dime, prevaricador
|
|
de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde has visto
|
|
tú, o leído, que ningún escudero de caballero andante se haya puesto con su
|
|
señor en tanto más cuánto me habéis de dar cada mes porque os sirva?
|
|
Éntrate, éntrate, malandrín, follón y vestiglo, que todo lo pareces;
|
|
éntrate, digo, por el mare magnum de sus historias, y si hallares que algún
|
|
escudero haya dicho, ni pensado, lo que aquí has dicho, quiero que me le
|
|
claves en la frente, y, por añadidura, me hagas cuatro mamonas selladas en
|
|
mi rostro. Vuelve las riendas, o el cabestro, al rucio, y vuélvete a tu
|
|
casa, porque un solo paso desde aquí no has de pasar más adelante conmigo.
|
|
¡Oh pan mal conocido! ¡Oh promesas mal colocadas! ¡Oh hombre que tiene más
|
|
de bestia que de persona! ¿Ahora, cuando yo pensaba ponerte en estado, y
|
|
tal, que a pesar de tu mujer te llamaran señoría, te despides? ¿Ahora te
|
|
vas, cuando yo venía con intención firme y valedera de hacerte señor de la
|
|
mejor ínsula del mundo? En fin, como tú has dicho otras veces, no es la
|
|
miel... etc. Asno eres, y asno has de ser, y en asno has de parar cuando se
|
|
te acabe el curso de la vida; que para mí tengo que antes llegará ella a su
|
|
último término que tú caigas y des en la cuenta de que eres bestia.
|
|
|
|
Miraba Sancho a don Quijote de en hito en hito, en tanto que los tales
|
|
vituperios le decía, y compungióse de manera que le vinieron las lágrimas a
|
|
los ojos, y con voz dolorida y enferma le dijo:
|
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|
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-Señor mío, yo confieso que para ser del todo asno no me falta más de la
|
|
cola; si vuestra merced quiere ponérmela, yo la daré por bien puesta, y le
|
|
serviré como jumento todos los días que me quedan de mi vida. Vuestra
|
|
merced me perdone y se duela de mi mocedad, y advierta que sé poco, y que
|
|
si hablo mucho, más procede de enfermedad que de malicia; mas, quien yerra
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y se enmienda, a Dios se encomienda.
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-Maravillárame yo, Sancho, si no mezclaras algún refrancico en tu coloquio.
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Ahora bien, yo te perdono, con que te emiendes, y con que no te muestres de
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aquí adelante tan amigo de tu interés, sino que procures ensanchar el
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corazón, y te alientes y animes a esperar el cumplimiento de mis promesas,
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que, aunque se tarda, no se imposibilita.
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Sancho respondió que sí haría, aunque sacase fuerzas de flaqueza.
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Con esto, se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un
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olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles y otros sus
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semejantes siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasó la noche
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penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno. Don
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Quijote la pasó en sus continuas memorias; pero, con todo eso, dieron los
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ojos al sueño, y al salir del alba siguieron su camino buscando las riberas
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del famoso Ebro, donde les sucedió lo que se contará en el capítulo
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venidero.
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Capítulo XXIX. De la famosa aventura del barco encantado
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Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la
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alameda, llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de gran
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gusto a don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad de sus
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riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia
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de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil
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amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la
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cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de maese Pedro le había dicho
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que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más a
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las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las
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tenía por la mesma mentira.
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Yendo, pues, desta manera, se le ofreció a la vista un pequeño barco sin
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remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco
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de un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no
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vio persona alguna; y luego, sin más ni más, se apeó de Rocinante y mandó a
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Sancho que lo mesmo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase
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muy bien, juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí estaba. Preguntóle
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Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamiento. Respondió
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don Quijote:
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-Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin
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poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre
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en él, y vaya en él a dar socorro a algún caballero, o a otra necesitada y
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principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita, porque
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éste es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los
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encantadores que en ellas se entremeten y platican: cuando algún caballero
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está puesto en algún trabajo, que no puede ser librado dél sino por la mano
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de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres
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mil leguas, y aun más, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco
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donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por
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los aires, o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda; así
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que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mesmo efecto; y esto
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es tan verdad como es ahora de día; y antes que éste se pase, ata juntos al
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rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios, que nos guíe, que no dejaré de
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embarcarme si me lo pidiesen frailes descalzos.
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-Pues así es -respondió Sancho-, y vuestra merced quiere dar a cada paso en
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estos que no sé si los llame disparates, no hay sino obedecer y bajar la
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cabeza, atendiendo al refrán "haz lo que tu amo te manda, y siéntate con él
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a la mesa"; pero, con todo esto, por lo que toca al descargo de mi
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conciencia, quiero advertir a vuestra merced que a mí me parece que este
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tal barco no es de los encantados, sino de algunos pescadores deste río,
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porque en él se pescan las mejores sabogas del mundo.
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Esto decía, mientras ataba las bestias, Sancho, dejándolas a la proteción y
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amparo de los encantadores, con harto dolor de su ánima. Don Quijote le
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dijo que no tuviese pena del desamparo de aquellos animales, que el que los
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llevaría a ellos por tan longincuos caminos y regiones tendría cuenta de
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sustentarlos.
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-No entiendo eso de logicuos -dijo Sancho-, ni he oído tal vocablo en todos
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los días de mi vida.
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-Longincuos -respondió don Quijote- quiere decir apartados; y no es
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maravilla que no lo entiendas, que no estás tú obligado a saber latín, como
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algunos que presumen que lo saben, y lo ignoran.
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-Ya están atados -replicó Sancho-. ¿Qué hemos de hacer ahora?
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-¿Qué? -respondió don Quijote-. Santiguarnos y levar ferro; quiero decir,
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embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado.
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Y, dando un salto en él, siguiéndole Sancho, cortó el cordel, y el barco se
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fue apartando poco a poco de la ribera; y cuando Sancho se vio obra de dos
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varas dentro del río, comenzó a temblar, temiendo su perdición; pero
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ninguna cosa le dio más pena que el oír roznar al rucio y el ver que
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Rocinante pugnaba por desatarse, y díjole a su señor:
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-El rucio rebuzna, condolido de nuestra ausencia, y Rocinante procura
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ponerse en libertad para arrojarse tras nosotros. ¡Oh carísimos amigos,
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quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros, convertida en
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desengaño, nos vuelva a vuestra presencia!
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Y, en esto, comenzó a llorar tan amargamente que don Quijote, mohíno y
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colérico, le dijo:
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-¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequillas?
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¿Quién te persigue, o quién te acosa, ánimo de ratón casero, o qué te
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falta, menesteroso en la mitad de las entrañas de la abundancia? ¿Por dicha
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vas caminando a pie y descalzo por las montañas rifeas, sino sentado en una
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tabla, como un archiduque, por el sesgo curso deste agradable río, de donde
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en breve espacio saldremos al mar dilatado? Pero ya habemos de haber
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salido, y caminado, por lo menos, setecientas o ochocientas leguas; y si yo
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tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera
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las que hemos caminado; aunque, o yo sé poco, o ya hemos pasado, o
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pasaremos presto, por la línea equinocial, que divide y corta los dos
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contrapuestos polos en igual distancia.
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-Y cuando lleguemos a esa leña que vuestra merced dice -preguntó Sancho-,
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¿cuánto habremos caminado?
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-Mucho -replicó don Quijote-, porque de trecientos y sesenta grados que
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contiene el globo, del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo,
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que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado,
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llegando a la línea que he dicho.
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-Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me trae por testigo de lo que
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dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o
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no sé cómo.
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Rióse don Quijote de la interpretación que Sancho había dado al nombre y al
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cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo, y díjole:
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-Sabrás, Sancho, que los españoles y los que se embarcan en Cádiz para ir a
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las Indias Orientales, una de las señales que tienen para entender que han
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pasado la línea equinocial que te he dicho es que a todos los que van en el
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navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el
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bajel le hallarán, si le pesan a oro; y así, puedes, Sancho, pasear una
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mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta duda; y si no,
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pasado habemos.
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-Yo no creo nada deso -respondió Sancho-, pero, con todo, haré lo que vuesa
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merced me manda, aunque no sé para qué hay necesidad de hacer esas
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experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado
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de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde están las alemañas
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dos varas, porque allí están Rocinante y el rucio en el propio lugar do los
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dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que no nos
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movemos ni andamos al paso de una hormiga.
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-Haz, Sancho, la averiguación que te he dicho, y no te cures de otra, que
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tú no sabes qué cosa sean coluros, líneas, paralelos, zodíacos, clíticas,
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polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas, de que se
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compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas supieras, o
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parte dellas, vieras claramente qué de paralelos hemos cortado, qué de
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signos visto y qué de imágines hemos dejado atrás y vamos dejando ahora. Y
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tórnote a decir que te tientes y pesques, que yo para mí tengo que estás
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más limpio que un pliego de papel liso y blanco.
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Tentóse Sancho, y, llegando con la mano bonitamente y con tiento hacia la
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corva izquierda, alzó la cabeza y miró a su amo, y dijo:
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-O la experiencia es falsa, o no hemos llegado adonde vuesa merced dice, ni
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con muchas leguas.
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-Pues ¿qué? -preguntó don Quijote-, ¿has topado algo?
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-¡Y aun algos! -respondió Sancho.
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Y, sacudiéndose los dedos, se lavó toda la mano en el río, por el cual
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sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente, sin que le
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moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el
|
|
mismo curso del agua, blando entonces y suave.
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|
En esto, descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban;
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|
y apenas las hubo visto don Quijote, cuando con voz alta dijo a Sancho:
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-¿Vees? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde
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debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa
|
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malparada, para cuyo socorro soy aquí traído.
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-¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o castillo dice vuesa merced, señor?
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|
-dijo Sancho-. ¿No echa de ver que aquéllas son aceñas que están en el río,
|
|
donde se muele el trigo?
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-Calla, Sancho -dijo don Quijote-; que, aunque parecen aceñas, no lo son; y
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ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural
|
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los encantos. No quiero decir que las mudan de en uno en otro ser
|
|
realmente, sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la
|
|
transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas.
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En esto, el barco, entrado en la mitad de la corriente del río, comenzó a
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caminar no tan lentamente como hasta allí. Los molineros de las aceñas, que
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vieron venir aquel barco por el río, y que se iba a embocar por el raudal
|
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de las ruedas, salieron con presteza muchos dellos con varas largas a
|
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detenerle, y, como salían enharinados, y cubiertos los rostros y los
|
|
vestidos del polvo de la harina, representaban una mala vista. Daban voces
|
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grandes, diciendo:
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-¡Demonios de hombres! ¿Dónde vais? ¿Venís desesperados? ¿Qué queréis,
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ahogaros y haceros pedazos en estas ruedas?
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-¿No te dije yo, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que habíamos
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llegado donde he de mostrar a dó llega el valor de mi brazo? Mira qué de
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malandrines y follones me salen al encuentro, mira cuántos vestiglos se me
|
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oponen, mira cuántas feas cataduras nos hacen cocos... Pues ¡ahora lo
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veréis, bellacos!
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Y, puesto en pie en el barco, con grandes voces comenzó a amenazar a los
|
|
molineros, diciéndoles:
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-Canalla malvada y peor aconsejada, dejad en su libertad y libre albedrío a
|
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la persona que en esa vuestra fortaleza o prisión tenéis oprimida, alta o
|
|
baja, de cualquiera suerte o calidad que sea, que yo soy don Quijote de la
|
|
Mancha, llamado el Caballero de los Leones por otro nombre, a quien está
|
|
reservada por orden de los altos cielos el dar fin felice a esta aventura.
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Y, diciendo esto, echó mano a su espada y comenzó a esgrimirla en el aire
|
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contra los molineros; los cuales, oyendo y no entendiendo aquellas
|
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sandeces, se pusieron con sus varas a detener el barco, que ya iba entrando
|
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en el raudal y canal de las ruedas.
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Púsose Sancho de rodillas, pidiendo devotamente al cielo le librase de tan
|
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manifiesto peligro, como lo hizo, por la industria y presteza de los
|
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molineros, que, oponiéndose con sus palos al barco, le detuvieron, pero no
|
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de manera que dejasen de trastornar el barco y dar con don Quijote y con
|
|
Sancho al través en el agua; pero vínole bien a don Quijote, que sabía
|
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nadar como un ganso, aunque el peso de las armas le llevó al fondo dos
|
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veces; y si no fuera por los molineros, que se arrojaron al agua y los
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sacaron como en peso a entrambos, allí había sido Troya para los dos.
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Puestos, pues, en tierra, más mojados que muertos de sed, Sancho, puesto de
|
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rodillas, las manos juntas y los ojos clavados al cielo, pidió a Dios con
|
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una larga y devota plegaria le librase de allí adelante de los atrevidos
|
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deseos y acometimientos de su señor.
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Llegaron en esto los pescadores dueños del barco, a quien habían hecho
|
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pedazos las ruedas de las aceñas; y, viéndole roto, acometieron a desnudar
|
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a Sancho, y a pedir a don Quijote se lo pagase; el cual, con gran sosiego,
|
|
como si no hubiera pasado nada por él, dijo a los molineros y pescadores
|
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que él pagaría el barco de bonísima gana, con condición que le diesen libre
|
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y sin cautela a la persona o personas que en aquel su castillo estaban
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oprimidas.
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-¿Qué personas o qué castillo dice -respondió uno de los molineros-, hombre
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sin juicio? ¿Quiéreste llevar por ventura las que vienen a moler trigo a
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estas aceñas?
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-¡Basta! -dijo entre sí don Quijote-. Aquí será predicar en desierto
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querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga virtud alguna. Y en
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esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el
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uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro
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dio conmigo al través. Dios lo remedie, que todo este mundo es máquinas y
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trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.
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Y, alzando la voz, prosiguió diciendo, y mirando a las aceñas:
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-Amigos, cualesquiera que seáis, que en esa prisión quedáis encerrados,
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perdonadme; que, por mi desgracia y por la vuestra, yo no os puedo sacar de
|
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vuestra cuita. Para otro caballero debe de estar guardada y reservada esta
|
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aventura.
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En diciendo esto, se concertó con los pescadores, y pagó por el barco
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cincuenta reales, que los dio Sancho de muy mala gana, diciendo:
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-A dos barcadas como éstas, daremos con todo el caudal al fondo.
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Los pescadores y molineros estaban admirados, mirando aquellas dos figuras
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tan fuera del uso, al parecer, de los otros hombres, y no acababan de
|
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entender a dó se encaminaban las razones y preguntas que don Quijote les
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decía; y, teniéndolos por locos, les dejaron y se recogieron a sus aceñas,
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y los pescadores a sus ranchos. Volvieron a sus bestias, y a ser bestias,
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don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura del encantado barco.
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Capítulo XXX. De lo que le avino a don Quijote con una bella cazadora
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Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y
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escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal
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del dinero, pareciéndole que todo lo que dél se quitaba era quitárselo a
|
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él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin hablarse palabra, se pusieron
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a caballo y se apartaron del famoso río, don Quijote sepultado en los
|
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pensamientos de sus amores, y Sancho en los de su acrecentamiento, que por
|
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entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle; porque, maguer era
|
|
tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las más,
|
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eran disparates, y buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni en
|
|
despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa.
|
|
Pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía.
|
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Sucedió, pues, que otro día, al poner del sol y al salir de una selva,
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|
tendió don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último dél vio
|
|
gente, y, llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería.
|
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Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o
|
|
hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de
|
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plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente
|
|
que la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda
|
|
traía un azor, señal que dio a entender a don Quijote ser aquélla alguna
|
|
gran señora, que debía serlo de todos aquellos cazadores, como era la
|
|
verdad; y así, dijo a Sancho:
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-Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora del palafrén y del azor que yo,
|
|
el Caballero de los Leones, besa las manos a su gran fermosura, y que si su
|
|
grandeza me da licencia, se las iré a besar, y a servirla en cuanto mis
|
|
fuerzas pudieren y su alteza me mandare. Y mira, Sancho, cómo hablas, y ten
|
|
cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada.
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-¡Hallado os le habéis el encajador! -respondió Sancho-. ¡A mí con eso!
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|
¡Sí, que no es ésta la vez primera que he llevado embajadas a altas y
|
|
crecidas señoras en esta vida!
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-Si no fue la que llevaste a la señora Dulcinea -replicó don Quijote-, yo
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no sé que hayas llevado otra, a lo menos en mi poder.
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-Así es verdad -respondió Sancho-, pero al buen pagador no le duelen
|
|
prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir que a mí no
|
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hay que decirme ni advertirme de nada, que para todo tengo y de todo se me
|
|
alcanza un poco.
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-Yo lo creo, Sancho -dijo don Quijote-; ve en buena hora, y Dios te guíe.
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Partió Sancho de carrera, sacando de su paso al rucio, y llegó donde la
|
|
bella cazadora estaba, y, apeándose, puesto ante ella de hinojos, le dijo:
|
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|
-Hermosa señora, aquel caballero que allí se parece, llamado el Caballero
|
|
de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero suyo, a quien llaman en su
|
|
casa Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones, que no ha mucho que se
|
|
llamaba el de la Triste Figura, envía por mí a decir a vuestra grandeza sea
|
|
servida de darle licencia para que, con su propósito y beneplácito y
|
|
consentimiento, él venga a poner en obra su deseo, que no es otro, según él
|
|
dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanería y fermosura;
|
|
que en dársela vuestra señoría hará cosa que redunde en su pro, y él
|
|
recibirá señaladísima merced y contento.
|
|
|
|
-Por cierto, buen escudero -respondió la señora-, vos habéis dado la
|
|
embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales embajadas
|
|
piden. Levantaos del suelo, que escudero de tan gran caballero como es el
|
|
de la Triste Figura, de quien ya tenemos acá mucha noticia, no es justo que
|
|
esté de hinojos; levantaos, amigo, y decid a vuestro señor que venga mucho
|
|
en hora buena a servirse de mí y del duque mi marido, en una casa de placer
|
|
que aquí tenemos.
|
|
|
|
Levantóse Sancho admirado, así de la hermosura de la buena señora como de
|
|
su mucha crianza y cortesía, y más de lo que le había dicho que tenía
|
|
noticia de su señor el Caballero de la Triste Figura, y que si no le
|
|
había llamado el de los Leones, debía de ser por habérsele puesto tan
|
|
nuevamente. Preguntóle la duquesa, cuyo título aún no se sabe:
|
|
|
|
-Decidme, hermano escudero: este vuestro señor, ¿no es uno de quien anda
|
|
impresa una historia que se llama del ingenioso hidalgo don Quijote de la
|
|
Mancha, que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso?
|
|
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|
-El mesmo es, señora -respondió Sancho-; y aquel escudero suyo que anda, o
|
|
debe de andar, en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si
|
|
no es que me trocaron en la cuna; quiero decir, que me trocaron en la
|
|
estampa.
|
|
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|
-De todo eso me huelgo yo mucho -dijo la duquesa-. Id, hermano Panza, y
|
|
decid a vuestro señor que él sea el bien llegado y el bien venido a mis
|
|
estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más contento me diera.
|
|
|
|
Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandísimo gusto volvió a su
|
|
amo, a quien contó todo lo que la gran señora le había dicho, levantando
|
|
con sus rústicos términos a los cielos su mucha fermosura, su gran donaire
|
|
y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla, púsose bien en los
|
|
estribos, acomodóse la visera, arremetió a Rocinante, y con gentil denuedo
|
|
fue a besar las manos a la duquesa; la cual, haciendo llamar al duque, su
|
|
marido, le contó, en tanto que don Quijote llegaba, toda la embajada suya;
|
|
y los dos, por haber leído la primera parte desta historia y haber
|
|
entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo
|
|
gusto y con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el
|
|
humor y conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero
|
|
andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias
|
|
acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun
|
|
les eran muy aficionados.
|
|
|
|
En esto, llegó don Quijote, alzada la visera; y, dando muestras de apearse,
|
|
acudió Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan desgraciado que, al
|
|
apearse del rucio, se le asió un pie en una soga del albarda, de tal modo
|
|
que no fue posible desenredarle, antes quedó colgado dél, con la boca y los
|
|
pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenía en costumbre apearse sin que
|
|
le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho había llegado a tenérsele,
|
|
descargó de golpe el cuerpo, y llevóse tras sí la silla de Rocinante, que
|
|
debía de estar mal cinchado, y la silla y él vinieron al suelo, no sin
|
|
vergüenza suya y de muchas maldiciones que entre dientes echó al desdichado
|
|
de Sancho, que aún todavía tenía el pie en la corma.
|
|
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El duque mandó a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero,
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los cuales levantaron a don Quijote maltrecho de la caída, y, renqueando y
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como pudo, fue a hincar las rodillas ante los dos señores; pero el duque no
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lo consintió en ninguna manera, antes, apeándose de su caballo, fue a
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abrazar a don Quijote, diciéndole:
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-A mí me pesa, señor Caballero de la Triste Figura, que la primera que
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vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se ha visto;
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pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores sucesos.
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-El que yo he tenido en veros, valeroso príncipe -respondió don Quijote-,
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es imposible ser malo, aunque mi caída no parara hasta el profundo de los
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abismos, pues de allí me levantara y me sacara la gloria de haberos visto.
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Mi escudero, que Dios maldiga, mejor desata la lengua para decir malicias
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que ata y cincha una silla para que esté firme; pero, comoquiera que yo me
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halle, caído o levantado, a pie o a caballo, siempre estaré al servicio
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vuestro y al de mi señora la duquesa, digna consorte vuestra, y digna
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señora de la hermosura y universal princesa de la cortesía.
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-¡Pasito, mi señor don Quijote de la Mancha! -dijo el duque-, que adonde
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está mi señora doña Dulcinea del Toboso no es razón que se alaben otras
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fermosuras.
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Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza del lazo, y, hallándose allí
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cerca, antes que su amo respondiese, dijo:
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-No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del
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Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre; que yo he oído
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decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de
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barro, y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres y
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ciento; dígolo porque mi señora la duquesa a fee que no va en zaga a mi ama
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la señora Dulcinea del Toboso.
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Volvióse don Quijote a la duquesa y dijo:
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-Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo
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escudero más hablador ni más gracioso del que yo tengo, y él me sacará
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verdadero si algunos días quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí.
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A lo que respondió la duquesa:
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-De que Sancho el bueno sea gracioso lo estimo yo en mucho, porque es señal
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que es discreto; que las gracias y los donaires, señor don Quijote, como
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vuesa merced bien sabe, no asientan sobre ingenios torpes; y, pues el buen
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Sancho es gracioso y donairoso, desde aquí le confirmo por discreto.
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-Y hablador -añadió don Quijote.
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-Tanto que mejor -dijo el duque-, porque muchas gracias no se pueden decir
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con pocas palabras. Y, porque no se nos vaya el tiempo en ellas, venga el
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gran Caballero de la Triste Figura...
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-De los Leones ha de decir vuestra alteza -dijo Sancho-, que ya no hay
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Triste Figura, ni figuro.
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-Sea el de los Leones -prosiguió el duque-. Digo que venga el señor
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Caballero de los Leones a un castillo mío que está aquí cerca, donde se le
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hará el acogimiento que a tan alta persona se debe justamente, y el que yo
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y la duquesa solemos hacer a todos los caballeros andantes que a él llegan.
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Ya en esto, Sancho había aderezado y cinchado bien la silla a Rocinante; y,
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subiendo en él don Quijote, y el duque en un hermoso caballo, pusieron a la
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duquesa en medio y encaminaron al castillo. Mandó la duquesa a Sancho que
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fuese junto a ella, porque gustaba infinito de oír sus discreciones. No se
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hizo de rogar Sancho, y entretejióse entre los tres, y hizo cuarto en la
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conversación, con gran gusto de la duquesa y del duque, que tuvieron a gran
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ventura acoger en su castillo tal caballero andante y tal escudero andado.
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Capítulo XXXI. Que trata de muchas y grandes cosas
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Suma era la alegría que llevaba consigo Sancho, viéndose, a su parecer, en
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privanza con la duquesa, porque se le figuraba que había de hallar en su
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castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio, siempre
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aficionado a la buena vida; y así, tomaba la ocasión por la melena en esto
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del regalarse cada y cuando que se le ofrecía.
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Cuenta, pues, la historia, que antes que a la casa de placer o castillo
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llegasen, se adelantó el duque y dio orden a todos sus criados del modo que
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habían de tratar a don Quijote; el cual, como llegó con la duquesa a las
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puertas del castillo, al instante salieron dél dos lacayos o palafreneros,
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vestidos hasta en pies de unas ropas que llaman de levantar, de finísimo
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raso carmesí, y, cogiendo a don Quijote en brazos, sin ser oído ni visto,
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le dijeron:
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-Vaya la vuestra grandeza a apear a mi señora la duquesa.
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Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el
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caso; pero, en efecto, venció la porfía de la duquesa, y no quiso decender
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o bajar del palafrén sino en los brazos del duque, diciendo que no se
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hallaba digna de dar a tan gran caballero tan inútil carga. En fin, salió
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el duque a apearla; y al entrar en un gran patio, llegaron dos hermosas
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doncellas y echaron sobre los hombros a don Quijote un gran manto de
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finísima escarlata, y en un instante se coronaron todos los corredores del
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patio de criados y criadas de aquellos señores, diciendo a grandes voces:
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-¡Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes!
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Y todos, o los más, derramaban pomos de aguas olorosas sobre don Quijote y
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sobre los duques, de todo lo cual se admiraba don Quijote; y aquél fue el
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primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante
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verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había
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leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos.
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Sancho, desamparando al rucio, se cosió con la duquesa y se entró en el
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castillo; y, remordiéndole la conciencia de que dejaba al jumento solo, se
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llegó a una reverenda dueña, que con otras a recebir a la duquesa había
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salido, y con voz baja le dijo:
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-Señora González, o como es su gracia de vuesa merced...
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-Doña Rodríguez de Grijalba me llamo -respondió la dueña-. ¿Qué es lo que
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mandáis, hermano?
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A lo que respondió Sancho:
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-Querría que vuesa merced me la hiciese de salir a la puerta del castillo,
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donde hallará un asno rucio mío; vuesa merced sea servida de mandarle
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poner, o ponerle, en la caballeriza, porque el pobrecito es un poco
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medroso, y no se hallará a estar solo en ninguna de las maneras.
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-Si tan discreto es el amo como el mozo -respondió la dueña-, ¡medradas
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estamos! Andad, hermano, mucho de enhoramala para vos y para quien acá os
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trujo, y tened cuenta con vuestro jumento, que las dueñas desta casa no
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estamos acostumbradas a semejantes haciendas.
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-Pues en verdad -respondió Sancho- que he oído yo decir a mi señor, que es
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zahorí de las historias, contando aquella de Lanzarote,
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cuando de Bretaña vino,
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que damas curaban dél,
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y dueñas del su rocino;
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y que en el particular de mi asno, que no le trocara yo con el rocín del
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señor Lanzarote.
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-Hermano, si sois juglar -replicó la dueña-, guardad vuestras gracias para
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donde lo parezcan y se os paguen, que de mi no podréis llevar sino una
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higa.
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-¡Aun bien -respondió Sancho- que será bien madura, pues no perderá vuesa
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merced la quínola de sus años por punto menos!
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-Hijo de puta -dijo la dueña, toda ya encendida en cólera-, si soy vieja o
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no, a Dios daré la cuenta, que no a vos, bellaco, harto de ajos.
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Y esto dijo en voz tan alta, que lo oyó la duquesa; y, volviendo y viendo a
|
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la dueña tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le preguntó con quién
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las había.
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-Aquí las he -respondió la dueña- con este buen hombre, que me ha pedido
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encarecidamente que vaya a poner en la caballeriza a un asno suyo que está
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a la puerta del castillo, trayéndome por ejemplo que así lo hicieron no sé
|
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dónde, que unas damas curaron a un tal Lanzarote, y unas dueñas a su
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rocino, y, sobre todo, por buen término me ha llamado vieja.
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-Eso tuviera yo por afrenta -respondió la duquesa-, más que cuantas
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pudieran decirme.
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Y, hablando con Sancho, le dijo:
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-Advertid, Sancho amigo, que doña Rodríguez es muy moza, y que aquellas
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tocas más las trae por autoridad y por la usanza que por los años.
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-Malos sean los que me quedan por vivir -respondió Sancho-, si lo dije por
|
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tanto; sólo lo dije porque es tan grande el cariño que tengo a mi jumento,
|
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que me pareció que no podía encomendarle a persona más caritativa que a la
|
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señora doña Rodríguez.
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Don Quijote, que todo lo oía, le dijo:
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-¿Pláticas son éstas, Sancho, para este lugar?
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-Señor -respondió Sancho-, cada uno ha de hablar de su menester dondequiera
|
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que estuviere; aquí se me acordó del rucio, y aquí hablé dél; y si en la
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|
caballeriza se me acordara, allí hablara.
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A lo que dijo el duque:
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-Sancho está muy en lo cierto, y no hay que culparle en nada; al rucio se
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le dará recado a pedir de boca, y descuide Sancho, que se le tratará como a
|
|
su mesma persona.
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|
Con estos razonamientos, gustosos a todos sino a don Quijote, llegaron a lo
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alto y entraron a don Quijote en una sala adornada de telas riquísimas de
|
|
oro y de brocado; seis doncellas le desarmaron y sirvieron de pajes, todas
|
|
industriadas y advertidas del duque y de la duquesa de lo que habían de
|
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hacer, y de cómo habían de tratar a don Quijote, para que imaginase y viese
|
|
que le trataban como caballero andante. Quedó don Quijote, después de
|
|
desarmado, en sus estrechos greguescos y en su jubón de camuza, seco, alto,
|
|
tendido, con las quijadas, que por de dentro se besaba la una con la otra;
|
|
figura que, a no tener cuenta las doncellas que le servían con disimular la
|
|
risa -que fue una de las precisas órdenes que sus señores les habían dado-,
|
|
reventaran riendo.
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|
Pidiéronle que se dejase desnudar para una camisa, pero nunca lo consintió,
|
|
diciendo que la honestidad parecía tan bien en los caballeros andantes como
|
|
la valentía. Con todo, dijo que diesen la camisa a Sancho, y, encerrándose
|
|
con él en una cuadra donde estaba un rico lecho, se desnudó y vistió la
|
|
camisa; y, viéndose solo con Sancho, le dijo:
|
|
|
|
-Dime, truhán moderno y majadero antiguo: ¿parécete bien deshonrar y
|
|
afrentar a una dueña tan veneranda y tan digna de respeto como aquélla?
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|
¿Tiempos eran aquéllos para acordarte del rucio, o señores son éstos para
|
|
dejar mal pasar a las bestias, tratando tan elegantemente a sus dueños? Por
|
|
quien Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza de
|
|
manera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela
|
|
tejido. Mira, pecador de ti, que en tanto más es tenido el señor cuanto
|
|
tiene más honrados y bien nacidos criados, y que una de las ventajas
|
|
mayores que llevan los príncipes a los demás hombres es que se sirven de
|
|
criados tan buenos como ellos. ¿No adviertes, angustiado de ti, y
|
|
malaventurado de mí, que si veen que tú eres un grosero villano, o un
|
|
mentecato gracioso, pensarán que yo soy algún echacuervos, o algún
|
|
caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo, huye, huye destos
|
|
inconvinientes, que quien tropieza en hablador y en gracioso, al primer
|
|
puntapié cae y da en truhán desgraciado. Enfrena la lengua, considera y
|
|
rumia las palabras antes que te salgan de la boca, y advierte que hemos
|
|
llegado a parte donde, con el favor de Dios y valor de mi brazo, hemos de
|
|
salir mejorados en tercio y quinto en fama y en hacienda.
|
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|
Sancho le prometió con muchas veras de coserse la boca, o morderse la
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|
lengua, antes de hablar palabra que no fuese muy a propósito y bien
|
|
considerada, como él se lo mandaba, y que descuidase acerca de lo tal, que
|
|
nunca por él se descubriría quién ellos eran.
|
|
|
|
Vistióse don Quijote, púsose su tahalí con su espada, echóse el mantón de
|
|
escarlata a cuestas, púsose una montera de raso verde que las doncellas le
|
|
dieron, y con este adorno salió a la gran sala, adonde halló a las
|
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doncellas puestas en ala, tantas a una parte como a otra, y todas con
|
|
aderezo de darle aguamanos, la cual le dieron con muchas reverencias y
|
|
ceremonias.
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Luego llegaron doce pajes con el maestresala, para llevarle a comer, que ya
|
|
los señores le aguardaban. Cogiéronle en medio, y, lleno de pompa y
|
|
majestad, le llevaron a otra sala, donde estaba puesta una rica mesa con
|
|
solos cuatro servicios. La duquesa y el duque salieron a la puerta de la
|
|
sala a recebirle, y con ellos un grave eclesiástico, destos que gobiernan
|
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las casas de los príncipes; destos que, como no nacen príncipes, no
|
|
aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren
|
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que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos;
|
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destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados,
|
|
les hacen ser miserables; destos tales, digo que debía de ser el grave
|
|
religioso que con los duques salió a recebir a don Quijote. Hiciéronse mil
|
|
corteses comedimientos, y, finalmente, cogiendo a don Quijote en medio, se
|
|
fueron a sentar a la mesa.
|
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|
|
Convidó el duque a don Quijote con la cabecera de la mesa, y aunque él lo
|
|
rehusó, las importunaciones del duque fueron tantas que la hubo de tomar.
|
|
El eclesiástico se sentó frontero, y el duque y la duquesa a los dos lados.
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|
A todo estaba presente Sancho, embobado y atónito de ver la honra que a su
|
|
señor aquellos príncipes le hacían; y, viendo las muchas ceremonias y
|
|
ruegos que pasaron entre el duque y don Quijote para hacerle sentar a la
|
|
cabecera de la mesa, dijo:
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|
-Si sus mercedes me dan licencia, les contaré un cuento que pasó en mi
|
|
pueblo acerca desto de los asientos.
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|
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando don Quijote tembló, creyendo sin duda
|
|
alguna que había de decir alguna necedad. Miróle Sancho y entendióle, y
|
|
dijo:
|
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|
-No tema vuesa merced, señor mío, que yo me desmande, ni que diga cosa que
|
|
no venga muy a pelo, que no se me han olvidado los consejos que poco ha
|
|
vuesa merced me dio sobre el hablar mucho o poco, o bien o mal.
|
|
|
|
-Yo no me acuerdo de nada, Sancho -respondió don Quijote-; di lo que
|
|
quisieres, como lo digas presto.
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-Pues lo que quiero decir -dijo Sancho- es tan verdad, que mi señor don
|
|
Quijote, que está presente, no me dejará mentir.
|
|
|
|
-Por mí -replicó don Quijote-, miente tú, Sancho, cuanto quisieres, que yo
|
|
no te iré a la mano, pero mira lo que vas a decir.
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|
-Tan mirado y remirado lo tengo, que a buen salvo está el que repica, como
|
|
se verá por la obra.
|
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|
-Bien será -dijo don Quijote- que vuestras grandezas manden echar de aquí a
|
|
este tonto, que dirá mil patochadas.
|
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|
-Por vida del duque -dijo la duquesa-, que no se ha de apartar de mí Sancho
|
|
un punto: quiérole yo mucho, porque sé que es muy discreto.
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|
|
|
-Discretos días -dijo Sancho- viva vuestra santidad por el buen crédito que
|
|
de mí tiene, aunque en mí no lo haya. Y el cuento que quiero decir es éste:
|
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«Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los
|
|
Álamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Quiñones, que fue
|
|
hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, que se
|
|
ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años ha en nuestro
|
|
lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don Quijote se halló en ella, de
|
|
donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el
|
|
herrero...» ¿No es verdad todo esto, señor nuestro amo? Dígalo, por su
|
|
vida, porque estos señores no me tengan por algún hablador mentiroso.
|
|
|
|
-Hasta ahora -dijo el eclesiástico-, más os tengo por hablador que por
|
|
mentiroso, pero de aquí adelante no sé por lo que os tendré.
|
|
|
|
-Tú das tantos testigos, Sancho, y tantas señas, que no puedo dejar de
|
|
decir que debes de decir verdad. Pasa adelante y acorta el cuento, porque
|
|
llevas camino de no acabar en dos días.
|
|
|
|
-No ha de acortar tal -dijo la duquesa-, por hacerme a mí placer; antes, le
|
|
ha de contar de la manera que le sabe, aunque no le acabe en seis días; que
|
|
si tantos fuesen, serían para mí los mejores que hubiese llevado en mi
|
|
vida.
|
|
|
|
-«Digo, pues, señores míos -prosiguió Sancho-, que este tal hidalgo, que yo
|
|
conozco como a mis manos, porque no hay de mi casa a la suya un tiro de
|
|
ballesta, convidó un labrador pobre, pero honrado.»
|
|
|
|
-Adelante, hermano -dijo a esta sazón el religioso-, que camino lleváis de
|
|
no parar con vuestro cuento hasta el otro mundo.
|
|
|
|
-A menos de la mitad pararé, si Dios fuere servido -respondió Sancho-. «Y
|
|
así, digo que, llegando el tal labrador a casa del dicho hidalgo
|
|
convidador, que buen poso haya su ánima, que ya es muerto, y por más señas
|
|
dicen que hizo una muerte de un ángel, que yo no me hallé presente, que
|
|
había ido por aquel tiempo a segar a Tembleque...»
|
|
|
|
-Por vida vuestra, hijo, que volváis presto de Tembleque, y que, sin
|
|
enterrar al hidalgo, si no queréis hacer más exequias, acabéis vuestro
|
|
cuento.
|
|
|
|
-«Es, pues, el caso -replicó Sancho- que, estando los dos para asentarse a
|
|
la mesa, que parece que ahora los veo más que nunca...»
|
|
|
|
Gran gusto recebían los duques del disgusto que mostraba tomar el buen
|
|
religioso de la dilación y pausas con que Sancho contaba su cuento, y don
|
|
Quijote se estaba consumiendo en cólera y en rabia.
|
|
|
|
-«Digo, así -dijo Sancho-, que, estando, como he dicho, los dos para
|
|
sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la
|
|
cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la
|
|
tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el
|
|
labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el
|
|
hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar
|
|
por fuerza, diciéndole: ''Sentaos, majagranzas, que adondequiera que yo me
|
|
siente será vuestra cabecera''.» Y éste es el cuento, y en verdad que creo
|
|
que no ha sido aquí traído fuera de propósito.
|
|
|
|
Púsose don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le
|
|
parecían; los señores disimularon la risa, porque don Quijote no acabase de
|
|
correrse, habiendo entendido la malicia de Sancho; y, por mudar de plática
|
|
y hacer que Sancho no prosiguiese con otros disparates, preguntó la duquesa
|
|
a don Quijote que qué nuevas tenía de la señora Dulcinea, y que si le había
|
|
enviado aquellos días algunos presentes de gigantes o malandrines, pues no
|
|
podía dejar de haber vencido muchos. A lo que don Quijote respondió:
|
|
|
|
-Señora mía, mis desgracias, aunque tuvieron principio, nunca tendrán fin.
|
|
Gigantes he vencido, y follones y malandrines le he enviado, pero ¿adónde
|
|
la habían de hallar, si está encantada y vuelta en la más fea labradora que
|
|
imaginar se puede?
|
|
|
|
-No sé -dijo Sancho Panza-, a mí me parece la más hermosa criatura del
|
|
mundo; a lo menos, en la ligereza y en el brincar bien sé yo que no dará
|
|
ella la ventaja a un volteador; a buena fe, señora duquesa, así salta desde
|
|
el suelo sobre una borrica como si fuera un gato.
|
|
|
|
-¿Habéisla visto vos encantada, Sancho? -preguntó el duque.
|
|
|
|
-Y ¡cómo si la he visto! -respondió Sancho-. Pues, ¿quién diablos sino yo
|
|
fue el primero que cayó en el achaque del encantorio? ¡Tan encantada está
|
|
como mi padre!
|
|
|
|
El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó
|
|
en la cuenta de que aquél debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya
|
|
historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas
|
|
veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates; y, enterándose
|
|
ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera, hablando con el duque, le
|
|
dijo:
|
|
|
|
-Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo
|
|
que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama,
|
|
imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere
|
|
que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y
|
|
vaciedades.
|
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|
|
Y, volviendo la plática a don Quijote, le dijo:
|
|
|
|
-Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois
|
|
caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad en
|
|
hora buena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros
|
|
hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando
|
|
por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no
|
|
conocen. ¿En dónde, nora tal, habéis vos hallado que hubo ni hay ahora
|
|
caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la
|
|
Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades
|
|
que de vos se cuentan?
|
|
|
|
Atento estuvo don Quijote a las razones de aquel venerable varón, y, viendo
|
|
que ya callaba, sin guardar respeto a los duques, con semblante airado y
|
|
alborotado rostro, se puso en pie y dijo...
|
|
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Pero esta respuesta capítulo por sí merece.
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Capítulo XXXII. De la respuesta que dio don Quijote a su reprehensor, con
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otros graves y graciosos sucesos
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Levantado, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como
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azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo:
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-El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo y el respeto que
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siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa tienen y atan las
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manos de mi justo enojo; y, así por lo que he dicho como por saber que
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saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la
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mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa
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merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames
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vituperios. Las reprehensiones santas y bien intencionadas otras
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circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos, el haberme
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reprehendido en público y tan ásperamente ha pasado todos los límites de la
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buena reprehensión, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que
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sobre la aspereza, y no es bien que, sin tener conocimiento del pecado que
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se reprehende, llamar al pecador, sin más ni más, mentecato y tonto. Si no,
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dígame vuesa merced: ¿por cuál de las mentecaterías que en mí ha visto me
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condena y vitupera, y me manda que me vaya a mi casa a tener cuenta en el
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gobierno della y de mi mujer y de mis hijos, sin saber si la tengo o los
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tengo? ¿No hay más sino a troche moche entrarse por las casas ajenas a
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gobernar sus dueños, y, habiéndose criado algunos en la estrecheza de algún
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pupilaje, sin haber visto más mundo que el que puede contenerse en veinte o
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treinta leguas de distrito, meterse de rondón a dar leyes a la caballería y
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a juzgar de los caballeros andantes? ¿Por ventura es asumpto vano o es
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tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los
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regalos dél, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la
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inmortalidad? Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los
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generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable; pero
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de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron
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las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy y
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caballero he de morir si place al Altísimo. Unos van por el ancho campo de
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la ambición soberbia; otros, por el de la adulación servil y baja; otros,
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por el de la hipocresía engañosa, y algunos, por el de la verdadera
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religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la
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caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la
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honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado
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insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no
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más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y, siéndolo,
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no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis
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intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a
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todos y mal a ninguno; si el que esto entiende, si el que esto obra, si el
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que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque
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y duquesa excelentes.
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-¡Bien, por Dios! -dijo Sancho-. No diga más vuestra merced, señor y amo
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mío, en su abono, porque no hay más que decir, ni más que pensar, ni más
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que perseverar en el mundo. Y más, que, negando este señor, como ha negado,
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que no ha habido en el mundo, ni los hay, caballeros andantes, ¿qué mucho
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que no sepa ninguna de las cosas que ha dicho?
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-¿Por ventura -dijo el eclesiástico- sois vos, hermano, aquel Sancho Panza
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que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?
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-Sí soy -respondió Sancho-; y soy quien la merece tan bien como otro
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cualquiera; soy quien "júntate a los buenos y serás uno dellos", y soy yo
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de aquellos "no con quien naces, sino con quien paces", y de los "quien a
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buen árbol se arrima, buena sombra le cobija". Yo me he arrimado a buen
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señor, y ha muchos meses que ando en su compañía, y he de ser otro como él,
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Dios queriendo; y viva él y viva yo: que ni a él le faltarán imperios que
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mandar ni a mí ínsulas que gobernar.
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-No, por cierto, Sancho amigo -dijo a esta sazón el duque-, que yo, en
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nombre del señor don Quijote, os mando el gobierno de una que tengo de
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nones, de no pequeña calidad.
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-Híncate de rodillas, Sancho -dijo don Quijote-, y besa los pies a Su
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Excelencia por la merced que te ha hecho.
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Hízolo así Sancho; lo cual visto por el eclesiástico, se levantó de la
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mesa, mohíno además, diciendo:
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-Por el hábito que tengo, que estoy por decir que es tan sandio Vuestra
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Excelencia como estos pecadores. ¡Mirad si no han de ser ellos locos, pues
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los cuerdos canonizan sus locuras! Quédese Vuestra Excelencia con ellos;
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que, en tanto que estuvieren en casa, me estaré yo en la mía, y me escusaré
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de reprehender lo que no puedo remediar.
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Y, sin decir más ni comer más, se fue, sin que fuesen parte a detenerle los
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ruegos de los duques; aunque el duque no le dijo mucho, impedido de la risa
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que su impertinente cólera le había causado. Acabó de reír y dijo a don
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Quijote:
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-Vuesa merced, señor Caballero de los Leones, ha respondido por sí tan
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altamente que no le queda cosa por satisfacer deste que, aunque parece
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agravio, no lo es en ninguna manera; porque, así como no agravian las
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mujeres, no agravian los eclesiásticos, como vuesa merced mejor sabe.
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-Así es -respondió don Quijote-, y la causa es que el que no puede ser
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agraviado no puede agraviar a nadie. Las mujeres, los niños y los
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eclesiásticos, como no pueden defenderse, aunque sean ofendidos, no pueden
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ser afrentados; porque entre el agravio y la afrenta hay esta diferencia,
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como mejor Vuestra Excelencia sabe: la afrenta viene de parte de quien la
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puede hacer, y la hace y la sustenta; el agravio puede venir de cualquier
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parte, sin que afrente. Sea ejemplo: está uno en la calle descuidado,
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llegan diez con mano armada, y, dándole de palos, pone mano a la espada y
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hace su deber, pero la muchedumbre de los contrarios se le opone, y no le
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deja salir con su intención, que es de vengarse; este tal queda agraviado,
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pero no afrentado. Y lo mesmo confirmará otro ejemplo: está uno vuelto de
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espaldas, llega otro y dale de palos, y en dándoselos huye y no espera, y
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el otro le sigue y no alcanza; este que recibió los palos, recibió agravio,
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mas no afrenta, porque la afrenta ha de ser sustentada. Si el que le dio
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los palos, aunque se los dio a hurtacordel, pusiera mano a su espada y se
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estuviera quedo, haciendo rostro a su enemigo, quedara el apaleado
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agraviado y afrentado juntamente: agraviado, porque le dieron a traición;
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afrentado, porque el que le dio sustentó lo que había hecho, sin volver las
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espaldas y a pie quedo. Y así, según las leyes del maldito duelo, yo puedo
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estar agraviado, mas no afrentado; porque los niños no sienten, ni las
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mujeres, ni pueden huir, ni tienen para qué esperar, y lo mesmo los
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constituidos en la sacra religión, porque estos tres géneros de gente
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carecen de armas ofensivas y defensivas; y así, aunque naturalmente estén
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obligados a defenderse, no lo están para ofender a nadie. Y, aunque poco ha
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dije que yo podía estar agraviado, agora digo que no, en ninguna manera,
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porque quien no puede recebir afrenta, menos la puede dar; por las cuales
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razones yo no debo sentir, ni siento, las que aquel buen hombre me ha
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dicho; sólo quisiera que esperara algún poco, para darle a entender en el
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error en que está en pensar y decir que no ha habido, ni los hay,
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caballeros andantes en el mundo; que si lo tal oyera Amadís, o uno de los
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infinitos de su linaje, yo sé que no le fuera bien a su merced.
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-Eso juro yo bien -dijo Sancho-: cuchillada le hubieran dado que le
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abrieran de arriba abajo como una granada, o como a un melón muy maduro.
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¡Bonitos eran ellos para sufrir semejantes cosquillas! Para mi santiguada,
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que tengo por cierto que si Reinaldos de Montalbán hubiera oído estas
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razones al hombrecito, tapaboca le hubiera dado que no hablara más en tres
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años. ¡No, sino tomárase con ellos y viera cómo escapaba de sus manos!
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Perecía de risa la duquesa en oyendo hablar a Sancho, y en su opinión le
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tenía por más gracioso y por más loco que a su amo; y muchos hubo en aquel
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tiempo que fueron deste mismo parecer. Finalmente, don Quijote se sosegó, y
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la comida se acabó, y, en levantando los manteles, llegaron cuatro
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doncellas, la una con una fuente de plata, y la otra con un aguamanil,
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asimismo de plata, y la otra con dos blanquísimas y riquísimas toallas al
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hombro, y la cuarta descubiertos los brazos hasta la mitad, y en sus
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blancas manos -que sin duda eran blancas- una redonda pella de jabón
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napolitano. Llegó la de la fuente, y con gentil donaire y desenvoltura
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encajó la fuente debajo de la barba de don Quijote; el cual, sin hablar
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palabra, admirado de semejante ceremonia, creyendo que debía ser usanza de
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aquella tierra en lugar de las manos lavar las barbas, y así tendió la suya
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todo cuanto pudo, y al mismo punto comenzó a llover el aguamanil, y la
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doncella del jabón le manoseó las barbas con mucha priesa, levantando copos
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de nieve, que no eran menos blancas las jabonaduras, no sólo por las
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barbas, mas por todo el rostro y por los ojos del obediente caballero,
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tanto, que se los hicieron cerrar por fuerza.
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El duque y la duquesa, que de nada desto eran sabidores, estaban esperando
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en qué había de parar tan extraordinario lavatorio. La doncella barbera,
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cuando le tuvo con un palmo de jabonadura, fingió que se le había acabado
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el agua, y mandó a la del aguamanil fuese por ella, que el señor don
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Quijote esperaría. Hízolo así, y quedó don Quijote con la más estraña
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figura y más para hacer reír que se pudiera imaginar.
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Mirábanle todos los que presentes estaban, que eran muchos, y como le veían
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con media vara de cuello, más que medianamente moreno, los ojos cerrados y
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las barbas llenas de jabón, fue gran maravilla y mucha discreción poder
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disimular la risa; las doncellas de la burla tenían los ojos bajos, sin
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osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba la cólera y la risa en el
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cuerpo, y no sabían a qué acudir: o a castigar el atrevimiento de las
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muchachas, o darles premio por el gusto que recibían de ver a don Quijote
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de aquella suerte.
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Finalmente, la doncella del aguamanil vino, y acabaron de lavar a don
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Quijote, y luego la que traía las toallas le limpió y le enjugó muy
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reposadamente; y, haciéndole todas cuatro a la par una grande y profunda
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inclinación y reverencia, se querían ir; pero el duque, porque don Quijote
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no cayese en la burla, llamó a la doncella de la fuente, diciéndole:
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-Venid y lavadme a mí, y mirad que no se os acabe el agua.
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La muchacha, aguda y diligente, llegó y puso la fuente al duque como a don
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Quijote, y, dándose prisa, le lavaron y jabonaron muy bien, y, dejándole
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enjuto y limpio, haciendo reverencias se fueron. Después se supo que había
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jurado el duque que si a él no le lavaran como a don Quijote, había de
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castigar su desenvoltura, lo cual habían enmendado discretamente con
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haberle a él jabonado.
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Estaba atento Sancho a las ceremonias de aquel lavatorio, y dijo entre sí:
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-¡Válame Dios! ¿Si será también usanza en esta tierra lavar las barbas a
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los escuderos como a los caballeros? Porque, en Dios y en mi ánima que lo
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he bien menester, y aun que si me las rapasen a navaja, lo tendría a más
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beneficio.
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-¿Qué decís entre vos, Sancho? -preguntó la duquesa.
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-Digo, señora -respondió él-, que en las cortes de los otros príncipes
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siempre he oído decir que en levantando los manteles dan agua a las manos,
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pero no lejía a las barbas; y que por eso es bueno vivir mucho, por ver
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mucho; aunque también dicen que el que larga vida vive mucho mal ha de
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pasar, puesto que pasar por un lavatorio de éstos antes es gusto que
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trabajo.
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-No tengáis pena, amigo Sancho -dijo la duquesa-, que yo haré que mis
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doncellas os laven, y aun os metan en colada, si fuere menester.
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-Con las barbas me contento -respondió Sancho-, por ahora a lo menos, que
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andando el tiempo, Dios dijo lo que será.
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-Mirad, maestresala -dijo la duquesa-, lo que el buen Sancho pide, y
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cumplidle su voluntad al pie de la letra.
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El maestresala respondió que en todo sería servido el señor Sancho, y con
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esto se fue a comer, y llevó consigo a Sancho, quedándose a la mesa los
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duques y don Quijote, hablando en muchas y diversas cosas; pero todas
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tocantes al ejercicio de las armas y de la andante caballería.
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La duquesa rogó a don Quijote que le delinease y describiese, pues parecía
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tener felice memoria, la hermosura y facciones de la señora Dulcinea del
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Toboso; que, según lo que la fama pregonaba de su belleza, tenía por
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entendido que debía de ser la más bella criatura del orbe, y aun de toda la
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Mancha. Sospiró don Quijote, oyendo lo que la duquesa le mandaba, y dijo:
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-Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerle ante los ojos de vuestra
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grandeza, aquí, sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi
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lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque Vuestra Excelencia la
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viera en él toda retratada; pero, ¿para qué es ponerme yo ahora a delinear
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y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par
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Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en
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quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y
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los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en
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bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?
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-¿Qué quiere decir demostina, señor don Quijote -preguntó la duquesa-, que
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es vocablo que no le he oído en todos los días de mi vida?
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-Retórica demostina -respondió don Quijote- es lo mismo que decir retórica
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de Demóstenes, como ciceroniana, de Cicerón, que fueron los dos mayores
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retóricos del mundo.
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-Así es -dijo el duque-, y habéis andado deslumbrada en la tal pregunta.
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Pero, con todo eso, nos daría gran gusto el señor don Quijote si nos la
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pintase; que a buen seguro que, aunque sea en rasguño y bosquejo, que ella
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salga tal, que la tengan invidia las más hermosas.
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-Sí hiciera, por cierto -respondió don Quijote-, si no me la hubiera
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borrado de la idea la desgracia que poco ha que le sucedió, que es tal, que
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más estoy para llorarla que para describirla; porque habrán de saber
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vuestras grandezas que, yendo los días pasados a besarle las manos, y a
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recebir su bendición, beneplácito y licencia para esta tercera salida,
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hallé otra de la que buscaba: halléla encantada y convertida de princesa en
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labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera,
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de bien hablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas,
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y, finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago.
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-¡Válame Dios! -dando una gran voz, dijo a este instante el duque-. ¿Quién
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ha sido el que tanto mal ha hecho al mundo? ¿Quién ha quitado dél la
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belleza que le alegraba, el donaire que le entretenía y la honestidad que
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le acreditaba?
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-¿Quién? -respondió don Quijote-. ¿Quién puede ser sino algún maligno
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encantador de los muchos invidiosos que me persiguen? Esta raza maldita,
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nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de los buenos, y
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para dar luz y levantar los fechos de los malos. Perseguido me han
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encantadores, encantadores me persiguen y encantadores me persiguirán hasta
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dar conmigo y con mis altas caballerías en el profundo abismo del olvido; y
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en aquella parte me dañan y hieren donde veen que más lo siento, porque
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quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con que mira,
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y el sol con que se alumbra, y el sustento con que se mantiene. Otras
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muchas veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el caballero
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andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin cimiento y la
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sombra sin cuerpo de quien se cause.
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-No hay más que decir -dijo la duquesa-; pero si, con todo eso, hemos de
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dar crédito a la historia que del señor don Quijote de pocos días a esta
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parte ha salido a la luz del mundo, con general aplauso de las gentes,
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della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha visto a la
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señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es dama
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fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la
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pintó con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso.
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-En eso hay mucho que decir -respondió don Quijote-. Dios sabe si hay
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Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas
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no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo
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engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea
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una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas
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las del mundo, como son: hermosa, sin tacha, grave sin soberbia, amorosa
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con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y,
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|
finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece
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y campea la hermosura con más grados de perfeción que en las hermosas
|
|
humildemente nacidas.
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-Así es -dijo el duque-; pero hame de dar licencia el señor don Quijote
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para que diga lo que me fuerza a decir la historia que de sus hazañas he
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leído, de donde se infiere que, puesto que se conceda que hay Dulcinea, en
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el Toboso o fuera dél, y que sea hermosa en el sumo grado que vuesa merced
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nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no corre parejas con las
|
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Orianas, con las Alastrajareas, con las Madásimas, ni con otras deste jaez,
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|
de quien están llenas las historias que vuesa merced bien sabe.
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-A eso puedo decir -respondió don Quijote- que Dulcinea es hija de sus
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obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y
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tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado; cuanto más, que
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Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de corona y ceptro;
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que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores
|
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milagros se estiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en sí
|
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encerradas mayores venturas.
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-Digo, señor don Quijote -dijo la duquesa-, que en todo cuanto vuestra
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merced dice va con pie de plomo, y, como suele decirse, con la sonda en la
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mano; y que yo desde aquí adelante creeré y haré creer a todos los de mi
|
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casa, y aun al duque mi señor, si fuere menester, que hay Dulcinea en el
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|
Toboso, y que vive hoy día, y es hermosa, y principalmente nacida y
|
|
merecedora que un tal caballero como es el señor don Quijote la sirva; que
|
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es lo más que puedo ni sé encarecer. Pero no puedo dejar de formar un
|
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escrúpulo, y tener algún no sé qué de ojeriza contra Sancho Panza: el
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escrúpulo es que dice la historia referida que el tal Sancho Panza halló a
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la tal señora Dulcinea, cuando de parte de vuestra merced le llevó una
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epístola, ahechando un costal de trigo, y, por más señas, dice que era
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rubión: cosa que me hace dudar en la alteza de su linaje.
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A lo que respondió don Quijote:
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-Señora mía, sabrá la vuestra grandeza que todas o las más cosas que a mí
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me suceden van fuera de los términos ordinarios de las que a los otros
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caballeros andantes acontecen, o ya sean encaminadas por el querer
|
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inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de algún
|
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encantador invidioso; y, como es cosa ya averiguada que todos o los más
|
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caballeros andantes y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado,
|
|
otro de ser de tan impenetrables carnes que no pueda ser herido, como lo
|
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fue el famoso Roldán, uno de los doce Pares de Francia, de quien se cuenta
|
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que no podía ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto
|
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había de ser con la punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma
|
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alguna; y así, cuando Bernardo del Carpio le mató en Roncesvalles, viendo
|
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que no le podía llagar con fierro, le levantó del suelo entre los brazos y
|
|
le ahogó, acordándose entonces de la muerte que dio Hércules a Anteón,
|
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aquel feroz gigante que decían ser hijo de la Tierra. Quiero inferir de lo
|
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dicho, que podría ser que yo tuviese alguna gracia déstas, no del no
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poder ser ferido, porque muchas veces la experiencia me ha mostrado que soy
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de carnes blandas y no nada impenetrables, ni la de no poder ser encantado,
|
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que ya me he visto metido en una jaula, donde todo el mundo no fuera
|
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poderoso a encerrarme, si no fuera a fuerzas de encantamentos; pero, pues
|
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de aquél me libré, quiero creer que no ha de haber otro alguno que me
|
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empezca; y así, viendo estos encantadores que con mi persona no pueden usar
|
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de sus malas mañas, vénganse en las cosas que más quiero, y quieren
|
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quitarme la vida maltratando la de Dulcinea, por quien yo vivo; y así, creo
|
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que, cuando mi escudero le llevó mi embajada, se la convirtieron en villana
|
|
y ocupada en tan bajo ejercicio como es el de ahechar trigo; pero ya tengo
|
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yo dicho que aquel trigo ni era rubión ni trigo, sino granos de perlas
|
|
orientales; y para prueba desta verdad quiero decir a vuestras magnitudes
|
|
cómo, viniendo poco ha por el Toboso, jamás pude hallar los palacios de
|
|
Dulcinea; y que otro día, habiéndola visto Sancho, mi escudero, en su mesma
|
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figura, que es la más bella del orbe, a mí me pareció una labradora tosca y
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|
fea, y no nada bien razonada, siendo la discreción del mundo; y, pues yo no
|
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estoy encantado, ni lo puedo estar, según buen discurso, ella es la
|
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encantada, la ofendida y la mudada, trocada y trastrocada, y en ella se han
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|
vengado de mí mis enemigos, y por ella viviré yo en perpetuas lágrimas,
|
|
hasta verla en su prístino estado. Todo esto he dicho para que nadie repare
|
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en lo que Sancho dijo del cernido ni del ahecho de Dulcinea; que, pues a mí
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me la mudaron, no es maravilla que a él se la cambiasen. Dulcinea es
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principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso,
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que son muchos, antiguos y muy buenos, a buen seguro que no le cabe poca
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parte a la sin par Dulcinea, por quien su lugar será famoso y nombrado en
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los venideros siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y España por la
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Cava, aunque con mejor título y fama. Por otra parte, quiero que entiendan
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vuestras señorías que Sancho Panza es uno de los más graciosos escuderos
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que jamás sirvió a caballero andante; tiene a veces unas simplicidades tan
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agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento; tiene
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malicias que le condenan por bellaco, y descuidos que le confirman por
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bobo; duda de todo y créelo todo; cuando pienso que se va a despeñar de
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tonto, sale con unas discreciones, que le levantan al cielo. Finalmente, yo
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no le trocaría con otro escudero, aunque me diesen de añadidura una ciudad;
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y así, estoy en duda si será bien enviarle al gobierno de quien vuestra
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grandeza le ha hecho merced; aunque veo en él una cierta aptitud para esto
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de gobernar, que atusándole tantico el entendimiento, se saldría con
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cualquiera gobierno, como el rey con sus alcabalas; y más, que ya por
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muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas
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letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saber
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leer, y gobiernan como unos girifaltes; el toque está en que tengan buena
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intención y deseen acertar en todo; que nunca les faltará quien les
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aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores
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caballeros y no letrados, que sentencian con asesor. Aconsejaríale yo que
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ni tome cohecho, ni pierda derecho, y otras cosillas que me quedan en el
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estómago, que saldrán a su tiempo, para utilidad de Sancho y provecho de la
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ínsula que gobernare.
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A este punto llegaban de su coloquio el duque, la duquesa y don Quijote,
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cuando oyeron muchas voces y gran rumor de gente en el palacio; y a deshora
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entró Sancho en la sala, todo asustado, con un cernadero por babador, y
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tras él muchos mozos, o, por mejor decir, pícaros de cocina y otra gente
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menuda, y uno venía con un artesoncillo de agua, que en la color y poca
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limpieza mostraba ser de fregar; seguíale y perseguíale el de la artesa, y
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procuraba con toda solicitud ponérsela y encajársela debajo de las barbas,
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y otro pícaro mostraba querérselas lavar.
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-¿Qué es esto, hermanos? -preguntó la duquesa-. ¿Qué es esto? ¿Qué queréis
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a ese buen hombre? ¿Cómo y no consideráis que está electo gobernador?
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A lo que respondió el pícaro barbero:
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-No quiere este señor dejarse lavar, como es usanza, y como se la lavó el
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duque mi señor y el señor su amo.
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-Sí quiero -respondió Sancho con mucha cólera-, pero querría que fuese con
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toallas más limpias, con lejía mas clara y con manos no tan sucias; que no
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hay tanta diferencia de mí a mi amo, que a él le laven con agua de ángeles
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y a mí con lejía de diablos. Las usanzas de las tierras y de los palacios
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de los príncipes tanto son buenas cuanto no dan pesadumbre, pero la
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costumbre del lavatorio que aquí se usa peor es que de diciplinantes. Yo
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estoy limpio de barbas y no tengo necesidad de semejantes refrigerios; y el
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que se llegare a lavarme ni a tocarme a un pelo de la cabeza, digo, de mi
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barba, hablando con el debido acatamiento, le daré tal puñada que le deje
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el puño engastado en los cascos; que estas tales ceremonias y jabonaduras
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más parecen burlas que gasajos de huéspedes.
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Perecida de risa estaba la duquesa, viendo la cólera y oyendo las razones
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de Sancho, pero no dio mucho gusto a don Quijote verle tan mal adeliñado
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con la jaspeada toalla, y tan rodeado de tantos entretenidos de cocina; y
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así, haciendo una profunda reverencia a los duques, como que les pedía
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licencia para hablar, con voz reposada dijo a la canalla:
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-¡Hola, señores caballeros! Vuesas mercedes dejen al mancebo, y vuélvanse
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por donde vinieron, o por otra parte si se les antojare, que mi escudero es
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limpio tanto como otro, y esas artesillas son para él estrechas y penantes
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búcaros. Tomen mi consejo y déjenle, porque ni él ni yo sabemos de achaque
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de burlas.
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Cogióle la razón de la boca Sancho, y prosiguió diciendo:
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-¡No, sino lléguense a hacer burla del mostrenco, que así lo sufriré como
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ahora es de noche! Traigan aquí un peine, o lo que quisieren, y almohácenme
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estas barbas, y si sacaren dellas cosa que ofenda a la limpieza, que me
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trasquilen a cruces.
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A esta sazón, sin dejar la risa, dijo la duquesa:
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-Sancho Panza tiene razón en todo cuanto ha dicho, y la tendrá en todo
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cuanto dijere: él es limpio, y, como él dice, no tiene necesidad de
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lavarse; y si nuestra usanza no le contenta, su alma en su palma, cuanto
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más, que vosotros, ministros de la limpieza, habéis andado demasiadamente
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de remisos y descuidados, y no sé si diga atrevidos, a traer a tal
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personaje y a tales barbas, en lugar de fuentes y aguamaniles de oro puro y
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de alemanas toallas, artesillas y dornajos de palo y rodillas de
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aparadores. Pero, en fin, sois malos y mal nacidos, y no podéis dejar, como
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malandrines que sois, de mostrar la ojeriza que tenéis con los escuderos de
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los andantes caballeros.
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Creyeron los apicarados ministros, y aun el maestresala, que venía con
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ellos, que la duquesa hablaba de veras; y así, quitaron el cernadero del
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pecho de Sancho, y todos confusos y casi corridos se fueron y le dejaron;
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el cual, viéndose fuera de aquel, a su parecer, sumo peligro, se fue a
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hincar de rodillas ante la duquesa y dijo:
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-De grandes señoras, grandes mercedes se esperan; esta que la vuestra
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merced hoy me ha fecho no puede pagarse con menos, si no es con desear
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verme armado caballero andante, para ocuparme todos los días de mi vida en
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servir a tan alta señora. Labrador soy, Sancho Panza me llamo, casado soy,
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hijos tengo y de escudero sirvo: si con alguna destas cosas puedo servir a
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vuestra grandeza, menos tardaré yo en obedecer que vuestra señoría en
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mandar.
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-Bien parece, Sancho -respondió la duquesa-, que habéis aprendido a ser
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cortés en la escuela de la misma cortesía; bien parece, quiero decir, que
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os habéis criado a los pechos del señor don Quijote, que debe de ser la
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nata de los comedimientos y la flor de las ceremonias, o cirimonias, como
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vos decís. Bien haya tal señor y tal criado: el uno, por norte de la
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andante caballería; y el otro, por estrella de la escuderil fidelidad.
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Levantaos, Sancho amigo, que yo satisfaré vuestras cortesías con hacer que
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el duque mi señor, lo más presto que pudiere, os cumpla la merced prometida
|
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del gobierno.
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Con esto cesó la plática, y don Quijote se fue a reposar la siesta, y la
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duquesa pidió a Sancho que, si no tenía mucha gana de dormir, viniese a
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pasar la tarde con ella y con sus doncellas en una muy fresca sala. Sancho
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respondió que, aunque era verdad que tenía por costumbre dormir cuatro o
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cinco horas las siestas del verano, que, por servir a su bondad, él
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procuraría con todas sus fuerzas no dormir aquel día ninguna, y vendría
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obediente a su mandado, y fuese. El duque dio nuevas órdenes como se
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tratase a don Quijote como a caballero andante, sin salir un punto del
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estilo como cuentan que se trataban los antiguos caballeros.
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Capítulo XXXIII. De la sabrosa plática que la duquesa y sus doncellas
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pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note
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Cuenta, pues, la historia, que Sancho no durmió aquella siesta, sino que,
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por cumplir su palabra, vino en comiendo a ver a la duquesa; la cual, con
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el gusto que tenía de oírle, le hizo sentar junto a sí en una silla baja,
|
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aunque Sancho, de puro bien criado, no quería sentarse; pero la duquesa le
|
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dijo que se sentase como gobernador y hablase como escudero, puesto que por
|
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entrambas cosas merecía el mismo escaño del Cid Ruy Díaz Campeador.
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Encogió Sancho los hombros, obedeció y sentóse, y todas las doncellas y
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dueñas de la duquesa la rodearon, atentas, con grandísimo silencio, a
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escuchar lo que diría; pero la duquesa fue la que habló primero, diciendo:
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-Ahora que estamos solos, y que aquí no nos oye nadie, querría yo que el
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señor gobernador me asolviese ciertas dudas que tengo, nacidas de la
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historia que del gran don Quijote anda ya impresa; una de las cuales dudas
|
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es que, pues el buen Sancho nunca vio a Dulcinea, digo, a la señora
|
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Dulcinea del Toboso, ni le llevó la carta del señor don Quijote, porque se
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quedó en el libro de memoria en Sierra Morena, cómo se atrevió a fingir la
|
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respuesta, y aquello de que la halló ahechando trigo, siendo todo burla y
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mentira, y tan en daño de la buena opinión de la sin par Dulcinea, y todas
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que no vienen bien con la calidad y fidelidad de los buenos escuderos.
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|
A estas razones, sin responder con alguna, se levantó Sancho de la silla,
|
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y, con pasos quedos, el cuerpo agobiado y el dedo puesto sobre los labios,
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anduvo por toda la sala levantando los doseles; y luego, esto hecho, se
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volvió a sentar y dijo:
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-Ahora, señora mía, que he visto que no nos escucha nadie de solapa, fuera
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de los circunstantes, sin temor ni sobresalto responderé a lo que se me ha
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preguntado, y a todo aquello que se me preguntare; y lo primero que digo es
|
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que yo tengo a mi señor don Quijote por loco rematado, puesto que algunas
|
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veces dice cosas que, a mi parecer, y aun de todos aquellos que le
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escuchan, son tan discretas y por tan buen carril encaminadas, que el mesmo
|
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Satanás no las podría decir mejores; pero, con todo esto, verdaderamente y
|
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sin escrúpulo, a mí se me ha asentado que es un mentecato. Pues, como yo
|
|
tengo esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni
|
|
cabeza, como fue aquello de la respuesta de la carta, y lo de habrá seis o
|
|
ocho días, que aún no está en historia; conviene a saber: lo del encanto de
|
|
mi señora doña Dulcinea, que le he dado a entender que está encantada, no
|
|
siendo más verdad que por los cerros de Úbeda.
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Rogóle la duquesa que le contase aquel encantamento o burla, y Sancho se lo
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contó todo del mesmo modo que había pasado, de que no poco gusto recibieron
|
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los oyentes; y, prosiguiendo en su plática, dijo la duquesa:
|
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|
-De lo que el buen Sancho me ha contado me anda brincando un escrúpulo en
|
|
el alma y un cierto susurro llega a mis oídos, que me dice: ''Pues don
|
|
Quijote de la Mancha es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza su
|
|
escudero lo conoce, y, con todo eso, le sirve y le sigue y va atenido a las
|
|
vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser él más loco y tonto que
|
|
su amo; y, siendo esto así, como lo es, mal contado te será, señora
|
|
duquesa, si al tal Sancho Panza le das ínsula que gobierne, porque el que
|
|
no sabe gobernarse a sí, ¿cómo sabrá gobernar a otros?''
|
|
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|
-Par Dios, señora -dijo Sancho-, que ese escrúpulo viene con parto derecho;
|
|
pero dígale vuesa merced que hable claro, o como quisiere, que yo conozco
|
|
que dice verdad: que si yo fuera discreto, días ha que había de haber
|
|
dejado a mi amo. Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi malandanza; no puedo
|
|
más, seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole
|
|
bien, es agradecido, diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel; y así,
|
|
es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón.
|
|
Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de
|
|
menos me hizo Dios, y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi
|
|
conciencia; que, maguera tonto, se me entiende aquel refrán de ''por su mal
|
|
le nacieron alas a la hormiga''; y aun podría ser que se fuese más aína
|
|
Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen pan hacen aquí
|
|
como en Francia; y de noche todos los gatos son pardos, y asaz de
|
|
desdichada es la persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado; y
|
|
no hay estómago que sea un palmo mayor que otro, el cual se puede llenar,
|
|
como suele decirse, de paja y de heno; y las avecitas del campo tienen a
|
|
Dios por su proveedor y despensero; y más calientan cuatro varas de paño de
|
|
Cuenca que otras cuatro de límiste de Segovia; y al dejar este mundo y
|
|
meternos la tierra adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el
|
|
jornalero, y no ocupa más pies de tierra el cuerpo del Papa que el del
|
|
sacristán, aunque sea más alto el uno que el otro; que al entrar en el hoyo
|
|
todos nos ajustamos y encogemos, o nos hacen ajustar y encoger, mal que nos
|
|
pese y a buenas noches. Y torno a decir que si vuestra señoría no me
|
|
quisiere dar la ínsula por tonto, yo sabré no dárseme nada por discreto; y
|
|
yo he oído decir que detrás de la cruz está el diablo, y que no es oro todo
|
|
lo que reluce, y que de entre los bueyes, arados y coyundas sacaron al
|
|
labrador Wamba para ser rey de España, y de entre los brocados, pasatiempos
|
|
y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras, si es que las
|
|
trovas de los romances antiguos no mienten.
|
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|
-Y ¡cómo que no mienten! -dijo a esta sazón doña Rodríguez la dueña, que
|
|
era una de las escuchantes-: que un romance hay que dice que metieron al
|
|
rey Rodrigo, vivo vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y
|
|
que de allí a dos días dijo el rey desde dentro de la tumba, con voz
|
|
doliente y baja:
|
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|
Ya me comen, ya me comen
|
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|
por do más pecado había;
|
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y, según esto, mucha razón tiene este señor en decir que quiere más ser más
|
|
labrador que rey, si le han de comer sabandijas.
|
|
|
|
No pudo la duquesa tener la risa, oyendo la simplicidad de su dueña, ni
|
|
dejó de admirarse en oír las razones y refranes de Sancho, a quien dijo:
|
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|
|
-Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero procura
|
|
cumplirlo, aunque le cueste la vida. El duque, mi señor y marido, aunque no
|
|
es de los andantes, no por eso deja de ser caballero, y así, cumplirá la
|
|
palabra de la prometida ínsula, a pesar de la invidia y de la malicia del
|
|
mundo. Esté Sancho de buen ánimo, que cuando menos lo piense se verá
|
|
sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su
|
|
gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche. Lo que yo le
|
|
encargo es que mire cómo gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son
|
|
leales y bien nacidos.
|
|
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|
-Eso de gobernarlos bien -respondió Sancho- no hay para qué encargármelo,
|
|
porque yo soy caritativo de mío y tengo compasión de los pobres; y a quien
|
|
cuece y amasa, no le hurtes hogaza; y para mi santiguada que no me han de
|
|
echar dado falso; soy perro viejo, y entiendo todo tus, tus, y sé
|
|
despabilarme a sus tiempos, y no consiento que me anden musarañas ante los
|
|
ojos, porque sé dónde me aprieta el zapato: dígolo porque los buenos
|
|
tendrán conmigo mano y concavidad, y los malos, ni pie ni entrada. Y
|
|
paréceme a mí que en esto de los gobiernos todo es comenzar, y podría ser
|
|
que a quince días de gobernador me comiese las manos tras el oficio y
|
|
supiese más dél que de la labor del campo, en que me he criado.
|
|
|
|
-Vos tenéis razón razón, Sancho -dijo la duquesa-, que nadie nace enseñado,
|
|
y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras. Pero,
|
|
volviendo a la plática que poco ha tratábamos del encanto de la señora
|
|
Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada que aquella
|
|
imaginación que Sancho tuvo de burlar a su señor y darle a entender que la
|
|
labradora era Dulcinea, y que si su señor no la conocía debía de ser por
|
|
estar encantada, toda fue invención de alguno de los encantadores que al
|
|
señor don Quijote persiguen; porque real y verdaderamente yo sé de buena
|
|
parte que la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea
|
|
del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el
|
|
engañado; y no hay poner más duda en esta verdad que en las cosas que nunca
|
|
vimos; y sepa el señor Sancho Panza que también tenemos acá encantadores
|
|
que nos quieren bien, y nos dicen lo que pasa por el mundo, pura y
|
|
sencillamente, sin enredos ni máquinas; y créame Sancho que la villana
|
|
brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está encantada como la madre
|
|
que la parió; y cuando menos nos pensemos, la habemos de ver en su propia
|
|
figura, y entonces saldrá Sancho del engaño en que vive.
|
|
|
|
-Bien puede ser todo eso -dijo Sancho Panza-; y agora quiero creer lo que
|
|
mi amo cuenta de lo que vio en la cueva de Montesinos, donde dice que vio a
|
|
la señora Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y hábito que yo dije que la
|
|
había visto cuando la encanté por solo mi gusto; y todo debió de ser al
|
|
revés, como vuesa merced, señora mía, dice, porque de mi ruin ingenio no se
|
|
puede ni debe presumir que fabricase en un instante tan agudo embuste, ni
|
|
creo yo que mi amo es tan loco que con tan flaca y magra persuasión como la
|
|
mía creyese una cosa tan fuera de todo término. Pero, señora, no por esto
|
|
será bien que vuestra bondad me tenga por malévolo, pues no está obligado
|
|
un porro como yo a taladrar los pensamientos y malicias de los pésimos
|
|
encantadores: yo fingí aquello por escaparme de las riñas de mi señor don
|
|
Quijote, y no con intención de ofenderle; y si ha salido al revés, Dios
|
|
está en el cielo, que juzga los corazones.
|
|
|
|
-Así es la verdad -dijo la duquesa-; pero dígame agora, Sancho, qué es esto
|
|
que dice de la cueva de Montesinos, que gustaría saberlo.
|
|
|
|
Entonces Sancho Panza le contó punto por punto lo que queda dicho acerca de
|
|
la tal aventura. Oyendo lo cual la duquesa, dijo:
|
|
|
|
-Deste suceso se puede inferir que, pues el gran don Quijote dice que vio
|
|
allí a la mesma labradora que Sancho vio a la salida del Toboso, sin duda
|
|
es Dulcinea, y que andan por aquí los encantadores muy listos y
|
|
demasiadamente curiosos.
|
|
|
|
-Eso digo yo -dijo Sancho Panza-, que si mi señora Dulcinea del Toboso está
|
|
encantada, su daño; que yo no me tengo de tomar, yo, con los enemigos de mi
|
|
amo, que deben de ser muchos y malos. Verdad sea que la que yo vi fue una
|
|
labradora, y por labradora la tuve, y por tal labradora la juzgué; y si
|
|
aquélla era Dulcinea, no ha de estar a mi cuenta, ni ha de correr por mí, o
|
|
sobre ello, morena. No, sino ándense a cada triquete conmigo a dime y
|
|
direte, "Sancho lo dijo, Sancho lo hizo, Sancho tornó y Sancho volvió",
|
|
como si Sancho fuese algún quienquiera, y no fuese el mismo Sancho Panza,
|
|
el que anda ya en libros por ese mundo adelante, según me dijo Sansón
|
|
Carrasco, que, por lo menos, es persona bachillerada por Salamanca, y los
|
|
tales no pueden mentir si no es cuando se les antoja o les viene muy a
|
|
cuento; así que, no hay para qué nadie se tome conmigo, y pues que tengo
|
|
buena fama, y, según oí decir a mi señor, que más vale el buen nombre que
|
|
las muchas riquezas, encájenme ese gobierno y verán maravillas; que quien
|
|
ha sido buen escudero será buen gobernador.
|
|
|
|
-Todo cuanto aquí ha dicho el buen Sancho -dijo la duquesa- son sentencias
|
|
catonianas, o, por lo menos, sacadas de las mesmas entrañas del mismo
|
|
Micael Verino, florentibus occidit annis. En fin, en fin, hablando a su
|
|
modo, debajo de mala capa suele haber buen bebedor.
|
|
|
|
-En verdad, señora -respondió Sancho-, que en mi vida he bebido de malicia;
|
|
con sed bien podría ser, porque no tengo nada de hipócrita: bebo cuando
|
|
tengo gana, y cuando no la tengo y cuando me lo dan, por no parecer o
|
|
melindroso o malcriado; que a un brindis de un amigo, ¿qué corazón ha de
|
|
haber tan de mármol que no haga la razón? Pero, aunque las calzo, no las
|
|
ensucio; cuanto más, que los escuderos de los caballeros andantes, casi de
|
|
ordinario beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados,
|
|
montañas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un
|
|
ojo.
|
|
|
|
-Yo lo creo así -respondió la duquesa-. Y por ahora, váyase Sancho a
|
|
reposar, que después hablaremos más largo y daremos orden como vaya presto
|
|
a encajarse, como él dice, aquel gobierno.
|
|
|
|
De nuevo le besó las manos Sancho a la duquesa, y le suplicó le hiciese
|
|
merced de que se tuviese buena cuenta con su rucio, porque era la lumbre de
|
|
sus ojos.
|
|
|
|
-¿Qué rucio es éste? -preguntó la duquesa.
|
|
|
|
-Mi asno -respondió Sancho-, que por no nombrarle con este nombre, le suelo
|
|
llamar el rucio; y a esta señora dueña le rogué, cuando entré en este
|
|
castillo, tuviese cuenta con él, y azoróse de manera como si la hubiera
|
|
dicho que era fea o vieja, debiendo ser más propio y natural de las dueñas
|
|
pensar jumentos que autorizar las salas. ¡Oh, válame Dios, y cuán mal
|
|
estaba con estas señoras un hidalgo de mi lugar!
|
|
|
|
-Sería algún villano -dijo doña Rodríguez, la dueña-, que si él fuera
|
|
hidalgo y bien nacido, él las pusiera sobre el cuerno de la luna.
|
|
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|
-Agora bien -dijo la duquesa-, no haya más: calle doña Rodríguez y
|
|
sosiéguese el señor Panza, y quédese a mi cargo el regalo del rucio; que,
|
|
por ser alhaja de Sancho, le pondré yo sobre las niñas de mis ojos.
|
|
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|
-En la caballeriza basta que esté -respondió Sancho-, que sobre las niñas
|
|
de los ojos de vuestra grandeza ni él ni yo somos dignos de estar sólo un
|
|
momento, y así lo consintiría yo como darme de puñaladas; que, aunque dice
|
|
mi señor que en las cortesías antes se ha de perder por carta de más que de
|
|
menos, en las jumentiles y así niñas se ha de ir con el compás en la mano y
|
|
con medido término.
|
|
|
|
-Llévele -dijo la duquesa- Sancho al gobierno, y allá le podrá regalar como
|
|
quisiere, y aun jubilarle del trabajo.
|
|
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-No piense vuesa merced, señora duquesa, que ha dicho mucho -dijo Sancho-;
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que yo he visto ir más de dos asnos a los gobiernos, y que llevase yo el
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mío no sería cosa nueva.
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Las razones de Sancho renovaron en la duquesa la risa y el contento; y,
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enviándole a reposar, ella fue a dar cuenta al duque de lo que con él había
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pasado, y entre los dos dieron traza y orden de hacer una burla a don
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Quijote que fuese famosa y viniese bien con el estilo caballeresco, en el
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cual le hicieron muchas, tan propias y discretas, que son las mejores
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aventuras que en esta grande historia se contienen.
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Capítulo XXXIV. Que cuenta de la noticia que se tuvo de cómo se había de
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desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más
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famosas deste libro
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Grande era el gusto que recebían el duque y la duquesa de la conversación
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de don Quijote y de la de Sancho Panza; y, confirmándose en la intención
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que tenían de hacerles algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencias
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de aventuras, tomaron motivo de la que don Quijote ya les había contado de
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la cueva de Montesinos, para hacerle una que fuese famosa (pero de lo que
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más la duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta que
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hubiese venido a creer ser verdad infalible que Dulcinea del Toboso
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estuviese encantada, habiendo sido él mesmo el encantador y el embustero de
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aquel negocio); y así, habiendo dado orden a sus criados de todo lo que
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habían de hacer, de allí a seis días le llevaron a caza de montería, con
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tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey coronado.
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Diéronle a don Quijote un vestido de monte y a Sancho otro verde, de
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finísimo paño; pero don Quijote no se le quiso poner, diciendo que otro día
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había de volver al duro ejercicio de las armas y que no podía llevar
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consigo guardarropas ni reposterías. Sancho sí tomó el que le dieron, con
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intención de venderle en la primera ocasión que pudiese.
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Llegado, pues, el esperado día, armóse don Quijote, vistióse Sancho, y,
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encima de su rucio, que no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se
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metió entre la tropa de los monteros. La duquesa salió bizarramente
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aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido, tomó la rienda de su
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palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y, finalmente, llegaron a
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un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde, tomados los
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puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos,
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se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que
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unos a otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el
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son de las bocinas.
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Apeóse la duquesa, y, con un agudo venablo en las manos, se puso en un
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puesto por donde ella sabía que solían venir algunos jabalíes. Apeóse
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asimismo el duque y don Quijote, y pusiéronse a sus lados; Sancho se puso
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detrás de todos, sin apearse del rucio, a quien no osara desamparar, porque
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no le sucediese algún desmán. Y, apenas habían sentado el pie y puesto en
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ala con otros muchos criados suyos, cuando, acosado de los perros y seguido
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de los cazadores, vieron que hacia ellos venía un desmesurado jabalí,
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crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca; y en
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viéndole, embrazando su escudo y puesta mano a su espada, se adelantó a
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recebirle don Quijote. Lo mesmo hizo el duque con su venablo; pero a todos
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se adelantara la duquesa, si el duque no se lo estorbara. Sólo Sancho, en
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viendo al valiente animal, desamparó al rucio y dio a correr cuanto pudo,
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y, procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible; antes, estando
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ya a la mitad dél, asido de una rama, pugnando subir a la cima, fue tan
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corto de ventura y tan desgraciado, que se desgajó la rama, y, al venir al
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suelo, se quedó en el aire, asido de un gancho de la encina, sin poder
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llegar al suelo. Y, viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y
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pareciéndole que si aquel fiero animal allí allegaba le podía alcanzar,
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comenzó a dar tantos gritos y a pedir socorro con tanto ahínco, que todos
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los que le oían y no le veían creyeron que estaba entre los dientes de
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alguna fiera.
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Finalmente, el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de
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muchos venablos que se le pusieron delante; y, volviendo la cabeza don
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Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le había conocido, viole
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pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le
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desamparó en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho
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Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y
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buena fe que entre los dos se guardaban.
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Llegó don Quijote y descolgó a Sancho; el cual, viéndose libre y en el
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suelo, miró lo desgarrado del sayo de monte, y pesóle en el alma; que pensó
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que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto, atravesaron al jabalí
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poderoso sobre una acémila, y, cubriéndole con matas de romero y con ramas
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de mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos, a unas grandes
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tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas, donde
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hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y grande,
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que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la
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daba. Sancho, mostrando las llagas a la duquesa de su roto vestido, dijo:
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-Si esta caza fuera de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de
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verse en este estremo. Yo no sé qué gusto se recibe de esperar a un animal
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que, si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida; yo me acuerdo
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haber oído cantar un romance antiguo que dice:
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De los osos seas comido,
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como Favila el nombrado.
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-Ése fue un rey godo -dijo don Quijote-, que, yendo a caza de montería, le
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comió un oso.
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-Eso es lo que yo digo -respondió Sancho-: que no querría yo que los
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príncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, a trueco de un
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gusto que parece que no le había de ser, pues consiste en matar a un animal
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que no ha cometido delito alguno.
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-Antes os engañáis, Sancho -respondió el duque-, porque el ejercicio de la
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caza de monte es el más conveniente y necesario para los reyes y príncipes
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que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en ella
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estratagemas, astucias, insidias para vencer a su salvo al enemigo;
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padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables; menoscábase el
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ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del que
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la usa, y, en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de
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nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es que no es para
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todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la
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volatería, que también es sólo para reyes y grandes señores. Así que, ¡oh
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Sancho!, mudad de opinión, y, cuando seáis gobernador, ocupaos en la caza y
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veréis como os vale un pan por ciento.
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-Eso no -respondió Sancho-: el buen gobernador, la pierna quebrada y en
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casa. ¡Bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle fatigados y él
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estuviese en el monte holgándose! ¡Así enhoramala andaría el gobierno! Mía
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fe, señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que
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para los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al
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triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas; que
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esas cazas ni cazos no dicen con mi condición ni hacen con mi conciencia.
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-Plega a Dios, Sancho, que así sea, porque del dicho al hecho hay gran
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trecho.
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-Haya lo que hubiere -replicó Sancho-, que al buen pagador no le duelen
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prendas, y más vale al que Dios ayuda que al que mucho madruga, y tripas
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llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si Dios me ayuda, y yo
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hago lo que debo con buena intención, sin duda que gobernaré mejor que un
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gerifalte. ¡No, sino pónganme el dedo en la boca y verán si aprieto o no!
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-¡Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito -dijo don
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Quijote-, y cuándo será el día, como otras muchas veces he dicho, donde yo
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te vea hablar sin refranes una razón corriente y concertada! Vuestras
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grandezas dejen a este tonto, señores míos, que les molerá las almas, no
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sólo puestas entre dos, sino entre dos mil refranes, traídos tan a sazón y
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tan a tiempo cuanto le dé Dios a él la salud, o a mí si los querría
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escuchar.
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-Los refranes de Sancho Panza -dijo la duquesa-, puesto que son más que los
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del Comendador Griego, no por eso son en menos de estimar, por la brevedad
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de las sentencias. De mí sé decir que me dan más gusto que otros, aunque
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sean mejor traídos y con más sazón acomodados.
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Con estos y otros entretenidos razonamientos, salieron de la tienda al
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bosque, y en requerir algunas paranzas, y presto, se les pasó el día y se
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les vino la noche, y no tan clara ni tan sesga como la sazón del tiempo
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pedía, que era en la mitad del verano; pero un cierto claroescuro que trujo
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consigo ayudó mucho a la intención de los duques; y, así como comenzó a
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anochecer, un poco más adelante del crepúsculo, a deshora pareció que todo
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el bosque por todas cuatro partes se ardía, y luego se oyeron por aquí y
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por allí, y por acá y por acullá, infinitas cornetas y otros instrumentos
|
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de guerra, como de muchas tropas de caballería que por el bosque pasaba. La
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luz del fuego, el son de los bélicos instrumentos, casi cegaron y atronaron
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los ojos y los oídos de los circunstantes, y aun de todos los que en el
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bosque estaban. Luego se oyeron infinitos lelilíes, al uso de moros cuando
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entran en las batallas, sonaron trompetas y clarines, retumbaron tambores,
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resonaron pífaros, casi todos a un tiempo, tan contino y tan apriesa, que
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no tuviera sentido el que no quedara sin él al son confuso de tantos
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intrumentos. Pasmóse el duque, suspendióse la duquesa, admiróse don
|
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Quijote, tembló Sancho Panza, y, finalmente, aun hasta los mesmos sabidores
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de la causa se espantaron. Con el temor les cogió el silencio, y un
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postillón que en traje de demonio les pasó por delante, tocando en voz de
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corneta un hueco y desmesurado cuerno, que un ronco y espantoso son
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despedía.
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-¡Hola, hermano correo! -dijo el duque-, ¿quién sois, adónde vais, y qué
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gente de guerra es la que por este bosque parece que atraviesa?
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A lo que respondió el correo con voz horrísona y desenfadada:
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-Yo soy el Diablo; voy a buscar a don Quijote de la Mancha; la gente que
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por aquí viene son seis tropas de encantadores, que sobre un carro
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triunfante traen a la sin par Dulcinea del Toboso. Encantada viene con el
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gallardo francés Montesinos, a dar orden a don Quijote de cómo ha de ser
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desencantada la tal señora.
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-Si vos fuérades diablo, como decís y como vuestra figura muestra, ya
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hubiérades conocido al tal caballero don Quijote de la Mancha, pues le
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tenéis delante.
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-En Dios y en mi conciencia -respondió el Diablo- que no miraba en ello,
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porque traigo en tantas cosas divertidos los pensamientos, que de la
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principal a que venía se me olvidaba.
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-Sin duda -dijo Sancho- que este demonio debe de ser hombre de bien y buen
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cristiano, porque, a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora
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yo tengo para mí que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente.
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Luego el Demonio, sin apearse, encaminando la vista a don Quijote, dijo:
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-A ti, el Caballero de los Leones (que entre las garras dellos te vea yo),
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me envía el desgraciado pero valiente caballero Montesinos, mandándome que
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de su parte te diga que le esperes en el mismo lugar que te topare, a causa
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que trae consigo a la que llaman Dulcinea del Toboso, con orden de darte la
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que es menester para desencantarla. Y, por no ser para más mi venida, no ha
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de ser más mi estada: los demonios como yo queden contigo, y los ángeles
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buenos con estos señores.
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Y, en diciendo esto, tocó el desaforado cuerno, y volvió las espaldas y
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fuese, sin esperar respuesta de ninguno.
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Renovóse la admiración en todos, especialmente en Sancho y don Quijote: en
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Sancho, en ver que, a despecho de la verdad, querían que estuviese
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encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder asegurarse si era verdad o
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no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos. Y, estando elevado en
|
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estos pensamientos, el duque le dijo:
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-¿Piensa vuestra merced esperar, señor don Quijote?
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-Pues ¿no? -respondió él-. Aquí esperaré intrépido y fuerte, si me viniese
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a embestir todo el infierno.
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-Pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno como el pasado, así esperaré
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yo aquí como en Flandes -dijo Sancho.
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En esto, se cerró más la noche, y comenzaron a discurrir muchas luces por
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el bosque, bien así como discurren por el cielo las exhalaciones secas de
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la tierra, que parecen a nuestra vista estrellas que corren. Oyóse asimismo
|
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un espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que
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suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrío áspero y continuado se
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dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan. Añadióse a
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toda esta tempestad otra que las aumentó todas, que fue que parecía
|
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verdaderamente que a las cuatro partes del bosque se estaban dando a un
|
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mismo tiempo cuatro rencuentros o batallas, porque allí sonaba el duro
|
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estruendo de espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas
|
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escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes, lejos se
|
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reiteraban los lililíes agarenos.
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Finalmente, las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clarines, las
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trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces, y, sobre todo, el
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temeroso ruido de los carros, formaban todos juntos un son tan confuso y
|
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tan horrendo, que fue menester que don Quijote se valiese de todo su
|
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corazón para sufrirle; pero el de Sancho vino a tierra, y dio con él
|
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desmayado en las faldas de la duquesa, la cual le recibió en ellas, y a
|
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gran priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hízose así, y él volvió
|
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en su acuerdo, a tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba a
|
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aquel puesto.
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Tirábanle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos negros; en
|
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cada cuerno traían atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del
|
|
carro venía hecho un asiento alto, sobre el cual venía sentado un venerable
|
|
viejo, con una barba más blanca que la mesma nieve, y tan luenga que le
|
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pasaba de la cintura; su vestidura era una ropa larga de negro bocací, que,
|
|
por venir el carro lleno de infinitas luces, se podía bien divisar y
|
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discernir todo lo que en él venía. Guiábanle dos feos demonios vestidos del
|
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mesmo bocací, con tan feos rostros, que Sancho, habiéndolos visto una vez,
|
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cerró los ojos por no verlos otra. Llegando, pues, el carro a igualar al
|
|
puesto, se levantó de su alto asiento el viejo venerable, y, puesto en pie,
|
|
dando una gran voz, dijo:
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-Yo soy el sabio Lirgandeo.
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Y pasó el carro adelante, sin hablar más palabra. Tras éste pasó otro carro
|
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de la misma manera, con otro viejo entronizado; el cual, haciendo que el
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carro se detuviese, con voz no menos grave que el otro, dijo:
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-Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo de Urganda la Desconocida.
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Y pasó adelante.
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Luego, por el mismo continente, llegó otro carro; pero el que venía sentado
|
|
en el trono no era viejo como los demás, sino hombrón robusto y de mala
|
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catadura, el cual, al llegar, levantándose en pie, como los otros, dijo con
|
|
voz más ronca y más endiablada:
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|
-Yo soy Arcaláus el encantador, enemigo mortal de Amadís de Gaula y de toda
|
|
su parentela.
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Y pasó adelante. Poco desviados de allí hicieron alto estos tres carros, y
|
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cesó el enfadoso ruido de sus ruedas, y luego se oyó otro, no ruido, sino
|
|
un son de una suave y concertada música formado, con que Sancho se alegró,
|
|
y lo tuvo a buena señal; y así, dijo a la duquesa, de quien un punto ni un
|
|
paso se apartaba:
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-Señora, donde hay música no puede haber cosa mala.
|
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|
-Tampoco donde hay luces y claridad -respondió la duquesa.
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|
A lo que replicó Sancho:
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|
-Luz da el fuego y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos
|
|
cercan, y bien podría ser que nos abrasasen, pero la música siempre es
|
|
indicio de regocijos y de fiestas.
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-Ello dirá -dijo don Quijote, que todo lo escuchaba.
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Y dijo bien, como se muestra en el capítulo siguiente.
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Capítulo XXXV. Donde se prosigue la noticia que tuvo don Quijote del
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|
desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos
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Al compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de
|
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los que llaman triunfales tirado de seis mulas pardas, encubertadas,
|
|
empero, de lienzo blanco, y sobre cada una venía un diciplinante de luz,
|
|
asimesmo vestido de blanco, con una hacha de cera grande encendida en la
|
|
mano. Era el carro dos veces, y aun tres, mayor que los pasados, y los
|
|
lados, y encima dél, ocupaban doce otros diciplinantes albos como la nieve,
|
|
todos con sus hachas encendidas, vista que admiraba y espantaba juntamente;
|
|
y en un levantado trono venía sentada una ninfa, vestida de mil velos de
|
|
tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argentería de
|
|
oro, que la hacían, si no rica, a lo menos vistosamente vestida. Traía el
|
|
rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de modo que, sin
|
|
impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un hermosísimo rostro de
|
|
doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los
|
|
años, que, al parecer, no llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete.
|
|
|
|
Junto a ella venía una figura vestida de una ropa de las que llaman
|
|
rozagantes, hasta los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero, al
|
|
punto que llegó el carro a estar frente a frente de los duques y de don
|
|
Quijote, cesó la música de las chirimías, y luego la de las arpas y laúdes
|
|
que en el carro sonaban; y, levantándose en pie la figura de la ropa, la
|
|
apartó a entrambos lados, y, quitándose el velo del rostro, descubrió
|
|
patentemente ser la mesma figura de la muerte, descarnada y fea, de que don
|
|
Quijote recibió pesadumbre y Sancho miedo, y los duques hicieron algún
|
|
sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo
|
|
dormida y con lengua no muy despierta, comenzó a decir desta manera:
|
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|
|
-Yo soy Merlín, aquel que las historias
|
|
dicen que tuve por mi padre al diablo
|
|
(mentira autorizada de los tiempos),
|
|
príncipe de la Mágica y monarca
|
|
y archivo de la ciencia zoroástrica,
|
|
émulo a las edades y a los siglos
|
|
que solapar pretenden las hazañas
|
|
de los andantes bravos caballeros
|
|
a quien yo tuve y tengo gran cariño.
|
|
Y, puesto que es de los encantadores,
|
|
de los magos o mágicos contino
|
|
dura la condición, áspera y fuerte,
|
|
la mía es tierna, blanda y amorosa,
|
|
y amiga de hacer bien a todas gentes.
|
|
En las cavernas lóbregas de Dite,
|
|
donde estaba mi alma entretenida
|
|
en formar ciertos rombos y caráteres,
|
|
llegó la voz doliente de la bella
|
|
y sin par Dulcinea del Toboso.
|
|
Supe su encantamento y su desgracia,
|
|
y su trasformación de gentil dama
|
|
en rústica aldeana; condolíme,
|
|
y, encerrando mi espíritu en el hueco
|
|
desta espantosa y fiera notomía,
|
|
después de haber revuelto cien mil libros
|
|
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
|
|
vengo a dar el remedio que conviene
|
|
a tamaño dolor, a mal tamaño.
|
|
¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten
|
|
las túnicas de acero y de diamante,
|
|
luz y farol, sendero, norte y guía
|
|
de aquellos que, dejando el torpe sueño
|
|
y las ociosas plumas, se acomodan
|
|
a usar el ejercicio intolerable
|
|
de las sangrientas y pesadas armas!
|
|
A ti digo ¡oh varón, como se debe
|
|
por jamás alabado!, a ti, valiente
|
|
juntamente y discreto don Quijote,
|
|
de la Mancha esplendor, de España estrella,
|
|
que para recobrar su estado primo
|
|
la sin par Dulcinea del Toboso,
|
|
es menester que Sancho, tu escudero,
|
|
se dé tres mil azotes y trecientos
|
|
en ambas sus valientes posaderas,
|
|
al aire descubiertas, y de modo
|
|
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
|
|
Y en esto se resuelven todos cuantos
|
|
de su desgracia han sido los autores,
|
|
y a esto es mi venida, mis señores.
|
|
|
|
-¡Voto a tal! -dijo a esta sazón Sancho-. No digo yo tres mil azotes, pero
|
|
así me daré yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo por modo de
|
|
desencantar! ¡Yo no sé qué tienen que ver mis posas con los encantos! ¡Par
|
|
Dios que si el señor Merlín no ha hallado otra manera como desencantar a la
|
|
señora Dulcinea del Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!
|
|
|
|
-Tomaros he yo -dijo don Quijote-, don villano, harto de ajos, y amarraros
|
|
he a un árbol, desnudo como vuestra madre os parió; y no digo yo tres mil y
|
|
trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados
|
|
que no se os caigan a tres mil y trecientos tirones. Y no me repliquéis
|
|
palabra, que os arrancaré el alma.
|
|
|
|
Oyendo lo cual Merlín, dijo:
|
|
|
|
-No ha de ser así, porque los azotes que ha de recebir el buen Sancho han
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de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere;
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que no se le pone término señalado; pero permítesele que si él quisiere
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redemir su vejación por la mitad de este vapulamiento, puede dejar que se
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los dé ajena mano, aunque sea algo pesada.
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-Ni ajena, ni propia, ni pesada, ni por pesar -replicó Sancho-: a mí no me
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ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo, por ventura, a la señora Dulcinea del
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Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor mi amo
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sí, que es parte suya, pues la llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento
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y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella y hacer todas las
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diligencias necesarias para su desencanto; pero, ¿azotarme yo...?
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¡Abernuncio!
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Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando, levantándose en pie la argentada
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ninfa que junto al espíritu de Merlín venía, quitándose el sutil velo del
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rostro, le descubrió tal, que a todos pareció mas que demasiadamente
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hermoso, y, con un desenfado varonil y con una voz no muy adamada, hablando
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derechamente con Sancho Panza, dijo:
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-¡Oh malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de
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entrañas guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón desuellacaras,
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que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del
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género humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y tres
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de culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con
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algún truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras
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melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trecientos azotes, que
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no hay niño de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve cada mes,
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admira, adarva, espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo
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escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el
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discurso del tiempo. Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!, pon, digo,
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esos tus ojos de machuelo espantadizo en las niñas destos míos, comparados
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a rutilantes estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo y madeja a madeja,
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haciendo surcos, carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas.
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Muévate, socarrón y malintencionado monstro, que la edad tan florida mía,
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que aún se está todavía en el diez y... de los años, pues tengo diez y
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nueve y no llego a veinte, se consume y marchita debajo de la corteza de
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una rústica labradora; y si ahora no lo parezco, es merced particular que
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me ha hecho el señor Merlín, que está presente, sólo porque te enternezca
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mi belleza; que las lágrimas de una afligida hermosura vuelven en algodón
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los riscos, y los tigres en ovejas. Date, date en esas carnazas, bestión
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indómito, y saca de harón ese brío, que a sólo comer y más comer te
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inclina, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la mansedumbre de mi
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condición y la belleza de mi faz; y si por mí no quieres ablandarte ni
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reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre caballero que a tu
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lado tienes; por tu amo, digo, de quien estoy viendo el alma, que la tiene
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atravesada en la garganta, no diez dedos de los labios, que no espera sino
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tu rígida o blanda repuesta, o para salirse por la boca, o para volverse al
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estómago.
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Tentóse, oyendo esto, la garganta don Quijote y dijo, volviéndose al duque:
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-Por Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la verdad, que aquí tengo el alma
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atravesada en la garganta, como una nuez de ballesta.
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-¿Qué decís vos a esto, Sancho? -preguntó la duquesa.
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-Digo, señora -respondió Sancho-, lo que tengo dicho: que de los azotes,
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abernuncio.
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-Abrenuncio habéis de decir, Sancho, y no como decís -dijo el duque.
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-Déjeme vuestra grandeza -respondió Sancho-, que no estoy agora para mirar
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en sotilezas ni en letras más a menos; porque me tienen tan turbado estos
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azotes que me han de dar, o me tengo de dar, que no sé lo que me digo, ni
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lo que me hago. Pero querría yo saber de la señora mi señora doña Dulcina
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del Toboso adónde aprendió el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que
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me abra las carnes a azotes, y llámame alma de cántaro y bestión indómito,
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con una tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra. ¿Por ventura
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son mis carnes de bronce, o vame a mí algo en que se desencante o no? ¿Qué
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canasta de ropa blanca, de camisas, de tocadores y de escarpines, anque
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no los gasto, trae delante de sí para ablandarme, sino un vituperio y otro,
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sabiendo aquel refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube
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ligero por una montaña, y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios rogando y
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con el mazo dando, y que más vale un "toma" que dos "te daré"? Pues el
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señor mi amo, que había de traerme la mano por el cerro y halagarme para
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que yo me hiciese de lana y de algodón cardado, dice que si me coge me
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amarrará desnudo a un árbol y me doblará la parada de los azotes; y habían
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de considerar estos lastimados señores que no solamente piden que se azote
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un escudero, sino un gobernador; como quien dice: "bebe con guindas".
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Aprendan, aprendan mucho de enhoramala a saber rogar, y a saber pedir, y a
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tener crianza, que no son todos los tiempos unos, ni están los hombres
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siempre de un buen humor. Estoy yo ahora reventando de pena por ver mi sayo
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verde roto, y vienen a pedirme que me azote de mi voluntad, estando ella
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tan ajena dello como de volverme cacique.
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-Pues en verdad, amigo Sancho -dijo el duque-, que si no os ablandáis más
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que una breva madura, que no habéis de empuñar el gobierno. ¡Bueno sería
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que yo enviase a mis insulanos un gobernador cruel, de entrañas
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pedernalinas, que no se doblega a las lágrimas de las afligidas doncellas,
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ni a los ruegos de discretos, imperiosos y antiguos encantadores y sabios!
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En resolución, Sancho, o vos habéis de ser azotado, o os han de azotar, o
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no habéis de ser gobernador.
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-Señor -respondió Sancho-, ¿no se me darían dos días de término para pensar
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lo que me está mejor?
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-No, en ninguna manera -dijo Merlín-; aquí, en este instante y en este
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lugar, ha de quedar asentado lo que ha de ser deste negocio, o Dulcinea
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volverá a la cueva de Montesinos y a su prístino estado de labradora, o ya,
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en el ser que está, será llevada a los Elíseos Campos, donde estará
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esperando se cumpla el número del vápulo.
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-Ea, buen Sancho -dijo la duquesa-, buen ánimo y buena correspondencia al
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pan que habéis comido del señor don Quijote, a quien todos debemos servir y
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agradar, por su buena condición y por sus altas caballerías. Dad el sí,
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hijo, desta azotaina, y váyase el diablo para diablo y el temor para
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mezquino; que un buen corazón quebranta mala ventura, como vos bien sabéis.
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A estas razones respondió con éstas disparatadas Sancho, que, hablando con
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Merlín, le preguntó:
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-Dígame vuesa merced, señor Merlín: cuando llegó aquí el diablo correo y
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dio a mi amo un recado del señor Montesinos, mandándole de su parte que le
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esperase aquí, porque venía a dar orden de que la señora doña Dulcinea del
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Toboso se desencantase, y hasta agora no hemos visto a Montesinos, ni a sus
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semejas.
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A lo cual respondió Merlín:
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-El Diablo, amigo Sancho, es un ignorante y un grandísimo bellaco: yo le
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envié en busca de vuestro amo, pero no con recado de Montesinos, sino mío,
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porque Montesinos se está en su cueva entendiendo, o, por mejor decir,
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esperando su desencanto, que aún le falta la cola por desollar. Si os debe
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algo, o tenéis alguna cosa que negociar con él, yo os lo traeré y pondré
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donde vos más quisiéredes. Y, por agora, acabad de dar el sí desta
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diciplina, y creedme que os será de mucho provecho, así para el alma como
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para el cuerpo: para el alma, por la caridad con que la haréis; para el
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cuerpo, porque yo sé que sois de complexión sanguínea, y no os podrá hacer
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daño sacaros un poco de sangre.
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-Muchos médicos hay en el mundo: hasta los encantadores son médicos
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-replicó Sancho-; pero, pues todos me lo dicen, aunque yo no me lo veo,
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digo que soy contento de darme los tres mil y trecientos azotes, con
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condición que me los tengo de dar cada y cuando que yo quisiere, sin que se
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me ponga tasa en los días ni en el tiempo; y yo procuraré salir de la deuda
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lo más presto que sea posible, porque goce el mundo de la hermosura de la
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señora doña Dulcinea del Toboso, pues, según parece, al revés de lo que yo
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pensaba, en efecto es hermosa. Ha de ser también condición que no he de
|
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estar obligado a sacarme sangre con la diciplina, y que si algunos azotes
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fueren de mosqueo, se me han de tomar en cuenta. Iten, que si me errare en
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el número, el señor Merlín, pues lo sabe todo, ha de tener cuidado de
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contarlos y de avisarme los que me faltan o los que me sobran.
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-De las sobras no habrá que avisar -respondió Merlín-, porque, llegando al
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cabal número, luego quedará de improviso desencantada la señora Dulcinea, y
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vendrá a buscar, como agradecida, al buen Sancho, y a darle gracias, y aun
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premios, por la buena obra. Así que no hay de qué tener escrúpulo de las
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sobras ni de las faltas, ni el cielo permita que yo engañe a nadie, aunque
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sea en un pelo de la cabeza.
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-¡Ea, pues, a la mano de Dios! -dijo Sancho-. Yo consiento en mi mala
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ventura; digo que yo acepto la penitencia con las condiciones apuntadas.
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Apenas dijo estas últimas palabras Sancho, cuando volvió a sonar la música
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de las chirimías y se volvieron a disparar infinitos arcabuces, y don
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Quijote se colgó del cuello de Sancho, dándole mil besos en la frente y en
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las mejillas. La duquesa y el duque y todos los circunstantes dieron
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muestras de haber recebido grandísimo contento, y el carro comenzó a
|
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caminar; y, al pasar, la hermosa Dulcinea inclinó la cabeza a los duques y
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hizo una gran reverencia a Sancho.
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Y ya, en esto, se venía a más andar el alba, alegre y risueña: las
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florecillas de los campos se descollaban y erguían, y los líquidos
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cristales de los arroyuelos, murmurando por entre blancas y pardas guijas,
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iban a dar tributo a los ríos que los esperaban. La tierra alegre, el cielo
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claro, el aire limpio, la luz serena, cada uno por sí y todos juntos, daban
|
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manifiestas señales que el día, que al aurora venía pisando las faldas,
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había de ser sereno y claro. Y, satisfechos los duques de la caza y de
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haber conseguido su intención tan discreta y felicemente, se volvieron a su
|
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castillo, con prosupuesto de segundar en sus burlas, que para ellos no
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había veras que más gusto les diesen.
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Capítulo XXXVI. Donde se cuenta la estraña y jamás imaginada aventura de la
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dueña Dolorida, alias de la condesa Trifaldi, con una carta que Sancho
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Panza escribió a su mujer Teresa Panza
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Tenía un mayordomo el duque de muy burlesco y desenfadado ingenio, el cual
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hizo la figura de Merlín y acomodó todo el aparato de la aventura pasada,
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compuso los versos y hizo que un paje hiciese a Dulcinea. Finalmente, con
|
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intervención de sus señores, ordenó otra del más gracioso y estraño
|
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artificio que puede imaginarse.
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Preguntó la duquesa a Sancho otro día si había comenzado la tarea de la
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penitencia que había de hacer por el desencanto de Dulcinea. Dijo que sí,
|
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y que aquella noche se había dado cinco azotes. Preguntóle la duquesa que
|
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con qué se los había dado. Respondió que con la mano.
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-Eso -replicó la duquesa- más es darse de palmadas que de azotes. Yo tengo
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para mí que el sabio Merlín no estará contento con tanta blandura; menester
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será que el buen Sancho haga alguna diciplina de abrojos, o de las de
|
|
canelones, que se dejen sentir; porque la letra con sangre entra, y no se
|
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ha de dar tan barata la libertad de una tan gran señora como lo es Dulcinea
|
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por tan poco precio; y advierta Sancho que las obras de caridad que se
|
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hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada.
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A lo que respondió Sancho:
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-Déme vuestra señoría alguna diciplina o ramal conveniente, que yo me daré
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con él como no me duela demasiado, porque hago saber a vuesa merced que,
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aunque soy rústico, mis carnes tienen más de algodón que de esparto, y no
|
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será bien que yo me descríe por el provecho ajeno.
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-Sea en buena hora -respondió la duquesa-: yo os daré mañana una diciplina
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que os venga muy al justo y se acomode con la ternura de vuestras carnes,
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como si fueran sus hermanas propias.
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A lo que dijo Sancho:
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-Sepa vuestra alteza, señora mía de mi ánima, que yo tengo escrita una
|
|
carta a mi mujer Teresa Panza, dándole cuenta de todo lo que me ha sucedido
|
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después que me aparté della; aquí la tengo en el seno, que no le falta más
|
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de ponerle el sobreescrito; querría que vuestra discreción la leyese,
|
|
porque me parece que va conforme a lo de gobernador, digo, al modo que
|
|
deben de escribir los gobernadores.
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-¿Y quién la notó? -preguntó la duquesa.
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-¿Quién la había de notar sino yo, pecador de mí? -respondió Sancho.
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-¿Y escribístesla vos? -dijo la duquesa.
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-Ni por pienso -respondió Sancho-, porque yo no sé leer ni escribir, puesto
|
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que sé firmar.
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-Veámosla -dijo la duquesa-, que a buen seguro que vos mostréis en ella la
|
|
calidad y suficiencia de vuestro ingenio.
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Sacó Sancho una carta abierta del seno, y, tomándola la duquesa, vio que
|
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decía desta manera:
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Carta de Sancho Panza a Teresa Panza, su mujer
|
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Si buenos azotes me daban, bien caballero me iba; si buen gobierno me
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tengo, buenos azotes me cuesta. Esto no lo entenderás tú, Teresa mía, por
|
|
ahora; otra vez lo sabrás. Has de saber, Teresa, que tengo determinado que
|
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andes en coche, que es lo que hace al caso, porque todo otro andar es andar
|
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a gatas. Mujer de un gobernador eres, ¡mira si te roerá nadie los zancajos!
|
|
Ahí te envío un vestido verde de cazador, que me dio mi señora la duquesa;
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|
acomódale en modo que sirva de saya y cuerpos a nuestra hija. Don Quijote,
|
|
mi amo, según he oído decir en esta tierra, es un loco cuerdo y un
|
|
mentecato gracioso, y que yo no le voy en zaga. Hemos estado en la cueva de
|
|
Montesinos, y el sabio Merlín ha echado mano de mí para el desencanto de
|
|
Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo: con tres mil y
|
|
trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedará desencantada como
|
|
la madre que la parió. No dirás desto nada a nadie, porque pon lo tuyo en
|
|
concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro. De aquí a pocos
|
|
días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer
|
|
dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este
|
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mesmo deseo; tomaréle el pulso, y avisaréte si has de venir a estar conmigo
|
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o no. El rucio está bueno, y se te encomienda mucho; y no le pienso dejar,
|
|
aunque me llevaran a ser Gran Turco. La duquesa mi señora te besa mil veces
|
|
las manos; vuélvele el retorno con dos mil, que no hay cosa que menos
|
|
cueste ni valga más barata, según dice mi amo, que los buenos
|
|
comedimientos. No ha sido Dios servido de depararme otra maleta con otros
|
|
cien escudos, como la de marras, pero no te dé pena, Teresa mía, que en
|
|
salvo está el que repica, y todo saldrá en la colada del gobierno; sino que
|
|
me ha dado gran pena que me dicen que si una vez le pruebo, que me tengo de
|
|
comer las manos tras él; y si así fuese, no me costaría muy barato, aunque
|
|
los estropeados y mancos ya se tienen su calonjía en la limosna que piden;
|
|
así que, por una vía o por otra, tú has de ser rica, de buena ventura. Dios
|
|
te la dé, como puede, y a mí me guarde para servirte. Deste castillo, a
|
|
veinte de julio de 1614.
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|
Tu marido el gobernador,
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|
Sancho Panza.
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|
En acabando la duquesa de leer la carta, dijo a Sancho:
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|
-En dos cosas anda un poco descaminado el buen gobernador: la una, en decir
|
|
o dar a entender que este gobierno se le han dado por los azotes que se ha
|
|
de dar, sabiendo él, que no lo puede negar, que cuando el duque, mi señor,
|
|
se le prometió, no se soñaba haber azotes en el mundo; la otra es que se
|
|
muestra en ella muy codicioso, y no querría que orégano fuese, porque la
|
|
codicia rompe el saco, y el gobernador codicioso hace la justicia
|
|
desgobernada.
|
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|
-Yo no lo digo por tanto, señora -respondió Sancho-; y si a vuesa merced le
|
|
parece que la tal carta no va como ha de ir, no hay sino rasgarla y hacer
|
|
otra nueva, y podría ser que fuese peor si me lo dejan a mi caletre.
|
|
|
|
-No, no -replicó la duquesa-, buena está ésta, y quiero que el duque la
|
|
vea.
|
|
|
|
Con esto se fueron a un jardín, donde habían de comer aquel día. Mostró la
|
|
duquesa la carta de Sancho al duque, de que recibió grandísimo contento.
|
|
Comieron, y después de alzado los manteles, y después de haberse
|
|
entretenido un buen espacio con la sabrosa conversación de Sancho, a
|
|
deshora se oyó el son tristísimo de un pífaro y el de un ronco y
|
|
destemplado tambor. Todos mostraron alborotarse con la confusa, marcial y
|
|
triste armonía, especialmente don Quijote, que no cabía en su asiento de
|
|
puro alborotado; de Sancho no hay que decir sino que el miedo le llevó a su
|
|
acostumbrado refugio, que era el lado o faldas de la duquesa, porque real y
|
|
verdaderamente el son que se escuchaba era tristísimo y malencólico.
|
|
|
|
Y, estando todos así suspensos, vieron entrar por el jardín adelante dos
|
|
hombres vestidos de luto, tan luego y tendido que les arrastraba por el
|
|
suelo; éstos venían tocando dos grandes tambores, asimismo cubiertos de
|
|
negro. A su lado venía el pífaro, negro y pizmiento como los demás. Seguía
|
|
a los tres un personaje de cuerpo agigantado, amantado, no que vestido, con
|
|
una negrísima loba, cuya falda era asimismo desaforada de grande. Por
|
|
encima de la loba le ceñía y atravesaba un ancho tahelí, también negro, de
|
|
quien pendía un desmesurado alfanje de guarniciones y vaina negra. Venía
|
|
cubierto el rostro con un trasparente velo negro, por quien se entreparecía
|
|
una longísima barba, blanca como la nieve. Movía el paso al son de los
|
|
tambores con mucha gravedad y reposo. En fin, su grandeza, su contoneo, su
|
|
negrura y su acompañamiento pudiera y pudo suspender a todos aquellos que
|
|
sin conocerle le miraron.
|
|
|
|
Llegó, pues, con el espacio y prosopopeya referida a hincarse de rodillas
|
|
ante el duque, que en pie, con los demás que allí estaban, le atendía; pero
|
|
el duque en ninguna manera le consintió hablar hasta que se levantase.
|
|
Hízolo así el espantajo prodigioso, y, puesto en pie, alzó el antifaz del
|
|
rostro y hizo patente la más horrenda, la más larga, la más blanca y más
|
|
poblada barba que hasta entonces humanos ojos habían visto, y luego
|
|
desencajó y arrancó del ancho y dilatado pecho una voz grave y sonora, y,
|
|
poniendo los ojos en el duque, dijo:
|
|
|
|
-Altísimo y poderoso señor, a mí me llaman Trifaldín el de la Barba Blanca;
|
|
soy escudero de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la Dueña
|
|
Dolorida, de parte de la cual traigo a vuestra grandeza una embajada, y es
|
|
que la vuestra magnificencia sea servida de darla facultad y licencia para
|
|
entrar a decirle su cuita, que es una de las más nuevas y más admirables
|
|
que el más cuitado pensamiento del orbe pueda haber pensado. Y primero
|
|
quiere saber si está en este vuestro castillo el valeroso y jamás vencido
|
|
caballero don Quijote de la Mancha, en cuya busca viene a pie y sin
|
|
desayunarse desde el reino de Candaya hasta este vuestro estado, cosa que
|
|
se puede y debe tener a milagro o a fuerza de encantamento. Ella queda a la
|
|
puerta desta fortaleza o casa de campo, y no aguarda para entrar sino
|
|
vuestro beneplácito. Dije.
|
|
|
|
Y tosió luego y manoseóse la barba de arriba abajo con entrambas manos, y
|
|
con mucho sosiego estuvo atendiendo la respuesta del duque, que fue:
|
|
|
|
-Ya, buen escudero Trifaldín de la Blanca Barba, ha muchos días que tenemos
|
|
noticia de la desgracia de mi señora la condesa Trifaldi, a quien los
|
|
encantadores la hacen llamar la Dueña Dolorida; bien podéis, estupendo
|
|
escudero, decirle que entre y que aquí está el valiente caballero don
|
|
Quijote de la Mancha, de cuya condición generosa puede prometerse con
|
|
seguridad todo amparo y toda ayuda; y asimismo le podréis decir de mi parte
|
|
que si mi favor le fuere necesario, no le ha de faltar, pues ya me tiene
|
|
obligado a dársele el ser caballero, a quien es anejo y concerniente
|
|
favorecer a toda suerte de mujeres, en especial a las dueñas viudas,
|
|
menoscabadas y doloridas, cual lo debe estar su señoría.
|
|
|
|
Oyendo lo cual Trifaldín, inclinó la rodilla hasta el suelo, y, haciendo al
|
|
pífaro y tambores señal que tocasen, al mismo son y al mismo paso que había
|
|
entrado, se volvió a salir del jardín, dejando a todos admirados de su
|
|
presencia y compostura. Y, volviéndose el duque a don Quijote, le dijo:
|
|
|
|
-En fin, famoso caballero, no pueden las tinieblas de malicia ni de la
|
|
ignorancia encubrir y escurecer la luz del valor y de la virtud. Digo esto
|
|
porque apenas ha seis días que la vuestra bondad está en este castillo,
|
|
cuando ya os vienen a buscar de lueñas y apartadas tierras, y no en
|
|
carrozas ni en dromedarios, sino a pie y en ayunas; los tristes, los
|
|
afligidos, confiados que han de hallar en ese fortísimo brazo el remedio de
|
|
sus cuitas y trabajos, merced a vuestras grandes hazañas, que corren y
|
|
rodean todo lo descubierto de la tierra.
|
|
|
|
-Quisiera yo, señor duque -respondió don Quijote-, que estuviera aquí
|
|
presente aquel bendito religioso que a la mesa el otro día mostró tener tan
|
|
mal talante y tan mala ojeriza contra los caballeros andantes, para que
|
|
viera por vista de ojos si los tales caballeros son necesarios en el mundo:
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tocara, por lo menos, con la mano que los extraordinariamente afligidos y
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desconsolados, en casos grandes y en desdichas inormes no van a buscar su
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remedio a las casas de los letrados, ni a la de los sacristanes de las
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aldeas, ni al caballero que nunca ha acertado a salir de los términos de su
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lugar, ni al perezoso cortesano que antes busca nuevas para referirlas y
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contarlas, que procura hacer obras y hazañas para que otros las cuenten y
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las escriban; el remedio de las cuitas, el socorro de las necesidades, el
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amparo de las doncellas, el consuelo de las viudas, en ninguna suerte de
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personas se halla mejor que en los caballeros andantes, y de serlo yo doy
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infinitas gracias al cielo, y doy por muy bien empleado cualquier desmán y
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trabajo que en este tan honroso ejercicio pueda sucederme. Venga esta dueña
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y pida lo que quisiere, que yo le libraré su remedio en la fuerza de mi
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brazo y en la intrépida resolución de mi animoso espíritu.
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Capítulo XXXVII. Donde se prosigue la famosa aventura de la dueña Dolorida
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En estremo se holgaron el duque y la duquesa de ver cuán bien iba
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respondiendo a su intención don Quijote, y a esta sazón dijo Sancho:
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-No querría yo que esta señora dueña pusiese algún tropiezo a la promesa de
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mi gobierno, porque yo he oído decir a un boticario toledano que hablaba
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como un silguero que donde interviniesen dueñas no podía suceder cosa
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buena. ¡Válame Dios, y qué mal estaba con ellas el tal boticario! De lo que
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yo saco que, pues todas las dueñas son enfadosas e impertinentes, de
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cualquiera calidad y condición que sean, ¿qué serán las que son doloridas,
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como han dicho que es esta condesa Tres Faldas, o Tres Colas?; que en mi
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tierra faldas y colas, colas y faldas, todo es uno.
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-Calla, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que, pues esta señora dueña de tan
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lueñes tierras viene a buscarme, no debe ser de aquellas que el boticario
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tenía en su número, cuanto más que ésta es condesa, y cuando las condesas
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sirven de dueñas, será sirviendo a reinas y a emperatrices, que en sus
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casas son señorísimas que se sirven de otras dueñas.
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A esto respondió doña Rodríguez, que se halló presente:
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-Dueñas tiene mi señora la duquesa en su servicio, que pudieran ser
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condesas si la fortuna quisiera, pero allá van leyes do quieren reyes; y
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nadie diga mal de las dueñas, y más de las antiguas y doncellas; que,
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aunque yo no lo soy, bien se me alcanza y se me trasluce la ventaja que
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hace una dueña doncella a una dueña viuda; y quien a nosotras trasquiló,
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las tijeras le quedaron en la mano.
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-Con todo eso -replicó Sancho-, hay tanto que trasquilar en las dueñas,
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según mi barbero, cuanto será mejor no menear el arroz, aunque se pegue.
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-Siempre los escuderos -respondió doña Rodríguez- son enemigos nuestros;
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que, como son duendes de las antesalas y nos veen a cada paso, los ratos
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que no rezan, que son muchos, los gastan en murmurar de nosotras,
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desenterrándonos los huesos y enterrándonos la fama. Pues mándoles yo a los
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leños movibles, que, mal que les pese, hemos de vivir en el mundo, y en las
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casas principales, aunque muramos de hambre y cubramos con un negro monjil
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nuestras delicadas o no delicadas carnes, como quien cubre o tapa un
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muladar con un tapiz en día de procesión. A fe que si me fuera dado, y el
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tiempo lo pidiera, que yo diera a entender, no sólo a los presentes, sino a
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todo el mundo, cómo no hay virtud que no se encierre en una dueña.
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-Yo creo -dijo la duquesa- que mi buena doña Rodríguez tiene razón, y muy
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grande; pero conviene que aguarde tiempo para volver por sí y por las demás
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dueñas, para confundir la mala opinión de aquel mal boticario, y
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desarraigar la que tiene en su pecho el gran Sancho Panza.
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A lo que Sancho respondió:
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-Después que tengo humos de gobernador se me han quitado los váguidos de
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escudero, y no se me da por cuantas dueñas hay un cabrahígo.
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Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si no oyeran que el pífaro y los
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tambores volvían a sonar, por donde entendieron que la dueña Dolorida
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entraba. Preguntó la duquesa al duque si sería bien ir a recebirla, pues
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era condesa y persona principal.
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-Por lo que tiene de condesa -respondió Sancho, antes que el duque
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respondiese-, bien estoy en que vuestras grandezas salgan a recebirla; pero
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por lo de dueña, soy de parecer que no se muevan un paso.
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-¿Quién te mete a ti en esto, Sancho? -dijo don Quijote.
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-¿Quién, señor? -respondió Sancho-. Yo me meto, que puedo meterme, como
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escudero que ha aprendido los términos de la cortesía en la escuela de
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vuesa merced, que es el más cortés y bien criado caballero que hay en toda
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la cortesanía; y en estas cosas, según he oído decir a vuesa merced, tanto
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se pierde por carta de más como por carta de menos; y al buen entendedor,
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pocas palabras.
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-Así es, como Sancho dice -dijo el duque-: veremos el talle de la condesa,
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y por él tantearemos la cortesía que se le debe.
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En esto, entraron los tambores y el pífaro, como la vez primera.
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Y aquí, con este breve capítulo, dio fin el autor, y comenzó el otro,
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siguiendo la mesma aventura, que es una de las más notables de la historia.
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Capítulo XXXVIII. Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña
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Dolorida
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Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante
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hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de
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unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas
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blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil
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descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano
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el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra
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bayeta por frisar, que, a venir frisada, descubriera cada grano del grandor
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de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola, o falda, o como llamarla
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quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de
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tres pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática
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figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban, por
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lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se
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debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa de las Tres
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Faldas; y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se
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llama la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos,
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y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por
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ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus
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nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta
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condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el
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Trifaldi.
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Venían las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los
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rostros con unos velos negros y no trasparentes como el de Trifaldín, sino
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tan apretados que ninguna cosa se traslucían.
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Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don
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Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión
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miraban. Pararon las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la
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Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín, viendo lo cual el
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duque, la duquesa y don Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a
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recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y
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ronca que sutil y dilicada, dijo:
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-Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su
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criado; digo, a esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré
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a responder a lo que debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me
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ha llevado el entendimiento no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues
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cuanto más le busco menos le hallo.
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-Sin él estaría -respondió el duque-, señora condesa, el que no descubriese
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por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de
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toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas
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ceremonias.
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Y, levantándola de la mano, la llevó a asentar en una silla junto a la
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duquesa, la cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.
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Don Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la
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Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que
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ellas de su grado y voluntad se descubrieron.
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Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de
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romper, y fue la dueña Dolorida con estas palabras:
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-Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos
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circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos
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pechos acogimiento no menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es
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tal, que es bastante a enternecer los mármoles, y a ablandar los diamantes,
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y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo; pero,
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antes que salga a la plaza de vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera
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que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía el
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acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su escuderísimo
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Panza.
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-El Panza -antes que otro respondiese, dijo Sancho- aquí esta, y el don
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Quijotísimo asimismo; y así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que
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quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros
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servidorísimos.
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En esto se levantó don Quijote, y, encaminando sus razones a la Dolorida
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dueña, dijo:
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-Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza
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de remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están
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las mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro
|
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servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda
|
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suerte de menesterosos, y, siendo esto así, como lo es, no habéis menester,
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señora, captar benevolencias ni buscar preámbulos, sino, a la llana y sin
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rodeos, decir vuestros males, que oídos os escuchan que sabrán, si no
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remediarlos, dolerse dellos.
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Oyendo lo cual, la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies
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de don Quijote, y aun se arrojó, y, pugnando por abrazárselos, decía:
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-Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los
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que son basas y colunas de la andante caballería; estos pies quiero besar,
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de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso
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andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de
|
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los Amadises, Esplandianes y Belianises!
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Y, dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza, y, asiéndole de las
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manos, le dijo:
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-¡Oh tú, el más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los
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presentes ni en los pasados siglos, más luengo en bondad que la barba de
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Trifaldín, mi acompañador, que está presente!, bien puedes preciarte que en
|
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servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros
|
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que han tratado las armas en el mundo. Conjúrote, por lo que debes a tu
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bondad fidelísima, me seas buen intercesor con tu dueño, para que luego
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favorezca a esta humilísima y desdichadísima condesa.
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A lo que respondió Sancho:
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-De que sea mi bondad, señoría mía, tan larga y grande como la barba de
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vuestro escudero, a mí me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes
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tenga yo mi alma cuando desta vida vaya, que es lo que importa, que de las
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barbas de acá poco o nada me curo; pero, sin esas socaliñas ni plegarias,
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yo rogaré a mi amo, que sé que me quiere bien, y más agora que me ha
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menester para cierto negocio, que favorezca y ayude a vuesa merced en todo
|
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lo que pudiere. Vuesa merced desembaúle su cuita y cuéntenosla, y deje
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hacer, que todos nos entenderemos.
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Reventaban de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habían
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tomado el pulso a la tal aventura, y alababan entre sí la agudeza y
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disimulación de la Trifaldi, la cual, volviéndose a sentar, dijo:
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-«Del famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del
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Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín, fue señora la reina doña
|
|
Maguncia, viuda del rey Archipiela, su señor y marido, de cuyo matrimonio
|
|
tuvieron y procrearon a la infanta Antonomasia, heredera del reino, la cual
|
|
dicha infanta Antonomasia se crió y creció debajo de mi tutela y doctrina,
|
|
por ser yo la más antigua y la más principal dueña de su madre. Sucedió,
|
|
pues, que, yendo días y viniendo días, la niña Antonomasia llegó a edad de
|
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catorce años, con tan gran perfeción de hermosura, que no la pudo subir más
|
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de punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que la discreción era mocosa!
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Así era discreta como bella, y era la más bella del mundo, y lo es, si ya
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los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han cortado la estambre
|
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de la vida. Pero no habrán, que no han de permitir los cielos que se haga
|
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tanto mal a la tierra como sería llevarse en agraz el racimo del más
|
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hermoso veduño del suelo. De esta hermosura, y no como se debe encarecida
|
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de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de príncipes, así
|
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naturales como estranjeros, entre los cuales osó levantar los pensamientos
|
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al cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba,
|
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confiado en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y
|
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gracias, y facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras
|
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grandezas, si no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía
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hablar, y más que era poeta y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de
|
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pájaros, que solamente a hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en
|
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estrema necesidad, que todas estas partes y gracias son bastantes a
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derribar una montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza
|
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y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna
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parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras no
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usara del remedio de rendirme a mí primero. Primero quiso el malandrín y
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desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que
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yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En
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resolución: él me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad con no sé
|
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qué dijes y brincos que me dio, pero lo que más me hizo postrar y dar
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conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde
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una reja que caía a una callejuela donde él estaba, que, si mal no me
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acuerdo, decían:
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De la dulce mi enemiga
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nace un mal que al alma hiere,
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y, por más tormento, quiere
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que se sienta y no se diga.
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Parecióme la trova de perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo,
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|
desde entonces, viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes
|
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versos, he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se habían
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de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos,
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porque escriben unas coplas, no como las del marqués de Mantua, que
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entretienen y hacen llorar los niños y a las mujeres, sino unas agudezas
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que, a modo de blandas espinas, os atraviesan el alma, y como rayos os
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hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantó:
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|
Ven, muerte, tan escondida
|
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que no te sienta venir,
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porque el placer del morir
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no me torne a dar la vida.
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Y deste jaez otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos
|
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suspenden. Pues, ¿qué cuando se humillan a componer un género de verso que
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en Candaya se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? Allí era
|
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el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los
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|
cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y así, digo,
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|
señores míos, que los tales trovadores con justo título los debían
|
|
desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen ellos la culpa, sino
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los simples que los alaban y las bobas que los creen; y si yo fuera la
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buena dueña que debía, no me habían de mover sus trasnochados conceptos, ni
|
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había de creer ser verdad aquel decir: "Vivo muriendo, ardo en el yelo,
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tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, pártome y quédome", con otros
|
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imposibles desta ralea, de que están sus escritos llenos. Pues, ¿qué cuando
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prometen el fénix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol,
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|
del Sur las perlas, de Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde
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ellos alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás
|
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piensan ni pueden cumplir. Pero, ¿dónde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada!
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¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo
|
|
tanto que decir de las mías? ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura!, que no me
|
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rindieron los versos, sino mi simplicidad; no me ablandaron las músicas,
|
|
sino mi liviandad: mi mucha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el
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camino y desembarazaron la senda a los pasos de don Clavijo, que éste es el
|
|
nombre del referido caballero; y así, siendo yo la medianera, él se halló
|
|
una y muy muchas veces en la estancia de la por mí, y no por él, engañada
|
|
Antonomasia, debajo del título de verdadero esposo; que, aunque pecadora,
|
|
no consintiera que sin ser su marido la llegara a la vira de la suela de
|
|
sus zapatillas. ¡No, no, eso no: el matrimonio ha de ir adelante en
|
|
cualquier negocio destos que por mí se tratare! Solamente hubo un daño en
|
|
este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser don Clavijo un
|
|
caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya he dicho,
|
|
del reino. Algunos días estuvo encubierta y solapada en la sagacidad de mi
|
|
recato esta maraña, hasta que me pareció que la iba descubriendo a más
|
|
andar no sé qué hinchazón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo
|
|
entrar en bureo a los tres, y salió dél que, antes que se saliese a luz el
|
|
mal recado, don Clavijo pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia,
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|
en fe de una cédula que de ser su esposa la infanta le había hecho, notada
|
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por mi ingenio, con tanta fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla.
|
|
Hiciéronse las diligencias, vio el vicario la cédula, tomó el tal vicario
|
|
la confesión a la señora, confesó de plano, mandóla depositar en casa de un
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|
alguacil de corte muy honrado...»
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|
A esta sazón, dijo Sancho:
|
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|
-También en Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas, por lo
|
|
que puedo jurar que imagino que todo el mundo es uno. Pero dése vuesa
|
|
merced priesa, señora Trifaldi, que es tarde y ya me muero por saber el fin
|
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desta tan larga historia.
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|
-Sí haré -respondió la condesa.
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|
Capítulo XXXIX. Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable
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|
historia
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De cualquiera palabra que Sancho decía, la duquesa gustaba tanto como se
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desesperaba don Quijote; y, mandándole que callase, la Dolorida prosiguió
|
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diciendo:
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-«En fin, al cabo de muchas demandas y respuestas, como la infanta se
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|
estaba siempre en sus trece, sin salir ni variar de la primera declaración,
|
|
el vicario sentenció en favor de don Clavijo, y se la entregó por su
|
|
legítima esposa, de lo que recibió tanto enojo la reina doña Maguncia,
|
|
madre de la infanta Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos.»
|
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|
-Debió de morir, sin duda -dijo Sancho.
|
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|
-¡Claro está! -respondió Trifaldín-, que en Candaya no se entierran las
|
|
personas vivas, sino las muertas.
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|
-Ya se ha visto, señor escudero -replicó Sancho-, enterrar un desmayado
|
|
creyendo ser muerto, y parecíame a mí que estaba la reina Maguncia obligada
|
|
a desmayarse antes que a morirse; que con la vida muchas cosas se remedian,
|
|
y no fue tan grande el disparate de la infanta que obligase a sentirle
|
|
tanto. Cuando se hubiera casado esa señora con algún paje suyo, o con otro
|
|
criado de su casa, como han hecho otras muchas, según he oído decir, fuera
|
|
el daño sin remedio; pero el haberse casado con un caballero tan
|
|
gentilhombre y tan entendido como aquí nos le han pintado, en verdad en
|
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verdad que, aunque fue necedad, no fue tan grande como se piensa; porque,
|
|
según las reglas de mi señor, que está presente y no me dejará mentir, así
|
|
como se hacen de los hombres letrados los obispos, se pueden hacer de los
|
|
caballeros, y más si son andantes, los reyes y los emperadores.
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-Razón tienes, Sancho -dijo don Quijote-, porque un caballero andante, como
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tenga dos dedos de ventura, está en potencia propincua de ser el mayor
|
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señor del mundo. Pero, pase adelante la señora Dolorida, que a mí se me
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|
trasluce que le falta por contar lo amargo desta hasta aquí dulce historia.
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-Y ¡cómo si queda lo amargo! -respondió la condesa-, y tan amargo que en su
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comparación son dulces las tueras y sabrosas las adelfas. «Muerta, pues, la
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reina, y no desmayada, la enterramos; y, apenas la cubrimos con la tierra
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y apenas le dimos el último vale, cuando,
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quis talia fando temperet a lachrymis?,
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puesto sobre un caballo de madera, pareció encima de la sepultura de la
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reina el gigante Malambruno, primo cormano de Maguncia, que junto con ser
|
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cruel era encantador, el cual con sus artes, en venganza de la muerte de su
|
|
cormana, y por castigo del atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de
|
|
la demasía de Antonomasia, los dejó encantados sobre la mesma sepultura: a
|
|
ella, convertida en una jimia de bronce, y a él, en un espantoso cocodrilo
|
|
de un metal no conocido, y entre los dos está un padrón, asimismo de metal,
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y en él escritas en lengua siríaca unas letras que, habiéndose declarado en
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la candayesca, y ahora en la castellana, encierran esta sentencia: "No
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cobrarán su primera forma estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso
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manchego venga conmigo a las manos en singular batalla, que para solo su
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gran valor guardan los hados esta nunca vista aventura". Hecho esto, sacó
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de la vaina un ancho y desmesurado alfanje, y, asiéndome a mí por los
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cabellos, hizo finta de querer segarme la gola y cortarme cercen la cabeza.
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Turbéme, pegóseme la voz a la garganta, quedé mohína en todo estremo, pero,
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con todo, me esforcé lo más que pude, y, con voz tembladora y doliente, le
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dije tantas y tales cosas, que le hicieron suspender la ejecución de tan
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riguroso castigo. Finalmente, hizo traer ante sí todas las dueñas de
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palacio, que fueron estas que están presentes, y, después de haber
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exagerado nuestra culpa y vituperado las condiciones de las dueñas, sus
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malas mañas y peores trazas, y cargando a todas la culpa que yo sola tenía,
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dijo que no quería con pena capital castigarnos, sino con otras penas
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dilatadas, que nos diesen una muerte civil y continua; y, en aquel mismo
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momento y punto que acabó de decir esto, sentimos todas que se nos abrían
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los poros de la cara, y que por toda ella nos punzaban como con puntas de
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agujas. Acudimos luego con las manos a los rostros, y hallámonos de la
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manera que ahora veréis.»
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Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con que
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cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas,
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cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya
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vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don
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Quijote y Sancho, y atónitos todos los presentes.
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Y la Trifaldi prosiguió:
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-«Desta manera nos castigó aquel follón y malintencionado de Malambruno,
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cubriendo la blandura y morbidez de nuestros rostros con la aspereza destas
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cerdas, que pluguiera al cielo que antes con su desmesurado alfanje nos
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hubiera derribado las testas, que no que nos asombrara la luz de nuestras
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caras con esta borra que nos cubre; porque si entramos en cuenta, señores
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míos (y esto que voy a decir agora lo quisiera decir hechos mis ojos
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fuentes, pero la consideración de nuestra desgracia, y los mares que hasta
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aquí han llovido, los tienen sin humor y secos como aristas, y así, lo diré
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sin lágrimas), digo, pues, que ¿adónde podrá ir una dueña con barbas? ¿Qué
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padre o qué madre se dolerá della? ¿Quién la dará ayuda? Pues, aun cuando
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tiene la tez lisa y el rostro martirizado con mil suertes de menjurjes y
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mudas, apenas halla quien bien la quiera, ¿qué hará cuando descubra hecho
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un bosque su rostro? ¡Oh dueñas y compañeras mías, en desdichado punto
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nacimos, en hora menguada nuestros padres nos engendraron!»
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Y, diciendo esto, dio muestras de desmayarse.
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Capítulo XL. De cosas que atañen y tocan a esta aventura y a esta
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memorable historia
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Real y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como
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ésta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la
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curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas della, sin dejar cosa, por
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menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente: pinta los
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pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara
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las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos del más curioso
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deseo manifiesta. ¡Oh autor celebérrimo! ¡Oh don Quijote dichoso! ¡Oh
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Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada uno de por
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sí viváis siglos infinitos, para gusto y general pasatiempo de los
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vivientes.
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Dice, pues, la historia que, así como Sancho vio desmayada a la Dolorida,
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dijo:
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-Por la fe de hombre de bien, juro, y por el siglo de todos mis pasados los
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Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su
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pensamiento ha cabido, semejante aventura como ésta. Válgate mil satanases,
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por no maldecirte por encantador y gigante, Malambruno; y ¿no hallaste otro
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género de castigo que dar a estas pecadoras sino el de barbarlas? ¿Cómo y
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no fuera mejor, y a ellas les estuviera más a cuento, quitarles la mitad de
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las narices de medio arriba, aunque hablaran gangoso, que no ponerles
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barbas? Apostaré yo que no tienen hacienda para pagar a quien las rape.
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-Así es la verdad, señor -respondió una de las doce-, que no tenemos
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hacienda para mondarnos; y así, hemos tomado algunas de nosotras por
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remedio ahorrativo de usar de unos pegotes o parches pegajosos, y
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aplicándolos a los rostros, y tirando de golpe, quedamos rasas y lisas como
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fondo de mortero de piedra; que, puesto que hay en Candaya mujeres que
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andan de casa en casa a quitar el vello y a pulir las cejas y hacer otros
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menjurjes tocantes a mujeres, nosotras las dueñas de mi señora por jamás
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quisimos admitirlas, porque las más oliscan a terceras, habiendo dejado de
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ser primas; y si por el señor don Quijote no somos remediadas, con barbas
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nos llevarán a la sepultura.
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-Yo me pelaría las mías -dijo don Quijote- en tierra de moros, si no
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remediase las vuestras.
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A este punto, volvió de su desmayo la Trifaldi y dijo:
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-El retintín desa promesa, valeroso caballero, en medio de mi desmayo llegó
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a mis oídos, y ha sido parte para que yo dél vuelva y cobre todos mis
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sentidos; y así, de nuevo os suplico, andante ínclito y señor indomable,
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vuestra graciosa promesa se convierta en obra.
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-Por mí no quedará -respondió don Quijote-: ved, señora, qué es lo que
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tengo de hacer, que el ánimo está muy pronto para serviros.
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-Es el caso -respondió la Dolorida -que desde aquí al reino de Candaya, si
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se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más a menos; pero si se va por
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el aire y por la línea recta, hay tres mil y docientas y veinte y siete. Es
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también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al
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caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto
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mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser
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aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Pierres robada
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a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una clavija que tiene en
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la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza
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que parece que los mesmos diablos le llevan. Este tal caballo, según es
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tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestósele a
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Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robó, como se
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ha dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando
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embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a
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quien él quería, o mejor se lo pagaba; y desde el gran Pierres hasta
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ahora no sabemos que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado
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Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve dél en sus
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viajes, que los hace por momentos, por diversas partes del mundo, y hoy
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está aquí y mañana en Francia y otro día en Potosí; y es lo bueno que el
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tal caballo ni come, ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por
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los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza
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llena de agua en la mano sin que se le derrame gota, según camina llano y
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reposado; por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera
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en él.
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A esto dijo Sancho:
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-Para andar reposado y llano, mi rucio, puesto que no anda por los aires;
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pero por la tierra, yo le cutiré con cuantos portantes hay en el mundo.
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Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió:
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-Y este tal caballo, si es que Malambruno quiere dar fin a nuestra
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desgracia, antes que sea media hora entrada la noche, estará en nuestra
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presencia, porque él me significó que la señal que me daría por donde yo
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entendiese que había hallado el caballero que buscaba, sería enviarme el
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caballo, donde fuese con comodidad y presteza.
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-Y ¿cuántos caben en ese caballo? -preguntó Sancho.
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La Dolorida respondió:
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-Dos personas: la una en la silla y la otra en las ancas; y, por la mayor
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parte, estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta
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alguna robada doncella.
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-Querría yo saber, señora Dolorida -dijo Sancho-, qué nombre tiene ese
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caballo.
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-El nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belorofonte,
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que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni
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como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte,
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que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, ni
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Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se
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llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de
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los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.
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-Yo apostaré -dijo Sancho- que, pues no le han dado ninguno desos famosos
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nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo,
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Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado.
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-Así es -respondió la barbada condesa-, pero todavía le cuadra mucho,
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porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de
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leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que
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camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso
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Rocinante.
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-No me descontenta el nombre -replicó Sancho-, pero ¿con qué freno o con
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qué jáquima se gobierna?
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-Ya he dicho -respondió la Trifaldi- que con la clavija, que, volviéndola a
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una parte o a otra, el caballero que va encima le hace caminar como quiere,
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o ya por los aires, o ya rastreando y casi barriendo la tierra, o por el
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medio, que es el que se busca y se ha de tener en todas las acciones bien
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ordenadas.
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-Ya lo querría ver -respondió Sancho-, pero pensar que tengo de subir en
|
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él, ni en la silla ni en las ancas, es pedir peras al olmo. ¡Bueno es que
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apenas puedo tenerme en mi rucio, y sobre un albarda más blanda que la
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mesma seda, y querrían ahora que me tuviese en unas ancas de tabla, sin
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cojín ni almohada alguna! Pardiez, yo no me pienso moler por quitar las
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barbas a nadie: cada cual se rape como más le viniere a cuento, que yo no
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pienso acompañar a mi señor en tan largo viaje. Cuanto más, que yo no debo
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de hacer al caso para el rapamiento destas barbas como lo soy para el
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desencanto de mi señora Dulcinea.
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-Sí sois, amigo -respondió la Trifaldi-, y tanto, que, sin vuestra
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presencia, entiendo que no haremos nada.
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-¡Aquí del rey! -dijo Sancho-: ¿qué tienen que ver los escuderos con las
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aventuras de sus señores? ¿Hanse de llevar ellos la fama de las que acaban,
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y hemos de llevar nosotros el trabajo? ¡Cuerpo de mí! Aun si dijesen los
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historiadores: "El tal caballero acabó la tal y tal aventura, pero con
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ayuda de fulano, su escudero, sin el cual fuera imposible el acabarla".
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Pero, ¡que escriban a secas: "Don Paralipomenón de las Tres Estrellas acabó
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la aventura de los seis vestiglos", sin nombrar la persona de su
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escudero, que se halló presente a todo, como si no fuera en el mundo!
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Ahora, señores, vuelvo a decir que mi señor se puede ir solo, y buen
|
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provecho le haga, que yo me quedaré aquí, en compañía de la duquesa mi
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señora, y podría ser que cuando volviese hallase mejorada la causa de la
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señora Dulcinea en tercio y quinto; porque pienso, en los ratos ociosos y
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desocupados, darme una tanda de azotes que no me la cubra pelo.
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-Con todo eso, le habéis de acompañar si fuere necesario, buen Sancho,
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porque os lo rogarán buenos; que no han de quedar por vuestro inútil temor
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tan poblados los rostros destas señoras; que, cierto, sería mal caso.
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-¡Aquí del rey otra vez! -replicó Sancho-. Cuando esta caridad se hiciera
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por algunas doncellas recogidas, o por algunas niñas de la doctrina,
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pudiera el hombre aventurarse a cualquier trabajo, pero que lo sufra por
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quitar las barbas a dueñas, ¡mal año! Mas que las viese yo a todas con
|
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barbas, desde la mayor hasta la menor, y de la más melindrosa hasta la más
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repulgada.
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-Mal estáis con las dueñas, Sancho amigo -dijo la duquesa-: mucho os vais
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tras la opinión del boticario toledano. Pues a fe que no tenéis razón; que
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dueñas hay en mi casa que pueden ser ejemplo de dueñas, que aquí está mi
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doña Rodríguez, que no me dejará decir otra cosa.
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-Mas que la diga vuestra excelencia -dijo Rodríguez-, que Dios sabe la
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verdad de todo, y buenas o malas, barbadas o lampiñas que seamos las
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dueñas, también nos parió nuestra madre como a las otras mujeres; y, pues
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Dios nos echó en el mundo, Él sabe para qué, y a su misericordia me atengo,
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y no a las barbas de nadie.
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-Ahora bien, señora Rodríguez -dijo don Quijote-, y señora Trifaldi y
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compañía, yo espero en el cielo que mirará con buenos ojos vuestras cuitas,
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que Sancho hará lo que yo le mandare, ya viniese Clavileño y ya me viese
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con Malambruno; que yo sé que no habría navaja que con más facilidad rapase
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a vuestras mercedes como mi espada raparía de los hombros la cabeza de
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Malambruno; que Dios sufre a los malos, pero no para siempre.
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-¡Ay! -dijo a esta sazón la Dolorida-, con benignos ojos miren a vuestra
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grandeza, valeroso caballero, todas las estrellas de las regiones celestes,
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e infundan en vuestro ánimo toda prosperidad y valentía para ser escudo y
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amparo del vituperoso y abatido género dueñesco, abominado de boticarios,
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murmurado de escuderos y socaliñado de pajes; que mal haya la bellaca que
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en la flor de su edad no se metió primero a ser monja que a dueña.
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¡Desdichadas de nosotras las dueñas, que, aunque vengamos por línea recta,
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de varón en varón, del mismo Héctor el troyano, no dejaran de echaros un
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vos nuestras señoras, si pensasen por ello ser reinas! ¡Oh gigante
|
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Malambruno, que, aunque eres encantador, eres certísimo en tus promesas!,
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envíanos ya al sin par Clavileño, para que nuestra desdicha se acabe, que
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si entra el calor y estas nuestras barbas duran, ¡guay de nuestra ventura!
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Dijo esto con tanto sentimiento la Trifaldi, que sacó las lágrimas de los
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ojos de todos los circunstantes, y aun arrasó los de Sancho, y propuso en
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su corazón de acompañar a su señor hasta las últimas partes del mundo, si
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es que en ello consistiese quitar la lana de aquellos venerables rostros.
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Capítulo XLI. De la venida de Clavileño, con el fin desta dilatada aventura
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Llegó en esto la noche, y con ella el punto determinado en que el famoso
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caballo Clavileño viniese, cuya tardanza fatigaba ya a don Quijote,
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pareciéndole que, pues Malambruno se detenía en enviarle, o que él no era
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el caballero para quien estaba guardada aquella aventura, o que Malambruno
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no osaba venir con él a singular batalla. Pero veis aquí cuando a deshora
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entraron por el jardín cuatro salvajes, vestidos todos de verde yedra, que
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sobre sus hombros traían un gran caballo de madera. Pusiéronle de pies en
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el suelo, y uno de los salvajes dijo:
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-Suba sobre esta máquina el que tuviere ánimo para ello.
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-Aquí -dijo Sancho- yo no subo, porque ni tengo ánimo ni soy caballero.
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Y el salvaje prosiguió diciendo:
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-Y ocupe las ancas el escudero, si es que lo tiene, y fíese del valeroso
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Malambruno, que si no fuere de su espada, de ninguna otra, ni de otra
|
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malicia, será ofendido; y no hay más que torcer esta clavija que sobre el
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cuello trae puesta, que él los llevará por los aires adonde los atiende
|
|
Malambruno; pero, porque la alteza y sublimidad del camino no les cause
|
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váguidos, se han de cubrir los ojos hasta que el caballo relinche, que será
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|
señal de haber dado fin a su viaje.
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Esto dicho, dejando a Clavileño, con gentil continente se volvieron por
|
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donde habían venido. La Dolorida, así como vio al caballo, casi con
|
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lágrimas dijo a don Quijote:
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-Valeroso caballero, las promesas de Malambruno han sido ciertas: el
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caballo está en casa, nuestras barbas crecen, y cada una de nosotras y con
|
|
cada pelo dellas te suplicamos nos rapes y tundas, pues no está en más sino
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en que subas en él con tu escudero y des felice principio a vuestro nuevo
|
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viaje.
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-Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, de muy buen grado y de mejor
|
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talante, sin ponerme a tomar cojín, ni calzarme espuelas, por no detenerme:
|
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tanta es la gana que tengo de veros a vos, señora, y a todas estas dueñas
|
|
rasas y mondas.
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-Eso no haré yo -dijo Sancho-, ni de malo ni de buen talante, en ninguna
|
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manera; y si es que este rapamiento no se puede hacer sin que yo suba a las
|
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ancas, bien puede buscar mi señor otro escudero que le acompañe, y estas
|
|
señoras otro modo de alisarse los rostros; que yo no soy brujo, para gustar
|
|
de andar por los aires. Y ¿qué dirán mis insulanos cuando sepan que su
|
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gobernador se anda paseando por los vientos? Y otra cosa más: que habiendo
|
|
tres mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el caballo se cansa o el
|
|
gigante se enoja, tardaremos en dar la vuelta media docena de años, y ya ni
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|
habrá ínsula ni ínsulos en el mundo que me conozan; y, pues se dice
|
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comúnmente que en la tardanza va el peligro, y que cuando te dieren la
|
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vaquilla acudas con la soguilla, perdónenme las barbas destas señoras, que
|
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bien se está San Pedro en Roma; quiero decir que bien me estoy en esta
|
|
casa, donde tanta merced se me hace y de cuyo dueño tan gran bien espero
|
|
como es verme gobernador.
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|
A lo que el duque dijo:
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|
-Sancho amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva:
|
|
raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la
|
|
arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones; y, pues vos sabéis que
|
|
sé yo que no hay ninguno género de oficio destos de mayor cantía que no se
|
|
granjee con alguna suerte de cohecho, cuál más, cuál menos, el que yo
|
|
quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro señor don Quijote a
|
|
dar cima y cabo a esta memorable aventura; que ahora volváis sobre
|
|
Clavileño con la brevedad que su ligereza promete, ora la contraria fortuna
|
|
os traiga y vuelva a pie, hecho romero, de mesón en mesón y de venta en
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venta, siempre que volviéredes hallaréis vuestra ínsula donde la dejáis, y
|
|
a vuestros insulanos con el mesmo deseo de recebiros por su gobernador que
|
|
siempre han tenido, y mi voluntad será la mesma; y no pongáis duda en esta
|
|
verdad, señor Sancho, que sería hacer notorio agravio al deseo que de
|
|
serviros tengo.
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|
-No más, señor -dijo Sancho-: yo soy un pobre escudero y no puedo llevar a
|
|
cuestas tantas cortesías; suba mi amo, tápenme estos ojos y encomiéndenme a
|
|
Dios, y avísenme si cuando vamos por esas altanerías podré encomendarme a
|
|
Nuestro Señor o invocar los ángeles que me favorezcan.
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A lo que respondió Trifaldi:
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|
-Sancho, bien podéis encomendaros a Dios o a quien quisiéredes, que
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Malambruno, aunque es encantador, es cristiano, y hace sus encantamentos
|
|
con mucha sagacidad y con mucho tiento, sin meterse con nadie.
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-¡Ea, pues -dijo Sancho-, Dios me ayude y la Santísima Trinidad de Gaeta!
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-Desde la memorable aventura de los batanes -dijo don Quijote-, nunca he
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visto a Sancho con tanto temor como ahora, y si yo fuera tan agorero como
|
|
otros, su pusilanimidad me hiciera algunas cosquillas en el ánimo. Pero
|
|
llegaos aquí, Sancho, que con licencia destos señores os quiero hablar
|
|
aparte dos palabras.
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Y, apartando a Sancho entre unos árboles del jardín y asiéndole ambas las
|
|
manos, le dijo:
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|
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-Ya vees, Sancho hermano, el largo viaje que nos espera, y que sabe Dios
|
|
cuándo volveremos dél, ni la comodidad y espacio que nos darán los
|
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negocios; así, querría que ahora te retirases en tu aposento, como que vas
|
|
a buscar alguna cosa necesaria para el camino, y, en un daca las pajas,
|
|
te dieses, a buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes a que estás
|
|
obligado, siquiera quinientos, que dados te los tendrás, que el comenzar
|
|
las cosas es tenerlas medio acabadas.
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-¡Par Dios -dijo Sancho-, que vuestra merced debe de ser menguado! Esto es
|
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como aquello que dicen: "¡en priesa me vees y doncellez me demandas!"
|
|
¿Ahora que tengo de ir sentado en una tabla rasa, quiere vuestra merced que
|
|
me lastime las posas? En verdad en verdad que no tiene vuestra merced
|
|
razón. Vamos ahora a rapar estas dueñas, que a la vuelta yo le prometo a
|
|
vuestra merced, como quien soy, de darme tanta priesa a salir de mi
|
|
obligación, que vuestra merced se contente, y no le digo más.
|
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|
Y don Quijote respondió:
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|
-Pues con esa promesa, buen Sancho, voy consolado, y creo que la cumplirás,
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|
porque, en efecto, aunque tonto, eres hombre verídico.
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|
-No soy verde, sino moreno -dijo Sancho-, pero aunque fuera de mezcla,
|
|
cumpliera mi palabra.
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Y con esto se volvieron a subir en Clavileño, y al subir dijo don Quijote:
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-Tapaos, Sancho, y subid, Sancho, que quien de tan lueñes tierras envía por
|
|
nosotros no será para engañarnos, por la poca gloria que le puede redundar
|
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de engañar a quien dél se fía; y, puesto que todo sucediese al revés de lo
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que imagino, la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá
|
|
escurecer malicia alguna.
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-Vamos, señor -dijo Sancho-, que las barbas y lágrimas destas señoras las
|
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tengo clavadas en el corazón, y no comeré bocado que bien me sepa hasta
|
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verlas en su primera lisura. Suba vuesa merced y tápese primero, que si yo
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tengo de ir a las ancas, claro está que primero sube el de la silla.
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-Así es la verdad -replicó don Quijote.
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Y, sacando un pañuelo de la faldriquera, pidió a la Dolorida que le
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cubriese muy bien los ojos, y, habiéndoselos cubierto, se volvió a
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descubrir y dijo:
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-Si mal no me acuerdo, yo he leído en Virgilio aquello del Paladión de
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Troya, que fue un caballo de madera que los griegos presentaron a la diosa
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Palas, el cual iba preñado de caballeros armados, que después fueron la
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total ruina de Troya; y así, será bien ver primero lo que Clavileño trae en
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su estómago.
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-No hay para qué -dijo la Dolorida-, que yo le fío y sé que Malambruno no
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tiene nada de malicioso ni de traidor; vuesa merced, señor don Quijote,
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suba sin pavor alguno, y a mi daño si alguno le sucediere.
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Parecióle a don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su
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seguridad sería poner en detrimento su valentía; y así, sin más altercar,
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subió sobre Clavileño y le tentó la clavija, que fácilmente se rodeaba; y,
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como no tenía estribos y le colgaban las piernas, no parecía sino figura de
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tapiz flamenco pintada o tejida en algún romano triunfo. De mal talante y
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poco a poco llegó a subir Sancho, y, acomodándose lo mejor que pudo en las
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ancas, las halló algo duras y no nada blandas, y pidió al duque que, si
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fuese posible, le acomodasen de algún cojín o de alguna almohada, aunque
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fuese del estrado de su señora la duquesa, o del lecho de algún paje,
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porque las ancas de aquel caballo más parecían de mármol que de leño.
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A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni ningún género de adorno sufría
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sobre sí Clavileño; que lo que podía hacer era ponerse a mujeriegas, y que
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así no sentiría tanto la dureza. Hízolo así Sancho, y, diciendo ''a Dios'',
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se dejó vendar los ojos, y, ya después de vendados, se volvió a descubrir,
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y, mirando a todos los del jardín tiernamente y con lágrimas, dijo que le
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ayudasen en aquel trance con sendos paternostres y sendas avemarías, porque
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Dios deparase quien por ellos los dijese cuando en semejantes trances se
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viesen. A lo que dijo don Quijote:
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-Ladrón, ¿estás puesto en la horca por ventura, o en el último término de
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la vida, para usar de semejantes plegarias? ¿No estás, desalmada y cobarde
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criatura, en el mismo lugar que ocupó la linda Magalona, del cual decendió,
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no a la sepultura, sino a ser reina de Francia, si no mienten las
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historias? Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo ponerme al del valeroso
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Pierres, que oprimió este mismo lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete,
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cúbrete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el temor que tienes,
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a lo menos en presencia mía.
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-Tápenme -respondió Sancho-; y, pues no quieren que me encomiende a Dios ni
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que sea encomendado, ¿qué mucho que tema no ande por aquí alguna región de
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diablos que den con nosotros en Peralvillo?
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Cubriéronse, y, sintiendo don Quijote que estaba como había de estar, tentó
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la clavija, y, apenas hubo puesto los dedos en ella, cuando todas las
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dueñas y cuantos estaban presentes levantaron las voces, diciendo:
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-¡Dios te guíe, valeroso caballero!
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-¡Dios sea contigo, escudero intrépido!
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-¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos con más velocidad que una saeta!
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-¡Ya comenzáis a suspender y admirar a cuantos desde la tierra os están
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mirando!
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-¡Tente, valeroso Sancho, que te bamboleas! ¡Mira no cayas, que será peor
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tu caída que la del atrevido mozo que quiso regir el carro del Sol, su
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padre!
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Oyó Sancho las voces, y, apretándose con su amo y ciñiéndole con los
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brazos, le dijo:
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-Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces, y
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no parecen sino que están aquí hablando junto a nosotros?
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-No repares en eso, Sancho, que, como estas cosas y estas volaterías van
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fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que
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quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que no sé
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de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de
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mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no
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nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la
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cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.
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-Así es la verdad -respondió Sancho-, que por este lado me da un viento tan
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recio, que parece que con mil fuelles me están soplando.
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Y así era ello, que unos grandes fuelles le estaban haciendo aire: tan bien
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trazada estaba la tal aventura por el duque y la duquesa y su mayordomo,
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que no le faltó requisito que la dejase de hacer perfecta.
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Sintiéndose, pues, soplar don Quijote, dijo:
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-Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda región del
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aire, adonde se engendra el granizo, las nieves; los truenos, los
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relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región, y si es que desta
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manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé yo
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cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos.
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En esto, con unas estopas ligeras de encenderse y apagarse, desde lejos,
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pendientes de una caña, les calentaban los rostros. Sancho, que sintió el
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calor, dijo:
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-Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, o bien cerca, porque
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una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por
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descubrirme y ver en qué parte estamos.
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-No hagas tal -respondió don Quijote-, y acuérdate del verdadero cuento del
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licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire,
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caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y
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se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el
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fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en
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Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo
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que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos, y los
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abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna, que la
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pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra por no
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desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para qué descubrirnos; que, el que
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nos lleva a cargo, él dará cuenta de nosotros, y quizá vamos tomando puntas
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y subiendo en alto para dejarnos caer de una sobre el reino de Candaya,
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como hace el sacre o neblí sobre la garza para cogerla, por más que se
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remonte; y, aunque nos parece que no ha media hora que nos partimos del
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jardín, creéme que debemos de haber hecho gran camino.
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-No sé lo que es -respondió Sancho Panza-, sólo sé decir que si la señora
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Magallanes o Magalona se contentó destas ancas, que no debía de ser muy
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tierna de carnes.
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Todas estas pláticas de los dos valientes oían el duque y la duquesa y los
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del jardín, de que recibían estraordinario contento; y, queriendo dar
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remate a la estraña y bien fabricada aventura, por la cola de Clavileño le
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pegaron fuego con unas estopas, y al punto, por estar el caballo lleno de
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cohetes tronadores, voló por los aires, con estraño ruido, y dio con don
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Quijote y con Sancho Panza en el suelo, medio chamuscados.
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En este tiempo ya se habían desparecido del jardín todo el barbado
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escuadrón de las dueñas y la Trifaldi y todo, y los del jardín quedaron
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como desmayados, tendidos por el suelo. Don Quijote y Sancho se levantaron
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maltrechos, y, mirando a todas partes, quedaron atónitos de verse en el
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mesmo jardín de donde habían partido y de ver tendido por tierra tanto
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número de gente; y creció más su admiración cuando a un lado del jardín
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vieron hincada una gran lanza en el suelo y pendiente della y de dos
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cordones de seda verde un pergamino liso y blanco, en el cual, con grandes
|
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letras de oro, estaba escrito lo siguiente:
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El ínclito caballero don Quijote de la Mancha feneció y acabó la aventura
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de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la dueña Dolorida, y
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compañía, con sólo intentarla.
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Malambruno se da por contento y satisfecho a toda su voluntad, y las barbas
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de las dueñas ya quedan lisas y mondas, y los reyes don Clavijo y
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Antonomasia en su prístino estado. Y, cuando se cumpliere el escuderil
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vápulo, la blanca paloma se verá libre de los pestíferos girifaltes que la
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persiguen, y en brazos de su querido arrullador; que así está ordenado por
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el sabio Merlín, protoencantador de los encantadores.
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Habiendo, pues, don Quijote leído las letras del pergamino, claro entendió
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que del desencanto de Dulcinea hablaban; y, dando muchas gracias al cielo
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de que con tan poco peligro hubiese acabado tan gran fecho, reduciendo a su
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pasada tez los rostros de las venerables dueñas, que ya no parecían, se fue
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adonde el duque y la duquesa aún no habían vuelto en sí, y, trabando de la
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|
mano al duque, le dijo:
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-¡Ea, buen señor, buen ánimo; buen ánimo, que todo es nada! La aventura es
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ya acabada sin daño de barras, como lo muestra claro el escrito que en
|
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aquel padrón está puesto.
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El duque, poco a poco, y como quien de un pesado sueño recuerda, fue
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volviendo en sí, y por el mismo tenor la duquesa y todos los que por el
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jardín estaban caídos, con tales muestras de maravilla y espanto, que casi
|
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se podían dar a entender haberles acontecido de veras lo que tan bien
|
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sabían fingir de burlas. Leyó el duque el cartel con los ojos medio
|
|
cerrados, y luego, con los brazos abiertos, fue a abrazar a don Quijote,
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|
diciéndole ser el más buen caballero que en ningún siglo se hubiese visto.
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Sancho andaba mirando por la Dolorida, por ver qué rostro tenía sin las
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barbas, y si era tan hermosa sin ellas como su gallarda disposición
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prometía, pero dijéronle que, así como Clavileño bajó ardiendo por los
|
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aires y dio en el suelo, todo el escuadrón de las dueñas, con la Trifaldi,
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|
había desaparecido, y que ya iban rapadas y sin cañones. Preguntó la
|
|
duquesa a Sancho que cómo le había ido en aquel largo viaje. A lo cual
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Sancho respondió:
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-Yo, señora, sentí que íbamos, según mi señor me dijo, volando por la
|
|
región del fuego, y quise descubrirme un poco los ojos, pero mi amo, a
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quien pedí licencia para descubrirme, no la consintió; mas yo, que tengo no
|
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sé qué briznas de curioso y de desear saber lo que se me estorba y impide,
|
|
bonitamente y sin que nadie lo viese, por junto a las narices aparté tanto
|
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cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos, y por allí miré hacia la
|
|
tierra, y parecióme que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y
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los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas; porque se
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|
vea cuán altos debíamos de ir entonces.
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A esto dijo la duquesa:
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-Sancho amigo, mirad lo que decís, que, a lo que parece, vos no vistes la
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tierra, sino los hombres que andaban sobre ella; y está claro que si la
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|
tierra os pareció como un grano de mostaza, y cada hombre como una
|
|
avellana, un hombre solo había de cubrir toda la tierra.
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-Así es verdad -respondió Sancho-, pero, con todo eso, la descubrí por un
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ladito, y la vi toda.
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-Mirad, Sancho -dijo la duquesa-, que por un ladito no se vee el todo de lo
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que se mira.
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-Yo no sé esas miradas -replicó Sancho-: sólo sé que será bien que vuestra
|
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señoría entienda que, pues volábamos por encantamento, por encantamento
|
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podía yo ver toda la tierra y todos los hombres por doquiera que los
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mirara; y si esto no se me cree, tampoco creerá vuestra merced cómo,
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descubriéndome por junto a las cejas, me vi tan junto al cielo que no había
|
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de mí a él palmo y medio, y por lo que puedo jurar, señora mía, que es muy
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|
grande además. Y sucedió que íbamos por parte donde están las siete
|
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cabrillas; y en Dios y en mi ánima que, como yo en mi niñez fui en mi
|
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tierra cabrerizo, que así como las vi, ¡me dio una gana de entretenerme con
|
|
ellas un rato...! Y si no le cumpliera me parece que reventara. Vengo,
|
|
pues, y tomo, y ¿qué hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi señor tampoco,
|
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bonita y pasitamente me apeé de Clavileño, y me entretuve con las
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|
cabrillas, que son como unos alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos
|
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de hora, y Clavileño no se movió de un lugar, ni pasó adelante.
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-Y, en tanto que el buen Sancho se entretenía con las cabras -preguntó el
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duque-, ¿en qué se entretenía el señor don Quijote?
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A lo que don Quijote respondió:
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-Como todas estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural,
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no es mucho que Sancho diga lo que dice. De mí sé decir que ni me descubrí
|
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por alto ni por bajo, ni vi el cielo ni la tierra, ni la mar ni las arenas.
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Bien es verdad que sentí que pasaba por la región del aire, y aun que
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tocaba a la del fuego; pero que pasásemos de allí no lo puedo creer, pues,
|
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estando la región del fuego entre el cielo de la luna y la última región
|
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del aire, no podíamos llegar al cielo donde están las siete cabrillas que
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Sancho dice, sin abrasarnos; y, pues no nos asuramos, o Sancho miente o
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Sancho sueña.
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-Ni miento ni sueño -respondió Sancho-: si no, pregúntenme las señas de las
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|
tales cabras, y por ellas verán si digo verdad o no.
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-Dígalas, pues, Sancho -dijo la duquesa.
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-Son -respondió Sancho- las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules,
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y la una de mezcla.
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-Nueva manera de cabras es ésa -dijo el duque-, y por esta nuestra región
|
|
del suelo no se usan tales colores; digo, cabras de tales colores.
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-Bien claro está eso -dijo Sancho-; sí, que diferencia ha de haber de las
|
|
cabras del cielo a las del suelo.
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-Decidme, Sancho -preguntó el duque-: ¿vistes allá en entre esas cabras
|
|
algún cabrón?
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-No, señor -respondió Sancho-, pero oí decir que ninguno pasaba de los
|
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cuernos de la luna.
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No quisieron preguntarle más de su viaje, porque les pareció que llevaba
|
|
Sancho hilo de pasearse por todos los cielos, y dar nuevas de cuanto allá
|
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pasaba, sin haberse movido del jardín.
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|
En resolución, éste fue el fin de la aventura de la dueña Dolorida, que dio
|
|
que reír a los duques, no sólo aquel tiempo, sino el de toda su vida, y que
|
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contar a Sancho siglos, si los viviera; y, llegándose don Quijote a Sancho,
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|
al oído le dijo:
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-Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo,
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yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos; y no
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os digo más.
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Capítulo XLII. De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que
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fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas
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Con el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida, quedaron tan
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contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante,
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viendo el acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y
|
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así, habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían
|
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de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que
|
|
fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el duque a Sancho que se
|
|
adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le
|
|
estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:
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-Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la
|
|
tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan
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|
grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de
|
|
mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres
|
|
tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra?
|
|
Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo,
|
|
aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor
|
|
ínsula del mundo.
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|
-Mirad, amigo Sancho -respondió el duque-: yo no puedo dar parte del cielo
|
|
a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a solo Dios están reservadas
|
|
esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y
|
|
derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera fértil y abundosa,
|
|
donde si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra
|
|
granjear las del cielo.
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|
-Ahora bien -respondió Sancho-, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser
|
|
tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por
|
|
codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores,
|
|
sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador.
|
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|
|
-Si una vez lo probáis, Sancho -dijo el duque-, comeros heis las manos tras
|
|
el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido. A buen
|
|
seguro que cuando vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin
|
|
duda, según van encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y
|
|
que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado
|
|
de serlo.
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|
-Señor -replicó Sancho-, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un
|
|
hato de ganado.
|
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|
-Con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo -respondió el duque-, y
|
|
yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete, y quédese
|
|
esto aquí y advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al gobierno
|
|
de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje conveniente que habéis
|
|
de llevar y de todas las cosas necesarias a vuestra partida.
|
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|
-Vístanme -dijo Sancho- como quisieren, que de cualquier manera que vaya
|
|
vestido seré Sancho Panza.
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|
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|
-Así es verdad -dijo el duque-, pero los trajes se han de acomodar con el
|
|
oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se
|
|
vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis
|
|
vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy
|
|
tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas.
|
|
|
|
-Letras -respondió Sancho-, pocas tengo, porque aún no sé el A, B, C; pero
|
|
bástame tener el Christus en la memoria para ser buen gobernador. De las
|
|
armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios delante.
|
|
|
|
-Con tan buena memoria -dijo el duque-, no podrá Sancho errar en nada.
|
|
|
|
En esto llegó don Quijote, y, sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que
|
|
Sancho se había de partir a su gobierno, con licencia del duque le tomó por
|
|
la mano y se fue con él a su estancia, con intención de aconsejarle cómo se
|
|
había de haber en su oficio.
|
|
|
|
Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, y hizo casi por
|
|
fuerza que Sancho se sentase junto a él, y con reposada voz le dijo:
|
|
|
|
-Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que, antes y primero que
|
|
yo haya encontrado con alguna buena dicha, te haya salido a ti a recebir y
|
|
a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía librada
|
|
la paga de tus servicios, me veo en los principios de aventajarme, y tú,
|
|
antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te vees premiado de
|
|
tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan,
|
|
porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni
|
|
cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y
|
|
aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las
|
|
pretensiones. Tú, que para mí, sin duda alguna, eres un porro, sin madrugar
|
|
ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te ha
|
|
tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una
|
|
ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no
|
|
atribuyas a tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al
|
|
cielo, que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza
|
|
que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues,
|
|
el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu
|
|
Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a
|
|
seguro puerto deste mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y
|
|
grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.
|
|
Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la
|
|
sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner
|
|
los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más
|
|
difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no
|
|
hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces,
|
|
vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber
|
|
guardado puercos en tu tierra.
|
|
|
|
-Así es la verdad -respondió Sancho-, pero fue cuando muchacho; pero
|
|
después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos;
|
|
pero esto paréceme a mí que no hace al caso, que no todos los que gobiernan
|
|
vienen de casta de reyes.
|
|
|
|
-Así es verdad -replicó don Quijote-, por lo cual los no de principios
|
|
nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda
|
|
suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la murmuración
|
|
maliciosa, de quien no hay estado que se escape. Haz gala, Sancho, de la
|
|
humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de
|
|
labradores; porque, viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte;
|
|
y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Inumerables
|
|
son aquellos que, de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad
|
|
pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos,
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que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias
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de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los
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tienen de príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se
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aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Siendo esto
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así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula
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alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes; antes le has de
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acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que
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nadie se desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la
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naturaleza bien concertada. Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es
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bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las
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propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural rudeza, porque
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todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar
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una mujer rústica y tonta. Si acaso enviudares, cosa que puede suceder, y
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con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal, que te sirva de
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anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de tu capilla, porque en
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verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de
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dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagará con el cuatro
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tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la
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vida. Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida
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con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las
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lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico.
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Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como
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por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere
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tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente,
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que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso
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doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con
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el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu
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enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso.
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No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella
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hicieres, las más veces, serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa
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de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a
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pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus
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gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres
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que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has
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de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al
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desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al
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culpado que cayere debajo de tu juridición considérale hombre miserable,
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sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo
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cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele
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piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales,
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más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la
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justicia. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos
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tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad
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indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus
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nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos
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de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y madura, y
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cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos.
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Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma;
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escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.
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Capítulo XLIII. De los consejos segundos que dio don Quijote a Sancho Panza
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¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por
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persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero, como muchas veces en el
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progreso desta grande historia queda dicho, solamente disparaba en
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tocándole en la caballería, y en los demás discursos mostraba tener claro y
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desenfadado entendimiento, de manera que a cada paso desacreditaban sus
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obras su juicio, y su juicio sus obras; pero en ésta destos segundos
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documentos que dio a Sancho, mostró tener gran donaire, y puso su
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discreción y su locura en un levantado punto.
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Atentísimamente le escuchaba Sancho, y procuraba conservar en la memoria
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sus consejos, como quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto
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de la preñez de su gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote, y dijo:
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-En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo
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primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin
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dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a
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entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel
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escremento y añadidura que se dejan de cortar fuese uña, siendo antes
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garras de cernícalo lagartijero: puerco y extraordinario abuso. No andes,
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Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo
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desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de
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socarronería, como se juzgó en la de Julio César. Toma con discreción el
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pulso a lo que pudiere valer tu oficio, y si sufriere que des librea a tus
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criados, dásela honesta y provechosa más que vistosa y bizarra, y repártela
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entre tus criados y los pobres: quiero decir que si has de vestir seis
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pajes, viste tres y otros tres pobres, y así tendrás pajes para el cielo y
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para el suelo; y este nuevo modo de dar librea no la alcanzan los
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vanagloriosos. No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu
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villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca
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que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala. Come poco y cena
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más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del
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estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni
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guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos
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carrillos, ni de erutar delante de nadie.
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-Eso de erutar no entiendo -dijo Sancho.
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Y don Quijote le dijo:
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-Erutar, Sancho, quiere decir regoldar, y éste es uno de los más torpes
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vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo; y así,
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la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los
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regüeldos, erutaciones; y, cuando algunos no entienden estos términos,
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importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con
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facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene
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poder el vulgo y el uso.
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-En verdad, señor -dijo Sancho-, que uno de los consejos y avisos que
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pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo
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hacer muy a menudo.
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-Erutar, Sancho, que no regoldar -dijo don Quijote.
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-Erutar diré de aquí adelante -respondió Sancho-, y a fee que no se me
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olvide.
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-También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de
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refranes que sueles; que, puesto que los refranes son sentencias breves,
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muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que
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sentencias.
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-Eso Dios lo puede remediar -respondió Sancho-, porque sé más refranes que
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un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por
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salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que
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encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante
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de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena
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presto se guisa la cena, y quien destaja no baraja, y a buen salvo está el
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que repica, y el dar y el tener seso ha menester.
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-¡Eso sí, Sancho! -dijo don Quijote-: ¡encaja, ensarta, enhila refranes,
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que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte
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diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía
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dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de
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Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a
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propósito, pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática
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desmayada y baja. Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo
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sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas
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de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo que parezca que vas
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sobre el rucio: que el andar a caballo a unos hace caballeros; a otros,
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caballerizos. Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no
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goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la
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buena ventura, y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide
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un buen deseo. Este último consejo que ahora darte quiero, puesto que no
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sirva para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que
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creo que no te será de menos provecho que los que hasta aquí te he dado; y
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es que jamás te pongas a disputar de linajes, a lo menos, comparándolos
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entre sí, pues, por fuerza, en los que se comparan uno ha de ser el mejor,
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y del que abatieres serás aborrecido, y del que levantares en ninguna
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manera premiado. Tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un
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poco más largo; greguescos, ni por pienso, que no les están bien ni a los
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caballeros ni a los gobernadores. Por ahora, esto se me ha ofrecido,
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Sancho, que aconsejarte; andará el tiempo, y, según las ocasiones, así
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serán mis documentos, como tú tengas cuidado de avisarme el estado en que
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te hallares.
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-Señor -respondió Sancho-, bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha
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dicho son cosas buenas, santas y provechosas, pero ¿de qué han de servir,
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si de ninguna me acuerdo? Verdad sea que aquello de no dejarme crecer las
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uñas y de casarme otra vez, si se ofreciere, no se me pasará del magín,
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pero esotros badulaques y enredos y revoltillos, no se me acuerda ni
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acordará más dellos que de las nubes de antaño, y así, será menester que se
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me den por escrito, que, puesto que no sé leer ni escribir, yo se los daré
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a mi confesor para que me los encaje y recapacite cuando fuere menester.
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-¡Ah, pecador de mí -respondió don Quijote-, y qué mal parece en los
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gobernadores el no saber leer ni escribir!; porque has de saber, ¡oh
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Sancho!, que no saber un hombre leer, o ser zurdo, arguye una de dos cosas:
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o que fue hijo de padres demasiado de humildes y bajos, o él tan travieso
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y malo que no pudo entrar en el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta
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es la que llevas contigo, y así, querría que aprendieses a firmar siquiera.
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-Bien sé firmar mi nombre -respondió Sancho-, que cuando fui prioste en mi
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lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían que
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decía mi nombre; cuanto más, que fingiré que tengo tullida la mano derecha,
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y haré que firme otro por mí; que para todo hay remedio, si no es para la
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muerte; y, teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere; cuanto
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más, que el que tiene el padre alcalde... Y, siendo yo gobernador, que es
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más que ser alcalde, ¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y
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calóñenme, que vendrán por lana y volverán trasquilados; y a quien Dios
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quiere bien, la casa le sabe; y las necedades del rico por sentencias pasan
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en el mundo; y, siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como
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lo pienso ser, no habrá falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y
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paparos han moscas; tanto vales cuanto tienes, decía una mi agüela, y del
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hombre arraigado no te verás vengado.
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-¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho! -dijo a esta sazón don Quijote-.
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¡Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los
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estás ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro
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que estos refranes te han de llevar un día a la horca; por ellos te han de
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quitar el gobierno tus vasallos, o ha de haber entre ellos comunidades.
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Dime, ¿dónde los hallas, ignorante, o cómo los aplicas, mentecato, que para
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decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase?
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-Por Dios, señor nuestro amo -replicó Sancho-, que vuesa merced se queja de
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bien pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que yo me sirva de mi
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hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y
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más refranes? Y ahora se me ofrecen cuatro que venían aquí pintiparados, o
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como peras en tabaque, pero no los diré, porque al buen callar llaman
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Sancho.
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-Ese Sancho no eres tú -dijo don Quijote-, porque no sólo no eres buen
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callar, sino mal hablar y mal porfiar; y, con todo eso, querría saber qué
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cuatro refranes te ocurrían ahora a la memoria que venían aquí a propósito,
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que yo ando recorriendo la mía, que la tengo buena, y ninguno se me ofrece.
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-¿Qué mejores -dijo Sancho- que "entre dos muelas cordales nunca pongas tus
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pulgares", y "a idos de mi casa y qué queréis con mi mujer, no hay
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responder", y "si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal
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para el cántaro", todos los cuales vienen a pelo? Que nadie se tome con su
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gobernador ni con el que le manda, porque saldrá lastimado, como el que
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pone el dedo entre dos muelas cordales, y aunque no sean cordales, como
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sean muelas, no importa; y a lo que dijere el gobernador no hay que
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replicar, como al "salíos de mi casa y qué queréis con mi mujer". Pues lo
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de la piedra en el cántaro un ciego lo verá. Así que, es menester que el
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que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo, porque no se diga
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por él: "espantóse la muerta de la degollada", y vuestra merced sabe bien
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que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena.
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-Eso no, Sancho -respondió don Quijote-, que el necio en su casa ni en la
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ajena sabe nada, a causa que sobre el aumento de la necedad no asienta
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ningún discreto edificio. Y dejemos esto aquí, Sancho, que si mal
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gobernares, tuya será la culpa, y mía la vergüenza; mas consuélome que he
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hecho lo que debía en aconsejarte con las veras y con la discreción a mí
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posible: con esto salgo de mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe,
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Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mí me saque del escrúpulo que me
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queda que has de dar con toda la ínsula patas arriba, cosa que pudiera yo
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escusar con descubrir al duque quién eres, diciéndole que toda esa gordura
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y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de refranes
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y de malicias.
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-Señor -replicó Sancho-, si a vuestra merced le parece que no soy de pro
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para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero un solo negro de
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la uña de mi alma que a todo mi cuerpo; y así me sustentaré Sancho a secas
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con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y más que,
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mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los
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pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá que sólo vuestra
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merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sé más de gobiernos de
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ínsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me ha de
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llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al
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infierno.
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-Por Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que, por solas estas últimas razones
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que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen
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natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga; encomiéndate a Dios,
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y procura no errar en la primera intención; quiero decir que siempre tengas
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intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren,
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porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y vámonos a comer, que
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creo que ya estos señores nos aguardan.
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Capítulo XLIV. Cómo Sancho Panza fue llevado al gobierno, y de la estraña
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aventura que en el castillo sucedió a don Quijote
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Dicen que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide
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Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le
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había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por
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haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de
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don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin
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osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más
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entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y
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la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas
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personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su
|
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autor, y que, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte
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del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y
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la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que
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las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que
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no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos,
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llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían
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a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa o con enfado, sin
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advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien
|
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al descubierto cuando, por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don
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Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y así, en esta segunda
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parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios
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que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece; y
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aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a
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declararlos; y, pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la
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narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del
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universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no
|
|
por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.
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Y luego prosigue la historia diciendo que, en acabando de comer don
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Quijote, el día que dio los consejos a Sancho, aquella tarde se los dio
|
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escritos, para que él buscase quien se los leyese; pero, apenas se los hubo
|
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dado, cuando se le cayeron y vinieron a manos del duque, que los comunicó
|
|
con la duquesa, y los dos se admiraron de nuevo de la locura y del ingenio
|
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de don Quijote; y así, llevando adelante sus burlas, aquella tarde enviaron
|
|
a Sancho con mucho acompañamiento al lugar que para él había de ser ínsula.
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Acaeció, pues, que el que le llevaba a cargo era un mayordomo del duque,
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muy discreto y muy gracioso -que no puede haber gracia donde no hay
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discreción-, el cual había hecho la persona de la condesa Trifaldi, con el
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donaire que queda referido; y con esto, y con ir industriado de sus
|
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señores de cómo se había de haber con Sancho, salió con su intento
|
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maravillosamente. Digo, pues, que acaeció que, así como Sancho vio al tal
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mayordomo, se le figuró en su rostro el mesmo de la Trifaldi, y,
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|
volviéndose a su señor, le dijo:
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-Señor, o a mí me ha de llevar el diablo de aquí de donde estoy, en justo
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y en creyente, o vuestra merced me ha de confesar que el rostro deste
|
|
mayordomo del duque, que aquí está, es el mesmo de la Dolorida.
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Miró don Quijote atentamente al mayordomo, y, habiéndole mirado, dijo a
|
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Sancho:
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-No hay para qué te lleve el diablo, Sancho, ni en justo ni en creyente,
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que no sé lo que quieres decir; que el rostro de la Dolorida es el del
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mayordomo, pero no por eso el mayordomo es la Dolorida; que, a serlo,
|
|
implicaría contradición muy grande, y no es tiempo ahora de hacer estas
|
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averiguaciones, que sería entrarnos en intricados laberintos. Créeme,
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amigo, que es menester rogar a Nuestro Señor muy de veras que nos libre a
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los dos de malos hechiceros y de malos encantadores.
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-No es burla, señor -replicó Sancho-, sino que denantes le oí hablar, y no
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pareció sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en los oídos. Ahora bien,
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yo callaré, pero no dejaré de andar advertido de aquí adelante, a ver si
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descubre otra señal que confirme o desfaga mi sospecha.
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-Así lo has de hacer, Sancho -dijo don Quijote-, y darásme aviso de todo lo
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que en este caso descubrieres y de todo aquello que en el gobierno te
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sucediere.
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Salió, en fin, Sancho, acompañado de mucha gente, vestido a lo letrado, y
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|
encima un gabán muy ancho de chamelote de aguas leonado, con una montera de
|
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lo mesmo, sobre un macho a la jineta, y detrás dél, por orden del duque,
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iba el rucio con jaeces y ornamentos jumentiles de seda y flamantes. Volvía
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Sancho la cabeza de cuando en cuando a mirar a su asno, con cuya compañía
|
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iba tan contento que no se trocara con el emperador de Alemaña.
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Al despedirse de los duques, les besó las manos, y tomó la bendición de su
|
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señor, que se la dio con lágrimas, y Sancho la recibió con pucheritos.
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Deja, lector amable, ir en paz y en hora buena al buen Sancho, y espera dos
|
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fanegas de risa, que te ha de causar el saber cómo se portó en su cargo, y,
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en tanto, atiende a saber lo que le pasó a su amo aquella noche; que si con
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ello no rieres, por lo menos desplegarás los labios con risa de jimia,
|
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porque los sucesos de don Quijote, o se han de celebrar con admiración, o
|
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con risa.
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Cuéntase, pues, que, apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote
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sintió su soledad; y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle
|
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el gobierno, lo hiciera. Conoció la duquesa su melancolía, y preguntóle que
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de qué estaba triste; que si era por la ausencia de Sancho, que escuderos,
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dueñas y doncellas había en su casa que le servirían muy a satisfación de
|
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su deseo.
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-Verdad es, señora mía -respondió don Quijote-, que siento la ausencia de
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Sancho, pero no es ésa la causa principal que me hace parecer que estoy
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triste, y, de los muchos ofrecimientos que vuestra excelencia me hace,
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|
solamente acepto y escojo el de la voluntad con que se me hacen, y, en lo
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demás, suplico a Vuestra Excelencia que dentro de mi aposento consienta y
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permita que yo solo sea el que me sirva.
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-En verdad -dijo la duquesa-, señor don Quijote, que no ha de ser así: que
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le han de servir cuatro doncellas de las mías, hermosas como unas flores.
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-Para mí -respondió don Quijote- no serán ellas como flores, sino como
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espinas que me puncen el alma. Así entrarán ellas en mi aposento, ni cosa
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que lo parezca, como volar. Si es que vuestra grandeza quiere llevar
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adelante el hacerme merced sin yo merecerla, déjeme que yo me las haya
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conmigo, y que yo me sirva de mis puertas adentro, que yo ponga una muralla
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en medio de mis deseos y de mi honestidad; y no quiero perder esta
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costumbre por la liberalidad que vuestra alteza quiere mostrar conmigo. Y,
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en resolución, antes dormiré vestido que consentir que nadie me desnude.
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-No más, no más, señor don Quijote -replicó la duquesa-. Por mí digo que
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daré orden que ni aun una mosca entre en su estancia, no que una doncella;
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no soy yo persona, que por mí se ha de descabalar la decencia del señor don
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Quijote; que, según se me ha traslucido, la que más campea entre sus muchas
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virtudes es la de la honestidad. Desnúdese vuesa merced y vístase a sus
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solas y a su modo, como y cuando quisiere, que no habrá quien lo impida,
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pues dentro de su aposento hallará los vasos necesarios al menester del que
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duerme a puerta cerrada, porque ninguna natural necesidad le obligue a que
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la abra. Viva mil siglos la gran Dulcinea del Toboso, y sea su nombre
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estendido por toda la redondez de la tierra, pues mereció ser amada de tan
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valiente y tan honesto caballero, y los benignos cielos infundan en el
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corazón de Sancho Panza, nuestro gobernador, un deseo de acabar presto sus
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diciplinas, para que vuelva a gozar el mundo de la belleza de tan gran
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señora.
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A lo cual dijo don Quijote:
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-Vuestra altitud ha hablado como quien es, que en la boca de las buenas
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señoras no ha de haber ninguna que sea mala; y más venturosa y más conocida
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será en el mundo Dulcinea por haberla alabado vuestra grandeza, que por
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todas las alabanzas que puedan darle los más elocuentes de la tierra.
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-Agora bien, señor don Quijote -replicó la duquesa-, la hora de cenar se
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llega, y el duque debe de esperar: venga vuesa merced y cenemos, y
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acostaráse temprano, que el viaje que ayer hizo de Candaya no fue tan corto
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que no haya causado algún molimiento.
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-No siento ninguno, señora -respondió don Quijote-, porque osaré jurar a
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Vuestra Excelencia que en mi vida he subido sobre bestia más reposada ni de
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mejor paso que Clavileño; y no sé yo qué le pudo mover a Malambruno para
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deshacerse de tan ligera y tan gentil cabalgadura, y abrasarla así, sin más
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ni más.
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-A eso se puede imaginar -respondió la duquesa- que, arrepentido del mal
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que había hecho a la Trifaldi y compañía, y a otras personas, y de las
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maldades que como hechicero y encantador debía de haber cometido, quiso
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concluir con todos los instrumentos de su oficio, y, como a principal y que
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más le traía desasosegado, vagando de tierra en tierra, abrasó a Clavileño;
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que con sus abrasadas cenizas y con el trofeo del cartel queda eterno el
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valor del gran don Quijote de la Mancha.
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De nuevo nuevas gracias dio don Quijote a la duquesa, y, en cenando, don
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Quijote se retiró en su aposento solo, sin consentir que nadie entrase con
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él a servirle: tanto se temía de encontrar ocasiones que le moviesen o
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forzasen a perder el honesto decoro que a su señora Dulcinea guardaba,
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siempre puesta en la imaginación la bondad de Amadís, flor y espejo de los
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andantes caballeros. Cerró tras sí la puerta, y a la luz de dos velas de
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cera se desnudó, y al descalzarse -¡oh desgracia indigna de tal persona!-
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se le soltaron, no suspiros, ni otra cosa, que desacreditasen la limpieza
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de su policía, sino hasta dos docenas de puntos de una media, que quedó
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hecha celosía. Afligióse en estremo el buen señor, y diera él por tener
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allí un adarme de seda verde una onza de plata; digo seda verde porque las
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medias eran verdes.
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Aquí exclamó Benengeli, y, escribiendo, dijo ''¡Oh pobreza, pobreza! ¡No sé
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yo con qué razón se movió aquel gran poeta cordobés a llamarte
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dádiva santa desagradecida!
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Yo, aunque moro, bien sé, por la comunicación que he tenido con cristianos,
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que la santidad consiste en la caridad, humildad, fee, obediencia y
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pobreza; pero, con todo eso, digo que ha de tener mucho de Dios el que se
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viniere a contentar con ser pobre, si no es de aquel modo de pobreza de
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quien dice uno de sus mayores santos: "Tened todas las cosas como si no las
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tuviésedes"; y a esto llaman pobreza de espíritu; pero tú, segunda pobreza,
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que eres de la que yo hablo, ¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos
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y bien nacidos más que con la otra gente? ¿Por qué los obligas a dar
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pantalia a los zapatos, y a que los botones de sus ropillas unos sean de
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seda, otros de cerdas, y otros de vidro? ¿Por qué sus cuellos, por la mayor
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parte, han de ser siempre escarolados, y no abiertos con molde?'' Y en esto
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se echará de ver que es antiguo el uso del almidón y de los cuellos
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abiertos. Y prosiguió: ''¡Miserable del bien nacido que va dando pistos a
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su honra, comiendo mal y a puerta cerrada, haciendo hipócrita al palillo de
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dientes con que sale a la calle después de no haber comido cosa que le
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obligue a limpiárselos! ¡Miserable de aquel, digo, que tiene la honra
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espantadiza, y piensa que desde una legua se le descubre el remiendo del
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zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre de
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su estómago!''
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Todo esto se le renovó a don Quijote en la soltura de sus puntos, pero
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consolóse con ver que Sancho le había dejado unas botas de camino, que
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pensó ponerse otro día. Finalmente, él se recostó pensativo y pesaroso, así
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de la falta que Sancho le hacía como de la inreparable desgracia de sus
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medias, a quien tomara los puntos, aunque fuera con seda de otra color, que
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es una de las mayores señales de miseria que un hidalgo puede dar en el
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discurso de su prolija estrecheza. Mató las velas; hacía calor y no podía
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dormir; levantóse del lecho y abrió un poco la ventana de una reja que daba
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sobre un hermoso jardín, y, al abrirla, sintió y oyó que andaba y hablaba
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gente en el jardín. Púsose a escuchar atentamente. Levantaron la voz los de
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abajo, tanto, que pudo oír estas razones:
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-No me porfíes, ¡oh Emerencia!, que cante, pues sabes que, desde el punto
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que este forastero entró en este castillo y mis ojos le miraron, yo no sé
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cantar, sino llorar; cuanto más, que el sueño de mi señora tiene más de
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ligero que de pesado, y no querría que nos hallase aquí por todo el tesoro
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del mundo. Y, puesto caso que durmiese y no despertase, en vano sería mi
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canto si duerme y no despierta para oírle este nuevo Eneas, que ha llegado
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a mis regiones para dejarme escarnida.
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-No des en eso, Altisidora amiga -respondieron-, que sin duda la duquesa y
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cuantos hay en esa casa duermen, si no es el señor de tu corazón y el
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despertador de tu alma, porque ahora sentí que abría la ventana de la reja
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de su estancia, y sin duda debe de estar despierto; canta, lastimada mía,
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en tono bajo y suave al son de tu arpa, y, cuando la duquesa nos sienta, le
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echaremos la culpa al calor que hace.
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-No está en eso el punto, ¡oh Emerencia! -respondió la Altisidora-, sino en
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que no querría que mi canto descubriese mi corazón y fuese juzgada de los
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que no tienen noticia de las fuerzas poderosas de amor por doncella
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antojadiza y liviana. Pero venga lo que viniere, que más vale vergüenza en
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cara que mancilla en corazón.
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Y, en esto, sintió tocar una arpa suavísimamente. Oyendo lo cual, quedó don
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Quijote pasmado, porque en aquel instante se le vinieron a la memoria las
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infinitas aventuras semejantes a aquélla, de ventanas, rejas y jardines,
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músicas, requiebros y desvanecimientos que en los sus desvanecidos libros
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de caballerías había leído. Luego imaginó que alguna doncella de la duquesa
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estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a tener secreta su
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voluntad; temió no le rindiese, y propuso en su pensamiento el no dejarse
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vencer; y, encomendándose de todo buen ánimo y buen talante a su señora
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Dulcinea del Toboso, determinó de escuchar la música; y, para dar a
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entender que allí estaba, dio un fingido estornudo, de que no poco se
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alegraron las doncellas, que otra cosa no deseaban sino que don Quijote las
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oyese. Recorrida, pues, y afinada la arpa, Altisidora dio principio a este
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romance:
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-¡Oh, tú, que estás en tu lecho,
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entre sábanas de holanda,
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durmiendo a pierna tendida
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de la noche a la mañana,
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caballero el más valiente
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que ha producido la Mancha,
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más honesto y más bendito
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que el oro fino de Arabia!
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Oye a una triste doncella,
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bien crecida y mal lograda,
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que en la luz de tus dos soles
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se siente abrasar el alma.
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Tú buscas tus aventuras,
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y ajenas desdichas hallas;
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das las feridas, y niegas
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el remedio de sanarlas.
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Dime, valeroso joven,
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que Dios prospere tus ansias,
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si te criaste en la Libia,
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o en las montañas de Jaca;
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si sierpes te dieron leche;
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si, a dicha, fueron tus amas
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la aspereza de las selvas
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y el horror de las montañas.
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Muy bien puede Dulcinea,
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doncella rolliza y sana,
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preciarse de que ha rendido
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a una tigre y fiera brava.
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Por esto será famosa
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desde Henares a Jarama,
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desde el Tajo a Manzanares,
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desde Pisuerga hasta Arlanza.
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Trocáreme yo por ella,
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y diera encima una saya
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de las más gayadas mías,
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que de oro le adornan franjas.
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¡Oh, quién se viera en tus brazos,
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o si no, junto a tu cama,
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rascándote la cabeza
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y matándote la caspa!
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Mucho pido, y no soy digna
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de merced tan señalada:
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los pies quisiera traerte,
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que a una humilde esto le basta.
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¡Oh, qué de cofias te diera,
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qué de escarpines de plata,
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qué de calzas de damasco,
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qué de herreruelos de holanda!
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¡Qué de finísimas perlas,
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cada cual como una agalla,
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que, a no tener compañeras,
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Las solas fueran llamadas!
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No mires de tu Tarpeya
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este incendio que me abrasa,
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Nerón manchego del mundo,
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ni le avives con tu saña.
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Niña soy, pulcela tierna,
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mi edad de quince no pasa:
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catorce tengo y tres meses,
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te juro en Dios y en mi ánima.
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No soy renca, ni soy coja,
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ni tengo nada de manca;
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los cabellos, como lirios,
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que, en pie, por el suelo arrastran.
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Y, aunque es mi boca aguileña
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y la nariz algo chata,
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ser mis dientes de topacios
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mi belleza al cielo ensalza.
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Mi voz, ya ves, si me escuchas,
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que a la que es más dulce iguala,
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y soy de disposición
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algo menos que mediana.
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Estas y otras gracias mías,
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son despojos de tu aljaba;
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desta casa soy doncella,
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y Altisidora me llaman.
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Aquí dio fin el canto de la malferida Altisidora, y comenzó el asombro del
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requirido don Quijote, el cual, dando un gran suspiro, dijo entre sí:
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-¡Que tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella que
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me mire que de mí no se enamore...! ¡Que tenga de ser tan corta de ventura
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la sin par Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a solas gozar de la
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incomparable firmeza mía...! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A qué la perseguís,
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emperatrices? ¿Para qué la acosáis, doncellas de a catorce a quince años?
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Dejad, dejad a la miserable que triunfe, se goce y ufane con la suerte que
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Amor quiso darle en rendirle mi corazón y entregarle mi alma. Mirad,
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caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y de alfenique, y
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para todas las demás soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras
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acíbar; para mí sola Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la
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gallarda y la bien nacida, y las demás, las feas, las necias, las livianas
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y las de peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó la
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naturaleza al mundo. Llore o cante Altisidora; desespérese Madama, por
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quien me aporrearon en el castillo del moro encantado, que yo tengo de ser
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de Dulcinea, cocido o asado, limpio, bien criado y honesto, a pesar de
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todas las potestades hechiceras de la tierra.
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Y, con esto, cerró de golpe la ventana, y, despechado y pesaroso, como si
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le hubiera acontecido alguna gran desgracia, se acostó en su lecho, donde
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le dejaremos por ahora, porque nos está llamando el gran Sancho Panza, que
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quiere dar principio a su famoso gobierno.
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Capítulo XLV. De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y
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del modo que comenzó a gobernar
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¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo,
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meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá,
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|
médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música: tú que siempre
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sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol, con cuya
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ayuda el hombre engendra al hombre!; a ti digo que me favorezcas, y
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alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus
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puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo
|
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me siento tibio, desmazalado y confuso.
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Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta
|
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mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender
|
|
que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba
|
|
Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al
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|
llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del
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|
pueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron
|
|
muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia
|
|
mayor a dar gracias a Dios, y luego, con algunas ridículas ceremonias, le
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entregaron las llaves del pueblo, y le admitieron por perpetuo gobernador
|
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de la ínsula Barataria.
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|
El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía
|
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admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos
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los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia,
|
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le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella; y el mayordomo
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del duque le dijo:
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-Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a
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tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta
|
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que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta
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el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y así, o
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se alegra o se entristece con su venida.
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En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas
|
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grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban
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escritas; y, como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas
|
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que en aquella pared estaban. Fuele respondido:
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-Señor, allí esta escrito y notado el día en que Vuestra Señoría tomó
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posesión desta ínsula, y dice el epitafio: Hoy día, a tantos de tal mes y
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de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que
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muchos años la goce.
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-Y ¿a quién llaman don Sancho Panza? -preguntó Sancho.
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-A vuestra señoría -respondió el mayordomo-, que en esta ínsula no ha
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entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.
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-Pues advertid, hermano -dijo Sancho-, que yo no tengo don, ni en todo mi
|
|
linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi
|
|
padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones
|
|
ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que
|
|
piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que, si el gobierno me
|
|
dura cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por la muchedumbre, deben
|
|
de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor
|
|
mayordomo, que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no
|
|
se entristezca el pueblo.
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A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de
|
|
labrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el
|
|
sastre dijo:
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|
-Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced en
|
|
razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer (que yo, con perdón de
|
|
los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y, poniéndome
|
|
un pedazo de paño en las manos, me preguntó: ''Señor, ¿habría en esto
|
|
paño harto para hacerme una caperuza?'' Yo, tanteando el paño, le respondí
|
|
que sí; él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, que
|
|
sin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su
|
|
malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme que mirase si
|
|
habría para dos; adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y él, caballero
|
|
en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo
|
|
síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba de
|
|
venir por ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes me
|
|
pide que le pague o vuelva su paño.
|
|
|
|
-¿Es todo esto así, hermano? -preguntó Sancho.
|
|
|
|
-Sí, señor -respondió el hombre-, pero hágale vuestra merced que muestre
|
|
las cinco caperuzas que me ha hecho.
|
|
|
|
-De buena gana -respondió el sastre.
|
|
|
|
Y, sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostró en ella cinco
|
|
caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:
|
|
|
|
-He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en
|
|
mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vista
|
|
de veedores del oficio.
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|
|
|
Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo
|
|
pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:
|
|
|
|
-Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar
|
|
luego a juicio de buen varón; y así, yo doy por sentencia que el sastre
|
|
pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los
|
|
presos de la cárcel, y no haya más.
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|
Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a los
|
|
circunstantes, ésta les provocó a risa; pero, en fin, se hizo lo que mandó
|
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el gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno
|
|
traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:
|
|
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|
-Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro,
|
|
por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando
|
|
se los pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en
|
|
mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté;
|
|
pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y
|
|
muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que
|
|
nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los
|
|
ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no
|
|
me los ha vuelto; querría que vuestra merced le tomase juramento, y si
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|
jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de
|
|
Dios.
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-¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? -dijo Sancho.
|
|
|
|
A lo que dijo el viejo:
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-Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y,
|
|
pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado
|
|
real y verdaderamente.
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|
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo
|
|
al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara
|
|
mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad
|
|
que se le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían; pero que
|
|
él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se
|
|
los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador,
|
|
preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario; y dijo que
|
|
sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombre
|
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de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómo
|
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y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pidiría
|
|
nada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y, bajando la cabeza, se salió del
|
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juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo
|
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también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y,
|
|
poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices,
|
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estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó
|
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que le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y,
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|
en viéndole Sancho, le dijo:
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-Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.
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-De muy buena gana -respondió el viejo-: hele aquí, señor.
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Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándosele al otro viejo, le dijo:
|
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-Andad con Dios, que ya vais pagado.
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-¿Yo, señor? -respondió el viejo-. Pues, ¿vale esta cañaheja diez escudos
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de oro?
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-Sí -dijo el gobernador-; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahora
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se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
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Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose
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así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos
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admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.
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Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban
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aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que
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juraba, a su contrario, aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y
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jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que, en acabando de
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jurar, le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél
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estaba la paga de lo que pedían. De donde se podía colegir que los que
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gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus
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juicios; y más, que él había oído contar otro caso como aquél al cura de su
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lugar, y que él tenía tan gran memoria, que, a no olvidársele todo aquello
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de que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula.
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Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y los
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presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos y
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movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondría
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por tonto o por discreto.
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Luego, acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertemente
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de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces,
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diciendo:
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-¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la
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iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha
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cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si
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fuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo
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tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y
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cristianos, de naturales y estranjeros; y yo, siempre dura como un
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alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o como
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la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus
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manos limpias a manosearme.
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-Aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán
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-dijo Sancho.
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Y, volviéndose al hombre, le dijo qué decía y respondía a la querella de
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aquella mujer. El cual, todo turbado, respondió:
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-Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía
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deste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me
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llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían;
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volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, que
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todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle lo
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soficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hasta
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traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que
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hago o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.
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Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata;
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él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero.
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Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante;
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él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y, haciendo mil zalemas a todos y
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rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por
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las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del juzgado,
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llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de
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plata la moneda que llevaba dentro.
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Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las
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lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:
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-Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera,
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y volved aquí con ella.
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Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue a
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lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el
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fin de aquel pleito, y de allí a poco volvieron el hombre y la mujer más
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asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada y en el
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regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era
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posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo:
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-¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, señor gobernador, la
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poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que, en mitad de poblado y
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en mitad de la calle, me ha querido quitar la bolsa que vuestra merced
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mandó darme.
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-Y ¿háosla quitado? -preguntó el gobernador.
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-¿Cómo quitar? -respondió la mujer-. Antes me dejara yo quitar la vida que
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me quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las
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barbas, que no este desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y
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escoplos no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras de
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leones: antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes!
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-Ella tiene razón -dijo el hombre-, y yo me doy por rendido y sin fuerzas,
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y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola.
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Entonces el gobernador dijo a la mujer:
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-Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.
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Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la
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esforzada y no forzada:
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-Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender
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esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro
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cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y
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mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la
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redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad luego digo, churrillera,
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desvergonzada y embaidora!
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Espantóse la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo
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al hombre:
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-Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí
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adelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de
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yogar con nadie.
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El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes
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quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo
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gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al
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duque, que con gran deseo lo estaba esperando.
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Y quédese aquí el buen Sancho, que es mucha la priesa que nos da su amo,
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alborozado con la música de Altisidora.
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Capítulo XLVI. Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió don
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Quijote en el discurso de los amores de la enamorada Altisidora
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Dejamos al gran don Quijote envuelto en los pensamientos que le habían
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causado la música de la enamorada doncella Altisidora. Acostóse con ellos,
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y, como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y
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juntábansele los que le faltaban de sus medias; pero, como es ligero el
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tiempo, y no hay barranco que le detenga, corrió caballero en las horas, y
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con mucha presteza llegó la de la mañana. Lo cual visto por don Quijote,
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dejó las blandas plumas, y, no nada perezoso, se vistió su acamuzado
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vestido y se calzó sus botas de camino, por encubrir la desgracia de sus
|
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medias; arrojóse encima su mantón de escarlata y púsose en la cabeza una
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montera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgó el
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tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada, asió un gran rosario
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que consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió a la
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antesala, donde el duque y la duquesa estaban ya vestidos y como
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esperándole; y, al pasar por una galería, estaban aposta esperándole
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Altisidora y la otra doncella su amiga, y, así como Altisidora vio a don
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Quijote, fingió desmayarse, y su amiga la recogió en sus faldas, y con gran
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presteza la iba a desabrochar el pecho. Don Quijote, que lo vio, llegándose
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a ellas, dijo:
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-Ya sé yo de qué proceden estos accidentes.
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-No sé yo de qué -respondió la amiga-, porque Altisidora es la doncella más
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sana de toda esta casa, y yo nunca la he sentido un ¡ay! en cuanto ha que
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la conozco, que mal hayan cuantos caballeros andantes hay en el mundo, si
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es que todos son desagradecidos. Váyase vuesa merced, señor don Quijote,
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que no volverá en sí esta pobre niña en tanto que vuesa merced aquí
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estuviere.
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A lo que respondió don Quijote:
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-Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi
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aposento, que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella;
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que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios
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calificados.
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Y con esto se fue, porque no fuese notado de los que allí le viesen. No se
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hubo bien apartado, cuando, volviendo en sí la desmayada Altisidora, dijo a
|
|
su compañera:
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-Menester será que se le ponga el laúd, que sin duda don Quijote quiere
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darnos música, y no será mala, siendo suya.
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Fueron luego a dar cuenta a la duquesa de lo que pasaba y del laúd que
|
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pedía don Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó con el duque y con
|
|
sus doncellas de hacerle una burla que fuese más risueña que dañosa, y con
|
|
mucho contento esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se había
|
|
venido el día, el cual pasaron los duques en sabrosas pláticas con don
|
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Quijote. Y la duquesa aquel día real y verdaderamente despachó a un paje
|
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suyo, que había hecho en la selva la figura encantada de Dulcinea, a Teresa
|
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Panza, con la carta de su marido Sancho Panza, y con el lío de ropa que
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había dejado para que se le enviase, encargándole le trujese buena
|
|
relación de todo lo que con ella pasase.
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Hecho esto, y llegadas las once horas de la noche, halló don Quijote una
|
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vihuela en su aposento; templóla, abrió la reja, y sintió que andaba gente
|
|
en el jardín; y, habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afinándola
|
|
lo mejor que supo, escupió y remondóse el pecho, y luego, con una voz
|
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ronquilla, aunque entonada, cantó el siguiente romance, que él mismo aquel
|
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día había compuesto:
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-Suelen las fuerzas de amor
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sacar de quicio a las almas,
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tomando por instrumento
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la ociosidad descuidada.
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Suele el coser y el labrar,
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y el estar siempre ocupada,
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ser antídoto al veneno
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de las amorosas ansias.
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Las doncellas recogidas
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que aspiran a ser casadas,
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la honestidad es la dote
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y voz de sus alabanzas.
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Los andantes caballeros,
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y los que en la corte andan,
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requiébranse con las libres,
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con las honestas se casan.
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Hay amores de levante,
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que entre huéspedes se tratan,
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que llegan presto al poniente,
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porque en el partirse acaban.
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El amor recién venido,
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que hoy llegó y se va mañana,
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|
las imágines no deja
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bien impresas en el alma.
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Pintura sobre pintura
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ni se muestra ni señala;
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y do hay primera belleza,
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la segunda no hace baza.
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Dulcinea del Toboso
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del alma en la tabla rasa
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tengo pintada de modo
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que es imposible borrarla.
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La firmeza en los amantes
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es la parte más preciada,
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por quien hace amor milagros,
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y asimesmo los levanta.
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Aquí llegaba don Quijote de su canto, a quien estaban escuchando el duque y
|
|
la duquesa, Altisidora y casi toda la gente del castillo, cuando de
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|
improviso, desde encima de un corredor que sobre la reja de don Quijote a
|
|
plomo caía, descolgaron un cordel donde venían más de cien cencerros
|
|
asidos, y luego, tras ellos, derramaron un gran saco de gatos, que asimismo
|
|
traían cencerros menores atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los
|
|
cencerros y el mayar de los gatos, que, aunque los duques habían sido
|
|
inventores de la burla, todavía les sobresaltó; y, temeroso, don Quijote
|
|
quedó pasmado. Y quiso la suerte que dos o tres gatos se entraron por la
|
|
reja de su estancia, y, dando de una parte a otra, parecía que una región
|
|
de diablos andaba en ella. Apagaron las velas que en el aposento ardían, y
|
|
andaban buscando por do escaparse. El descolgar y subir del cordel de los
|
|
grandes cencerros no cesaba; la mayor parte de la gente del castillo, que
|
|
no sabía la verdad del caso, estaba suspensa y admirada.
|
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Levantóse don Quijote en pie, y, poniendo mano a la espada, comenzó a tirar
|
|
estocadas por la reja y a decir a grandes voces:
|
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-¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera, canalla hechiceresca, que yo soy
|
|
don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras
|
|
malas intenciones!
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Y, volviéndose a los gatos que andaban por el aposento, les tiró muchas
|
|
cuchilladas; ellos acudieron a la reja, y por allí se salieron, aunque uno,
|
|
viéndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltó al rostro
|
|
y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor don
|
|
Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el duque
|
|
y la duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza acudieron
|
|
a su estancia, y, abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero
|
|
pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron
|
|
con luces y vieron la desigual pelea; acudió el duque a despartirla, y don
|
|
Quijote dijo a voces:
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-¡No me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio, con este
|
|
hechicero, con este encantador, que yo le daré a entender de mí a él quién
|
|
es don Quijote de la Mancha!
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Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba. Mas, en fin,
|
|
el duque se le desarraigó y le echó por la reja.
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Quedó don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy
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despechado porque no le habían dejado fenecer la batalla que tan trabada
|
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tenía con aquel malandrín encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y
|
|
la misma Altisidora, con sus blanquísimas manos, le puso unas vendas por
|
|
todo lo herido; y, al ponérselas, con voz baja le dijo:
|
|
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-Todas estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado
|
|
de tu dureza y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu
|
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escudero el azotarse, porque nunca salga de su encanto esta tan amada tuya
|
|
Dulcinea, ni tú lo goces, ni llegues a tálamo con ella, a lo menos viviendo
|
|
yo, que te adoro.
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|
A todo esto no respondió don Quijote otra palabra si no fue dar un profundo
|
|
suspiro, y luego se tendió en su lecho, agradeciendo a los duques la
|
|
merced, no porque él tenía temor de aquella canalla gatesca, encantadora y
|
|
cencerruna, sino porque había conocido la buena intención con que habían
|
|
venido a socorrerle. Los duques le dejaron sosegar, y se fueron, pesarosos
|
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del mal suceso de la burla; que no creyeron que tan pesada y costosa le
|
|
saliera a don Quijote aquella aventura, que le costó cinco días de
|
|
encerramiento y de cama, donde le sucedió otra aventura más gustosa que la
|
|
pasada, la cual no quiere su historiador contar ahora, por acudir a Sancho
|
|
Panza, que andaba muy solícito y muy gracioso en su gobierno.
|
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Capítulo XLVII. Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su
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gobierno
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Cuenta la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un
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suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una real y
|
|
limpísima mesa; y, así como Sancho entró en la sala, sonaron chirimías, y
|
|
salieron cuatro pajes a darle aguamanos, que Sancho recibió con mucha
|
|
gravedad.
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Cesó la música, sentóse Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había
|
|
más de aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en
|
|
pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena
|
|
en la mano. Levantaron una riquísima y blanca toalla con que estaban
|
|
cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares; uno
|
|
que parecía estudiante echó la bendición, y un paje puso un babador randado
|
|
a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala, llegó un plato de fruta
|
|
delante; pero, apenas hubo comido un bocado, cuando el de la varilla
|
|
tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima
|
|
celeridad; pero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarle
|
|
Sancho; pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había
|
|
tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el de la fruta.
|
|
Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso, y, mirando a todos, preguntó si
|
|
se había de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual
|
|
respondió el de la vara:
|
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|
-No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las
|
|
otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy
|
|
asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por
|
|
su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día, y
|
|
tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando
|
|
cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y
|
|
a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que
|
|
imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé
|
|
quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del
|
|
otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y
|
|
tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe mata y
|
|
consume el húmedo radical, donde consiste la vida.
|
|
|
|
-Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas, y, a mi
|
|
parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño.
|
|
|
|
A lo que el médico respondió:
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|
-Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida.
|
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|
-Pues, ¿por qué? -dijo Sancho.
|
|
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|
Y el médico respondió:
|
|
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|
-Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un
|
|
aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere
|
|
decir: "Toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malísima".
|
|
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|
-Si eso es así -dijo Sancho-, vea el señor doctor de cuantos manjares hay
|
|
en esta mesa cuál me hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer
|
|
dél sin que me le apalee; porque, por vida del gobernador, y así Dios me le
|
|
deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese
|
|
al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que
|
|
aumentármela.
|
|
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|
-Vuestra merced tiene razón, señor gobernador -respondió el médico-; y así,
|
|
es mi parecer que vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que
|
|
allí están, porque es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera
|
|
asada y en adobo, aún se pudiera probar, pero no hay para qué.
|
|
|
|
Y Sancho dijo:
|
|
|
|
-Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla
|
|
podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas
|
|
hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.
|
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|
-Absit! -dijo el médico-. Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no
|
|
hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. Allá las
|
|
ollas podridas para los canónigos, o para los retores de colegios, o para
|
|
las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los gobernadores,
|
|
donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razón es porque
|
|
siempre y a doquiera y de quienquiera son más estimadas las medicinas
|
|
simples que las compuestas, porque en las simples no se puede errar y en
|
|
las compuestas sí, alterando la cantidad de las cosas de que son
|
|
compuestas; mas lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora,
|
|
para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de cañutillos de
|
|
suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le
|
|
asienten el estómago y le ayuden a la digestión.
|
|
|
|
Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de la silla y miró de hito
|
|
en hito al tal médico, y con voz grave le preguntó cómo se llamaba y dónde
|
|
había estudiado. A lo que él respondió:
|
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|
-Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy
|
|
natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y
|
|
Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la
|
|
universidad de Osuna.
|
|
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|
A lo que respondió Sancho, todo encendido en cólera:
|
|
|
|
-Pues, señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera,
|
|
lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodóvar del
|
|
Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego delante, si no, voto al sol que
|
|
tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar
|
|
médico en toda la ínsula, a lo menos de aquellos que yo entienda que son
|
|
ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré
|
|
sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas. Y vuelvo a decir que
|
|
se me vaya, Pedro Recio, de aquí; si no, tomaré esta silla donde estoy
|
|
sentado y se la estrellaré en la cabeza; y pídanmelo en residencia, que yo
|
|
me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico,
|
|
verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno,
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que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas.
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Alborotóse el doctor, viendo tan colérico al gobernador, y quiso hacer
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tirteafuera de la sala, sino que en aquel instante sonó una corneta de
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posta en la calle, y, asomándose el maestresala a la ventana, volvió
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diciendo:
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-Correo viene del duque mi señor; algún despacho debe de traer de
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importancia.
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Entró el correo sudando y asustado, y, sacando un pliego del seno, le puso
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en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del mayordomo, a quien
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mandó leyese el sobreescrito, que decía así: A don Sancho Panza, gobernador
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de la ínsula Barataria, en su propia mano o en las de su secretario. Oyendo
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lo cual, Sancho dijo:
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-¿Quién es aquí mi secretario?
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Y uno de los que presentes estaban respondió:
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-Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.
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-Con esa añadidura -dijo Sancho-, bien podéis ser secretario del mismo
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emperador. Abrid ese pliego, y mirad lo que dice.
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Hízolo así el recién nacido secretario, y, habiendo leído lo que decía,
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dijo que era negocio para tratarle a solas. Mandó Sancho despejar la sala,
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y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala, y los demás y
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el médico se fueron; y luego el secretario leyó la carta, que así decía:
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A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que unos enemigos míos y
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desa ínsula la han de dar un asalto furioso, no sé qué noche; conviene
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velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. Sé también, por
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espías verdaderas, que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas
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para quitaros la vida, porque se temen de vuestro ingenio; abrid el ojo, y
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mirad quién llega a hablaros, y no comáis de cosa que os presentaren. Yo
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tendré cuidado de socorreros si os viéredes en trabajo, y en todo haréis
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como se espera de vuestro entendimiento. Deste lugar, a 16 de agosto, a las
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cuatro de la mañana.
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Vuestro amigo,
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El Duque.
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Quedó atónito Sancho, y mostraron quedarlo asimismo los circunstantes; y,
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volviéndose al mayordomo, le dijo:
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-Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser luego, es meter en un calabozo al
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doctor Recio; porque si alguno me ha de matar, ha de ser él, y de muerte
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adminícula y pésima, como es la de la hambre.
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-También -dijo el maestresala- me parece a mí que vuesa merced no coma de
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todo lo que está en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y,
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como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo.
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-No lo niego -respondió Sancho-, y por ahora denme un pedazo de pan y obra
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de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir veneno; porque, en
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efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar prontos para
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estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien mantenidos,
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porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas. Y vos, secretario,
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responded al duque mi señor y decidle que se cumplirá lo que manda como lo
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manda, sin faltar punto; y daréis de mi parte un besamanos a mi señora la
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duquesa, y que le suplico no se le olvide de enviar con un propio mi carta
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y mi lío a mi mujer Teresa Panza, que en ello recibiré mucha merced, y
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tendré cuidado de servirla con todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de
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camino podéis encajar un besamanos a mi señor don Quijote de la Mancha,
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porque vea que soy pan agradecido; y vos, como buen secretario y como buen
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vizcaíno, podéis añadir todo lo que quisiéredes y más viniere a cuento. Y
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álcense estos manteles, y denme a mí de comer, que yo me avendré con
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cuantas espías y matadores y encantadores vinieren sobre mí y sobre mi
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ínsula.
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En esto entró un paje, y dijo:
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-Aquí está un labrador negociante que quiere hablar a Vuestra Señoría en un
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negocio, según él dice, de mucha importancia.
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-Estraño caso es éste -dijo Sancho- destos negociantes. ¿Es posible que
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sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como éstas no son
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en las que han de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los
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que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es menester
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que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide, sino que quieren
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que seamos hechos de piedra marmol? Por Dios y en mi conciencia que si me
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dura el gobierno (que no durará, según se me trasluce), que yo ponga en
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pretina a más de un negociante. Agora decid a ese buen hombre que entre;
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pero adviértase primero no sea alguno de los espías, o matador mío.
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-No, señor -respondió el paje-, porque parece una alma de cántaro, y yo sé
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poco, o él es tan bueno como el buen pan.
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-No hay que temer -dijo el mayordomo-, que aquí estamos todos.
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-¿Sería posible -dijo Sancho-, maestresala, que agora que no está aquí el
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doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia,
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aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?
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-Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la comida, y quedará
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Vuestra Señoría satisfecho y pagado -dijo el maestresala.
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-Dios lo haga -respondió Sancho.
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Y, en esto, entró el labrador, que era de muy buena presencia, y de mil
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leguas se le echaba de ver que era bueno y buena alma. Lo primero que dijo
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fue:
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-¿Quién es aquí el señor gobernador?
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-¿Quién ha de ser -respondió el secretario-, sino el que está sentado en la
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silla?
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-Humíllome, pues, a su presencia -dijo el labrador.
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Y, poniéndose de rodillas, le pidió la mano para besársela. Negósela
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Sancho, y mandó que se levantase y dijese lo que quisiese. Hízolo así el
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labrador, y luego dijo:
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-Yo, señor, soy labrador, natural de Miguel Turra, un lugar que está dos
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leguas de Ciudad Real.
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-¡Otro Tirteafuera tenemos! -dijo Sancho-. Decid, hermano, que lo que yo os
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sé decir es que sé muy bien a Miguel Turra, y que no está muy lejos de mi
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pueblo.
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-Es, pues, el caso, señor -prosiguió el labrador-, que yo, por la
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misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la Santa Iglesia
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Católica Romana; tengo dos hijos estudiantes que el menor estudia para
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bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se murió mi mujer,
|
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o, por mejor decir, me la mató un mal médico, que la purgó estando preñada,
|
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y si Dios fuera servido que saliera a luz el parto, y fuera hijo, yo le
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pusiere a estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el
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bachiller y el licenciado.
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-De modo -dijo Sancho- que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la
|
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hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo.
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-No, señor, en ninguna manera -respondió el labrador.
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-¡Medrados estamos! -replicó Sancho-. Adelante, hermano, que es hora de
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dormir más que de negociar.
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-Digo, pues -dijo el labrador-, que este mi hijo que ha de ser bachiller se
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enamoró en el mesmo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de
|
|
Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de Perlerines no les
|
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viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los deste linaje son
|
|
perláticos, y por mejorar el nombre los llaman Perlerines; aunque, si va
|
|
decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y, mirada por el
|
|
lado derecho, parece una flor del campo; por el izquierdo no tanto, porque
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le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; y, aunque los hoyos del
|
|
rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquéllos no
|
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son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es
|
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tan limpia que, por no ensuciar la cara, trae las narices, como dicen,
|
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arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y, con todo
|
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esto, parece bien por estremo, porque tiene la boca grande, y, a no
|
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faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya entre las
|
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más bien formadas. De los labios no tengo qué decir, porque son tan sutiles
|
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y delicados que, si se usaran aspar labios, pudieran hacer dellos una
|
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madeja; pero, como tienen diferente color de la que en los labios se usa
|
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comúnmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y
|
|
aberenjenado; y perdóneme el señor gobernador si por tan menudo voy
|
|
pintando las partes de la que al fin al fin ha de ser mi hija, que la
|
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quiero bien y no me parece mal.
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-Pintad lo que quisiéredes -dijo Sancho-, que yo me voy recreando en la
|
|
pintura, y si hubiera comido, no hubiera mejor postre para mí que vuestro
|
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retrato.
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-Eso tengo yo por servir -respondió el labrador-, pero tiempo vendrá en que
|
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seamos, si ahora no somos. Y digo, señor, que si pudiera pintar su
|
|
gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración; pero no puede
|
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ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con
|
|
la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar,
|
|
diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a
|
|
mi bachiller, sino que no la puede estender, que está añudada; y, con todo,
|
|
en las uñas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura.
|
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-Está bien -dijo Sancho-, y haced cuenta, hermano, que ya la habéis pintado
|
|
de los pies a la cabeza. ¿Qué es lo que queréis ahora? Y venid al punto sin
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rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras.
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|
-Querría, señor -respondió el labrador-, que vuestra merced me hiciese
|
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merced de darme una carta de favor para mi consuegro, suplicándole sea
|
|
servido de que este casamiento se haga, pues no somos desiguales en los
|
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bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza; porque, para decir la
|
|
verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no hay día que tres o
|
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cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus; y de haber caído una
|
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vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los ojos algo
|
|
llorosos y manantiales; pero tiene una condición de un ángel, y si no es
|
|
que se aporrea y se da de puñadas él mesmo a sí mesmo, fuera un bendito.
|
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|
-¿Queréis otra cosa, buen hombre? -replicó Sancho.
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|
-Otra cosa querría -dijo el labrador-, sino que no me atrevo a decirlo;
|
|
pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho, pegue o no
|
|
pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecientos o
|
|
seiscientos ducados para ayuda a la dote de mi bachiller; digo para ayuda
|
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de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin estar sujetos a
|
|
las impertinencias de los suegros.
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-Mirad si queréis otra cosa -dijo Sancho-, y no la dejéis de decir por
|
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empacho ni por vergüenza.
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-No, por cierto -respondió el labrador.
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Y, apenas dijo esto, cuando, levantándose en pie el gobernador, asió de la
|
|
silla en que estaba sentado y dijo:
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-¡Voto a tal, don patán rústico y mal mirado, que si no os apartáis y
|
|
ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la
|
|
cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te
|
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vienes a pedirme seiscientos ducados?; y ¿dónde los tengo yo, hediondo?; y
|
|
¿por qué te los había de dar, aunque los tuviera, socarrón y mentecato?; y
|
|
¿qué se me da a mí de Miguel Turra, ni de todo el linaje de los Perlerines?
|
|
¡Va de mí, digo; si no, por vida del duque mi señor, que haga lo que tengo
|
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dicho! Tú no debes de ser de Miguel Turra, sino algún socarrón que, para
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|
tentarme, te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y
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medio que tengo el gobierno, y ¿ya quieres que tenga seiscientos ducados?
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Hizo de señas el maestresala al labrador que se saliese de la sala, el cual
|
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lo hizo cabizbajo y, al parecer, temeroso de que el gobernador no ejecutase
|
|
su cólera, que el bellacón supo hacer muy bien su oficio.
|
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Pero dejemos con su cólera a Sancho, y ándese la paz en el corro, y
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|
volvamos a don Quijote, que le dejamos vendado el rostro y curado de las
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gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de los cuales
|
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le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualidad y
|
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verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimas que sean.
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Capítulo XLVIII. De lo que le sucedió a don Quijote con doña Rodríguez, la
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dueña de la duquesa, con otros acontecimientos dignos de escritura y de
|
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memoria eterna
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Además estaba mohíno y malencólico el mal ferido don Quijote, vendado el
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rostro y señalado, no por la mano de Dios, sino por las uñas de un gato,
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desdichas anejas a la andante caballería. Seis días estuvo sin salir en
|
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público, en una noche de las cuales, estando despierto y desvelado,
|
|
pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintió que
|
|
con una llave abrían la puerta de su aposento, y luego imaginó que la
|
|
enamorada doncella venía para sobresaltar su honestidad y ponerle en
|
|
condición de faltar a la fee que guardar debía a su señora Dulcinea del
|
|
Toboso.
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-No -dijo creyendo a su imaginación, y esto, con voz que pudiera ser oída-;
|
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no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de
|
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adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo
|
|
más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada en
|
|
cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y
|
|
sirgo compuestas, ora te tenga Merlín, o Montesinos, donde ellos quisieren;
|
|
que, adondequiera eres mía, y adoquiera he sido yo, y he de ser, tuyo.
|
|
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El acabar estas razones y el abrir de la puerta fue todo uno. Púsose en pie
|
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sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una
|
|
galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por
|
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los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual
|
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traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar.
|
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Clavó los ojos en la puerta, y, cuando esperaba ver entrar por ella a la
|
|
rendida y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña con
|
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unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban
|
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desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía una
|
|
media vela encendida, y con la derecha se hacía sombra, porque no le diese
|
|
la luz en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes antojos. Venía pisando
|
|
quedito, y movía los pies blandamente.
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Miróla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su
|
|
silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él
|
|
alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa. Fuese
|
|
llegando la visión, y, cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos
|
|
y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote; y si él
|
|
quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya,
|
|
porque, así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las
|
|
vendas, que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo:
|
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|
-¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?
|
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Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos; y, viéndose a escuras,
|
|
volvió las espaldas para irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio
|
|
consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso, comenzó a decir:
|
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|
-Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres, y que me
|
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digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo
|
|
haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico
|
|
cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomé la
|
|
orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer
|
|
bien a las ánimas de purgatorio se estiende.
|
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|
|
La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el de don
|
|
Quijote, y con voz afligida y baja le respondió:
|
|
|
|
-Señor don Quijote, si es que acaso vuestra merced es don Quijote, yo no
|
|
soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de
|
|
haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la
|
|
duquesa, que, con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele
|
|
remediar, a vuestra merced vengo.
|
|
|
|
-Dígame, señora doña Rodríguez -dijo don Quijote-: ¿por ventura viene
|
|
vuestra merced a hacer alguna tercería? Porque le hago saber que no soy de
|
|
provecho para nadie, merced a la sin par belleza de mi señora Dulcinea del
|
|
Toboso. Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que, como vuestra merced salve
|
|
y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y
|
|
vuelva, y departiremos de todo lo que más mandare y más en gusto le
|
|
viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre.
|
|
|
|
-¿Yo recado de nadie, señor mío? -respondió la dueña-. Mal me conoce
|
|
vuestra merced; sí, que aún no estoy en edad tan prolongada que me acoja a
|
|
semejantes niñerías, pues, Dios loado, mi alma me tengo en las carnes, y
|
|
todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos pocos que me han
|
|
usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan ordinarios.
|
|
Pero espéreme vuestra merced un poco; saldré a encender mi vela, y volveré
|
|
en un instante a contar mis cuitas, como a remediador de todas las del
|
|
mundo.
|
|
|
|
Y, sin esperar respuesta, se salió del aposento, donde quedó don Quijote
|
|
sosegado y pensativo esperándola; pero luego le sobrevinieron mil
|
|
pensamientos acerca de aquella nueva aventura, y parecíale ser mal hecho y
|
|
peor pensado ponerse en peligro de romper a su señora la fee prometida, y
|
|
decíase a sí mismo:
|
|
|
|
-¿Quién sabe si el diablo, que es sutil y mañoso, querrá engañarme agora
|
|
con una dueña, lo que no ha podido con emperatrices, reinas, duquesas,
|
|
marquesas ni condesas? Que yo he oído decir muchas veces y a muchos
|
|
discretos que, si él puede, antes os la dará roma que aguileña. Y ¿quién
|
|
sabe si esta soledad, esta ocasión y este silencio despertará mis deseos
|
|
que duermen, y harán que al cabo de mis años venga a caer donde nunca he
|
|
tropezado? Y, en casos semejantes, mejor es huir que esperar la batalla.
|
|
Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso;
|
|
que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antojuna pueda mover
|
|
ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado pecho del mundo. ¿Por
|
|
ventura hay dueña en la tierra que tenga buenas carnes? ¿Por ventura hay
|
|
dueña en el orbe que deje de ser impertinente, fruncida y melindrosa?
|
|
¡Afuera, pues, caterva dueñesca, inútil para ningún humano regalo! ¡Oh,
|
|
cuán bien hacía aquella señora de quien se dice que tenía dos dueñas de
|
|
bulto con sus antojos y almohadillas al cabo de su estrado, como que
|
|
estaban labrando, y tanto le servían para la autoridad de la sala aquellas
|
|
estatuas como las dueñas verdaderas!
|
|
|
|
Y, diciendo esto, se arrojó del lecho, con intención de cerrar la puerta y
|
|
no dejar entrar a la señora Rodríguez; mas, cuando la llegó a cerrar, ya la
|
|
señora Rodríguez volvía, encendida una vela de cera blanca, y cuando ella
|
|
vio a don Quijote de más cerca, envuelto en la colcha, con las vendas,
|
|
galocha o becoquín, temió de nuevo, y, retirándose atrás como dos pasos,
|
|
dijo:
|
|
|
|
-¿Estamos seguras, señor caballero? Porque no tengo a muy honesta señal
|
|
haberse vuesa merced levantado de su lecho.
|
|
|
|
-Eso mesmo es bien que yo pregunte, señora -respondió don Quijote-; y así,
|
|
pregunto si estaré yo seguro de ser acometido y forzado.
|
|
|
|
-¿De quién o a quién pedís, señor caballero, esa seguridad? -respondió la
|
|
dueña.
|
|
|
|
-A vos y de vos la pido -replicó don Quijote-, porque ni yo soy de mármol
|
|
ni vos de bronce, ni ahora son las diez del día, sino media noche, y aun un
|
|
poco más, según imagino, y en una estancia más cerrada y secreta que lo
|
|
debió de ser la cueva donde el traidor y atrevido Eneas gozó a la hermosa y
|
|
piadosa Dido. Pero dadme, señora, la mano, que yo no quiero otra seguridad
|
|
mayor que la de mi continencia y recato, y la que ofrecen esas
|
|
reverendísimas tocas.
|
|
|
|
Y, diciendo esto, besó su derecha mano, y le asió de la suya, que ella le
|
|
dio con las mesmas ceremonias.
|
|
|
|
Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera, por
|
|
ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho, la mejor
|
|
almalafa de dos que tenía.
|
|
|
|
Entróse, en fin, don Quijote en su lecho, y quedóse doña Rodríguez sentada
|
|
en una silla, algo desviada de la cama, no quitándose los antojos ni la
|
|
vela. Don Quijote se acorrucó y se cubrió todo, no dejando más de el rostro
|
|
descubierto; y, habiéndose los dos sosegado, el primero que rompió el
|
|
silencio fue don Quijote, diciendo:
|
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|
-Puede vuesa merced ahora, mi señora doña Rodríguez, descoserse y desbuchar
|
|
todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazón y lastimadas entrañas,
|
|
que será de mí escuchada con castos oídos, y socorrida con piadosas obras.
|
|
|
|
-Así lo creo yo -respondió la dueña-, que de la gentil y agradable
|
|
presencia de vuesa merced no se podía esperar sino tan cristiana respuesta.
|
|
«Es, pues, el caso, señor don Quijote, que, aunque vuesa merced me vee
|
|
sentada en esta silla y en la mitad del reino de Aragón, y en hábito de
|
|
dueña aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de Oviedo, y de
|
|
linaje que atraviesan por él muchos de los mejores de aquella provincia;
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pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes
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de tiempo, sin saber cómo ni cómo no, me trujeron a la corte, a Madrid,
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donde por bien de paz y por escusar mayores desventuras, mis padres me
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acomodaron a servir de doncella de labor a una principal señora; y quiero
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hacer sabidor a vuesa merced que en hacer vainillas y labor blanca ninguna
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me ha echado el pie adelante en toda la vida. Mis padres me dejaron
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sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allí a pocos años se debieron de
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ir al cielo, porque eran además buenos y católicos cristianos. Quedé
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huérfana, y atenida al miserable salario y a las angustiadas mercedes que
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a las tales criadas se suele dar en palacio; y, en este tiempo, sin que
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diese yo ocasión a ello, se enamoró de mi un escudero de casa, hombre ya en
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días, barbudo y apersonado, y, sobre todo, hidalgo como el rey, porque era
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montañés. No tratamos tan secretamente nuestros amores que no viniesen a
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noticia de mi señora, la cual, por escusar dimes y diretes, nos casó en paz
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y en haz de la Santa Madre Iglesia Católica Romana, de cuyo matrimonio
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nació una hija para rematar con mi ventura, si alguna tenía; no porque yo
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muriese del parto, que le tuve derecho y en sazón, sino porque desde allí a
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poco murió mi esposo de un cierto espanto que tuvo, que, a tener ahora
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lugar para contarle, yo sé que vuestra merced se admirara.»
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Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente, y dijo:
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-Perdóneme vuestra merced, señor don Quijote, que no va más en mi mano,
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porque todas las veces que me acuerdo de mi mal logrado se me arrasan los
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ojos de lágrimas. ¡Válame Dios, y con qué autoridad llevaba a mi señora a
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las ancas de una poderosa mula, negra como el mismo azabache! Que entonces
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no se usaban coches ni sillas, como agora dicen que se usan, y las señoras
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iban a las ancas de sus escuderos. Esto, a lo menos, no puedo dejar de
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contarlo, porque se note la crianza y puntualidad de mi buen marido. «Al
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entrar de la calle de Santiago, en Madrid, que es algo estrecha, venía a
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salir por ella un alcalde de corte con dos alguaciles delante, y, así como
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mi buen escudero le vio, volvió las riendas a la mula, dando señal de
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volver a acompañarle. Mi señora, que iba a las ancas, con voz baja le
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decía: ''-¿Qué hacéis, desventurado? ¿No veis que voy aquí?'' El alcalde,
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de comedido, detuvo la rienda al caballo y díjole: ''-Seguid, señor,
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vuestro camino, que yo soy el que debo acompañar a mi señora doña
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Casilda'', que así era el nombre de mi ama. Todavía porfiaba mi marido, con
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la gorra en la mano, a querer ir acompañando al alcalde, viendo lo cual mi
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señora, llena de cólera y enojo, sacó un alfiler gordo, o creo que un
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punzón, del estuche, y clavósele por los lomos, de manera que mi marido dio
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una gran voz y torció el cuerpo, de suerte que dio con su señora en el
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suelo. Acudieron dos lacayos suyos a levantarla, y lo mismo hizo el alcalde
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y los alguaciles; alborotóse la Puerta de Guadalajara, digo, la gente
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baldía que en ella estaba; vínose a pie mi ama, y mi marido acudió en casa
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de un barbero diciendo que llevaba pasadas de parte a parte las entrañas.
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Divulgóse la cortesía de mi esposo, tanto, que los muchachos le corrían por
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las calles, y por esto y porque él era algún tanto corto de vista, mi
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señora la duquesa le despidió, de cuyo pesar, sin duda alguna, tengo para
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mí que se le causó el mal de la muerte. Quedé yo viuda y desamparada, y con
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hija a cuestas, que iba creciendo en hermosura como la espuma de la mar.
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Finalmente, como yo tuviese fama de gran labrandera, mi señora la duquesa,
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que estaba recién casada con el duque mi señor, quiso traerme consigo a
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este reino de Aragón y a mi hija ni más ni menos, adonde, yendo días y
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viniendo días, creció mi hija, y con ella todo el donaire del mundo: canta
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como una calandria, danza como el pensamiento, baila como una perdida, lee
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y escribe como un maestro de escuela, y cuenta como un avariento. De su
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limpieza no digo nada: que el agua que corre no es más limpia, y debe de
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tener agora, si mal no me acuerdo, diez y seis años, cinco meses y tres
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días, uno más a menos. En resolución: de esta mi muchacha se enamoró un
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hijo de un labrador riquísimo que está en una aldea del duque mi señor, no
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muy lejos de aquí. En efecto, no sé cómo ni cómo no, ellos se juntaron, y,
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debajo de la palabra de ser su esposo, burló a mi hija, y no se la quiere
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cumplir; y, aunque el duque mi señor lo sabe, porque yo me he quejado a él,
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no una, sino muchas veces, y pedídole mande que el tal labrador se case con
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mi hija, hace orejas de mercader y apenas quiere oírme; y es la causa que,
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como el padre del burlador es tan rico y le presta dineros, y le sale por
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fiador de sus trampas por momentos, no le quiere descontentar ni dar
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pesadumbre en ningún modo.» Querría, pues, señor mío, que vuesa merced
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tomase a cargo el deshacer este agravio, o ya por ruegos, o ya por armas,
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pues, según todo el mundo dice, vuesa merced nació en él para deshacerlos y
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para enderezar los tuertos y amparar los miserables; y póngasele a vuesa
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merced por delante la orfandad de mi hija, su gentileza, su mocedad, con
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todas las buenas partes que he dicho que tiene; que en Dios y en mi
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conciencia que de cuantas doncellas tiene mi señora, que no hay ninguna que
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llegue a la suela de su zapato, y que una que llaman Altisidora, que es la
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que tienen por más desenvuelta y gallarda, puesta en comparación de mi
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hija, no la llega con dos leguas. Porque quiero que sepa vuesa merced,
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señor mío, que no es todo oro lo que reluce; porque esta Altisidorilla
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tiene más de presunción que de hermosura, y más de desenvuelta que de
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recogida, además que no está muy sana: que tiene un cierto allento cansado,
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que no hay sufrir el estar junto a ella un momento. Y aun mi señora la
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duquesa... Quiero callar, que se suele decir que las paredes tienen oídos.
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-¿Qué tiene mi señora la duquesa, por vida mía, señora doña Rodríguez?
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-preguntó don Quijote.
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-Con ese conjuro -respondió la dueña-, no puedo dejar de responder a lo que
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se me pregunta con toda verdad. ¿Vee vuesa merced, señor don Quijote, la
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hermosura de mi señora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece
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sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de
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carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella
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gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece
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sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo
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puede agradecer, primero, a Dios, y luego, a dos fuentes que tiene en las
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dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los
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médicos que está llena.
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-¡Santa María! -dijo don Quijote-. Y ¿es posible que mi señora la duquesa
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tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos;
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pero, pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así. Pero tales
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fuentes, y en tales lugares, no deben de manar humor, sino ámbar líquido.
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Verdaderamente que ahora acabo de creer que esto de hacerse fuentes debe de
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ser cosa importante para salud.
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Apenas acabó don Quijote de decir esta razón, cuando con un gran golpe
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abrieron las puertas del aposento, y del sobresalto del golpe se le cayó a
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doña Rodríguez la vela de la mano, y quedó la estancia como boca de lobo,
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como suele decirse. Luego sintió la pobre dueña que la asían de la garganta
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con dos manos, tan fuertemente que no la dejaban gañir, y que otra persona,
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con mucha presteza, sin hablar palabra, le alzaba las faldas, y con una, al
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parecer, chinela, le comenzó a dar tantos azotes, que era una compasión; y,
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aunque don Quijote se la tenía, no se meneaba del lecho, y no sabía qué
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podía ser aquello, y estábase quedo y callando, y aun temiendo no viniese
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por él la tanda y tunda azotesca. Y no fue vano su temor, porque, en
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dejando molida a la dueña los callados verdugos (la cual no osaba
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quejarse), acudieron a don Quijote, y, desenvolviéndole de la sábana y de
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la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar
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de defenderse a puñadas, y todo esto en silencio admirable. Duró la batalla
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casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió doña Rodríguez sus
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faldas, y, gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir
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palabra a don Quijote, el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo,
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se quedó solo, donde le dejaremos deseoso de saber quién había sido el
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perverso encantador que tal le había puesto. Pero ello se dirá a su tiempo,
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que Sancho Panza nos llama, y el buen concierto de la historia lo pide.
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Capítulo XLIX. De lo que le sucedió a Sancho Panza rondando su ínsula
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Dejamos al gran gobernador enojado y mohíno con el labrador pintor y
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socarrón, el cual, industriado del mayordomo, y el mayordomo del duque, se
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burlaban de Sancho; pero él se las tenía tiesas a todos, maguera tonto,
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bronco y rollizo, y dijo a los que con él estaban, y al doctor Pedro Recio,
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que, como se acabó el secreto de la carta del duque, había vuelto a entrar
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en la sala:
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-Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de
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ser, o han de ser, de bronce, para no sentir las importunidades de los
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negociantes, que a todas horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y
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despachen, atendiendo sólo a su negocio, venga lo que viniere; y si el
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pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede o porque no es
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aquél el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y
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murmuran, y les roen los huesos, y aun les deslindan los linajes.
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Negociante necio, negociante mentecato, no te apresures; espera sazón y
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coyuntura para negociar: no vengas a la hora del comer ni a la del dormir,
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que los jueces son de carne y de hueso y han de dar a la naturaleza lo que
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naturalmente les pide, si no es yo, que no le doy de comer a la mía, merced
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al señor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que está delante, que quiere que
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muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a
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él y a todos los de su ralea: digo, a la de los malos médicos, que la de
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los buenos, palmas y lauros merecen.
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Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban, oyéndole hablar tan
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elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y
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cargos graves, o adoban o entorpecen los entendimientos. Finalmente, el
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doctor Pedro Recio Agüero de Tirteafuera prometió de darle de cenar aquella
|
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noche, aunque excediese de todos los aforismos de Hipócrates. Con esto
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quedó contento el gobernador, y esperaba con grande ansia llegase la noche
|
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y la hora de cenar; y, aunque el tiempo, al parecer suyo, se estaba quedo,
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sin moverse de un lugar, todavía se llegó por él el tanto deseado, donde
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le dieron de cenar un salpicón de vaca con cebolla, y unas manos cocidas de
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ternera algo entrada en días. Entregóse en todo con más gusto que si le
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hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento,
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perdices de Morón, o gansos de Lavajos; y, entre la cena, volviéndose al
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doctor, le dijo:
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-Mirad, señor doctor: de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas
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regaladas ni manjares esquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus
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quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a
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nabos y a cebollas; y, si acaso le dan otros manjares de palacio, los
|
|
recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede
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hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas
|
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son, mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él
|
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quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún
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día; y no se burle nadie conmigo, porque o somos o no somos: vivamos todos
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y comamos en buena paz compaña, pues, cuando Dios amanece, para todos
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amanece. Yo gobernaré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y
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todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago
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saber que el diablo está en Cantillana, y que, si me dan ocasión, han de
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ver maravillas. No, sino haceos miel, y comeros han moscas.
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-Por cierto, señor gobernador -dijo el maestresala-, que vuesa merced tiene
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mucha razón en cuanto ha dicho, y que yo ofrezco en nombre de todos los
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insulanos desta ínsula que han de servir a vuestra merced con toda
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puntualidad, amor y benevolencia, porque el suave modo de gobernar que en
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estos principios vuesa merced ha dado no les da lugar de hacer ni de pensar
|
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cosa que en deservicio de vuesa merced redunde.
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-Yo lo creo -respondió Sancho-, y serían ellos unos necios si otra cosa
|
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hiciesen o pensasen. Y vuelvo a decir que se tenga cuenta con mi sustento y
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|
con el de mi rucio, que es lo que en este negocio importa y hace más al
|
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caso; y, en siendo hora, vamos a rondar, que es mi intención limpiar esta
|
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ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazanes, y mal
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entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y
|
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perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que
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se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los
|
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labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos
|
|
y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos.
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|
¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo, o quiébrome la cabeza?
|
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-Dice tanto vuesa merced, señor gobernador -dijo el mayordomo-, que estoy
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admirado de ver que un hombre tan sin letras como vuesa merced, que, a lo
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que creo, no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias
|
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y de avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuesa merced
|
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esperaban los que nos enviaron y los que aquí venimos. Cada día se veen
|
|
cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven en veras y los burladores
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se hallan burlados.
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Llegó la noche, y cenó el gobernador, con licencia del señor doctor Recio.
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Aderezáronse de ronda; salió con el mayordomo, secretario y maestresala, y
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|
el coronista que tenía cuidado de poner en memoria sus hechos, y alguaciles
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y escribanos, tantos que podían formar un mediano escuadrón. Iba Sancho en
|
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medio, con su vara, que no había más que ver, y pocas calles andadas del
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lugar, sintieron ruido de cuchilladas; acudieron allá, y hallaron que eran
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dos solos hombres los que reñían, los cuales, viendo venir a la justicia,
|
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se estuvieron quedos; y el uno dellos dijo:
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-¡Aquí de Dios y del rey! ¿Cómo y que se ha de sufrir que roben en poblado
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en este pueblo, y que salga a saltear en él en la mitad de las calles?
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-Sosegaos, hombre de bien -dijo Sancho-, y contadme qué es la causa desta
|
|
pendencia, que yo soy el gobernador.
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|
El otro contrario dijo:
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|
-Señor gobernador, yo la diré con toda brevedad. Vuestra merced sabrá que
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|
este gentilhombre acaba de ganar ahora en esta casa de juego que está aquí
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frontero más de mil reales, y sabe Dios cómo; y, hallándome yo presente,
|
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juzgué más de una suerte dudosa en su favor, contra todo aquello que me
|
|
dictaba la conciencia; alzóse con la ganancia, y, cuando esperaba que me
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|
había de dar algún escudo, por lo menos, de barato, como es uso y costumbre
|
|
darle a los hombres principales como yo, que estamos asistentes para bien y
|
|
mal pasar, y para apoyar sinrazones y evitar pendencias, él embolsó su
|
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dinero y se salió de la casa. Yo vine despechado tras él, y con buenas y
|
|
corteses palabras le he pedido que me diese siquiera ocho reales, pues sabe
|
|
que yo soy hombre honrado y que no tengo oficio ni beneficio, porque mis
|
|
padres no me le enseñaron ni me le dejaron, y el socarrón, que no es más
|
|
ladrón que Caco, ni más fullero que Andradilla, no quería darme más de
|
|
cuatro reales; ¡porque vea vuestra merced, señor gobernador, qué poca
|
|
vergüenza y qué poca conciencia! Pero a fee que, si vuesa merced no
|
|
llegara, que yo le hiciera vomitar la ganancia, y que había de saber con
|
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cuántas entraba la romana.
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-¿Qué decís vos a esto? -preguntó Sancho.
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|
Y el otro respondió que era verdad cuanto su contrario decía, y no había
|
|
querido darle más de cuatro reales porque se los daba muchas veces; y los
|
|
que esperan barato han de ser comedidos y tomar con rostro alegre lo que
|
|
les dieren, sin ponerse en cuentas con los gananciosos, si ya no supiesen
|
|
de cierto que son fulleros y que lo que ganan es mal ganado; y que, para
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|
señal que él era hombre de bien y no ladrón, como decía, ninguna había
|
|
mayor que el no haberle querido dar nada; que siempre los fulleros son
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|
tributarios de los mirones que los conocen.
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-Así es -dijo el mayordomo-. Vea vuestra merced, señor gobernador, qué es
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|
lo que se ha de hacer destos hombres.
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-Lo que se ha de hacer es esto -respondió Sancho-: vos, ganancioso, bueno,
|
|
o malo, o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y
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|
más, habéis de desembolsar treinta para los pobres de la cárcel; y vos, que
|
|
no tenéis oficio ni beneficio y andáis de nones en esta ínsula, tomad luego
|
|
esos cien reales, y mañana en todo el día salid desta ínsula desterrado por
|
|
diez años, so pena, si lo quebrantáredes, los cumpláis en la otra vida,
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|
colgándoos yo de una picota, o, a lo menos, el verdugo por mi mandado; y
|
|
ninguno me replique, que le asentaré la mano.
|
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|
|
Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se salió de la ínsula, y aquél se
|
|
fue a su casa, y el gobernador quedó diciendo:
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-Ahora, yo podré poco, o quitaré estas casas de juego, que a mí se me
|
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trasluce que son muy perjudiciales.
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|
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-Ésta, a lo menos -dijo un escribano-, no la podrá vuesa merced quitar,
|
|
porque la tiene un gran personaje, y más es sin comparación lo que él
|
|
pierde al año que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de menor
|
|
cantía podrá vuestra merced mostrar su poder, que son los que más daño
|
|
hacen y más insolencias encubren; que en las casas de los caballeros
|
|
principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de
|
|
sus tretas; y, pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común,
|
|
mejor es que se juegue en casas principales que no en la de algún oficial,
|
|
donde cogen a un desdichado de media noche abajo y le desuellan vivo.
|
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|
-Agora, escribano -dijo Sancho-, yo sé que hay mucho que decir en eso.
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|
|
|
Y, en esto, llegó un corchete que traía asido a un mozo, y dijo:
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|
-Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y, así como columbró
|
|
la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo, señal que
|
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debe de ser algún delincuente. Yo partí tras él, y, si no fuera porque
|
|
tropezó y cayó, no le alcanzara jamás.
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|
|
-¿Por qué huías, hombre? -preguntó Sancho.
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|
|
A lo que el mozo respondió:
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|
-Señor, por escusar de responder a las muchas preguntas que las justicias
|
|
hacen.
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-¿Qué oficio tienes?
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-Tejedor.
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-¿Y qué tejes?
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-Hierros de lanzas, con licencia buena de vuestra merced.
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-¿Graciosico me sois? ¿De chocarrero os picáis? ¡Está bien! Y ¿adónde
|
|
íbades ahora?
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-Señor, a tomar el aire.
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|
-Y ¿adónde se toma el aire en esta ínsula?
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|
-Adonde sopla.
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|
-¡Bueno: respondéis muy a propósito! Discreto sois, mancebo; pero haced
|
|
cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y os encamino a la
|
|
cárcel. ¡Asilde, hola, y llevadle, que yo haré que duerma allí sin aire
|
|
esta noche!
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|
-¡Par Dios -dijo el mozo-, así me haga vuestra merced dormir en la cárcel
|
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como hacerme rey!
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-Pues, ¿por qué no te haré yo dormir en la cárcel? -respondió Sancho-. ¿No
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tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere?
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-Por más poder que vuestra merced tenga -dijo el mozo-, no será bastante
|
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para hacerme dormir en la cárcel.
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-¿Cómo que no? -replicó Sancho-. Llevalde luego donde verá por sus ojos el
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desengaño, aunque más el alcaide quiera usar con él de su interesal
|
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liberalidad; que yo le pondré pena de dos mil ducados si te deja salir un
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paso de la cárcel.
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-Todo eso es cosa de risa -respondió el mozo-. El caso es que no me harán
|
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dormir en la cárcel cuantos hoy viven.
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-Dime, demonio -dijo Sancho-, ¿tienes algún ángel que te saque y que te
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quite los grillos que te pienso mandar echar?
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-Ahora, señor gobernador -respondió el mozo con muy buen donaire-, estemos
|
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a razón y vengamos al punto. Prosuponga vuestra merced que me manda llevar
|
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a la cárcel, y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un
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calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él
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lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y
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estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuestra merced
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bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?
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-No, por cierto -dijo el secretario-, y el hombre ha salido con su
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intención.
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-De modo -dijo Sancho- que no dejaréis de dormir por otra cosa que por
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vuestra voluntad, y no por contravenir a la mía.
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-No, señor -dijo el mozo-, ni por pienso.
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-Pues andad con Dios -dijo Sancho-; idos a dormir a vuestra casa, y Dios os
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dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle; pero aconséjoos que de aquí
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adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con alguna que os
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dé con la burla en los cascos.
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Fuese el mozo, y el gobernador prosiguió con su ronda, y de allí a poco
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vinieron dos corchetes que traían a un hombre asido, y dijeron:
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-Señor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea,
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que viene vestida en hábito de hombre.
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Llegáronle a los ojos dos o tres lanternas, a cuyas luces descubrieron un
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rostro de una mujer, al parecer, de diez y seis o pocos más años, recogidos
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los cabellos con una redecilla de oro y seda verde, hermosa como mil
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perlas. Miráronla de arriba abajo, y vieron que venía con unas medias de
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seda encarnada, con ligas de tafetán blanco y rapacejos de oro y aljófar;
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los greguescos eran verdes, de tela de oro, y una saltaembarca o ropilla de
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lo mesmo, suelta, debajo de la cual traía un jubón de tela finísima de oro
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y blanco, y los zapatos eran blancos y de hombre. No traía espada ceñida,
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sino una riquísima daga, y en los dedos, muchos y muy buenos anillos.
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Finalmente, la moza parecía bien a todos, y ninguno la conoció de cuantos
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la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podían pensar quién
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fuese, y los consabidores de las burlas que se habían de hacer a Sancho
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fueron los que más se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venía
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ordenado por ellos; y así, estaban dudosos, esperando en qué pararía el
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caso.
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Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza, y preguntóle quién era,
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adónde iba y qué ocasión le había movido para vestirse en aquel hábito.
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Ella, puestos los ojos en tierra con honestísima vergüenza, respondió:
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-No puedo, señor, decir tan en público lo que tanto me importaba fuera
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secreto; una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrón ni persona
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facinorosa, sino una doncella desdichada a quien la fuerza de unos celos ha
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hecho romper el decoro que a la honestidad se debe.
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Oyendo esto el mayordomo, dijo a Sancho:
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-Haga, señor gobernador, apartar la gente, porque esta señora con menos
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empacho pueda decir lo que quisiere.
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Mandólo así el gobernador; apartáronse todos, si no fueron el mayordomo,
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maestresala y el secretario. Viéndose, pues, solos, la doncella prosiguió
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diciendo:
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-«Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca, arrendador de las lanas
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deste lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre.»
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-Eso no lleva camino -dijo el mayordomo-, señora, porque yo conozco muy
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bien a Pedro Pérez y sé que no tiene hijo ninguno, ni varón ni hembra; y
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más, que decís que es vuestro padre, y luego añadís que suele ir muchas
|
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veces en casa de vuestro padre.
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-Ya yo había dado en ello -dijo Sancho.
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-Ahora, señores, yo estoy turbada, y no sé lo que me digo -respondió la
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doncella-; pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que
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todos vuesas mercedes deben de conocer.
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-Aún eso lleva camino -respondió el mayordomo-, que yo conozco a Diego de
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la Llana, y sé que es un hidalgo principal y rico, y que tiene un hijo y
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una hija, y que después que enviudó no ha habido nadie en todo este lugar
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que pueda decir que ha visto el rostro de su hija; que la tiene tan
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encerrada que no da lugar al sol que la vea; y, con todo esto, la fama dice
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que es en estremo hermosa.
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-Así es la verdad -respondió la doncella-, y esa hija soy yo; si la fama
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miente o no en mi hermosura ya os habréis, señores, desengañado, pues me
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habéis visto.
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Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, se
|
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llegó al oído del maestresala y le dijo muy paso:
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-Sin duda alguna que a esta pobre doncella le debe de haber sucedido algo
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de importancia, pues en tal traje, y a tales horas, y siendo tan principal,
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anda fuera de su casa.
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-No hay dudar en eso -respondió el maestresala-; y más, que esa sospecha la
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confirman sus lágrimas.
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Sancho la consoló con las mejores razones que él supo, y le pidió que sin
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temor alguno les dijese lo que le había sucedido; que todos procurarían
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remediarlo con muchas veras y por todas las vías posibles.
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-«Es el caso, señores -respondió ella-, que mi padre me ha tenido encerrada
|
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diez años ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra. En casa
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dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el
|
|
sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche, ni sé qué son
|
|
calles, plazas, ni templos, ni aun hombres, fuera de mi padre y de un
|
|
hermano mío, y de Pedro Pérez el arrendador, que, por entrar de ordinario
|
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en mi casa, se me antojó decir que era mi padre, por no declarar el mío.
|
|
Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia,
|
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ha muchos días y meses que me trae muy desconsolada; quisiera yo ver el
|
|
mundo, o, a lo menos, el pueblo donde nací, pareciéndome que este deseo no
|
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iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sí
|
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mesmas. Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas, y se
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|
representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un año menor que
|
|
yo, que me dijese qué cosas eran aquéllas y otras muchas que yo no he
|
|
visto; él me lo declaraba por los mejores modos que sabía, pero todo era
|
|
encenderme más el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi
|
|
perdición, digo que yo rogué y pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni
|
|
tal rogara...»
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|
Y tornó a renovar el llanto. El mayordomo le dijo:
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-Prosiga vuestra merced, señora, y acabe de decirnos lo que le ha sucedido,
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que nos tienen a todos suspensos sus palabras y sus lágrimas.
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-Pocas me quedan por decir -respondió la doncella-, aunque muchas lágrimas
|
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sí que llorar, porque los mal colocados deseos no pueden traer consigo
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otros descuentos que los semejantes.
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Habíase sentado en el alma del maestresala la belleza de la doncella, y
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llegó otra vez su lanterna para verla de nuevo; y parecióle que no eran
|
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lágrimas las que lloraba, sino aljófar o rocío de los prados, y aun las
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|
subía de punto y las llegaba a perlas orientales, y estaba deseando que su
|
|
desgracia no fuese tanta como daban a entender los indicios de su llanto y
|
|
de sus suspiros. Desesperábase el gobernador de la tardanza que tenía la
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|
moza en dilatar su historia, y díjole que acabase de tenerlos más
|
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suspensos, que era tarde y faltaba mucho que andar del pueblo. Ella, entre
|
|
interrotos sollozos y mal formados suspiros, dijo:
|
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-«No es otra mi desgracia, ni mi infortunio es otro sino que yo rogué a mi
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|
hermano que me vistiese en hábitos de hombre con uno de sus vestidos y que
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|
me sacase una noche a ver todo el pueblo, cuando nuestro padre durmiese;
|
|
él, importunado de mis ruegos, condecendió con mi deseo, y, poniéndome este
|
|
vestido y él vestiéndose de otro mío, que le está como nacido, porque él no
|
|
tiene pelo de barba y no parece sino una doncella hermosísima, esta noche,
|
|
debe de haber una hora, poco más o menos, nos salimos de casa; y, guiados
|
|
de nuestro mozo y desbaratado discurso, hemos rodeado todo el pueblo, y
|
|
cuando queríamos volver a casa, vimos venir un gran tropel de gente, y mi
|
|
hermano me dijo: ''Hermana, ésta debe de ser la ronda: aligera los pies y
|
|
pon alas en ellos, y vente tras mí corriendo, porque no nos conozcan, que
|
|
nos será mal contado''. Y, diciendo esto, volvió las espaldas y comenzó, no
|
|
digo a correr, sino a volar; yo, a menos de seis pasos, caí, con el
|
|
sobresalto, y entonces llegó el ministro de la justicia que me trujo ante
|
|
vuestras mercedes, adonde, por mala y antojadiza, me veo avergonzada ante
|
|
tanta gente.»
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|
|
|
-¿En efecto, señora -dijo Sancho-, no os ha sucedido otro desmán alguno, ni
|
|
celos, como vos al principio de vuestro cuento dijistes, no os sacaron de
|
|
vuestra casa?
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|
-No me ha sucedido nada, ni me sacaron celos, sino sólo el deseo de ver
|
|
mundo, que no se estendía a más que a ver las calles de este lugar.
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|
Y acabó de confirmar ser verdad lo que la doncella decía llegar los
|
|
corchetes con su hermano preso, a quien alcanzó uno dellos cuando se huyó
|
|
de su hermana. No traía sino un faldellín rico y una mantellina de damasco
|
|
azul con pasamanos de oro fino, la cabeza sin toca ni con otra cosa
|
|
adornada que con sus mesmos cabellos, que eran sortijas de oro, según eran
|
|
rubios y enrizados. Apartáronse con el gobernador, mayordomo y maestresala,
|
|
y, sin que lo oyese su hermana, le preguntaron cómo venía en aquel traje, y
|
|
él, con no menos vergüenza y empacho, contó lo mesmo que su hermana había
|
|
contado, de que recibió gran gusto el enamorado maestresala. Pero el
|
|
gobernador les dijo:
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|
-Por cierto, señores, que ésta ha sido una gran rapacería, y para contar
|
|
esta necedad y atrevimiento no eran menester tantas largas, ni tantas
|
|
lágrimas y suspiros; que con decir: ''Somos fulano y fulana, que nos
|
|
salimos a espaciar de casa de nuestros padres con esta invención, sólo por
|
|
curiosidad, sin otro designio alguno'', se acabara el cuento, y no
|
|
gemidicos, y lloramicos, y darle.
|
|
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|
-Así es la verdad -respondió la doncella-, pero sepan vuesas mercedes que
|
|
la turbación que he tenido ha sido tanta, que no me ha dejado guardar el
|
|
término que debía.
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-No se ha perdido nada -respondió Sancho-. Vamos, y dejaremos a vuesas
|
|
mercedes en casa de su padre; quizá no los habrá echado menos. Y, de aquí
|
|
adelante, no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo, que la
|
|
doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la gallina,
|
|
por andar se pierden aína; y la que es deseosa de ver, también tiene deseo
|
|
de ser vista. No digo más.
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|
El mancebo agradeció al gobernador la merced que quería hacerles de
|
|
volverlos a su casa, y así, se encaminaron hacia ella, que no estaba muy
|
|
lejos de allí. Llegaron, pues, y, tirando el hermano una china a una reja,
|
|
al momento bajó una criada, que los estaba esperando, y les abrió la
|
|
puerta, y ellos se entraron, dejando a todos admirados, así de su gentileza
|
|
y hermosura como del deseo que tenían de ver mundo, de noche y sin salir
|
|
del lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca edad.
|
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Quedó el maestresala traspasado su corazón, y propuso de luego otro día
|
|
pedírsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negaría,
|
|
por ser él criado del duque; y aun a Sancho le vinieron deseos y barruntos
|
|
de casar al mozo con Sanchica, su hija, y determinó de ponerlo en plática a
|
|
su tiempo, dándose a entender que a una hija de un gobernador ningún marido
|
|
se le podía negar.
|
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|
Con esto, se acabó la ronda de aquella noche, y de allí a dos días el
|
|
gobierno, con que se destroncaron y borraron todos sus designios, como se
|
|
verá adelante.
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|
Capítulo L. Donde se declara quién fueron los encantadores y verdugos que
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azotaron a la dueña y pellizcaron y arañaron a don Quijote, con el suceso
|
|
que tuvo el paje que llevó la carta a Teresa Sancha, mujer de Sancho Panza
|
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Dice Cide Hamete, puntualísimo escudriñador de los átomos desta verdadera
|
|
historia, que al tiempo que doña Rodríguez salió de su aposento para ir a
|
|
la estancia de don Quijote, otra dueña que con ella dormía lo sintió, y
|
|
que, como todas las dueñas son amigas de saber, entender y oler, se fue
|
|
tras ella, con tanto silencio, que la buena Rodríguez no lo echó de ver; y,
|
|
así como la dueña la vio entrar en la estancia de don Quijote, porque no
|
|
faltase en ella la general costumbre que todas las dueñas tienen de ser
|
|
chismosas, al momento lo fue a poner en pico a su señora la duquesa, de
|
|
cómo doña Rodríguez quedaba en el aposento de don Quijote.
|
|
|
|
La duquesa se lo dijo al duque, y le pidió licencia para que ella y
|
|
Altisidora viniesen a ver lo que aquella dueña quería con don Quijote; el
|
|
duque se la dio, y las dos, con gran tiento y sosiego, paso ante paso,
|
|
llegaron a ponerse junto a la puerta del aposento, y tan cerca, que oían
|
|
todo lo que dentro hablaban; y, cuando oyó la duquesa que Rodríguez había
|
|
echado en la calle el Aranjuez de sus fuentes, no lo pudo sufrir, ni menos
|
|
Altisidora; y así, llenas de cólera y deseosas de venganza, entraron de
|
|
golpe en el aposento, y acrebillaron a don Quijote y vapularon a la dueña
|
|
del modo que queda contado; porque las afrentas que van derechas contra la
|
|
hermosura y presunción de las mujeres, despierta en ellas en gran manera la
|
|
ira y enciende el deseo de vengarse.
|
|
|
|
Contó la duquesa al duque lo que le había pasado, de lo que se holgó mucho,
|
|
y la duquesa, prosiguiendo con su intención de burlarse y recibir
|
|
pasatiempo con don Quijote, despachó al paje que había hecho la figura de
|
|
Dulcinea en el concierto de su desencanto -que tenía bien olvidado Sancho
|
|
Panza con la ocupación de su gobierno- a Teresa Panza, su mujer, con la
|
|
carta de su marido, y con otra suya, y con una gran sarta de corales ricos
|
|
presentados.
|
|
|
|
Dice, pues, la historia, que el paje era muy discreto y agudo, y, con deseo
|
|
de servir a sus señores, partió de muy buena gana al lugar de Sancho; y,
|
|
antes de entrar en él, vio en un arroyo estar lavando cantidad de mujeres,
|
|
a quien preguntó si le sabrían decir si en aquel lugar vivía una mujer
|
|
llamada Teresa Panza, mujer de un cierto Sancho Panza, escudero de un
|
|
caballero llamado don Quijote de la Mancha, a cuya pregunta se levantó en
|
|
pie una mozuela que estaba lavando, y dijo:
|
|
|
|
-Esa Teresa Panza es mi madre, y ese tal Sancho, mi señor padre, y el tal
|
|
caballero, nuestro amo.
|
|
|
|
-Pues venid, doncella -dijo el paje-, y mostradme a vuestra madre, porque
|
|
le traigo una carta y un presente del tal vuestro padre.
|
|
|
|
-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió la moza, que mostraba
|
|
ser de edad de catorce años, poco más a menos.
|
|
|
|
Y, dejando la ropa que lavaba a otra compañera, sin tocarse ni calzarse,
|
|
que estaba en piernas y desgreñada, saltó delante de la cabalgadura del
|
|
paje, y dijo:
|
|
|
|
-Venga vuesa merced, que a la entrada del pueblo está nuestra casa, y mi
|
|
madre en ella, con harta pena por no haber sabido muchos días ha de mi
|
|
señor padre.
|
|
|
|
-Pues yo se las llevo tan buenas -dijo el paje- que tiene que dar bien
|
|
gracias a Dios por ellas.
|
|
|
|
Finalmente, saltando, corriendo y brincando, llegó al pueblo la muchacha,
|
|
y, antes de entrar en su casa, dijo a voces desde la puerta:
|
|
|
|
-Salga, madre Teresa, salga, salga, que viene aquí un señor que trae cartas
|
|
y otras cosas de mi buen padre.
|
|
|
|
A cuyas voces salió Teresa Panza, su madre, hilando un copo de estopa, con
|
|
una saya parda. Parecía, según era de corta, que se la habían cortado por
|
|
vergonzoso lugar, con un corpezuelo asimismo pardo y una camisa de pechos.
|
|
No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte,
|
|
tiesa, nervuda y avellanada; la cual, viendo a su hija, y al paje a
|
|
caballo, le dijo:
|
|
|
|
-¿Qué es esto, niña? ¿Qué señor es éste?
|
|
|
|
-Es un servidor de mi señora doña Teresa Panza -respondió el paje.
|
|
|
|
Y, diciendo y haciendo, se arrojó del caballo y se fue con mucha humildad a
|
|
poner de hinojos ante la señora Teresa, diciendo:
|
|
|
|
-Déme vuestra merced sus manos, mi señora doña Teresa, bien así como mujer
|
|
legítima y particular del señor don Sancho Panza, gobernador propio de la
|
|
ínsula Barataria.
|
|
|
|
-¡Ay, señor mío, quítese de ahí; no haga eso -respondió Teresa-, que yo no
|
|
soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estripaterrones y
|
|
mujer de un escudero andante, y no de gobernador alguno!
|
|
|
|
-Vuesa merced -respondió el paje- es mujer dignísima de un gobernador
|
|
archidignísimo; y, para prueba desta verdad, reciba vuesa merced esta carta
|
|
y este presente.
|
|
|
|
Y sacó al instante de la faldriquera una sarta de corales con estremos de
|
|
oro, y se la echó al cuello y dijo:
|
|
|
|
-Esta carta es del señor gobernador, y otra que traigo y estos corales son
|
|
de mi señora la duquesa, que a vuestra merced me envía.
|
|
|
|
Quedó pasmada Teresa, y su hija ni más ni menos, y la muchacha dijo:
|
|
|
|
-Que me maten si no anda por aquí nuestro señor amo don Quijote, que debe
|
|
de haber dado a padre el gobierno o condado que tantas veces le había
|
|
prometido.
|
|
|
|
-Así es la verdad -respondió el paje-: que, por respeto del señor don
|
|
Quijote, es ahora el señor Sancho gobernador de la ínsula Barataria, como
|
|
se verá por esta carta.
|
|
|
|
-Léamela vuesa merced, señor gentilhombre -dijo Teresa-, porque, aunque yo
|
|
sé hilar, no sé leer migaja.
|
|
|
|
-Ni yo tampoco -añadió Sanchica-; pero espérenme aquí, que yo iré a llamar
|
|
quien la lea, ora sea el cura mesmo, o el bachiller Sansón Carrasco, que
|
|
vendrán de muy buena gana, por saber nuevas de mi padre.
|
|
|
|
-No hay para qué se llame a nadie, que yo no sé hilar, pero sé leer, y la
|
|
leeré.
|
|
|
|
Y así, se la leyó toda, que, por quedar ya referida, no se pone aquí; y
|
|
luego sacó otra de la duquesa, que decía desta manera:
|
|
|
|
Amiga Teresa:
|
|
|
|
Las buenas partes de la bondad y del ingenio de vuestro marido Sancho me
|
|
movieron y obligaron a pedir a mi marido el duque le diese un gobierno de
|
|
una ínsula, de muchas que tiene. Tengo noticia que gobierna como un
|
|
girifalte, de lo que yo estoy muy contenta, y el duque mi señor, por el
|
|
consiguiente; por lo que doy muchas gracias al cielo de no haberme engañado
|
|
en haberle escogido para el tal gobierno; porque quiero que sepa la señora
|
|
Teresa que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo, y tal me
|
|
haga a mí Dios como Sancho gobierna.
|
|
|
|
Ahí le envío, querida mía, una sarta de corales con estremos de oro; yo me
|
|
holgara que fuera de perlas orientales, pero quien te da el hueso, no te
|
|
querría ver muerta: tiempo vendrá en que nos conozcamos y nos comuniquemos,
|
|
y Dios sabe lo que será. Encomiéndeme a Sanchica, su hija, y dígale de mi
|
|
parte que se apareje, que la tengo de casar altamente cuando menos lo
|
|
piense.
|
|
|
|
Dícenme que en ese lugar hay bellotas gordas: envíeme hasta dos docenas,
|
|
que las estimaré en mucho, por ser de su mano, y escríbame largo,
|
|
avisándome de su salud y de su bienestar; y si hubiere menester alguna
|
|
cosa, no tiene que hacer más que boquear: que su boca será medida, y Dios
|
|
me la guarde. Deste lugar.
|
|
|
|
Su amiga, que bien la quiere,
|
|
|
|
La Duquesa.
|
|
|
|
-¡Ay -dijo Teresa en oyendo la carta-, y qué buena y qué llana y qué
|
|
humilde señora! Con estas tales señoras me entierren a mí, y no las
|
|
hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas no
|
|
las ha de tocar el viento, y van a la iglesia con tanta fantasía como si
|
|
fuesen las mesmas reinas, que no parece sino que tienen a deshonra el mirar
|
|
a una labradora; y veis aquí donde esta buena señora, con ser duquesa, me
|
|
llama amiga, y me trata como si fuera su igual, que igual la vea yo con el
|
|
más alto campanario que hay en la Mancha. Y, en lo que toca a las bellotas,
|
|
señor mío, yo le enviaré a su señoría un celemín, que por gordas las pueden
|
|
venir a ver a la mira y a la maravilla. Y por ahora, Sanchica, atiende a
|
|
que se regale este señor: pon en orden este caballo, y saca de la
|
|
caballeriza güevos, y corta tocino adunia, y démosle de comer como a un
|
|
príncipe, que las buenas nuevas que nos ha traído y la buena cara que él
|
|
tiene lo merece todo; y, en tanto, saldré yo a dar a mis vecinas las nuevas
|
|
de nuestro contento, y al padre cura y a maese Nicolás el barbero, que tan
|
|
amigos son y han sido de tu padre.
|
|
|
|
-Sí haré, madre -respondió Sanchica-; pero mire que me ha de dar la mitad
|
|
desa sarta; que no tengo yo por tan boba a mi señora la duquesa, que se la
|
|
había de enviar a ella toda.
|
|
|
|
-Todo es para ti, hija -respondió Teresa-, pero déjamela traer algunos
|
|
días al cuello, que verdaderamente parece que me alegra el corazón.
|
|
|
|
-También se alegrarán -dijo el paje- cuando vean el lío que viene en este
|
|
portamanteo, que es un vestido de paño finísimo que el gobernador sólo un
|
|
día llevó a caza, el cual todo le envía para la señora Sanchica.
|
|
|
|
-Que me viva él mil años -respondió Sanchica-, y el que lo trae, ni más ni
|
|
menos, y aun dos mil, si fuere necesidad.
|
|
|
|
Salióse en esto Teresa fuera de casa, con las cartas, y con la sarta al
|
|
cuello, y iba tañendo en las cartas como si fuera en un pandero; y,
|
|
encontrándose acaso con el cura y Sansón Carrasco, comenzó a bailar y a
|
|
decir:
|
|
|
|
-¡A fee que agora que no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino
|
|
tómese conmigo la más pintada hidalga, que yo la pondré como nueva!
|
|
|
|
-¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son éstas, y qué papeles son
|
|
ésos?
|
|
|
|
-No es otra la locura sino que éstas son cartas de duquesas y de
|
|
gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos; las avemarías
|
|
y los padres nuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora.
|
|
|
|
-De Dios en ayuso, no os entendemos, Teresa, ni sabemos lo que os decís.
|
|
|
|
-Ahí lo podrán ver ellos -respondió Teresa.
|
|
|
|
Y dioles las cartas. Leyólas el cura de modo que las oyó Sansón Carrasco, y
|
|
Sansón y el cura se miraron el uno al otro, como admirados de lo que habían
|
|
leído; y preguntó el bachiller quién había traído aquellas cartas.
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Respondió Teresa que se viniesen con ella a su casa y verían el mensajero,
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que era un mancebo como un pino de oro, y que le traía otro presente que
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valía más de tanto. Quitóle el cura los corales del cuello, y mirólos y
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remirólos, y, certificándose que eran finos, tornó a admirarse de nuevo, y
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dijo:
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-Por el hábito que tengo, que no sé qué me diga ni qué me piense de estas
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cartas y destos presentes: por una parte, veo y toco la fineza de estos
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corales, y por otra, leo que una duquesa envía a pedir dos docenas de
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bellotas.
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-¡Aderézame esas medidas! -dijo entonces Carrasco-. Agora bien, vamos a ver
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al portador deste pliego, que dél nos informaremos de las dificultades que
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se nos ofrecen.
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Hiciéronlo así, y volvióse Teresa con ellos. Hallaron al paje cribando un
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poco de cebada para su cabalgadura, y a Sanchica cortando un torrezno para
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empedrarle con güevos y dar de comer al paje, cuya presencia y buen adorno
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contentó mucho a los dos; y, después de haberle saludado cortésmente, y él
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a ellos, le preguntó Sansón les dijese nuevas así de don Quijote como de
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Sancho Panza; que, puesto que habían leído las cartas de Sancho y de la
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señora duquesa, todavía estaban confusos y no acababan de atinar qué sería
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aquello del gobierno de Sancho, y más de una ínsula, siendo todas o las más
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que hay en el mar Mediterráneo de Su Majestad. A lo que el paje respondió:
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-De que el señor Sancho Panza sea gobernador, no hay que dudar en ello; de
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que sea ínsula o no la que gobierna, en eso no me entremeto, pero basta que
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sea un lugar de más de mil vecinos; y, en cuanto a lo de las bellotas, digo
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que mi señora la duquesa es tan llana y tan humilde, que no -decía él-
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enviar a pedir bellotas a una labradora, pero que le acontecía enviar a
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pedir un peine prestado a una vecina suya. Porque quiero que sepan vuestras
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mercedes que las señoras de Aragón, aunque son tan principales, no son tan
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puntuosas y levantadas como las señoras castellanas; con más llaneza tratan
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con las gentes.
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Estando en la mitad destas pláticas, saltó Sanchica con un halda de güevos,
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y preguntó al paje:
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-Dígame, señor: ¿mi señor padre trae por ventura calzas atacadas después
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que es gobernador?
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-No he mirado en ello -respondió el paje-, pero sí debe de traer.
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-¡Ay Dios mío -replicó Sanchica-, y que será de ver a mi padre con
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pedorreras! ¿No es bueno sino que desde que nací tengo deseo de ver a mi
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padre con calzas atacadas?
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-Como con esas cosas le verá vuestra merced si vive -respondió el paje-.
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Par Dios, términos lleva de caminar con papahígo, con solos dos meses que
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le dure el gobierno.
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Bien echaron de ver el cura y el bachiller que el paje hablaba
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socarronamente, pero la fineza de los corales y el vestido de caza que
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Sancho enviaba lo deshacía todo; que ya Teresa les había mostrado el
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vestido. Y no dejaron de reírse del deseo de Sanchica, y más cuando Teresa
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dijo:
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-Señor cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya a Madrid, o a
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Toledo, para que me compre un verdugado redondo, hecho y derecho, y sea al
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uso y de los mejores que hubiere; que en verdad en verdad que tengo de
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honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere, y aun que si me
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enojo, me tengo de ir a esa corte, y echar un coche, como todas; que la que
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tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar.
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-Y ¡cómo, madre! -dijo Sanchica-. Pluguiese a Dios que fuese antes hoy que
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mañana, aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi señora madre en
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aquel coche: ''¡Mirad la tal por cual, hija del harto de ajos, y cómo va
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sentada y tendida en el coche, como si fuera una papesa!'' Pero pisen ellos
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los lodos, y ándeme yo en mi coche, levantados los pies del suelo. ¡Mal
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año y mal mes para cuantos murmuradores hay en el mundo, y ándeme yo
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caliente, y ríase la gente! ¿Digo bien, madre mía?
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-Y ¡cómo que dices bien, hija! -respondió Teresa-. Y todas estas venturas,
|
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y aun mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho, y verás tú, hija,
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cómo no para hasta hacerme condesa: que todo es comenzar a ser venturosas;
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y, como yo he oído decir muchas veces a tu buen padre, que así como lo es
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tuyo lo es de los refranes, cuando te dieren la vaquilla, corre con
|
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soguilla: cuando te dieren un gobierno, cógele; cuando te dieren un
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condado, agárrale, y cuando te hicieren tus, tus, con alguna buena dádiva,
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envásala. ¡No, sino dormíos, y no respondáis a las venturas y buenas dichas
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que están llamando a la puerta de vuestra casa!
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-Y ¿qué se me da a mí -añadió Sanchica- que diga el que quisiere cuando me
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vea entonada y fantasiosa: "Viose el perro en bragas de cerro...", y lo
|
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demás?
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Oyendo lo cual el cura, dijo:
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-Yo no puedo creer sino que todos los deste linaje de los Panzas nacieron
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cada uno con un costal de refranes en el cuerpo: ninguno dellos he visto
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que no los derrame a todas horas y en todas las pláticas que tienen.
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-Así es la verdad -dijo el paje-, que el señor gobernador Sancho a cada
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paso los dice, y, aunque muchos no vienen a propósito, todavía dan gusto, y
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mi señora la duquesa y el duque los celebran mucho.
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-¿Que todavía se afirma vuestra merced, señor mío -dijo el bachiller-, ser
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verdad esto del gobierno de Sancho, y de que hay duquesa en el mundo que le
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envíe presentes y le escriba? Porque nosotros, aunque tocamos los presentes
|
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y hemos leído las cartas, no lo creemos, y pensamos que ésta es una de las
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cosas de don Quijote, nuestro compatrioto, que todas piensa que son hechas
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por encantamento; y así, estoy por decir que quiero tocar y palpar a
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vuestra merced, por ver si es embajador fantástico o hombre de carne y
|
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hueso.
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-Señores, yo no sé más de mí -respondió el paje- sino que soy embajador
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verdadero, y que el señor Sancho Panza es gobernador efectivo, y que mis
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señores duque y duquesa pueden dar, y han dado, el tal gobierno; y que he
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oído decir que en él se porta valentísimamente el tal Sancho Panza; si en
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|
esto hay encantamento o no, vuestras mercedes lo disputen allá entre ellos,
|
|
que yo no sé otra cosa, para el juramento que hago, que es por vida de mis
|
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padres, que los tengo vivos y los amo y los quiero mucho.
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|
-Bien podrá ello ser así -replicó el bachiller-, pero dubitat Augustinus.
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-Dude quien dudare -respondió el paje-, la verdad es la que he dicho, y
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|
esta que ha de andar siempre sobre la mentira,como el aceite sobre el agua;
|
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y si no, operibus credite, et non verbis: véngase alguno de vuesas mercedes
|
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conmigo, y verán con los ojos lo que no creen por los oídos.
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-Esa ida a mí toca -dijo Sanchica-: lléveme vuestra merced, señor, a las
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ancas de su rocín, que yo iré de muy buena gana a ver a mi señor padre.
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-Las hijas de los gobernadores no han de ir solas por los caminos, sino
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acompañadas de carrozas y literas y de gran número de sirvientes.
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-Par Dios -respondió Sancha-, tan bién me vaya yo sobre una pollina como
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sobre un coche. ¡Hallado la habéis la melindrosa!
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-Calla, mochacha -dijo Teresa-, que no sabes lo que te dices, y este señor
|
|
está en lo cierto: que tal el tiempo, tal el tiento; cuando Sancho, Sancha,
|
|
y cuando gobernador, señora, y no sé si diga algo.
|
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-Más dice la señora Teresa de lo que piensa -dijo el paje-; y denme de
|
|
comer y despáchenme luego, porque pienso volverme esta tarde.
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A lo que dijo el cura:
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-Vuestra merced se vendrá a hacer penitencia conmigo, que la señora Teresa
|
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más tiene voluntad que alhajas para servir a tan buen huésped.
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Rehusólo el paje; pero, en efecto, lo hubo de conceder por su mejora, y el
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|
cura le llevó consigo de buena gana, por tener lugar de preguntarle de
|
|
espacio por don Quijote y sus hazañas.
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|
El bachiller se ofreció de escribir las cartas a Teresa de la respuesta,
|
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pero ella no quiso que el bachiller se metiese en sus cosas, que le tenía
|
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por algo burlón; y así, dio un bollo y dos huevos a un monacillo que sabía
|
|
escribir, el cual le escribió dos cartas, una para su marido y otra para la
|
|
duquesa, notadas de su mismo caletre, que no son las peores que en esta
|
|
grande historia se ponen, como se verá adelante.
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|
Capítulo LI. Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos
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tales como buenos
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Amaneció el día que se siguió a la noche de la ronda del gobernador, la
|
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cual el maestresala pasó sin dormir, ocupado el pensamiento en el rostro,
|
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brío y belleza de la disfrazada doncella; y el mayordomo ocupó lo que della
|
|
faltaba en escribir a sus señores lo que Sancho Panza hacía y decía, tan
|
|
admirado de sus hechos como de sus dichos: porque andaban mezcladas sus
|
|
palabras y sus acciones, con asomos discretos y tontos.
|
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|
Levantóse, en fin, el señor gobernador, y, por orden del doctor Pedro
|
|
Recio, le hicieron desayunar con un poco de conserva y cuatro tragos de
|
|
agua fría, cosa que la trocara Sancho con un pedazo de pan y un racimo de
|
|
uvas; pero, viendo que aquello era más fuerza que voluntad, pasó por ello,
|
|
con harto dolor de su alma y fatiga de su estómago, haciéndole creer Pedro
|
|
Recio que los manjares pocos y delicados avivaban el ingenio, que era lo
|
|
que más convenía a las personas constituidas en mandos y en oficios graves,
|
|
donde se han de aprovechar no tanto de las fuerzas corporales como de las
|
|
del entendimiento.
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|
Con esta sofistería padecía hambre Sancho, y tal, que en su secreto
|
|
maldecía el gobierno y aun a quien se le había dado; pero, con su hambre y
|
|
con su conserva, se puso a juzgar aquel día, y lo primero que se le ofreció
|
|
fue una pregunta que un forastero le hizo, estando presentes a todo el
|
|
mayordomo y los demás acólitos, que fue:
|
|
|
|
-Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté
|
|
vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo
|
|
dificultoso). Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo
|
|
della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario
|
|
había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la
|
|
puente y del señorío, que era en esta forma: "Si alguno pasare por esta
|
|
puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si
|
|
jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera por ello ahorcado
|
|
en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna". Sabida esta ley y la
|
|
rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se
|
|
echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar
|
|
libremente. Sucedió, pues, que, tomando juramento a un hombre, juró y dijo
|
|
que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí
|
|
estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron:
|
|
''Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y,
|
|
conforme a la ley, debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir
|
|
en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser
|
|
libre''. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces del
|
|
tal hombre; que aun hasta agora están dudosos y suspensos. Y, habiendo
|
|
tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me
|
|
enviaron a mí a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer
|
|
en tan intricado y dudoso caso.
|
|
|
|
A lo que respondió Sancho:
|
|
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|
-Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber
|
|
escusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo;
|
|
pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le
|
|
entienda: quizá podría ser que diese en el hito.
|
|
|
|
Volvió otra y otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho,
|
|
y Sancho dijo:
|
|
|
|
-A mi parecer, este negocio en dos paletas le declararé yo, y es así: el
|
|
tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró
|
|
verdad, y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no
|
|
le ahorcan, juró mentira, y por la misma ley merece que le ahorquen.
|
|
|
|
-Así es como el señor gobernador dice -dijo el mensajero-; y cuanto a la
|
|
entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar.
|
|
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|
-Digo yo, pues, agora -replicó Sancho- que deste hombre aquella parte que
|
|
juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta
|
|
manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje.
|
|
|
|
-Pues, señor gobernador -replicó el preguntador-, será necesario que el tal
|
|
hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por
|
|
fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide,
|
|
y es de necesidad espresa que se cumpla con ella.
|
|
|
|
-Venid acá, señor buen hombre -respondió Sancho-; este pasajero que decís,
|
|
o yo soy un porro, o él tiene la misma razón para morir que para vivir y
|
|
pasar la puente; porque si la verdad le salva, la mentira le condena
|
|
igualmente; y, siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a
|
|
esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de
|
|
condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es
|
|
alabado más el hacer bien que mal, y esto lo diera firmado de mi nombre, si
|
|
supiera firmar; y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino
|
|
a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote
|
|
la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula: que fue que,
|
|
cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la
|
|
misericordia; y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este
|
|
caso como de molde.
|
|
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|
Así es -respondió el mayordomo-, y tengo para mí que el mismo Licurgo, que
|
|
dio leyes a los lacedemonios, no pudiera dar mejor sentencia que la que el
|
|
gran Panza ha dado. Y acábese con esto la audiencia desta mañana, y yo daré
|
|
orden como el señor gobernador coma muy a su gusto.
|
|
|
|
-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-: denme de comer, y lluevan casos
|
|
y dudas sobre mí, que yo las despabilaré en el aire.
|
|
|
|
Cumplió su palabra el mayordomo, pareciéndole ser cargo de conciencia matar
|
|
de hambre a tan discreto gobernador; y más, que pensaba concluir con él
|
|
aquella misma noche haciéndole la burla última que traía en comisión de
|
|
hacerle.
|
|
|
|
Sucedió, pues, que, habiendo comido aquel día contra las reglas y aforismos
|
|
del doctor Tirteafuera, al levantar de los manteles, entró un correo con
|
|
una carta de don Quijote para el gobernador. Mandó Sancho al secretario que
|
|
la leyese para sí, y que si no viniese en ella alguna cosa digna de
|
|
secreto, la leyese en voz alta. Hízolo así el secretario, y, repasándola
|
|
primero, dijo:
|
|
|
|
-Bien se puede leer en voz alta, que lo que el señor don Quijote escribe a
|
|
vuestra merced merece estar estampado y escrito con letras de oro, y dice
|
|
así:
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|
|
Carta de don Quijote de la Mancha a Sancho Panza, gobernador de la ínsula
|
|
Barataria
|
|
|
|
Cuando esperaba oír nuevas de tus descuidos e impertinencias, Sancho amigo,
|
|
las oí de tus discreciones, de que di por ello gracias particulares al
|
|
cielo, el cual del estiércol sabe levantar los pobres, y de los tontos
|
|
hacer discretos. Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres
|
|
hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas; y
|
|
quiero que adviertas, Sancho, que muchas veces conviene y es necesario, por
|
|
la autoridad del oficio, ir contra la humildad del corazón; porque el buen
|
|
adorno de la persona que está puesta en graves cargos ha de ser conforme a
|
|
lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condición le
|
|
inclina. Vístete bien, que un palo compuesto no parece palo. No digo que
|
|
traigas dijes ni galas, ni que siendo juez te vistas como soldado, sino que
|
|
te adornes con el hábito que tu oficio requiere, con tal que sea limpio y
|
|
bien compuesto.
|
|
|
|
Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer
|
|
dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo
|
|
he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos; que no
|
|
hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la
|
|
carestía.
|
|
|
|
No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y,
|
|
sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se
|
|
guardan, lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el
|
|
príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para
|
|
hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen
|
|
a ser como la viga, rey de las ranas: que al principio las espantó, y con
|
|
el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella.
|
|
|
|
Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre
|
|
riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos estremos,
|
|
que en esto está el punto de la discreción. Visita las cárceles, las
|
|
carnicerías y las plazas, que la presencia del gobernador en lugares tales
|
|
es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de
|
|
su despacho; es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos,
|
|
y es espantajo a las placeras, por la misma razón. No te muestres, aunque
|
|
por ventura lo seas -lo cual yo no creo-, codicioso, mujeriego ni glotón;
|
|
porque, en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación
|
|
determinada, por allí te darán batería, hasta derribarte en el profundo de
|
|
la perdición.
|
|
|
|
Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por
|
|
escrito antes que de aquí partieses a tu gobierno, y verás como hallas en
|
|
ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y
|
|
dificultades que a cada paso a los gobernadores se les ofrecen. Escribe a
|
|
tus señores y muéstrateles agradecido, que la ingratitud es hija de la
|
|
soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es
|
|
agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a
|
|
Dios, que tantos bienes le hizo y de contino le hace.
|
|
|
|
La señora duquesa despachó un propio con tu vestido y otro presente a tu
|
|
mujer Teresa Panza; por momentos esperamos respuesta.
|
|
|
|
Yo he estado un poco mal dispuesto de un cierto gateamiento que me sucedió
|
|
no muy a cuento de mis narices; pero no fue nada, que si hay encantadores
|
|
que me maltraten, también los hay que me defiendan.
|
|
|
|
Avísame si el mayordomo que está contigo tuvo que ver en las acciones de la
|
|
Trifaldi, como tú sospechaste, y de todo lo que te sucediere me irás dando
|
|
aviso, pues es tan corto el camino; cuanto más, que yo pienso dejar presto
|
|
esta vida ociosa en que estoy, pues no nací para ella.
|
|
|
|
Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia
|
|
destos señores; pero, aunque se me da mucho, no se me da nada, pues, en fin
|
|
en fin, tengo de cumplir antes con mi profesión que con su gusto, conforme
|
|
a lo que suele decirse: amicus Plato, sed magis amica veritas. Dígote este
|
|
latín porque me doy a entender que, después que eres gobernador, lo habrás
|
|
aprendido. Y a Dios, el cual te guarde de que ninguno te tenga lástima.
|
|
|
|
Tu amigo,
|
|
|
|
Don Quijote de la Mancha.
|
|
|
|
Oyó Sancho la carta con mucha atención, y fue celebrada y tenida por
|
|
discreta de los que la oyeron; y luego Sancho se levantó de la mesa, y,
|
|
llamando al secretario, se encerró con él en su estancia, y, sin dilatarlo
|
|
más, quiso responder luego a su señor don Quijote, y dijo al secretario
|
|
que, sin añadir ni quitar cosa alguna, fuese escribiendo lo que él le
|
|
dijese, y así lo hizo; y la carta de la respuesta fue del tenor siguiente:
|
|
|
|
Carta de Sancho Panza a don Quijote de la Mancha
|
|
|
|
La ocupación de mis negocios es tan grande que no tengo lugar para rascarme
|
|
la cabeza, ni aun para cortarme las uñas; y así, las traigo tan crecidas
|
|
cual Dios lo remedie. Digo esto, señor mío de mi alma, porque vuesa merced
|
|
no se espante si hasta agora no he dado aviso de mi bien o mal estar en
|
|
este gobierno, en el cual tengo más hambre que cuando andábamos los dos por
|
|
las selvas y por los despoblados.
|
|
|
|
Escribióme el duque, mi señor, el otro día, dándome aviso que habían
|
|
entrado en esta ínsula ciertas espías para matarme, y hasta agora yo no he
|
|
descubierto otra que un cierto doctor que está en este lugar asalariado
|
|
para matar a cuantos gobernadores aquí vinieren: llámase el doctor Pedro
|
|
Recio, y es natural de Tirteafuera: ¡porque vea vuesa merced qué nombre
|
|
para no temer que he de morir a sus manos! Este tal doctor dice él mismo de
|
|
sí mismo que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las
|
|
previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más
|
|
dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor
|
|
mal la flaqueza que la calentura. Finalmente, él me va matando de hambre, y
|
|
yo me voy muriendo de despecho, pues cuando pensé venir a este gobierno a
|
|
comer caliente y a beber frío, y a recrear el cuerpo entre sábanas de
|
|
holanda, sobre colchones de pluma, he venido a hacer penitencia, como si
|
|
fuera ermitaño; y, como no la hago de mi voluntad, pienso que, al cabo al
|
|
cabo, me ha de llevar el diablo.
|
|
|
|
Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en
|
|
qué va esto; porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta
|
|
ínsula suelen venir, antes de entrar en ella, o les han dado o les han
|
|
prestado los del pueblo muchos dineros, y que ésta es ordinaria usanza en
|
|
los demás que van a gobiernos, no solamente en éste.
|
|
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Anoche, andando de ronda, topé una muy hermosa doncella en traje de varón y
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un hermano suyo en hábito de mujer; de la moza se enamoró mi maestresala, y
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la escogió en su imaginación para su mujer, según él ha dicho, y yo escogí
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al mozo para mi yerno; hoy los dos pondremos en plática nuestros
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pensamientos con el padre de entrambos, que es un tal Diego de la Llana,
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hidalgo y cristiano viejo cuanto se quiere.
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Yo visito las plazas, como vuestra merced me lo aconseja, y ayer hallé una
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tendera que vendía avellanas nuevas, y averigüéle que había mezclado con
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una hanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y podridas; apliquélas
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todas para los niños de la doctrina, que las sabrían bien distinguir, y
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sentenciéla que por quince días no entrase en la plaza. Hanme dicho que lo
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hice valerosamente; lo que sé decir a vuestra merced es que es fama en este
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pueblo que no hay gente más mala que las placeras, porque todas son
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desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo así lo creo, por las que he
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visto en otros pueblos.
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De que mi señora la duquesa haya escrito a mi mujer Teresa Panza y
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enviádole el presente que vuestra merced dice, estoy muy satisfecho, y
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procuraré de mostrarme agradecido a su tiempo: bésele vuestra merced las
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manos de mi parte, diciendo que digo yo que no lo ha echado en saco roto,
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como lo verá por la obra.
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No querría que vuestra merced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis
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señores, porque si vuestra merced se enoja con ellos, claro está que ha de
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redundar en mi daño, y no será bien que, pues se me da a mí por consejo que
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sea agradecido, que vuestra merced no lo sea con quien tantas mercedes le
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tiene hechas y con tanto regalo ha sido tratado en su castillo.
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Aquello del gateado no entiendo, pero imagino que debe de ser alguna de las
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malas fechorías que con vuestra merced suelen usar los malos encantadores;
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yo lo sabré cuando nos veamos.
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Quisiera enviarle a vuestra merced alguna cosa, pero no sé qué envíe, si no
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es algunos cañutos de jeringas, que para con vejigas los hacen en esta
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ínsula muy curiosos; aunque si me dura el oficio, yo buscaré qué enviar de
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haldas o de mangas.
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Si me escribiere mi mujer Teresa Panza, pague vuestra merced el porte y
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envíeme la carta,que tengo grandísimo deseo de saber del estado de mi casa,
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de mi mujer y de mis hijos. Y con esto, Dios libre a vuestra merced de mal
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intencionados encantadores, y a mí me saque con bien y en paz deste
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gobierno, que lo dudo, porque le pienso dejar con la vida, según me trata
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el doctor Pedro Recio.
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Criado de vuestra merced,
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Sancho Panza, el Gobernador.
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Cerró la carta el secretario y despachó luego al correo; y, juntándose los
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burladores de Sancho, dieron orden entre sí cómo despacharle del gobierno;
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y aquella tarde la pasó Sancho en hacer algunas ordenanzas tocantes al buen
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gobierno de la que él imaginaba ser ínsula, y ordenó que no hubiese
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regatones de los bastimentos en la república, y que pudiesen meter en ella
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vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de
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donde era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama, y el
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que lo aguase o le mudase el nombre, perdiese la vida por ello.
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Moderó el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por
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parecerle que corría con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los
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criados, que caminaban a rienda suelta por el camino del interese; puso
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gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni
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de noche ni de día. Ordenó que ningún ciego cantase milagro en coplas si no
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trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más
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que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos.
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Hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para
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que los examinase si lo eran, porque a la sombra de la manquedad fingida y
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de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha. En
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resolución: él ordenó cosas tan buenas que hasta hoy se guardan en aquel
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lugar, y se nombran Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza.
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Capítulo LII. Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña Dolorida, o
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Angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez
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Cuenta Cide Hamete que estando ya don Quijote sano de sus aruños, le
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pareció que la vida que en aquel castillo tenía era contra toda la orden de
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caballería que profesaba, y así, determinó de pedir licencia a los duques
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para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba
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ganar el arnés que en las tales fiestas se conquista.
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Y, estando un día a la mesa con los duques, y comenzando a poner en obra su
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intención y pedir la licencia, veis aquí a deshora entrar por la puerta de
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la gran sala dos mujeres, como después pareció, cubiertas de luto de los
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pies a la cabeza, y la una dellas, llegándose a don Quijote, se le echó a
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los pies tendida de largo a largo, la boca cosida con los pies de don
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Quijote, y daba unos gemidos tan tristes, tan profundos y tan dolorosos,
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que puso en confusión a todos los que la oían y miraban; y, aunque los
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duques pensaron que sería alguna burla que sus criados querían hacer a don
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Quijote, todavía, viendo con el ahínco que la mujer suspiraba, gemía y
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lloraba, los tuvo dudosos y suspensos, hasta que don Quijote, compasivo, la
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levantó del suelo y hizo que se descubriese y quitase el manto de sobre la
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faz llorosa.
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Ella lo hizo así, y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar, porque
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descubrió el rostro de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la otra enlutada
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era su hija, la burlada del hijo del labrador rico. Admiráronse todos
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aquellos que la conocían, y más los duques que ninguno; que, puesto que la
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tenían por boba y de buena pasta, no por tanto que viniese a hacer locuras.
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Finalmente, doña Rodríguez, volviéndose a los señores, les dijo:
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-Vuesas excelencias sean servidos de darme licencia que yo departa un poco
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con este caballero, porque así conviene para salir con bien del negocio en
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que me ha puesto el atrevimiento de un mal intencionado villano.
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El duque dijo que él se la daba, y que departiese con el señor don Quijote
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cuanto le viniese en deseo. Ella, enderezando la voz y el rostro a don
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Quijote, dijo:
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-Días ha, valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazón y
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alevosía que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada fija, que
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es esta desdichada que aquí está presente, y vos me habedes prometido de
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volver por ella, enderezándole el tuerto que le tienen fecho, y agora ha
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llegado a mi noticia que os queredes partir deste castillo, en busca de las
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buenas venturas que Dios os depare; y así, querría que, antes que os
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escurriésedes por esos caminos, desafiásedes a este rústico indómito, y le
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hiciésedes que se casase con mi hija, en cumplimiento de la palabra que le
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dio de ser su esposo, antes y primero que yogase con ella; porque pensar
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que el duque mi señor me ha de hacer justicia es pedir peras al olmo, por
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la ocasión que ya a vuesa merced en puridad tengo declarada. Y con esto,
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Nuestro Señor dé a vuesa merced mucha salud, y a nosotras no nos desampare.
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A cuyas razones respondió don Quijote, con mucha gravedad y prosopopeya:
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-Buena dueña, templad vuestras lágrimas, o, por mejor decir, enjugadlas y
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ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra
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hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer
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promesas de enamorados, las cuales, por la mayor parte, son ligeras de
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prometer y muy pesadas de cumplir; y así, con licencia del duque mi señor,
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yo me partiré luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré, y le
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|
desafiaré, y le mataré cada y cuando que se escusare de cumplir la
|
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prometida palabra; que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a
|
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los humildes y castigar a los soberbios; quiero decir: acorrer a los
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miserables y destruir a los rigurosos.
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-No es menester -respondió el duque- que vuesa merced se ponga en trabajo
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de buscar al rústico de quien esta buena dueña se queja, ni es menester
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tampoco que vuesa merced me pida a mí licencia para desafiarle; que yo le
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|
doy por desafiado, y tomo a mi cargo de hacerle saber este desafío, y que
|
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le acete, y venga a responder por sí a este mi castillo, donde a entrambos
|
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daré campo seguro, guardando todas las condiciones que en tales actos
|
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suelen y deben guardarse, guardando igualmente su justicia a cada uno, como
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están obligados a guardarla todos aquellos príncipes que dan campo franco a
|
|
los que se combaten en los términos de sus señoríos.
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|
-Pues con ese seguro y con buena licencia de vuestra grandeza -replicó don
|
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Quijote-, desde aquí digo que por esta vez renuncio a mi hidalguía, y me
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allano y ajusto con la llaneza del dañador, y me hago igual con él,
|
|
habilitándole para poder combatir conmigo; y así, aunque ausente, le
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|
desafío y repto, en razón de que hizo mal en defraudar a esta pobre, que
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|
fue doncella y ya por su culpa no lo es, y que le ha de cumplir la palabra
|
|
que le dio de ser su legítimo esposo, o morir en la demanda.
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|
Y luego, descalzándose un guante, le arrojó en mitad de la sala, y el duque
|
|
le alzó, diciendo que, como ya había dicho, él acetaba el tal desafío en
|
|
nombre de su vasallo, y señalaba el plazo de allí a seis días; y el campo,
|
|
en la plaza de aquel castillo; y las armas, las acostumbradas de los
|
|
caballeros: lanza y escudo, y arnés tranzado, con todas las demás piezas,
|
|
sin engaño, superchería o superstición alguna, examinadas y vistas por los
|
|
jueces del campo.
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|
-Pero, ante todas cosas, es menester que esta buena dueña y esta mala
|
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doncella pongan el derecho de su justicia en manos del señor don Quijote;
|
|
que de otra manera no se hará nada, ni llegará a debida ejecución el tal
|
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desafío.
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-Yo sí pongo -respondió la dueña.
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|
-Y yo también -añadió la hija, toda llorosa y toda vergonzosa y de mal
|
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talante.
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Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el duque lo que había
|
|
de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la duquesa que de
|
|
allí adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras
|
|
aventureras que venían a pedir justicia a su casa; y así, les dieron cuarto
|
|
aparte y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás
|
|
criadas, que no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de
|
|
doña Rodríguez y de su malandante hija.
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|
|
|
Estando en esto, para acabar de regocijar la fiesta y dar buen fin a la
|
|
comida, veis aquí donde entró por la sala el paje que llevó las cartas y
|
|
presentes a Teresa Panza, mujer del gobernador Sancho Panza, de cuya
|
|
llegada recibieron gran contento los duques, deseosos de saber lo que le
|
|
había sucedido en su viaje; y, preguntándoselo, respondió el paje que no lo
|
|
podía decir tan en público ni con breves palabras: que sus excelencias
|
|
fuesen servidos de dejarlo para a solas, y que entretanto se entretuviesen
|
|
con aquellas cartas. Y, sacando dos cartas, las puso en manos de la
|
|
duquesa. La una decía en el sobreescrito: Carta para mi señora la duquesa
|
|
tal, de no sé dónde, y la otra: A mi marido Sancho Panza, gobernador de la
|
|
ínsula Barataria, que Dios prospere más años que a mí. No se le cocía el
|
|
pan, como suele decirse, a la duquesa hasta leer su carta, y abriéndola y
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|
leído para sí, y viendo que la podía leer en voz alta para que el duque y
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los circunstantes la oyesen, leyó desta manera:
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Carta de Teresa Panza a la Duquesa
|
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Mucho contento me dio, señora mía, la carta que vuesa grandeza me escribió,
|
|
que en verdad que la tenía bien deseada. La sarta de corales es muy buena,
|
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y el vestido de caza de mi marido no le va en zaga. De que vuestra señoría
|
|
haya hecho gobernador a Sancho, mi consorte, ha recebido mucho gusto todo
|
|
este lugar, puesto que no hay quien lo crea, principalmente el cura, y mase
|
|
Nicolás el barbero, y Sansón Carrasco el bachiller; pero a mí no se me da
|
|
nada; que, como ello sea así, como lo es, diga cada uno lo que quisiere;
|
|
aunque, si va a decir verdad, a no venir los corales y el vestido, tampoco
|
|
yo lo creyera, porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro,
|
|
y que, sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para qué
|
|
gobierno pueda ser bueno. Dios lo haga, y lo encamine como vee que lo han
|
|
menester sus hijos.
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Yo, señora de mi alma, estoy determinada, con licencia de vuesa merced, de
|
|
meter este buen día en mi casa, yéndome a la corte a tenderme en un coche,
|
|
para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo; y así, suplico a vuesa
|
|
excelencia mande a mi marido me envíe algún dinerillo, y que sea algo qué,
|
|
porque en la corte son los gastos grandes: que el pan vale a real, y la
|
|
carne, la libra, a treinta maravedís, que es un juicio; y si quisiere que
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|
no vaya, que me lo avise con tiempo, porque me están bullendo los pies por
|
|
ponerme en camino; que me dicen mis amigas y mis vecinas que, si yo y mi
|
|
hija andamos orondas y pomposas en la corte, vendrá a ser conocido mi
|
|
marido por mí más que yo por él, siendo forzoso que pregunten muchos:
|
|
''-¿Quién son estas señoras deste coche?'' Y un criado mío responder: ''-La
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|
mujer y la hija de Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria''; y
|
|
desta manera será conocido Sancho, y yo seré estimada, y a Roma por todo.
|
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Pésame, cuanto pesarme puede, que este año no se han cogido bellotas en
|
|
este pueblo; con todo eso, envío a vuesa alteza hasta medio celemín, que
|
|
una a una las fui yo a coger y a escoger al monte, y no las hallé más
|
|
mayores; yo quisiera que fueran como huevos de avestruz.
|
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No se le olvide a vuestra pomposidad de escribirme, que yo tendré cuidado
|
|
de la respuesta, avisando de mi salud y de todo lo que hubiere que avisar
|
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deste lugar, donde quedo rogando a Nuestro Señor guarde a vuestra grandeza,
|
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y a mí no olvide. Sancha, mi hija, y mi hijo besan a vuestra merced las
|
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manos.
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La que tiene más deseo de ver a vuestra señoría que de escribirla, su
|
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criada,
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Teresa Panza.
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Grande fue el gusto que todos recibieron de oír la carta de Teresa Panza,
|
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principalmente los duques, y la duquesa pidió parecer a don Quijote si
|
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sería bien abrir la carta que venía para el gobernador, que imaginaba debía
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de ser bonísima. Don Quijote dijo que él la abriría por darles gusto, y así
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lo hizo, y vio que decía desta manera:
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Carta de Teresa Panza a Sancho Panza su marido
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Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y yo te prometo y juro como
|
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católica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de
|
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contento. Mira, hermano: cuando yo llegué a oír que eres gobernador, me
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pensé allí caer muerta de puro gozo, que ya sabes tú que dicen que así mata
|
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la alegría súbita como el dolor grande. A Sanchica, tu hija, se le fueron
|
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las aguas sin sentirlo, de puro contento. El vestido que me enviaste tenía
|
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delante, y los corales que me envió mi señora la duquesa al cuello, y las
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cartas en las manos, y el portador dellas allí presente, y, con todo eso,
|
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creía y pensaba que era todo sueño lo que veía y lo que tocaba; porque,
|
|
¿quién podía pensar que un pastor de cabras había de venir a ser gobernador
|
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de ínsulas? Ya sabes tú, amigo, que decía mi madre que era menester vivir
|
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mucho para ver mucho: dígolo porque pienso ver más si vivo más; porque no
|
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pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que,
|
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aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y
|
|
manejan dineros. Mi señora la duquesa te dirá el deseo que tengo de ir a la
|
|
corte; mírate en ello, y avísame de tu gusto, que yo procuraré honrarte en
|
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ella andando en coche.
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El cura, el barbero, el bachiller y aun el sacristán no pueden creer que
|
|
eres gobernador, y dicen que todo es embeleco, o cosas de encantamento,
|
|
como son todas las de don Quijote tu amo; y dice Sansón que ha de ir a
|
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buscarte y a sacarte el gobierno de la cabeza, y a don Quijote la locura de
|
|
los cascos; yo no hago sino reírme, y mirar mi sarta, y dar traza del
|
|
vestido que tengo de hacer del tuyo a nuestra hija.
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Unas bellotas envié a mi señora la duquesa; yo quisiera que fueran de oro.
|
|
Envíame tú algunas sartas de perlas, si se usan en esa ínsula.
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|
Las nuevas deste lugar son que la Berrueca casó a su hija con un pintor de
|
|
mala mano, que llegó a este pueblo a pintar lo que saliese; mandóle el
|
|
Concejo pintar las armas de Su Majestad sobre las puertas del Ayuntamiento,
|
|
pidió dos ducados, diéronselos adelantados, trabajó ocho días, al cabo de
|
|
los cuales no pintó nada, y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas;
|
|
volvió el dinero, y, con todo eso, se casó a título de buen oficial; verdad
|
|
es que ya ha dejado el pincel y tomado el azada, y va al campo como
|
|
gentilhombre. El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona,
|
|
con intención de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la nieta de Mingo
|
|
Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento;
|
|
malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél, pero él lo niega a
|
|
pies juntillas.
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|
Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este
|
|
pueblo. Por aquí pasó una compañía de soldados; lleváronse de camino tres
|
|
mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán, y no
|
|
faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas.
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|
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Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros, que
|
|
los va echando en una alcancía para ayuda a su ajuar; pero ahora que es
|
|
hija de un gobernador, tú le darás la dote sin que ella lo trabaje. La
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|
fuente de la plaza se secó; un rayo cayó en la picota, y allí me las den
|
|
todas.
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|
Espero respuesta désta y la resolución de mi ida a la corte; y, con esto,
|
|
Dios te me guarde más años que a mí o tantos, porque no querría dejarte sin
|
|
mí en este mundo.
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Tu mujer,
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Teresa Panza.
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Las cartas fueron solenizadas, reídas, estimadas y admiradas; y, para
|
|
acabar de echar el sello, llegó el correo, el que traía la que Sancho
|
|
enviaba a don Quijote, que asimesmo se leyó públicamente, la cual puso en
|
|
duda la sandez del gobernador.
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|
Retiróse la duquesa, para saber del paje lo que le había sucedido en el
|
|
lugar de Sancho, el cual se lo contó muy por estenso, sin dejar
|
|
circunstancia que no refiriese; diole las bellotas, y más un queso que
|
|
Teresa le dio, por ser muy bueno, que se aventajaba a los de Tronchón
|
|
Recibiólo la duquesa con grandísimo gusto, con el cual la dejaremos, por
|
|
contar el fin que tuvo el gobierno del gran Sancho Panza, flor y espejo de
|
|
todos los insulanos gobernadores.
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|
Capítulo LIII. Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho
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|
Panza
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''Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado
|
|
es pensar en lo escusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo,
|
|
a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al
|
|
otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a
|
|
andarse el tiempo con esta rueda continua; sola la vida humana corre a su
|
|
fin ligera más que el tiempo, sin esperar renovarse si no es en la otra,
|
|
que no tiene términos que la limiten''. Esto dice Cide Hamete, filósofo
|
|
mahomético; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida
|
|
presente, y de la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de
|
|
fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí, nuestro autor lo
|
|
dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como
|
|
en sombra y humo el gobierno de Sancho.
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|
El cual, estando la séptima noche de los días de su gobierno en su cama, no
|
|
harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres y de hacer
|
|
estatutos y pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de la hambre,
|
|
le comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de
|
|
voces, que no parecía sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse en la
|
|
cama, y estuvo atento y escuchando, por ver si daba en la cuenta de lo que
|
|
podía ser la causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo supo, pero,
|
|
añadiéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y
|
|
atambores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto; y, levantándose en
|
|
pie, se puso unas chinelas, por la humedad del suelo, y, sin ponerse
|
|
sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese, salió a la puerta de su
|
|
aposento, a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte
|
|
personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas
|
|
desenvainadas, gritando todos a grandes voces:
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|
-¡Arma, arma, señor gobernador, arma!; que han entrado infinitos enemigos
|
|
en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre.
|
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|
Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y
|
|
embelesado de lo que oía y veía; y, cuando llegaron a él, uno le dijo:
|
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|
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-¡Ármese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta
|
|
ínsula se pierda!
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-¿Qué me tengo de armar -respondió Sancho-, ni qué sé yo de armas ni de
|
|
socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en
|
|
dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios,
|
|
no se me entiende nada destas priesas.
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|
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|
-¡Ah, señor gobernador! -dijo otro-. ¿Qué relente es ése? Ármese vuesa
|
|
merced, que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa
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plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el
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serlo, siendo nuestro gobernador.
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-Ármenme norabuena -replicó Sancho.
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Y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le
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pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés
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delante y otro detrás, y, por unas concavidades que traían hechas, le
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sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que
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quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las
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rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la
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cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le
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dijeron que caminase, y los guiase y animase a todos; que, siendo él su
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norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.
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-¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo -respondió Sancho-, que no puedo
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jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas
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que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en
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brazos y ponerme, atravesado o en pie, en algún postigo, que yo le
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guardaré, o con esta lanza o con mi cuerpo.
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-Ande, señor gobernador -dijo otro-, que más el miedo que las tablas le
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impiden el paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y
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las voces se aumentan y el peligro carga.
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Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y
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fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho
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pedazos. Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como
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medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que da al
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través en la arena; y no por verle caído aquella gente burladora le
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tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron a
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reforzar las voces, y a reiterar el ¡arma! con tan gran priesa, pasando por
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encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses,
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que si él no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los
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paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella
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estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a
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Dios que de aquel peligro le sacase.
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Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen
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espacio, y desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a
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grandes voces decía:
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-¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel
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portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen!
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¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo!
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¡Trinchéense las calles con colchones!
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En fin, él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y
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pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el
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molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre sí:
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-¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y
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me viese yo o muerto o fuera desta grande angustia!
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Oyó el cielo su petición, y, cuando menos lo esperaba, oyó voces que
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decían:
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-¡Vitoria, vitoria! ¡Los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador,
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levántese vuesa merced y venga a gozar del vencimiento y a repartir los
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despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible
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brazo!
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-Levántenme -dijo con voz doliente el dolorido Sancho.
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Ayudáronle a levantar, y, puesto en pie, dijo:
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-El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente. Yo
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no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún
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amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me
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enjugue este sudor, que me hago agua.
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Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su
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lecho y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a
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los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí
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Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora
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era, respondiéronle que ya amanecía. Calló, y, sin decir otra cosa, comenzó
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a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en
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qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en fin, y poco a
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poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la
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caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y, llegándose al
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rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y, no sin lágrimas
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en los ojos, le dijo:
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-Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y
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miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los
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que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar
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vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero,
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después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la
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soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos
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y cuatro mil desasosiegos.
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Y, en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el
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asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el rucio, con gran
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pena y pesar subió sobre él, y, encaminando sus palabras y razones al
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mayordomo, al secretario, al maestresala y a Pedro Recio el doctor, y a
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otros muchos que allí presentes estaban, dijo:
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-Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad;
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dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta
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muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas
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ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende
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a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de
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defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero
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decir, que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido.
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Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más
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quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico
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impertinente que me mate de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de
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una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el
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invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre
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sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se
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queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací, desnudo me
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hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entré en este
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gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los
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gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a
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bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los
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enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.
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-No ha de ser así, señor gobernador -dijo el doctor Recio-, que yo le daré
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a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva
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en su prístina entereza y vigor; y, en lo de la comida, yo prometo a vuesa
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merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que
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quisiere.
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-¡Tarde piache! -respondió Sancho-. Así dejaré de irme como volverme turco.
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No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así me quede en éste, ni
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admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al
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cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos,
|
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y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de
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todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me
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levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y
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volvámonos a andar por el suelo con pie llano, que, si no le adornaren
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zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda.
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Cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere
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larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde.
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A lo que el mayordomo dijo:
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-Señor gobernador, de muy buena gana dejáramos ir a vuesa merced, puesto
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que nos pesará mucho de perderle, que su ingenio y su cristiano proceder
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obligan a desearle; pero ya se sabe que todo gobernador está obligado,
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antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, dar primero
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residencia: déla vuesa merced de los diez días que ha que tiene el
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gobierno, y váyase a la paz de Dios.
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-Nadie me la puede pedir -respondió Sancho-, si no es quien ordenare el
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duque mi señor; yo voy a verme con él, y a él se la daré de molde; cuanto
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más que, saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para
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dar a entender que he gobernado como un ángel.
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-Par Dios que tiene razón el gran Sancho -dijo el doctor Recio-, y que soy
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de parecer que le dejemos ir, porque el duque ha de gustar infinito de
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verle.
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Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciéndole primero compañía y
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todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad
|
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de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el
|
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rucio y medio queso y medio pan para él; que, pues el camino era tan corto,
|
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no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazáronle todos, y él,
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llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de
|
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su determinación tan resoluta y tan discreta.
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Capítulo LIV. Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra
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alguna
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Resolviéronse el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote hizo
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a su vasallo, por la causa ya referida, pasase adelante; y, puesto que el
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mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo, por no tener por
|
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suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón,
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que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que
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había de hacer.
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De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro
|
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vendría su contrario, y se presentaría en el campo, armado como caballero,
|
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y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda
|
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la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de
|
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casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se
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prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura
|
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habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde
|
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se estendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento,
|
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esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo,
|
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cuatrocientos siglos.
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Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a
|
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acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el
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rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador
|
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de todas las ínsulas del mundo.
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Sucedió, pues, que, no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su
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gobierno -que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o
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lugar la que gobernaba-, vio que por el camino por donde él iba venían seis
|
|
peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna
|
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cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y, levantando
|
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las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no
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pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna,
|
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por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él,
|
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según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio
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pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas
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que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y
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dijeron:
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-¡Guelte! ¡Guelte!
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-No entiendo -respondió Sancho- qué es lo que me pedís, buena gente.
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Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por
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donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la
|
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garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía
|
|
ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y, al pasar,
|
|
habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él,
|
|
echándole los brazos por la cintura; en voz alta y muy castellana, dijo:
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-¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al
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mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque
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yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.
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Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del
|
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estranjero peregrino, y, después de haberle estado mirando sin hablar
|
|
palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero, viendo su
|
|
suspensión el peregrino, le dijo:
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|
-¿Cómo, y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino
|
|
Ricote el morisco, tendero de tu lugar?
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Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y ,
|
|
finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le
|
|
echó los brazos al cuello, y le dijo:
|
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-¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que
|
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traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de
|
|
volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura?
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-Si tú no me descubres, Sancho -respondió el peregrino-, seguro estoy que
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|
en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a
|
|
aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis
|
|
compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré
|
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lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro
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lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los
|
|
desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.
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Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron
|
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a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los
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bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos
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ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre
|
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entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien
|
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proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos
|
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leguas.
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Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre
|
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ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón,
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que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron
|
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asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de
|
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huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas,
|
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aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que
|
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más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que
|
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cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había
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transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en
|
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grandeza podía competir con las cinco.
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Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con
|
|
cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de
|
|
cada cosa, y luego, al punto, todos a una, levantaron los brazos y las
|
|
botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el
|
|
cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera,
|
|
meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto
|
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que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos
|
|
las entrañas de las vasijas.
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Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con
|
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el refrán, que él muy bien sabía, de "cuando a Roma fueres, haz como
|
|
vieres", pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería como los demás, y no
|
|
con menos gusto que ellos.
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|
Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no
|
|
fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que
|
|
puso mustia la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando,
|
|
juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho, y decía:
|
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-Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.
|
|
|
|
Y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di!
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|
|
|
Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de
|
|
nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y
|
|
tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen tener los cuidados.
|
|
Finalmente, el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a
|
|
todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote
|
|
y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos; y,
|
|
apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los
|
|
peregrinos sepultados en dulce sueño; y Ricote, sin tropezar nada en su
|
|
lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:
|
|
|
|
-«Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando
|
|
que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y
|
|
espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte que me
|
|
parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos
|
|
ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y
|
|
en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así como
|
|
el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se
|
|
provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi
|
|
familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la
|
|
priesa con que los demás salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros
|
|
ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían,
|
|
sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado
|
|
tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados
|
|
intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue
|
|
inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan
|
|
gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había
|
|
cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer
|
|
a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo
|
|
los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados
|
|
con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al
|
|
nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos
|
|
lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria
|
|
natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura
|
|
desea, y en Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos
|
|
ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y
|
|
maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el
|
|
deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a España, que los más de
|
|
aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y
|
|
dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la
|
|
tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el
|
|
amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y,
|
|
aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y
|
|
llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad,
|
|
porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como
|
|
quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia.
|
|
Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos
|
|
peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos, cada
|
|
año, a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por
|
|
certísima granjería y conocida ganancia. Ándanla casi toda, y no hay pueblo
|
|
ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un
|
|
real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien
|
|
escudos de sobra que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o
|
|
entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden,
|
|
los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de
|
|
los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho,
|
|
sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré
|
|
hacer sin peligro y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer,
|
|
que sé que está en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de
|
|
Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios
|
|
quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la
|
|
Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas, y,
|
|
aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y
|
|
ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer
|
|
cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se
|
|
fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir
|
|
como cristiana.»
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A lo que respondió Sancho:
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|
-Mira, Ricote, eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan
|
|
Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y, como debe de ser fino moro, fuese a lo
|
|
más bien parado, y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar
|
|
lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu
|
|
cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por
|
|
registrar.
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-Bien puede ser eso -replicó Ricote-, pero yo sé, Sancho, que no tocaron a
|
|
mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún
|
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desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y
|
|
a encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus
|
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necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.
|
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|
-Yo lo hiciera -respondió Sancho-, pero no soy nada codicioso; que, a
|
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serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las
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paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en platos de plata;
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y, así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a
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sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me
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dieras aquí de contado cuatrocientos.
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-Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? -preguntó Ricote.
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-He dejado de ser gobernador de una ínsula -respondió Sancho-, y tal, que a
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buena fee que no hallen otra como ella a tres tirones.
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-¿Y dónde está esa ínsula? -preguntó Ricote.
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-¿Adónde? -respondió Sancho-. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula
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Barataria.
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-Calla, Sancho -dijo Ricote-, que las ínsulas están allá dentro de la mar;
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que no hay ínsulas en la tierra firme.
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-¿Cómo no? -replicó Sancho-. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí
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della, y ayer estuve en ella gobernando a mi placer, como un sagitario;
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pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio peligroso el de los
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gobernadores.
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-Y ¿qué has ganado en el gobierno? -preguntó Ricote.
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-He ganado -respondió Sancho- el haber conocido que no soy bueno para
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gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en
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los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aun el
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sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores,
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especialmente si tienen médicos que miren por su salud.
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-Yo no te entiendo, Sancho -dijo Ricote-, pero paréceme que todo lo que
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dices es disparate; que, ¿quién te había de dar a ti ínsulas que
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gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para gobernadores que
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tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo,
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como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido; que en
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verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro, y te daré con que vivas,
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como te he dicho.
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-Ya te he dicho, Ricote -replicó Sancho-, que no quiero; conténtate que por
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mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y déjame
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seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su
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dueño.
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-No quiero porfiar, Sancho -dijo Ricote-, pero dime: ¿hallástete en nuestro
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lugar, cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?
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-Sí hallé -respondió Sancho-, y séte decir que salió tu hija tan hermosa
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que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la
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más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y
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conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a
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Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mí
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me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron
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deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir
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contra el mandado del rey los detuvo. Principalmente se mostró más
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apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces,
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que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él
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ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para
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robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada.
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-Siempre tuve yo mala sospecha -dijo Ricote- de que ese caballero adamaba a
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mi hija; pero, fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el
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saber que la quería bien; que ya habrás oído decir, Sancho, que las
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moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos,
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y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que
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enamorada, no se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo.
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-Dios lo haga -replicó Sancho-, que a entrambos les estaría mal. Y déjame
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partir de aquí, Ricote amigo, que quiero llegar esta noche adonde está mi
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señor don Quijote.
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-Dios vaya contigo, Sancho hermano, que ya mis compañeros se rebullen, y
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también es hora que prosigamos nuestro camino.
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Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio, y Ricote se
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arrimó a su bordón, y se apartaron.
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Capítulo LV. De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras que no hay
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más que ver
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El haberse detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel día
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llegase al castillo del duque, puesto que llegó media legua dél, donde le
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tomó la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dio
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mucha pesadumbre; y así, se apartó del camino con intención de esperar la
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mañana; y quiso su corta y desventurada suerte que, buscando lugar donde
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mejor acomodarse, cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que
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entre unos edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer, se
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encomendó a Dios de todo corazón, pensando que no había de parar hasta el
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profundo de los abismos. Y no fue así, porque a poco más de tres estados
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dio fondo el rucio, y él se halló encima dél, sin haber recebido lisión ni
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daño alguno.
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Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento, por ver si estaba sano o
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agujereado por alguna parte; y, viéndose bueno, entero y católico de salud,
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no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro Señor de la merced que le había
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hecho, porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos. Tentó asimismo
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con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería posible salir
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della sin ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y sin asidero alguno,
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de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó que el rucio se
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quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de vicio,
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que, a la verdad, no estaba muy bien parado.
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-¡Ay -dijo entonces Sancho Panza-, y cuán no pensados sucesos suelen
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suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién dijera
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que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula, mandando a sus
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sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima, sin
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haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su
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socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos
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morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos, no
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seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de la Mancha cuando
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decendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien
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le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se fue a mesa
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puesta y a cama hecha. Allí vio él visiones hermosas y apacibles, y yo veré
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aquí, a lo que creo, sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en qué han
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parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo
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sea servido que me descubran, mondos, blancos y raídos, y los de mi buen
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rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quién somos, a lo menos
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de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni
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su asno de Sancho Panza. Otra vez digo: ¡miserables de nosotros, que no ha
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querido nuestra corta suerte que muriésemos en nuestra patria y entre los
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nuestros, donde ya que no hallara remedio nuestra desgracia, no faltara
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quien dello se doliera, y en la hora última de nuestro pasamiento nos
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cerrara los ojos! ¡Oh compañero y amigo mío, qué mal pago te he dado de tus
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buenos servicios! Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que
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supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los
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dos; que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no
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parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados.
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Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su jumento le escuchaba sin
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responderle palabra alguna: tal era el aprieto y angustia en que el pobre
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se hallaba. Finalmente, habiendo pasado toda aquella noche en miserables
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quejas y lamentaciones, vino el día, con cuya claridad y resplandor vio
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Sancho que era imposible de toda imposibilidad salir de aquel pozo sin ser
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ayudado, y comenzó a lamentarse y dar voces, por ver si alguno le oía; pero
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todas sus voces eran dadas en desierto, pues por todos aquellos contornos
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no había persona que pudiese escucharle, y entonces se acabó de dar por
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muerto.
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Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza le acomodó de modo que le puso
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en pie, que apenas se podía tener; y, sacando de las alforjas, que también
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habían corrido la mesma fortuna de la caída, un pedazo de pan, lo dio a su
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jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera:
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-Todos los duelos con pan son buenos.
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En esto, descubrió a un lado de la sima un agujero, capaz de caber por él
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una persona, si se agobiaba y encogía. Acudió a él Sancho Panza, y,
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agazapándose, se entró por él y vio que por de dentro era espacioso y
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largo, y púdolo ver, porque por lo que se podía llamar techo entraba un
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rayo de sol que lo descubría todo. Vio también que se dilataba y alargaba
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por otra concavidad espaciosa; viendo lo cual, volvió a salir adonde estaba
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el jumento, y con una piedra comenzó a desmoronar la tierra del agujero, de
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modo que en poco espacio hizo lugar donde con facilidad pudiese entrar el
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asno, como lo hizo; y, cogiéndole del cabestro, comenzó a caminar por
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aquella gruta adelante, por ver si hallaba alguna salida por otra parte. A
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veces iba a escuras, y a veces sin luz, pero ninguna vez sin miedo.
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-¡Válame Dios todopoderoso! -decía entre sí-. Esta que para mí es
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desventura, mejor fuera para aventura de mi amo don Quijote. Él sí que
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tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por
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palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y estrecheza a
|
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algún florido prado; pero yo, sin ventura, falto de consejo y menoscabado
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de ánimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso se ha de
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abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tragarme. ¡Bien
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vengas mal, si vienes solo!
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Desta manera y con estos pensamientos le pareció que habría caminado poco
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más de media legua, al cabo de la cual descubrió una confusa claridad, que
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pareció ser ya de día, y que por alguna parte entraba, que daba indicio de
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tener fin abierto aquel, para él, camino de la otra vida.
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Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve a tratar de don Quijote,
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que, alborozado y contento, esperaba el plazo de la batalla que había de
|
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hacer con el robador de la honra de la hija de doña Rodríguez, a quien
|
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pensaba enderezar el tuerto y desaguisado que malamente le tenían fecho.
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Sucedió, pues, que, saliéndose una mañana a imponerse y ensayarse en lo que
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había de hacer en el trance en que otro día pensaba verse, dando un repelón
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o arremetida a Rocinante, llegó a poner los pies tan junto a una cueva,
|
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que, a no tirarle fuertemente las riendas, fuera imposible no caer en ella.
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|
En fin, le detuvo y no cayó, y, llegándose algo más cerca, sin apearse,
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|
miró aquella hondura; y, estándola mirando, oyó grandes voces dentro; y,
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escuchando atentamente, pudo percebir y entender que el que las daba decía:
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-¡Ah de arriba! ¿Hay algún cristiano que me escuche, o algún caballero
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caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida, o un desdichado
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desgobernado gobernador?
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Parecióle a don Quijote que oía la voz de Sancho Panza, de que quedó
|
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suspenso y asombrado, y, levantando la voz todo lo que pudo, dijo:
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-¿Quién está allá bajo? ¿Quién se queja?
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-¿Quién puede estar aquí, o quién se ha de quejar -respondieron-, sino el
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asendereado de Sancho Panza, gobernador, por sus pecados y por su mala
|
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andanza, de la ínsula Barataria, escudero que fue del famoso caballero don
|
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Quijote de la Mancha?
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Oyendo lo cual don Quijote, se le dobló la admiración y se le acrecentó el
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pasmo, viniéndosele al pensamiento que Sancho Panza debía de ser muerto, y
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que estaba allí penando su alma, y llevado desta imaginación dijo:
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-Conjúrote por todo aquello que puedo conjurarte como católico cristiano,
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que me digas quién eres; y si eres alma en pena, dime qué quieres que haga
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por ti; que, pues es mi profesión favorecer y acorrer a los necesitados
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deste mundo, también lo seré para acorrer y ayudar a los menesterosos del
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otro mundo, que no pueden ayudarse por sí propios.
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-Desa manera -respondieron-, vuestra merced que me habla debe de ser mi
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señor don Quijote de la Mancha, y aun en el órgano de la voz no es otro,
|
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sin duda.
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-Don Quijote soy -replicó don Quijote-, el que profeso socorrer y ayudar en
|
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sus necesidades a los vivos y a los muertos. Por eso dime quién eres, que
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me tienes atónito; porque si eres mi escudero Sancho Panza, y te has
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muerto, como no te hayan llevado los diablos, y, por la misericordia de
|
|
Dios, estés en el purgatorio, sufragios tiene nuestra Santa Madre la
|
|
Iglesia Católica Romana bastantes a sacarte de las penas en que estás, y
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yo, que lo solicitaré con ella, por mi parte, con cuanto mi hacienda
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alcanzare; por eso, acaba de declararte y dime quién eres.
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-¡Voto a tal! -respondieron-, y por el nacimiento de quien vuesa merced
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quisiere, juro, señor don Quijote de la Mancha, que yo soy su escudero
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Sancho Panza, y que nunca me he muerto en todos los días de mi vida; sino
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que, habiendo dejado mi gobierno por cosas y causas que es menester más
|
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espacio para decirlas, anoche caí en esta sima donde yago, el rucio
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conmigo, que no me dejará mentir, pues, por más señas, está aquí conmigo.
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Y hay más: que no parece sino que el jumento entendió lo que Sancho dijo,
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porque al momento comenzó a rebuznar, tan recio, que toda la cueva
|
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retumbaba.
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-¡Famoso testigo! -dijo don Quijote-. El rebuzno conozco como si le
|
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pariera, y tu voz oigo, Sancho mío. Espérame; iré al castillo del duque,
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|
que está aquí cerca, y traeré quien te saque desta sima, donde tus pecados
|
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te deben de haber puesto.
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-Vaya vuesa merced -dijo Sancho-, y vuelva presto, por un solo Dios, que ya
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no lo puedo llevar el estar aquí sepultado en vida, y me estoy muriendo de
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miedo.
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Dejóle don Quijote, y fue al castillo a contar a los duques el suceso de
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Sancho Panza, de que no poco se maravillaron, aunque bien entendieron que
|
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debía de haber caído por la correspondencia de aquella gruta que de tiempos
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inmemoriales estaba allí hecha; pero no podían pensar cómo había dejado el
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gobierno sin tener ellos aviso de su venida. Finalmente, como dicen,
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|
llevaron sogas y maromas; y, a costa de mucha gente y de mucho trabajo,
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sacaron al rucio y a Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol.
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Viole un estudiante, y dijo:
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-Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos
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gobernadores, como sale este pecador del profundo del abismo: muerto de
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hambre, descolorido, y sin blanca, a lo que yo creo.
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Oyólo Sancho, y dijo:
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-Ocho días o diez ha, hermano murmurador, que entré a gobernar la ínsula
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que me dieron, en los cuales no me vi harto de pan siquiera un hora; en
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ellos me han perseguido médicos, y enemigos me han brumado los güesos; ni
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he tenido lugar de hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y, siendo esto
|
|
así, como lo es, no merecía yo, a mi parecer, salir de esta manera; pero el
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|
hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo mejor y lo que le está bien a
|
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cada uno; y cual el tiempo, tal el tiento; y nadie diga "desta agua no
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beberé", que adonde se piensa que hay tocinos, no hay estacas; y Dios me
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entiende, y basta, y no digo más, aunque pudiera.
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-No te enojes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo que oyeres, que será
|
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nunca acabar: ven tú con segura conciencia, y digan lo que dijeren; y es
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querer atar las lenguas de los maldicientes lo mesmo que querer poner
|
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puertas al campo. Si el gobernador sale rico de su gobierno, dicen dél que
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ha sido un ladrón, y si sale pobre, que ha sido un para poco y un
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mentecato.
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-A buen seguro -respondió Sancho- que por esta vez antes me han de tener
|
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por tonto que por ladrón.
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|
En estas pláticas llegaron, rodeados de muchachos y de otra mucha gente, al
|
|
castillo, adonde en unos corredores estaban ya el duque y la duquesa
|
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esperando a don Quijote y a Sancho, el cual no quiso subir a ver al duque
|
|
sin que primero no hubiese acomodado al rucio en la caballeriza, porque
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decía que había pasado muy mala noche en la posada; y luego subió a ver a
|
|
sus señores, ante los cuales, puesto de rodillas, dijo:
|
|
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-Yo, señores, porque lo quiso así vuestra grandeza, sin ningún merecimiento
|
|
mío, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual entré desnudo, y
|
|
desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Si he gobernado bien o mal, testigos
|
|
he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He declarado dudas,
|
|
sentenciado pleitos, siempre muerto de hambre, por haberlo querido así el
|
|
doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, médico insulano y
|
|
gobernadoresco. Acometiéronnos enemigos de noche, y, habiéndonos puesto en
|
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grande aprieto, dicen los de la ínsula que salieron libres y con vitoria
|
|
por el valor de mi brazo, que tal salud les dé Dios como ellos dicen
|
|
verdad. En resolución, en este tiempo yo he tanteado las cargas que trae
|
|
consigo, y las obligaciones, el gobernar, y he hallado por mi cuenta que no
|
|
las podrán llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de
|
|
mi aljaba; y así, antes que diese conmigo al través el gobierno, he querido
|
|
yo dar con el gobierno al través, y ayer de mañana dejé la ínsula como la
|
|
hallé: con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en
|
|
ella. No he pedido prestado a nadie, ni metídome en granjerías; y, aunque
|
|
pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que
|
|
no se habían de guardar: que es lo mesmo hacerlas que no hacerlas. Salí,
|
|
como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio; caí en
|
|
una sima, víneme por ella adelante, hasta que, esta mañana, con la luz del
|
|
sol, vi la salida, pero no tan fácil que, a no depararme el cielo a mi
|
|
señor don Quijote, allí me quedara hasta la fin del mundo. Así que, mis
|
|
señores duque y duquesa, aquí está vuestro gobernador Sancho Panza, que ha
|
|
granjeado en solos diez días que ha tenido el gobierno a conocer que no se
|
|
le ha de dar nada por ser gobernador, no que de una ínsula, sino de todo el
|
|
mundo; y, con este presupuesto, besando a vuestras mercedes los pies,
|
|
imitando al juego de los muchachos, que dicen "Salta tú, y dámela tú", doy
|
|
un salto del gobierno, y me paso al servicio de mi señor don Quijote; que,
|
|
en fin, en él, aunque como el pan con sobresalto, hártome, a lo menos, y
|
|
para mí, como yo esté harto, eso me hace que sea de zanahorias que de
|
|
perdices.
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|
Con esto dio fin a su larga plática Sancho, temiendo siempre don Quijote
|
|
que había de decir en ella millares de disparates; y, cuando le vio acabar
|
|
con tan pocos, dio en su corazón gracias al cielo, y el duque abrazó a
|
|
Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de que hubiese dejado tan presto
|
|
el gobierno; pero que él haría de suerte que se le diese en su estado otro
|
|
oficio de menos carga y de más provecho. Abrazóle la duquesa asimismo, y
|
|
mandó que le regalasen, porque daba señales de venir mal molido y peor
|
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parado.
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Capítulo LVI. De la descomunal y nunca vista batalla que pasó entre don
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Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos, en la defensa de la hija de la
|
|
dueña doña Rodríguez
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|
No quedaron arrepentidos los duques de la burla hecha a Sancho Panza del
|
|
gobierno que le dieron; y más, que aquel mismo día vino su mayordomo, y les
|
|
contó punto por punto, todas casi, las palabras y acciones que Sancho había
|
|
dicho y hecho en aquellos días, y finalmente les encareció el asalto de la
|
|
ínsula, y el miedo de Sancho, y su salida, de que no pequeño gusto
|
|
recibieron.
|
|
|
|
Después desto, cuenta la historia que se llegó el día de la batalla
|
|
aplazada, y, habiendo el duque una y muy muchas veces advertido a su lacayo
|
|
Tosilos cómo se había de avenir con don Quijote para vencerle sin matarle
|
|
ni herirle, ordenó que se quitasen los hierros a las lanzas, diciendo a don
|
|
Quijote que no permitía la cristiandad, de que él se preciaba, que aquella
|
|
batalla fuese con tanto riesgo y peligro de las vidas, y que se contentase
|
|
con que le daba campo franco en su tierra, puesto que iba contra el decreto
|
|
del Santo Concilio, que prohíbe los tales desafíos, y no quisiese llevar
|
|
por todo rigor aquel trance tan fuerte.
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|
Don Quijote dijo que Su Excelencia dispusiese las cosas de aquel negocio
|
|
como más fuese servido; que él le obedecería en todo. Llegado, pues, el
|
|
temeroso día, y habiendo mandado el duque que delante de la plaza del
|
|
castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen los jueces del
|
|
campo y las dueñas, madre y hija, demandantes, había acudido de todos los
|
|
lugares y aldeas circunvecinas infinita gente, a ver la novedad de aquella
|
|
batalla; que nunca otra tal no habían visto, ni oído decir en aquella
|
|
tierra los que vivían ni los que habían muerto.
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|
|
El primero que entró en el campo y estacada fue el maestro de las
|
|
ceremonias, que tanteó el campo, y le paseó todo, porque en él no hubiese
|
|
algún engaño, ni cosa encubierta donde se tropezase y cayese; luego
|
|
entraron las dueñas y se sentaron en sus asientos, cubiertas con los mantos
|
|
hasta los ojos y aun hasta los pechos, con muestras de no pequeño
|
|
sentimiento. Presente don Quijote en la estacada, de allí a poco,
|
|
acompañado de muchas trompetas, asomó por una parte de la plaza, sobre un
|
|
poderoso caballo, hundiéndola toda, el grande lacayo Tosilos, calada la
|
|
visera y todo encambronado, con unas fuertes y lucientes armas. El caballo
|
|
mostraba ser frisón, ancho y de color tordillo; de cada mano y pie le
|
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pendía una arroba de lana.
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Venía el valeroso combatiente bien informado del duque su señor de cómo se
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había de portar con el valeroso don Quijote de la Mancha, advertido que en
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ninguna manera le matase, sino que procurase huir el primer encuentro por
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escusar el peligro de su muerte, que estaba cierto si de lleno en lleno le
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encontrase. Paseó la plaza, y, llegando donde las dueñas estaban, se puso
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algún tanto a mirar a la que por esposo le pedía. Llamó el maese de campo a
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don Quijote, que ya se había presentado en la plaza, y junto con Tosilos
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habló a las dueñas, preguntándoles si consentían que volviese por su
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derecho don Quijote de la Mancha. Ellas dijeron que sí, y que todo lo que
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en aquel caso hiciese lo daban por bien hecho, por firme y por valedero.
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Ya en este tiempo estaban el duque y la duquesa puestos en una galería que
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caía sobre la estacada, toda la cual estaba coronada de infinita gente, que
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esperaba ver el riguroso trance nunca visto. Fue condición de los
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combatientes que si don Quijote vencía, su contrario se había de casar con
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la hija de doña Rodríguez; y si él fuese vencido, quedaba libre su
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contendor de la palabra que se le pedía, sin dar otra satisfación alguna.
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Partióles el maestro de las ceremonias el sol, y puso a los dos cada uno en
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el puesto donde habían de estar. Sonaron los atambores, llenó el aire el
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son de las trompetas, temblaba debajo de los pies la tierra; estaban
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suspensos los corazones de la mirante turba, temiendo unos y esperando
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otros el bueno o el mal suceso de aquel caso. Finalmente, don Quijote,
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encomendándose de todo su corazón a Dios Nuestro Señor y a la señora
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Dulcinea del Toboso, estaba aguardando que se le diese señal precisa de la
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arremetida; empero, nuestro lacayo tenía diferentes pensamientos: no
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pensaba él sino en lo que agora diré:
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Parece ser que, cuando estuvo mirando a su enemiga, le pareció la más
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hermosa mujer que había visto en toda su vida, y el niño ceguezuelo, a
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quien suelen llamar de ordinario Amor por esas calles, no quiso perder la
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ocasión que se le ofreció de triunfar de una alma lacayuna y ponerla en la
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lista de sus trofeos; y así, llegándose a él bonitamente, sin que nadie le
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viese, le envasó al pobre lacayo una flecha de dos varas por el lado
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izquierdo, y le pasó el corazón de parte a parte; y púdolo hacer bien al
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seguro, porque el Amor es invisible, y entra y sale por do quiere, sin que
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nadie le pida cuenta de sus hechos.
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Digo, pues, que, cuando dieron la señal de la arremetida, estaba nuestro
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lacayo transportado, pensando en la hermosura de la que ya había hecho
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señora de su libertad, y así, no atendió al son de la trompeta, como hizo
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don Quijote, que, apenas la hubo oído, cuando arremetió, y, a todo el
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correr que permitía Rocinante, partió contra su enemigo; y, viéndole partir
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su buen escudero Sancho, dijo a grandes voces:
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-¡Dios te guíe, nata y flor de los andantes caballeros! ¡Dios te dé la
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vitoria, pues llevas la razón de tu parte!
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Y, aunque Tosilos vio venir contra sí a don Quijote, no se movió un paso de
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su puesto; antes, con grandes voces, llamó al maese de campo, el cual
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venido a ver lo que quería, le dijo:
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-Señor, ¿esta batalla no se hace porque yo me case, o no me case, con
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aquella señora?
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-Así es -le fue respondido.
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-Pues yo -dijo el lacayo- soy temeroso de mi conciencia, y pondríala en
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gran cargo si pasase adelante en esta batalla; y así, digo que yo me doy
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por vencido y que quiero casarme luego con aquella señora.
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Quedó admirado el maese de campo de las razones de Tosilos; y, como era uno
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de los sabidores de la máquina de aquel caso, no le supo responder palabra.
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Detúvose don Quijote en la mitad de su carrera, viendo que su enemigo no
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le acometía. El duque no sabía la ocasión porque no se pasaba adelante en
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la batalla, pero el maese de campo le fue a declarar lo que Tosilos decía,
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de lo que quedó suspenso y colérico en estremo.
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En tanto que esto pasaba, Tosilos se llegó adonde doña Rodríguez estaba, y
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dijo a grandes voces:
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-Yo, señora, quiero casarme con vuestra hija, y no quiero alcanzar por
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pleitos ni contiendas lo que puedo alcanzar por paz y sin peligro de la
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muerte.
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Oyó esto el valeroso don Quijote, y dijo:
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-Pues esto así es, yo quedo libre y suelto de mi promesa: cásense en hora
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buena, y, pues Dios Nuestro Señor se la dio, San Pedro se la bendiga.
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El duque había bajado a la plaza del castillo, y, llegándose a Tosilos, le
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dijo:
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-¿Es verdad, caballero, que os dais por vencido, y que, instigado de
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vuestra temerosa conciencia, os queréis casar con esta doncella?
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-Sí, señor -respondió Tosilos.
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-Él hace muy bien -dijo a esta sazón Sancho Panza-, porque lo que has de
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dar al mur, dalo al gato, y sacarte ha de cuidado.
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Íbase Tosilos desenlazando la celada, y rogaba que apriesa le ayudasen,
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porque le iban faltando los espíritus del aliento, y no podía verse
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encerrado tanto tiempo en la estrecheza de aquel aposento. Quitáronsela
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apriesa, y quedó descubierto y patente su rostro de lacayo. Viendo lo cual
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doña Rodríguez y su hija, dando grandes voces, dijeron:
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-¡Éste es engaño, engaño es éste! ¡A Tosilos, el lacayo del duque mi señor,
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nos han puesto en lugar de mi verdadero esposo! ¡Justicia de Dios y del
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Rey, de tanta malicia, por no decir bellaquería!
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-No vos acuitéis, señoras -dijo don Quijote-, que ni ésta es malicia ni es
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bellaquería; y si la es, y no ha sido la causa el duque, sino los malos
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encantadores que me persiguen, los cuales, invidiosos de que yo alcanzase
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la gloria deste vencimiento, han convertido el rostro de vuestro esposo en
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el de este que decís que es lacayo del duque. Tomad mi consejo, y, a pesar
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de la malicia de mis enemigos, casaos con él, que sin duda es el mismo que
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vos deseáis alcanzar por esposo.
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El duque, que esto oyó, estuvo por romper en risa toda su cólera, y dijo:
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-Son tan extraordinarias las cosas que suceden al señor don Quijote que
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estoy por creer que este mi lacayo no lo es; pero usemos deste ardid y
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maña: dilatemos el casamiento quince días, si quieren, y tengamos encerrado
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a este personaje que nos tiene dudosos, en los cuales podría ser que
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volviese a su prístina figura; que no ha de durar tanto el rancor que los
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encantadores tienen al señor don Quijote, y más, yéndoles tan poco en usar
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estos embelecos y transformaciones.
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-¡Oh señor! -dijo Sancho-, que ya tienen estos malandrines por uso y
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costumbre de mudar las cosas, de unas en otras, que tocan a mi amo. Un
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caballero que venció los días pasados, llamado el de los Espejos, le
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volvieron en la figura del bachiller Sansón Carrasco, natural de nuestro
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pueblo y grande amigo nuestro, y a mi señora Dulcinea del Toboso la han
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vuelto en una rústica labradora; y así, imagino que este lacayo ha de morir
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y vivir lacayo todos los días de su vida.
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A lo que dijo la hija de Rodríguez:
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-Séase quien fuere este que me pide por esposa, que yo se lo agradezco; que
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más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada de un
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caballero, puesto que el que a mí me burló no lo es.
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En resolución, todos estos cuentos y sucesos pararon en que Tosilos se
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recogiese, hasta ver en qué paraba su transformación; aclamaron todos la
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vitoria por don Quijote, y los más quedaron tristes y melancólicos de ver
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que no se habían hecho pedazos los tan esperados combatientes, bien así
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como los mochachos quedan tristes cuando no sale el ahorcado que esperan,
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porque le ha perdonado, o la parte, o la justicia. Fuese la gente,
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volviéronse el duque y don Quijote al castillo, encerraron a Tosilos,
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quedaron doña Rodríguez y su hija contentísimas de ver que, por una vía o
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por otra, aquel caso había de parar en casamiento, y Tosilos no esperaba
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menos.
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Capítulo LVII. Que trata de cómo don Quijote se despidió del duque, y de lo
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que le sucedió con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la
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duquesa
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Ya le pareció a don Quijote que era bien salir de tanta ociosidad como la
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que en aquel castillo tenía; que se imaginaba ser grande la falta que su
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persona hacía en dejarse estar encerrado y perezoso entre los infinitos
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regalos y deleites que como a caballero andante aquellos señores le hacían,
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y parecíale que había de dar cuenta estrecha al cielo de aquella ociosidad
|
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y encerramiento; y así, pidió un día licencia a los duques para partirse.
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Diéronsela, con muestras de que en gran manera les pesaba de que los
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dejase. Dio la duquesa las cartas de su mujer a Sancho Panza, el cual lloró
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con ellas, y dijo:
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-¿Quién pensara que esperanzas tan grandes como las que en el pecho de mi
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mujer Teresa Panza engendraron las nuevas de mi gobierno habían de parar en
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volverme yo agora a las arrastradas aventuras de mi amo don Quijote de la
|
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Mancha? Con todo esto, me contento de ver que mi Teresa correspondió a ser
|
|
quien es, enviando las bellotas a la duquesa; que, a no habérselas enviado,
|
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quedando yo pesaroso, me mostrara ella desagradecida. Lo que me consuela es
|
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que esta dádiva no se le puede dar nombre de cohecho, porque ya tenía yo el
|
|
gobierno cuando ella las envió, y está puesto en razón que los que reciben
|
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algún beneficio, aunque sea con niñerías, se muestren agradecidos. En
|
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efecto, yo entré desnudo en el gobierno y salgo desnudo dél; y así, podré
|
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decir con segura conciencia, que no es poco: "Desnudo nací, desnudo me
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hallo: ni pierdo ni gano".
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Esto pasaba entre sí Sancho el día de la partida; y, saliendo don Quijote,
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habiéndose despedido la noche antes de los duques, una mañana se presentó
|
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armado en la plaza del castillo. Mirábanle de los corredores toda la gente
|
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del castillo, y asimismo los duques salieron a verle. Estaba Sancho sobre
|
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su rucio, con sus alforjas, maleta y repuesto, contentísimo, porque el
|
|
mayordomo del duque, el que fue la Trifaldi, le había dado un bolsico con
|
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docientos escudos de oro, para suplir los menesteres del camino, y esto aún
|
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no lo sabía don Quijote.
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Estando, como queda dicho, mirándole todos, a deshora, entre las otras
|
|
dueñas y doncellas de la duquesa, que le miraban, alzó la voz la
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desenvuelta y discreta Altisidora, y en son lastimero dijo:
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-Escucha, mal caballero;
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detén un poco las riendas;
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no fatigues las ijadas
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de tu mal regida bestia.
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Mira, falso, que no huyas
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de alguna serpiente fiera,
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sino de una corderilla
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que está muy lejos de oveja.
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Tú has burlado, monstruo horrendo,
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la más hermosa doncella
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que Dïana vio en sus montes,
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que Venus miró en sus selvas.
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Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
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Barrabás te acompañe; allá te avengas.
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Tú llevas, ¡llevar impío!,
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en las garras de tus cerras
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las entrañas de una humilde,
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como enamorada, tierna.
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Llévaste tres tocadores,
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y unas ligas, de unas piernas
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que al mármol puro se igualan
|
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en lisas, blancas y negras.
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Llévaste dos mil suspiros,
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que, a ser de fuego, pudieran
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abrasar a dos mil Troyas,
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|
si dos mil Troyas hubiera.
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Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
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|
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
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|
De ese Sancho, tu escudero,
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las entrañas sean tan tercas
|
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y tan duras, que no salga
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de su encanto Dulcinea.
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De la culpa que tú tienes
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lleve la triste la pena;
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que justos por pecadores
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tal vez pagan en mi tierra.
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Tus más finas aventuras
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en desventuras se vuelvan,
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en sueños tus pasatiempos,
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|
en olvidos tus firmezas.
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Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
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Barrabás te acompañe; allá te avengas.
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Seas tenido por falso
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desde Sevilla a Marchena,
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desde Granada hasta Loja,
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de Londres a Inglaterra.
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Si jugares al reinado,
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los cientos, o la primera,
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|
los reyes huyan de ti;
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ases ni sietes no veas.
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Si te cortares los callos,
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|
sangre las heridas viertan,
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|
y quédente los raigones
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si te sacares las muelas.
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Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
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|
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
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|
En tanto que, de la suerte que se ha dicho, se quejaba la lastimada
|
|
Altisidora, la estuvo mirando don Quijote, y, sin responderla palabra,
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volviendo el rostro a Sancho, le dijo:
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-Por el siglo de tus pasados, Sancho mío, te conjuro que me digas una
|
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verdad. Dime, ¿llevas por ventura los tres tocadores y las ligas que esta
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enamorada doncella dice?
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A lo que Sancho respondió:
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-Los tres tocadores sí llevo; pero las ligas, como por los cerros de Úbeda.
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Quedó la duquesa admirada de la desenvoltura de Altisidora, que, aunque la
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|
tenía por atrevida, graciosa y desenvuelta, no en grado que se atreviera a
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semejantes desenvolturas; y, como no estaba advertida desta burla, creció
|
|
más su admiración. El duque quiso reforzar el donaire, y dijo:
|
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-No me parece bien, señor caballero, que, habiendo recebido en este mi
|
|
castillo el buen acogimiento que en él se os ha hecho, os hayáis atrevido a
|
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llevaros tres tocadores, por lo menos, si por lo más las ligas de mi
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|
doncella; indicios son de mal pecho y muestras que no corresponden a
|
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vuestra fama. Volvedle las ligas; si no, yo os desafío a mortal batalla,
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|
sin tener temor que malandrines encantadores me vuelvan ni muden el rostro,
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como han hecho en el de Tosilos mi lacayo, el que entró con vos en batalla.
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|
-No quiera Dios -respondió don Quijote- que yo desenvaine mi espada contra
|
|
vuestra ilustrísima persona, de quien tantas mercedes he recebido; los
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tocadores volveré, porque dice Sancho que los tiene; las ligas es
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imposible, porque ni yo las he recebido ni él tampoco; y si esta vuestra
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doncella quisiere mirar sus escondrijos, a buen seguro que las halle. Yo,
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|
señor duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso ser en toda mi vida, como
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|
Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla, como ella dice, como
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enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y así, no tengo de qué pedirle
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|
perdón ni a ella ni a Vuestra Excelencia, a quien suplico me tenga en mejor
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opinión, y me dé de nuevo licencia para seguir mi camino.
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-Déosle Dios tan bueno -dijo la duquesa-, señor don Quijote, que siempre
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oigamos buenas nuevas de vuestras fechurías. Y andad con Dios; que,
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mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pechos de las
|
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doncellas que os miran; y a la mía yo la castigaré de modo, que de aquí
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adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.
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-Una no más quiero que me escuches, ¡oh valeroso don Quijote! -dijo
|
|
entonces Altisidora-; y es que te pido perdón del latrocinio de las ligas,
|
|
porque, en Dios y en mi ánima que las tengo puestas, y he caído en el
|
|
descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba.
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-¿No lo dije yo? -dijo Sancho-. ¡Bonico soy yo para encubrir hurtos! Pues,
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|
a quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi gobierno.
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Abajó la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los duques y a todos los
|
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circunstantes, y, volviendo las riendas a Rocinante, siguiéndole Sancho
|
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sobre el rucio, se salió del castillo, enderezando su camino a Zaragoza.
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Capítulo LVIII. Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras
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tantas, que no se daban vagar unas a otras
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Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los
|
|
requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los
|
|
espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus
|
|
caballerías, y, volviéndose a Sancho, le dijo:
|
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|
-La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres
|
|
dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la
|
|
tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede
|
|
y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor
|
|
mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto
|
|
el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido;
|
|
pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de
|
|
nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la
|
|
hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos;
|
|
que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes
|
|
recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso
|
|
aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de
|
|
agradecerlo a otro que al mismo cielo!
|
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|
-Con todo eso -dijo Sancho- que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se
|
|
quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en
|
|
una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo
|
|
la llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere; que no siempre
|
|
hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con
|
|
algunas ventas donde nos apaleen.
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|
En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero,
|
|
cuando vieron, habiendo andado poco más de una legua, que encima de la
|
|
yerba de un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una
|
|
docena de hombres, vestidos de labradores. Junto a sí tenían unas como
|
|
sábanas blancas, con que cubrían alguna cosa que debajo estaba; estaban
|
|
empinadas y tendidas, y de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los
|
|
que comían, y, saludándolos primero cortésmente, les preguntó que qué era
|
|
lo que aquellos lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:
|
|
|
|
-Señor, debajo destos lienzos están unas imágines de relieve y entabladura
|
|
que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llevámoslas
|
|
cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren.
|
|
|
|
-Si sois servidos -respondió don Quijote-, holgaría de verlas, pues
|
|
imágines que con tanto recato se llevan, sin duda deben de ser buenas.
|
|
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|
-Y ¡cómo si lo son! -dijo otro-. Si no, dígalo lo que cuesta: que en verdad
|
|
que no hay ninguna que no esté en más de cincuenta ducados; y, porque vea
|
|
vuestra merced esta verdad, espere vuestra merced, y verla ha por vista de
|
|
ojos.
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|
|
Y, levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera
|
|
imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente
|
|
enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que
|
|
suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele
|
|
decirse. Viéndola don Quijote, dijo:
|
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|
|
-Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina:
|
|
llamóse don San Jorge, y fue además defendedor de doncellas. Veamos esta
|
|
otra.
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|
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|
Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto a caballo, que
|
|
partía la capa con el pobre; y, apenas la hubo visto don Quijote, cuando
|
|
dijo:
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|
|
|
-Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue
|
|
más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está
|
|
partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser
|
|
entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de
|
|
caritativo.
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|
|
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-No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al refrán
|
|
que dicen: que para dar y tener, seso es menester.
|
|
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|
Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual se
|
|
descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada
|
|
ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo
|
|
don Quijote:
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|
|
|
-Éste sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo; éste se llama don
|
|
San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo
|
|
el mundo y tiene agora el cielo.
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|
|
|
Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San
|
|
Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de
|
|
su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que
|
|
Cristo le hablaba y Pablo respondía.
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|
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|
-Éste -dijo don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios
|
|
Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás:
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|
caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte,
|
|
trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien
|
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sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase
|
|
el mismo Jesucristo.
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|
No había más imágines, y así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir,
|
|
y dijo a los que las llevaban:
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|
-Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque
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|
estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio
|
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de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos
|
|
fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano.
|
|
Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece
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fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos;
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pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi
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ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por
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mejor camino del que llevo.
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-Dios lo oiga y el pecado sea sordo -dijo Sancho a esta ocasión.
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Admiráronse los hombres, así de la figura como de las razones de don
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Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de
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comer, cargaron con sus imágines, y, despidiéndose de don Quijote,
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siguieron su viaje.
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Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido a su señor, admirado
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de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo ni
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suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria, y
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díjole:
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-En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede
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llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el
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discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido: della habemos salido sin
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palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos
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batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea
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Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.
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-Tú dices bien, Sancho -dijo don Quijote-, pero has de advertir que no
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todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte, y esto que el
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vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón
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alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgar por buenos
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acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana, sale de su
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casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San
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Francisco, y, como si hubiera encontrado con un grifo, vuelve las espaldas
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y vuélvese a su casa. Derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa,
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y derrámasele a él la melancolía por el corazón, como si estuviese obligada
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la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias con cosas tan de
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poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en
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puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza
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en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él,
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abrazándose con el suelo, dijo: ''No te me podrás huir, África, porque te
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tengo asida y entre mis brazos''. Así que, Sancho, el haber encontrado con
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estas imágines ha sido para mí felicísimo acontecimiento.
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-Yo así lo creo -respondió Sancho-, y querría que vuestra merced me dijese
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qué es la causa por que dicen los españoles cuando quieren dar alguna
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batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: "¡Santiago, y cierra,
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España!" ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester
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cerrarla, o qué ceremonia es ésta?
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-Simplicísimo eres, Sancho -respondió don Quijote-; y mira que este gran
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caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo
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suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los
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españoles han tenido; y así, le invocan y llaman como a defensor suyo en
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todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente
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en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos
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escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las
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verdaderas historias españolas se cuentan.
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Mudó Sancho plática, y dijo a su amo:
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-Maravillado estoy, señor, de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de
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la duquesa: bravamente la debe de tener herida y traspasada aquel que
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llaman Amor, que dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con estar lagañoso,
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o, por mejor decir, sin vista, si toma por blanco un corazón, por pequeño
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que sea, le acierta y traspasa de parte a parte con sus flechas. He oído
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decir también que en la vergüenza y recato de las doncellas se despuntan y
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embotan las amorosas saetas, pero en esta Altisidora más parece que se
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aguzan que despuntan.
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-Advierte, Sancho -dijo don Quijote-, que el amor ni mira respetos ni
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guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que
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la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las
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humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma,
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lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y así, sin ella
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declaró Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión
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que lástima.
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-¡Crueldad notoria! -dijo Sancho-. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé
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decir que me rindiera y avasallara la más mínima razón amorosa suya.
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¡Hideputa, y qué corazón de mármol, qué entrañas de bronce y qué alma de
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argamasa! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra
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merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire,
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qué rostro, que cada cosa por sí déstas, o todas juntas, le enamoraron; que
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en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde
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la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas
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para espantar que para enamorar; y, habiendo yo también oído decir que la
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hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra
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merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.
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-Advierte, Sancho -respondió don Quijote-, que hay dos maneras de
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hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra
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en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la
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liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden
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estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en
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la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho,
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bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no soy disforme; y
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bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como
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tenga los dotes del alma que te he dicho.
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En estas razones y pláticas se iban entrando por una selva que fuera del
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camino estaba, y a deshora, sin pensar en ello, se halló don Quijote
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enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos árboles a otros
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estaban tendidas; y, sin poder imaginar qué pudiese ser aquello, dijo a
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Sancho:
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-Paréceme, Sancho, que esto destas redes debe de ser una de las más nuevas
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aventuras que pueda imaginar. Que me maten si los encantadores que me
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persiguen no quieren enredarme en ellas y detener mi camino, como en
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venganza de la riguridad que con Altisidora he tenido. Pues mándoles yo
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que, aunque estas redes, si como son hechas de hilo verde fueran de
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durísimos diamantes, o más fuertes que aquélla con que el celoso dios de
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los herreros enredó a Venus y a Marte, así la rompiera como si fuera de
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juncos marinos o de hilachas de algodón.
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Y, queriendo pasar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofrecieron
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delante, saliendo de entre unos árboles, dos hermosísimas pastoras; a lo
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menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino
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brocado, digo, que las sayas eran riquísimos faldellines de tabí de oro.
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Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir
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con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas de
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verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de
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los quince ni pasaba de los diez y ocho.
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Vista fue ésta que admiró a Sancho, suspendió a don Quijote, hizo parar al
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sol en su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso silencio a todos
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cuatro. En fin, quien primero habló fue una de las dos zagalas, que dijo a
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don Quijote:
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-Detened, señor caballero, el paso, y no rompáis las redes, que no para
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daño vuestro, sino para nuestro pasatiempo, ahí están tendidas; y, porque
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sé que nos habéis de preguntar para qué se han puesto y quién somos, os lo
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quiero decir en breves palabras. En una aldea que está hasta dos leguas de
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aquí, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre
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muchos amigos y parientes se concertó que con sus hijos, mujeres y hijas,
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vecinos, amigos y parientes, nos viniésemos a holgar a este sitio, que es
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uno de los más agradables de todos estos contornos, formando entre todos
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una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las doncellas de zagalas y los
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mancebos de pastores. Traemos estudiadas dos églogas, una del famoso poeta
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Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes, en su misma lengua
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portuguesa, las cuales hasta agora no hemos representado. Ayer fue el
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primero día que aquí llegamos; tenemos entre estos ramos plantadas algunas
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tiendas, que dicen se llaman de campaña, en el margen de un abundoso arroyo
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que todos estos prados fertiliza; tendimos la noche pasada estas redes de
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estos árboles para engañar los simples pajarillos, que, ojeados con nuestro
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ruido, vinieren a dar en ellas. Si gustáis, señor, de ser nuestro huésped,
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seréis agasajado liberal y cortésmente; porque por agora en este sitio no
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ha de entrar la pesadumbre ni la melancolía.
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Calló y no dijo más. A lo que respondió don Quijote:
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-Por cierto, hermosísima señora, que no debió de quedar más suspenso ni
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admirado Anteón cuando vio al improviso bañarse en las aguas a Diana, como
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yo he quedado atónito en ver vuestra belleza. Alabo el asumpto de vuestros
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entretenimientos, y el de vuestros ofrecimientos agradezco; y, si os puedo
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servir, con seguridad de ser obedecidas me lo podéis mandar; porque no es
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ésta la profesión mía, sino de mostrarme agradecido y bienhechor con todo
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género de gente, en especial con la principal que vuestras personas
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representa; y, si como estas redes, que deben de ocupar algún pequeño
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espacio, ocuparan toda la redondez de la tierra, buscara yo nuevos mundos
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por do pasar sin romperlas; y porque deis algún crédito a esta mi
|
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exageración, ved que os lo promete, por lo menos, don Quijote de la Mancha,
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si es que ha llegado a vuestros oídos este nombre.
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-¡Ay, amiga de mi alma -dijo entonces la otra zagala-, y qué ventura tan
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grande nos ha sucedido! ¿Ves este señor que tenemos delante? Pues hágote
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saber que es el más valiente, y el más enamorado, y el más comedido que
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tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engaña una historia que de
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sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo apostaré que este buen hombre
|
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que viene consigo es un tal Sancho Panza, su escudero, a cuyas gracias no
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hay ningunas que se le igualen.
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-Así es la verdad -dijo Sancho-: que yo soy ese gracioso y ese escudero que
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vuestra merced dice, y este señor es mi amo, el mismo don Quijote de la
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Mancha historiado y referido.
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-¡Ay! -dijo la otra-. Supliquémosle, amiga, que se quede; que nuestros
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padres y nuestros hermanos gustarán infinito dello, que también he oído yo
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decir de su valor y de sus gracias lo mismo que tú me has dicho, y, sobre
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todo, dicen dél que es el más firme y más leal enamorado que se sabe, y que
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su dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien en toda España la dan la
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palma de la hermosura.
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-Con razón se la dan -dijo don Quijote-, si ya no lo pone en duda vuestra
|
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sin igual belleza. No os canséis, señoras, en detenerme, porque las
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precisas obligaciones de mi profesión no me dejan reposar en ningún cabo.
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Llegó, en esto, adonde los cuatro estaban un hermano de una de las dos
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pastoras, vestido asimismo de pastor, con la riqueza y galas que a las de
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las zagalas correspondía; contáronle ellas que el que con ellas estaba era
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el valeroso don Quijote de la Mancha, y el otro, su escudero Sancho, de
|
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quien tenía él ya noticia, por haber leído su historia. Ofreciósele el
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gallardo pastor, pidióle que se viniese con él a sus tiendas; húbolo de
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conceder don Quijote, y así lo hizo.
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Llegó, en esto, el ojeo, llenáronse las redes de pajarillos diferentes que,
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engañados de la color de las redes, caían en el peligro de que iban
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huyendo. Juntáronse en aquel sitio más de treinta personas, todas
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bizarramente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron
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enteradas de quiénes eran don Quijote y su escudero, de que no poco
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contento recibieron, porque ya tenían dél noticia por su historia.
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Acudieron a las tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas, abundantes y
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limpias; honraron a don Quijote dándole el primer lugar en ellas; mirábanle
|
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todos, y admirábanse de verle.
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Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzó don Quijote la voz,
|
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y dijo:
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-Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen
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que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo
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que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este
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pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el
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instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me
|
|
hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando
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éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras
|
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que recibe, también las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la
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|
mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan; y así, es Dios
|
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sobre todos, porque es dador sobre todos y no pueden corresponder las
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dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y
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|
esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo,
|
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pues, agradecido a la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo
|
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corresponder a la misma medida, conteniéndome en los estrechos límites de
|
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mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y así, digo
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que sustentaré dos días naturales en metad de ese camino real que va a
|
|
Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas que aquí están son las más
|
|
hermosas doncellas y más corteses que hay en el mundo, excetado sólo a la
|
|
sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea
|
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dicho de cuantos y cuantas me escuchan.
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Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atención le había estado escuchando,
|
|
dando una gran voz, dijo:
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-¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar
|
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que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay
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cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo
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que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de
|
|
valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?
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Volvióse don Quijote a Sancho, y, encendido el rostro y colérico, le dijo:
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-¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga
|
|
que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso
|
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y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy
|
|
discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si está
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desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento, que, con
|
|
la razón que va de mi parte, puedes dar por vencidos a todos cuantos
|
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quisieren contradecirla.
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Y, con gran furia y muestras de enojo, se levantó de la silla, dejando
|
|
admirados a los circunstantes, haciéndoles dudar si le podían tener por
|
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loco o por cuerdo. Finalmente, habiéndole persuadido que no se pusiese en
|
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tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que
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no eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo valeroso, pues
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bastaban las que en la historia de sus hechos se referían, con todo esto,
|
|
salió don Quijote con su intención; y, puesto sobre Rocinante, embrazando
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su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no
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|
lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho sobre su rucio, con toda la
|
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gente del pastoral rebaño, deseosos de ver en qué paraba su arrogante y
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nunca visto ofrecimiento.
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Puesto, pues, don Quijote en mitad del camino -como os he dicho-, hirió el
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|
aire con semejantes palabras:
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-¡Oh vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a
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pie y de a caballo que por este camino pasáis, o habéis de pasar en estos
|
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dos días siguientes! Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante,
|
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está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías del
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mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados
|
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y bosques, dejando a un lado a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso.
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|
Por eso, el que fuere de parecer contrario, acuda, que aquí le espero.
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|
Dos veces repitió estas mismas razones, y dos veces no fueron oídas de
|
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ningún aventurero; pero la suerte, que sus cosas iba encaminando de mejor
|
|
en mejor, ordenó que de allí a poco se descubriese por el camino
|
|
muchedumbre de hombres de a caballo, y muchos dellos con lanzas en las
|
|
manos, caminando todos apiñados, de tropel y a gran priesa. No los hubieron
|
|
bien visto los que con don Quijote estaban, cuando, volviendo las espaldas,
|
|
se apartaron bien lejos del camino, porque conocieron que si esperaban les
|
|
podía suceder algún peligro; sólo don Quijote, con intrépido corazón, se
|
|
estuvo quedo, y Sancho Panza se escudó con las ancas de Rocinante.
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Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más delante, a
|
|
grandes voces comenzó a decir a don Quijote:
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-¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos
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toros!
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-¡Ea, canalla -respondió don Quijote-, para mí no hay toros que valgan,
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|
aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas! Confesad,
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malandrines, así a carga cerrada, que es verdad lo que yo aquí he
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publicado; si no, conmigo sois en batalla.
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No tuvo lugar de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse,
|
|
aunque quisiera; y así, el tropel de los toros bravos y el de los mansos
|
|
cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes que a encerrar
|
|
los llevaban a un lugar donde otro día habían de correrse, pasaron sobre
|
|
don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en
|
|
tierra, echándole a rodar por el suelo. Quedó molido Sancho, espantado don
|
|
Quijote, aporreado el rucio y no muy católico Rocinante; pero, en fin, se
|
|
levantaron todos, y don Quijote, a gran priesa, tropezando aquí y cayendo
|
|
allí, comenzó a correr tras la vacada, diciendo a voces:
|
|
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|
-¡Deteneos y esperad, canalla malandrina, que un solo caballero os espera,
|
|
el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo
|
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que huye, hacerle la puente de plata!
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Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más
|
|
caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansancio a
|
|
don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a
|
|
que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo
|
|
y mozo, y, sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y
|
|
con más vergüenza que gusto, siguieron su camino.
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Capítulo LIX. Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede
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tener por aventura, que le sucedió a don Quijote
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Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del
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descomedimiento de los toros, socorrió una fuente clara y limpia que entre
|
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una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin
|
|
jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se
|
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sentaron. Acudió Sancho a la repostería de su alforjas, y dellas sacó de lo
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|
que él solía llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don Quijote el
|
|
rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No
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comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los
|
|
manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor
|
|
hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se
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|
acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y, atropellando por
|
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todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso
|
|
que se le ofrecía.
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-Come, Sancho amigo -dijo don Quijote-, sustenta la vida, que más que a mí
|
|
te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de
|
|
mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir
|
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comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en
|
|
historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de
|
|
príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba
|
|
palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas
|
|
hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de
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animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes,
|
|
entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la
|
|
gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más
|
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cruel de las muertes.
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-Desa manera -dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa- no aprobará vuestra
|
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merced aquel refrán que dicen: "muera Marta, y muera harta". Yo, a lo
|
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menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero,
|
|
que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere;
|
|
yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado
|
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el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer
|
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desesperarse como vuestra merced, y créame, y después de comido, échese a
|
|
dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando
|
|
despierte se halla algo más aliviado.
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Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de
|
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filósofo que de mentecato, y díjole:
|
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-Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían
|
|
mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes; y es que,
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|
mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos
|
|
de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te
|
|
dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y
|
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tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es lástima no
|
|
pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y
|
|
negligencia.
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-Hay mucho que decir en eso -dijo Sancho-. Durmamos, por ahora, entrambos,
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y después, Dios dijo lo que será. Sepa vuestra merced que esto de azotarse
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un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un
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cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea,
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que, cuando menos se cate, me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la
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muerte, todo es vida; quiero decir que aún yo la tengo, junto con el deseo
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de cumplir con lo que he prometido.
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Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a
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dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del
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abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos
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compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron
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a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que,
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al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don
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Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas
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castillos.
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Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles
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respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en
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Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien
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el huésped le dio la llave; llevó las bestias a la caballeriza, echóles sus
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piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo,
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le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le
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hubiese parecido castillo aquella venta.
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Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al
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huésped que qué tenía para darles de cenar. A lo que el huésped respondió
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que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese: que de las
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pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar
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estaba proveída aquella venta.
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-No es menester tanto -respondió Sancho-, que con un par de pollos que nos
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asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo
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no soy tragantón en demasía.
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Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían
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asolados.
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-Pues mande el señor huésped -dijo Sancho- asar una polla que sea tierna.
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-¿Polla? ¡Mi padre! -respondió el huésped-. En verdad en verdad que envié
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ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida
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vuestra merced lo que quisiere.
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-Desa manera -dijo Sancho-, no faltará ternera o cabrito.
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-En casa, por ahora -respondió el huésped-, no lo hay, porque se ha
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acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra.
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-¡Medrados estamos con eso! -respondió Sancho-. Yo pondré que se vienen a
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resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y
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huevos.
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-¡Por Dios -respondió el huésped-, que es gentil relente el que mi huésped
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tiene!, pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que
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tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de
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pedir gallinas.
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-Resolvámonos, cuerpo de mí -dijo Sancho-, y dígame finalmente lo que
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tiene, y déjese de discurrimientos, señor huésped.
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Dijo el ventero:
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-Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos
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de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas
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con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo:
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''¡Coméme! ¡Coméme!''
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-Por mías las marco desde aquí -dijo Sancho-; y nadie las toque, que yo las
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pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de
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más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como fuesen uñas.
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-Nadie las tocará -dijo el ventero-, porque otros huéspedes que tengo, de
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puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería.
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-Si por principales va -dijo Sancho-, ninguno más que mi amo; pero el
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oficio que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en
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mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.
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Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar
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adelante en responderle; que ya le había preguntado qué oficio o qué
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ejercicio era el de su amo.
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Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote,
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trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy de
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propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote
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estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:
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-Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la
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cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.
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Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto
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escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido
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respondió:
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-¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos
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disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don
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Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta
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segunda.
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-Con todo eso -dijo el don Juan-, será bien leerla, pues no hay libro tan
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malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es
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que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
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Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:
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-Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede
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olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que
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va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede
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ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la
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firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza
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alguna.
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-¿Quién es el que nos responde? -respondieron del otro aposento.
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-¿Quién ha de ser -respondió Sancho- sino el mismo don Quijote de la
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Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen
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pagador no le duelen prendas.
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Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento
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dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al
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cuello de don Quijote, le dijo:
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-Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre
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puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el
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verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante
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caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y
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aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí
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os entrego.
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Y, poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don
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Quijote, y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco
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se le volvió, diciendo:
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-En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de
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reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la
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otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y
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la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de
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la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer
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de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino
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Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá
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temer que yerra en todas las demás de la historia.
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A esto dijo Sancho:
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-¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento
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de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez!
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Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado
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el nombre.
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-Por lo que he oído hablar, amigo -dijo don Jerónimo-, sin duda debéis de
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ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.
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-Sí soy -respondió Sancho-, y me precio dello.
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-Pues a fe -dijo el caballero- que no os trata este autor moderno con la
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limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor, y simple, y no
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nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia
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de vuestro amo se describe.
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-Dios se lo perdone -dijo Sancho-. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de
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mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma.
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Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar
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con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas
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pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido,
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condecenció con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla con
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mero mixto imperio; sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que
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no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uñas aficionado.
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En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía
|
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de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida o
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preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba -guardando su honestidad
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y buen decoro- de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que
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él respondió:
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-Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las
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correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez
|
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labradora transformada.
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Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea,
|
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y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el
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|
sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de
|
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Sancho.
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Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don
|
|
Quijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de
|
|
sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían
|
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por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse
|
|
qué grado le darían entre la discreción y la locura.
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Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la
|
|
estancia de su amo; y, en entrando, dijo:
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-Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen
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quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llama
|
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comilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.
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-Sí llama -dijo don Jerónimo-, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé
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que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver
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en la fisonomía del buen Sancho que está presente.
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-Créanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote desa
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historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide
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Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y
|
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enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.
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-Yo así lo creo -dijo don Juan-; y si fuera posible, se había de mandar que
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ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese
|
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Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno
|
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fuese osado a retratarle sino Apeles.
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-Retráteme el que quisiere -dijo don Quijote-, pero no me maltrate; que
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muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.
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-Ninguna -dijo don Juan- se le puede hacer al señor don Quijote de quien él
|
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no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi
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parecer, es fuerte y grande.
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|
En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don
|
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Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que
|
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discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído
|
|
y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia
|
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de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le
|
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había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han
|
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de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba
|
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determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas
|
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del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole
|
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don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien
|
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se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención,
|
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pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.
|
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-Por el mismo caso -respondió don Quijote-, no pondré los pies en Zaragoza,
|
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y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y
|
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echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.
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-Hará muy bien -dijo don Jerónimo-; y otras justas hay en Barcelona, donde
|
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podrá el señor don Quijote mostrar su valor.
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-Así lo pienso hacer -dijo don Quijote-; y vuesas mercedes me den licencia,
|
|
pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de
|
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sus mayores amigos y servidores.
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-Y a mí también -dijo Sancho-: quizá seré bueno para algo.
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Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento,
|
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dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había
|
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hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstos
|
|
eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor
|
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aragonés.
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Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se
|
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despidió de sus huéspedes. Pagó Sancho al ventero magníficamente, y
|
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aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese más
|
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proveída.
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Capítulo LX. De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona
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Era fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don
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Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho
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camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que
|
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tenía de sacar mentiroso aquel nuevo historiador que tanto decían que le
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vituperaba.
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Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse
|
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en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó la
|
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noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la
|
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puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.
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Apeáronse de sus bestias amo y mozo, y, acomodándose a los troncos de los
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árboles, Sancho, que había merendado aquel día, se dejó entrar de rondón
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por las puertas del sueño; pero don Quijote, a quien desvelaban sus
|
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imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos; antes iba y
|
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venía con el pensamiento por mil géneros de lugares. Ya le parecía hallarse
|
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en la cueva de Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su pollina a la
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convertida en labradora Dulcinea; ya que le sonaban en los oídos las
|
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palabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias que
|
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se habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesperábase de
|
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ver la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creía,
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|
solos cinco azotes se había dado, número desigual y pequeño para los
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infinitos que le faltaban; y desto recibió tanta pesadumbre y enojo, que
|
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hizo este discurso:
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-Si nudo gordiano cortó el Magno Alejandro, diciendo: ''Tanto monta cortar
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como desatar'', y no por eso dejó de ser universal señor de toda la Asia,
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|
ni más ni menos podría suceder ahora en el desencanto de Dulcinea, si yo
|
|
azotase a Sancho a pesar suyo; que si la condición deste remedio está en
|
|
que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a mí que se
|
|
los dé él, o que se los dé otro, pues la sustancia está en que él los
|
|
reciba, lleguen por do llegaren?
|
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|
Con esta imaginación se llegó a Sancho, habiendo primero tomado las riendas
|
|
de Rocinante, y acomodádolas en modo que pudiese azotarle con ellas,
|
|
comenzóle a quitar las cintas, que es opinión que no tenía más que la
|
|
delantera, en que se sustentaban los greguescos; pero, apenas hubo llegado,
|
|
cuando Sancho despertó en todo su acuerdo, y dijo:
|
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|
-¿Qué es esto? ¿Quién me toca y desencinta?
|
|
|
|
-Yo soy -respondió don Quijote-, que vengo a suplir tus faltas y a remediar
|
|
mis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar, en parte, la deuda a
|
|
que te obligaste. Dulcinea perece; tú vives en descuido; yo muero deseando;
|
|
y así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en esta soledad,
|
|
por lo menos, dos mil azotes.
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|
-Eso no -dijo Sancho-; vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios
|
|
verdadero que nos han de oír los sordos. Los azotes a que yo me obligué han
|
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de ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme;
|
|
basta que doy a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando en
|
|
voluntad me viniere.
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-No hay dejarlo a tu cortesía, Sancho -dijo don Quijote-, porque eres duro
|
|
de corazón, y, aunque villano, blando de carnes.
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|
Y así, procuraba y pugnaba por desenlazarle. Viendo lo cual Sancho Panza,
|
|
se puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido,
|
|
y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba; púsole
|
|
la rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenía las manos, de
|
|
modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:
|
|
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|
-¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas? ¿Con quien te
|
|
da su pan te atreves?
|
|
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|
-Ni quito rey, ni pongo rey -respondió Sancho-, sino ayúdome a mí, que soy
|
|
mi señor. Vuesa merced me prometa que se estará quedo, y no tratará de
|
|
azotarme por agora, que yo le dejaré libre y desembarazado; donde no,
|
|
|
|
Aquí morirás, traidor,
|
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|
enemigo de doña Sancha.
|
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|
Prometióselo don Quijote, y juró por vida de sus pensamientos no tocarle en
|
|
el pelo de la ropa, y que dejaría en toda su voluntad y albedrío el
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|
azotarse cuando quisiese.
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|
|
Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y, yendo a
|
|
arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza, y, alzando las
|
|
manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo;
|
|
acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijote
|
|
que le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y, preguntándole qué le había
|
|
sucedido y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellos
|
|
árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote,
|
|
y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:
|
|
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|
-No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no
|
|
vees, sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles
|
|
están ahorcados; que por aquí los suele ahorcar la justicia cuando los
|
|
coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a
|
|
entender que debo de estar cerca de Barcelona.
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|
Y así era la verdad como él lo había imaginado.
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|
Al parecer alzaron los ojos, y vieron los racimos de aquellos árboles, que
|
|
eran cuerpos de bandoleros. Ya, en esto, amanecía, y si los muertos los
|
|
habían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos
|
|
que de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que
|
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estuviesen quedos, y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.
|
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Hallóse don Quijote a pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada a un
|
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árbol, y, finalmente, sin defensa alguna; y así, tuvo por bien de cruzar
|
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las manos e inclinar la cabeza, guardándose para mejor sazón y coyuntura.
|
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Acudieron los bandoleros a espulgar al rucio, y a no dejarle ninguna cosa
|
|
de cuantas en las alforjas y la maleta traía; y avínole bien a Sancho que
|
|
en una ventrera que tenía ceñida venían los escudos del duque y los que
|
|
habían sacado de su tierra, y, con todo eso, aquella buena gente le
|
|
escardara y le mirara hasta lo que entre el cuero y la carne tuviera
|
|
escondido, si no llegara en aquella sazón su capitán, el cual mostró ser de
|
|
hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana
|
|
proporción, de mirar grave y color morena. Venía sobre un poderoso caballo,
|
|
vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes -que en aquella tierra se
|
|
llaman pedreñales- a los lados. Vio que sus escuderos, que así llaman a los
|
|
que andan en aquel ejercicio, iban a despojar a Sancho Panza; mandóles que
|
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no lo hiciesen, y fue luego obedecido; y así se escapó la ventrera.
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|
Admiróle ver lanza arrimada al árbol, escudo en el suelo, y a don Quijote
|
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armado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudiera
|
|
formar la misma tristeza. Llegóse a él diciéndole:
|
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-No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos de
|
|
algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más de
|
|
compasivas que de rigurosas.
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-No es mi tristeza -respondió don Quijote- haber caído en tu poder, ¡oh
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|
valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!,
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sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin
|
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el freno, estando yo obligado, según la orden de la andante caballería, que
|
|
profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mí
|
|
mismo; porque te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi
|
|
caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme,
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|
porque yo soy don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene
|
|
lleno todo el orbe.
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Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más en
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locura que en valentía, y, aunque algunas veces le había oído nombrar,
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nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a que semejante
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humor reinase en corazón de hombre; y holgóse en estremo de haberle
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encontrado, para tocar de cerca lo que de lejos dél había oído; y así, le
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dijo:
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-Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna ésta
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en que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcida
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suerte se enderezase; que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de
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los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los
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pobres.
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Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un
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ruido como de tropel de caballos, y no era sino un solo, sobre el cual
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venía a toda furia un mancebo, al parecer de hasta veinte años, vestido de
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damasco verde, con pasamanos de oro, greguescos y saltaembarca, con
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sombrero terciado, a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y
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espada doradas, una escopeta pequeña en las manos y dos pistolas a los
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lados. Al ruido volvió Roque la cabeza y vio esta hermosa figura, la cual,
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en llegando a él, dijo:
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-En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!, para hallar en ti, si no remedio,
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a lo menos alivio en mi desdicha; y, por no tenerte suspenso, porque sé que
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no me has conocido, quiero decirte quién soy: y soy Claudia Jerónima, hija
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de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel
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Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario
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bando; y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don Vicente
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Torrellas se llama, o, a lo menos, se llamaba no ha dos horas. Éste, pues,
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por abreviar el cuento de mi desventura, te diré en breves palabras la que
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me ha causado. Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme, a hurto de mi
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padre; porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, a
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quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropellados
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deseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo, y yo le di la palabra
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de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidado
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de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse,
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nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y, por no estar mi
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padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, y
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apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua
|
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de aquí; y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé estas
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escopetas, y, por añadidura, estas dos pistolas; y, a lo que creo, le debí
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de encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por donde
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envuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados, que
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no osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que me
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pases a Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogarte
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defiendas a mi padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan a
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tomar en él desaforada venganza.
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Roque, admirado de la gallardía, bizarría, buen talle y suceso de la
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hermosa Claudia, le dijo:
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-Ven, señora, y vamos a ver si es muerto tu enemigo, que después veremos lo
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que más te importare.
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Don Quijote, que estaba escuchando atentamente lo que Claudia había dicho y
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lo que Roque Guinart respondió, dijo:
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-No tiene nadie para qué tomar trabajo en defender a esta señora, que lo
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tomo yo a mi cargo: denme mi caballo y mis armas, y espérenme aquí, que yo
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iré a buscar a ese caballero, y, muerto o vivo, le haré cumplir la palabra
|
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prometida a tanta belleza.
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-Nadie dude de esto -dijo Sancho-, porque mi señor tiene muy buena mano
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para casamentero, pues no ha muchos días que hizo casar a otro que también
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negaba a otra doncella su palabra; y si no fuera porque los encantadores
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que le persiguen le mudaron su verdadera figura en la de un lacayo, ésta
|
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fuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera.
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Roque, que atendía más a pensar en el suceso de la hermosa Claudia que en
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las razones de amo y mozo, no las entendió; y, mandando a sus escuderos que
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volviesen a Sancho todo cuanto le habían quitado del rucio, mandándoles
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asimesmo que se retirasen a la parte donde aquella noche habían estado
|
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alojados, y luego se partió con Claudia a toda priesa a buscar al herido, o
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muerto, don Vicente. Llegaron al lugar donde le encontró Claudia, y no
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hallaron en él sino recién derramada sangre; pero, tendiendo la vista por
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todas partes, descubrieron por un recuesto arriba alguna gente, y diéronse
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a entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien sus
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criados, o muerto o vivo, llevaban, o para curarle, o para enterrarle;
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diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo
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hicieron.
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Hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada y
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debilitada voz rogaba que le dejasen allí morir, porque el dolor de las
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heridas no consentía que más adelante pasase.
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Arrojáronse de los caballos Claudia y Roque, llegáronse a él, temieron los
|
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criados la presencia de Roque, y Claudia se turbó en ver la de don Vicente;
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y así, entre enternecida y rigurosa, se llegó a él, y asiéndole de las
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manos, le dijo:
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-Si tú me dieras éstas, conforme a nuestro concierto, nunca tú te vieras en
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este paso.
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Abrió los casi cerrados ojos el herido caballero, y, conociendo a Claudia,
|
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le dijo:
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-Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto:
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pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales, ni con mis obras,
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jamás quise ni supe ofenderte.
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-Luego, ¿no es verdad -dijo Claudia- que ibas esta mañana a desposarte con
|
|
Leonora, la hija del rico Balvastro?
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-No, por cierto -respondió don Vicente-; mi mala fortuna te debió de llevar
|
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estas nuevas, para que, celosa, me quitases la vida, la cual, pues la dejo
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en tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por venturosa. Y, para
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|
asegurarte desta verdad, aprieta la mano y recíbeme por esposo, si
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quisieres, que no tengo otra mayor satisfación que darte del agravio que
|
|
piensas que de mí has recebido.
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Apretóle la mano Claudia, y apretósele a ella el corazón, de manera que
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sobre la sangre y pecho de don Vicente se quedó desmayada, y a él le tomó
|
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un mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía qué hacerse.
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Acudieron los criados a buscar agua que echarles en los rostros, y
|
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trujéronla, con que se los bañaron. Volvió de su desmayo Claudia, pero no
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de su parasismo don Vicente, porque se le acabó la vida. Visto lo cual de
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Claudia, habiéndose enterado que ya su dulce esposo no vivía, rompió los
|
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aires con suspiros, hirió los cielos con quejas, maltrató sus cabellos,
|
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entregándolos al viento, afeó su rostro con sus propias manos, con todas
|
|
las muestras de dolor y sentimiento que de un lastimado pecho pudieran
|
|
imaginarse.
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-¡Oh cruel e inconsiderada mujer -decía-, con qué facilidad te moviste a
|
|
poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a
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|
qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo
|
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mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a
|
|
la sepultura!
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Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las lágrimas de
|
|
los ojos de Roque, no acostumbrados a verterlas en ninguna ocasión.
|
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Lloraban los criados, desmayábase a cada paso Claudia, y todo aquel
|
|
circuito parecía campo de tristeza y lugar de desgracia. Finalmente, Roque
|
|
Guinart ordenó a los criados de don Vicente que llevasen su cuerpo al lugar
|
|
de su padre, que estaba allí cerca, para que le diesen sepultura. Claudia
|
|
dijo a Roque que querría irse a un monasterio donde era abadesa una tía
|
|
suya, en el cual pensaba acabar la vida, de otro mejor esposo y más eterno
|
|
acompañada. Alabóle Roque su buen propósito, ofreciósele de acompañarla
|
|
hasta donde quisiese, y de defender a su padre de los parientes y de todo
|
|
el mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su compañía Claudia, en ninguna
|
|
manera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo,
|
|
se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, y
|
|
Roque se volvió a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia
|
|
Jerónima. Pero, ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia
|
|
las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?
|
|
|
|
Halló Roque Guinart a sus escuderos en la parte donde les había ordenado, y
|
|
a don Quijote entre ellos, sobre Rocinante, haciéndoles una plática en que
|
|
les persuadía dejasen aquel modo de vivir tan peligroso, así para el alma
|
|
como para el cuerpo; pero, como los más eran gascones, gente rústica y
|
|
desbaratada, no les entraba bien la plática de don Quijote. Llegado que fue
|
|
Roque, preguntó a Sancho Panza si le habían vuelto y restituido las alhajas
|
|
y preseas que los suyos del rucio le habían quitado. Sancho respondió que
|
|
sí, sino que le faltaban tres tocadores, que valían tres ciudades.
|
|
|
|
-¿Qué es lo que dices, hombre? -dijo uno de los presentes-, que yo los
|
|
tengo, y no valen tres reales.
|
|
|
|
-Así es -dijo don Quijote-, pero estímalos mi escudero en lo que ha dicho,
|
|
por habérmelos dado quien me los dio.
|
|
|
|
Mandóselos volver al punto Roque Guinart, y, mandando poner los suyos en
|
|
ala, mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas, y dineros, y todo
|
|
aquello que desde la última repartición habían robado; y, haciendo
|
|
brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a dineros,
|
|
lo repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia que no
|
|
pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con
|
|
lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a don
|
|
Quijote:
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|
|
-Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con
|
|
ellos.
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|
A lo que dijo Sancho:
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-Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que
|
|
se use aun entre los mesmos ladrones.
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|
Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de un arcabuz, con el cual, sin
|
|
duda, le abriera la cabeza a Sancho, si Roque Guinart no le diera voces que
|
|
se detuviese. Pasmóse Sancho, y propuso de no descoser los labios en tanto
|
|
que entre aquella gente estuviese.
|
|
|
|
Llegó, en esto, uno o algunos de aquellos escuderos que estaban puestos por
|
|
centinelas por los caminos para ver la gente que por ellos venía y dar
|
|
aviso a su mayor de lo que pasaba, y éste dijo:
|
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|
-Señor, no lejos de aquí, por el camino que va a Barcelona, viene un gran
|
|
tropel de gente.
|
|
|
|
A lo que respondió Roque:
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|
-¿Has echado de ver si son de los que nos buscan, o de los que nosotros
|
|
buscamos?
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|
|
-No, sino de los que buscamos -respondió el escudero.
|
|
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|
-Pues salid todos -replicó Roque-, y traédmelos aquí luego, sin que se os
|
|
escape ninguno.
|
|
|
|
Hiciéronlo así, y, quedándose solos don Quijote, Sancho y Roque, aguardaron
|
|
a ver lo que los escuderos traían; y, en este entretanto, dijo Roque a don
|
|
Quijote:
|
|
|
|
-Nueva manera de vida le debe de parecer al señor don Quijote la nuestra,
|
|
nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos; y no me maravillo que
|
|
así le parezca, porque realmente le confieso que no hay modo de vivir más
|
|
inquieto ni más sobresaltado que el nuestro. A mí me han puesto en él no sé
|
|
qué deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los más sosegados
|
|
corazones; yo, de mi natural, soy compasivo y bien intencionado; pero, como
|
|
tengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo, así da con
|
|
todas mis buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, a
|
|
despecho y pesar de lo que entiendo; y, como un abismo llama a otro y un
|
|
pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que no sólo
|
|
las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo; pero Dios es servido de que,
|
|
aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la
|
|
esperanza de salir dél a puerto seguro.
|
|
|
|
Admirado quedó don Quijote de oír hablar a Roque tan buenas y concertadas
|
|
razones, porque él se pensaba que, entre los de oficios semejantes de
|
|
robar, matar y saltear no podía haber alguno que tuviese buen discurso, y
|
|
respondióle:
|
|
|
|
-Señor Roque, el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en
|
|
querer tomar el enfermo las medicinas que el médico le ordena: vuestra
|
|
merced está enfermo, conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por mejor
|
|
decir, que es nuestro médico, le aplicará medicinas que le sanen, las
|
|
cuales suelen sanar poco a poco y no de repente y por milagro; y más, que
|
|
los pecadores discretos están más cerca de enmendarse que los simples; y,
|
|
pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino
|
|
tener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia; y si
|
|
vuestra merced quiere ahorrar camino y ponerse con facilidad en el de su
|
|
salvación, véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser caballero andante,
|
|
donde se pasan tantos trabajos y desventuras que, tomándolas por
|
|
penitencia, en dos paletas le pondrán en el cielo.
|
|
|
|
Rióse Roque del consejo de don Quijote, a quien, mudando plática, contó el
|
|
trágico suceso de Claudia Jerónima, de que le pesó en estremo a Sancho, que
|
|
no le había parecido mal la belleza, desenvoltura y brío de la moza.
|
|
|
|
Llegaron, en esto, los escuderos de la presa, trayendo consigo dos
|
|
caballeros a caballo, y dos peregrinos a pie, y un coche de mujeres con
|
|
hasta seis criados, que a pie y a caballo las acompañaban, con otros dos
|
|
mozos de mulas que los caballeros traían. Cogiéronlos los escuderos en
|
|
medio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, esperando a que el
|
|
gran Roque Guinart hablase, el cual preguntó a los caballeros que quién
|
|
eran y adónde iban, y qué dinero llevaban. Uno dellos le respondió:
|
|
|
|
-Señor, nosotros somos dos capitanes de infantería española; tenemos
|
|
nuestras compañías en Nápoles y vamos a embarcarnos en cuatro galeras, que
|
|
dicen están en Barcelona con orden de pasar a Sicilia; llevamos hasta
|
|
docientos o trecientos escudos, con que, a nuestro parecer, vamos ricos y
|
|
contentos, pues la estrecheza ordinaria de los soldados no permite mayores
|
|
tesoros.
|
|
|
|
Preguntó Roque a los peregrinos lo mesmo que a los capitanes; fuele
|
|
respondido que iban a embarcarse para pasar a Roma, y que entre entrambos
|
|
podían llevar hasta sesenta reales. Quiso saber también quién iba en el
|
|
coche, y adónde, y el dinero que llevaban; y uno de los de a caballo dijo:
|
|
|
|
-Mi señora doña Guiomar de Quiñones, mujer del regente de la Vicaría de
|
|
Nápoles, con una hija pequeña, una doncella y una dueña, son las que van en
|
|
el coche; acompañámosla seis criados, y los dineros son seiscientos
|
|
escudos.
|
|
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|
-De modo -dijo Roque Guinart-, que ya tenemos aquí novecientos escudos y
|
|
sesenta reales; mis soldados deben de ser hasta sesenta; mírese a cómo le
|
|
cabe a cada uno, porque yo soy mal contador.
|
|
|
|
Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz, diciendo:
|
|
|
|
-¡Viva Roque Guinart muchos años, a pesar de los lladres que su perdición
|
|
procuran!
|
|
|
|
Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora regenta, y no se
|
|
holgaron nada los peregrinos, viendo la confiscación de sus bienes. Túvolos
|
|
así un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza,
|
|
que ya se podía conocer a tiro de arcabuz, y, volviéndose a los capitanes,
|
|
dijo:
|
|
|
|
-Vuesas mercedes, señores capitanes, por cortesía, sean servidos de
|
|
prestarme sesenta escudos, y la señora regenta ochenta, para contentar
|
|
esta escuadra que me acompaña, porque el abad, de lo que canta yanta, y
|
|
luego puédense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvoconduto
|
|
que yo les daré, para que, si toparen otras de algunas escuadras mías que
|
|
tengo divididas por estos contornos, no les hagan daño; que no es mi
|
|
intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que
|
|
son principales.
|
|
|
|
Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes
|
|
agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que, por tal la tuvieron,
|
|
en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso
|
|
arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él
|
|
no lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del agravio que le
|
|
hacía, forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio.
|
|
Mandó la señora regenta a un criado suyo diese luego los ochenta escudos
|
|
que le habían repartido, y ya los capitanes habían desembolsado los
|
|
sesenta. Iban los peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque les dijo que
|
|
se estuviesen quedos, y volviéndose a los suyos, les dijo:
|
|
|
|
-Destos escudos dos tocan a cada uno, y sobran veinte: los diez se den a
|
|
estos peregrinos, y los otros diez a este buen escudero, porque pueda decir
|
|
bien de esta aventura.
|
|
|
|
Y, trayéndole aderezo de escribir, de que siempre andaba proveído, Roque
|
|
les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras, y,
|
|
despidiéndose dellos, los dejó ir libres, y admirados de su nobleza, de su
|
|
gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro
|
|
Magno que por ladrón conocido. Uno de los escuderos dijo en su lengua
|
|
gascona y catalana:
|
|
|
|
-Este nuestro capitán más es para frade que para bandolero: si de aquí
|
|
adelante quisiere mostrarse liberal séalo con su hacienda y no con la
|
|
nuestra.
|
|
|
|
No lo dijo tan paso el desventurado que dejase de oírlo Roque, el cual,
|
|
echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes,
|
|
diciéndole:
|
|
|
|
-Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos.
|
|
|
|
Pasmáronse todos, y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obediencia
|
|
que le tenían.
|
|
|
|
Apartóse Roque a una parte y escribió una carta a un su amigo, a Barcelona,
|
|
dándole aviso como estaba consigo el famoso don Quijote de la Mancha, aquel
|
|
caballero andante de quien tantas cosas se decían; y que le hacía saber que
|
|
era el más gracioso y el más entendido hombre del mundo, y que de allí a
|
|
cuatro días, que era el de San Juan Bautista, se le pondría en mitad de la
|
|
playa de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante, su caballo,
|
|
y a su escudero Sancho sobre un asno, y que diese noticia desto a sus
|
|
amigos los Niarros, para que con él se solazasen; que él quisiera que
|
|
carecieran deste gusto los Cadells, sus contrarios, pero que esto era
|
|
imposible, a causa que las locuras y discreciones de don Quijote y los
|
|
donaires de su escudero Sancho Panza no podían dejar de dar gusto general a
|
|
todo el mundo. Despachó estas cartas con uno de sus escuderos, que, mudando
|
|
el traje de bandolero en el de un labrador, entró en Barcelona y la dio a
|
|
quien iba.
|
|
|
|
|
|
|
|
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|
|
Capítulo LXI. De lo que le sucedió a don Quijote en la entrada de
|
|
Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo
|
|
discreto
|
|
|
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|
|
Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera
|
|
trecientos años, no le faltara qué mirar y admirar en el modo de su vida:
|
|
aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y
|
|
otras esperaban, sin saber a quién. Dormían en pie, interrompiendo el
|
|
sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar
|
|
centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traían pocos,
|
|
porque todos se servían de pedreñales. Roque pasaba las noches apartado de
|
|
los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba;
|
|
porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona había echado sobre su
|
|
vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo
|
|
que los mismos suyos, o le habían de matar, o entregar a la justicia: vida,
|
|
por cierto, miserable y enfadosa.
|
|
|
|
En fin, por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas, partieron
|
|
Roque, don Quijote y Sancho con otros seis escuderos a Barcelona. Llegaron
|
|
a su playa la víspera de San Juan en la noche, y, abrazando Roque a don
|
|
Quijote y a Sancho, a quien dio los diez escudos prometidos, que hasta
|
|
entonces no se los había dado, los dejó, con mil ofrecimientos que de la
|
|
una a la otra parte se hicieron.
|
|
|
|
Volvióse Roque; quedóse don Quijote esperando el día, así, a caballo, como
|
|
estaba, y no tardó mucho cuando comenzó a descubrirse por los balcones del
|
|
Oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en
|
|
lugar de alegrar el oído; aunque al mesmo instante alegraron también el
|
|
oído el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, ''¡trapa,
|
|
trapa, aparta, aparta!'' de corredores, que, al parecer, de la ciudad
|
|
salían. Dio lugar la aurora al sol, que, un rostro mayor que el de una
|
|
rodela, por el más bajo horizonte, poco a poco, se iba levantando.
|
|
|
|
Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar,
|
|
hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más
|
|
que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las
|
|
galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se
|
|
descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y
|
|
besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías,
|
|
que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos.
|
|
Comenzaron a moverse y a hacer modo de escaramuza por las sosegadas aguas,
|
|
correspondiéndoles casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad
|
|
sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían. Los soldados de las
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galeras disparaban infinita artillería, a quien respondían los que estaban
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en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con
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espantoso estruendo rompía los vientos, a quien respondían los cañones de
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crujía de las galeras. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro,
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sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y
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engendrando gusto súbito en todas las gentes.
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No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos
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que por el mar se movían. En esto, llegaron corriendo, con grita, lililíes
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y algazara, los de las libreas adonde don Quijote suspenso y atónito
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estaba, y uno dellos, que era el avisado de Roque, dijo en alta voz a don
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Quijote:
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-Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el
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norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene. Bien
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sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el
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ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han
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mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide
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Hamete Benengeli, flor de los historiadores.
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No respondió don Quijote palabra, ni los caballeros esperaron a que la
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respondiese, sino, volviéndose y revolviéndose con los demás que los
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seguían, comenzaron a hacer un revuelto caracol al derredor de don Quijote;
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el cual, volviéndose a Sancho, dijo:
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-Éstos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia y
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aun la del aragonés recién impresa.
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Volvió otra vez el caballero que habló a don Quijote, y díjole:
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-Vuesa merced, señor don Quijote, se venga con nosotros, que todos somos
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sus servidores y grandes amigos de Roque Guinart.
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A lo que don Quijote respondió:
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-Si cortesías engendran cortesías, la vuestra, señor caballero, es hija o
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parienta muy cercana de las del gran Roque. Llevadme do quisiéredes, que yo
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no tendré otra voluntad que la vuestra, y más si la queréis ocupar en
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vuestro servicio.
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Con palabras no menos comedidas que éstas le respondió el caballero, y,
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encerrándole todos en medio, al son de las chirimías y de los atabales, se
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encaminaron con él a la ciudad, al entrar de la cual, el malo, que todo lo
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malo ordena, y los muchachos, que son más malos que el malo, dos dellos
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traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente, y, alzando el uno de
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la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron
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sendos manojos de aliagas. Sintieron los pobres animales las nuevas
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espuelas, y, apretando las colas, aumentaron su disgusto, de manera que,
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dando mil corcovos, dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y
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afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho,
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el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el
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atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre
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más de otros mil que los seguían.
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Volvieron a subir don Quijote y Sancho; con el mismo aplauso y música
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llegaron a la casa de su guía, que era grande y principal, en fin, como de
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caballero rico; donde le dejaremos por agora, porque así lo quiere Cide
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Hamete.
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Capítulo LXII. Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras
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niñerías que no pueden dejar de contarse
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Don Antonio Moreno se llamaba el huésped de don Quijote, caballero rico y
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discreto, y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su
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casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a
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plaza sus locuras; porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos
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que valgan si son con daño de tercero. Lo primero que hizo fue hacer
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desarmar a don Quijote y sacarle a vistas con aquel su estrecho y acamuzado
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vestido -como ya otras veces le hemos descrito y pintado- a un balcón que
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salía a una calle de las más principales de la ciudad, a vista de las
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gentes y de los muchachos, que como a mona le miraban. Corrieron de nuevo
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delante dél los de las libreas, como si para él solo, no para alegrar aquel
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festivo día, se las hubieran puesto; y Sancho estaba contentísimo, por
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parecerle que se había hallado, sin saber cómo ni cómo no, otras bodas de
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Camacho, otra casa como la de don Diego de Miranda y otro castillo como el
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del duque.
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Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y
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tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y
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pomposo, no cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos,
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que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos
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cuantos le oían. Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho:
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-Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de
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albondiguillas, que, si os sobran, las guardáis en el seno para el otro
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día.
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-No, señor, no es así -respondió Sancho-, porque tengo más de limpio que de
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goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño
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de bellotas, o de nueces, nos solemos pasar entrambos ocho días. Verdad es
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que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla;
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quiero decir que como lo que me dan, y uso de los tiempos como los hallo; y
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quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio,
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téngase por dicho que no acierta; y de otra manera dijera esto si no mirara
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a las barbas honradas que están a la mesa.
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-Por cierto -dijo don Quijote-, que la parsimonia y limpieza con que Sancho
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come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en
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memoria eterna de los siglos venideros. Verdad es que, cuando él tiene
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hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos;
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pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue
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gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor
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las uvas y aun los granos de la granada.
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-¡Cómo! -dijo don Antonio-. ¿Gobernador ha sido Sancho?
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-Sí -respondió Sancho-, y de una ínsula llamada la Barataria. Diez días la
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goberné a pedir de boca; en ellos perdí el sosiego, y aprendí a despreciar
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todos los gobiernos del mundo; salí huyendo della, caí en una cueva, donde
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me tuve por muerto, de la cual salí vivo por milagro.
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Contó don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que
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dio gran gusto a los oyentes.
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Levantados los manteles, y tomando don Antonio por la mano a don Quijote,
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se entró con él en un apartado aposento, en el cual no había otra cosa de
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adorno que una mesa, al parecer de jaspe, que sobre un pie de lo mesmo se
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sostenía, sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los
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emperadores romanos, de los pechos arriba, una que semejaba ser de bronce.
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Paseóse don Antonio con don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas
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veces la mesa, después de lo cual dijo:
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-Agora, señor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha
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alguno, y está cerrada la puerta, quiero contar a vuestra merced una de las
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más raras aventuras, o, por mejor decir, novedades que imaginarse pueden,
|
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con condición que lo que a vuestra merced dijere lo ha de depositar en los
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últimos retretes del secreto.
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-Así lo juro -respondió don Quijote-, y aun le echaré una losa encima, para
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más seguridad; porque quiero que sepa vuestra merced, señor don Antonio
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-que ya sabía su nombre-, que está hablando con quien, aunque tiene oídos
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para oír, no tiene lengua para hablar; así que, con seguridad puede vuestra
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merced trasladar lo que tiene en su pecho en el mío y hacer cuenta que lo
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ha arrojado en los abismos del silencio.
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-En fee de esa promesa -respondió don Antonio-, quiero poner a vuestra
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merced en admiración con lo que viere y oyere, y darme a mí algún alivio de
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la pena que me causa no tener con quien comunicar mis secretos, que no son
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para fiarse de todos.
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Suspenso estaba don Quijote, esperando en qué habían de parar tantas
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prevenciones. En esto, tomándole la mano don Antonio, se la paseó por la
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cabeza de bronce y por toda la mesa, y por el pie de jaspe sobre que se
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sostenía, y luego dijo:
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-Esta cabeza, señor don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los
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mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era
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polaco de nación y dicípulo del famoso Escotillo, de quien tantas
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maravillas se cuentan; el cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil
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escudos que le di, labró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de
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responder a cuantas cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó
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carácteres, observó astros, miró puntos, y, finalmente, la sacó con la
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perfeción que veremos mañana, porque los viernes está muda, y hoy, que lo
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es, nos ha de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuestra
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merced prevenirse de lo que querrá preguntar, que por esperiencia sé que
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dice verdad en cuanto responde.
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Admirado quedó don Quijote de la virtud y propiedad de la cabeza, y estuvo
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por no creer a don Antonio; pero, por ver cuán poco tiempo había para hacer
|
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la experiencia, no quiso decirle otra cosa sino que le agradecía el haberle
|
|
descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerró la puerta don
|
|
Antonio con llave, y fuéronse a la sala, donde los demás caballeros
|
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estaban. En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y
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|
sucesos que a su amo habían acontecido.
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Aquella tarde sacaron a pasear a don Quijote, no armado, sino de rúa,
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vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel
|
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tiempo al mismo yelo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen a Sancho
|
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de modo que no le dejasen salir de casa. Iba don Quijote, no sobre
|
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Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano, y muy bien aderezado.
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|
Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron
|
|
un pargamino, donde le escribieron con letras grandes: Éste es don Quijote
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de la Mancha. En comenzando el paseo, llevaba el rétulo los ojos de cuantos
|
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venían a verle, y como leían: Éste es don Quijote de la Mancha, admirábase
|
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don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocían; y,
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volviéndose a don Antonio, que iba a su lado, le dijo:
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-Grande es la prerrogativa que encierra en sí la andante caballería, pues
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|
hace conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la
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tierra; si no, mire vuestra merced, señor don Antonio, que hasta los
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|
muchachos desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen.
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-Así es, señor don Quijote -respondió don Antonio-, que, así como el fuego
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no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser
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conocida, y la que se alcanza por la profesión de las armas resplandece y
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|
campea sobre todas las otras.
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Acaeció, pues, que, yendo don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un
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castellano que leyó el rétulo de las espaldas, alzó la voz, diciendo:
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-¡Válgate el diablo por don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has
|
|
llegado, sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tu
|
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eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura,
|
|
fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a
|
|
cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te
|
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acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu
|
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mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te
|
|
desnatan el entendimiento.
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-Hermano -dijo don Antonio-, seguid vuestro camino, y no deis consejos a
|
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quien no os los pide. El señor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y
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nosotros, que le acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar
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dondequiera que se hallare, y andad en hora mala, y no os metáis donde no
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os llaman.
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-Pardiez, vuesa merced tiene razón -respondió el castellano-, que aconsejar
|
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a este buen hombre es dar coces contra el aguijón; pero, con todo eso, me
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da muy gran lástima que el buen ingenio que dicen que tiene en todas las
|
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cosas este mentecato se le desagüe por la canal de su andante caballería; y
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la enhoramala que vuesa merced dijo, sea para mí y para todos mis
|
|
descendientes si de hoy más, aunque viviese más años que Matusalén, diere
|
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consejo a nadie, aunque me lo pida.
|
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Apartóse el consejero; siguió adelante el paseo; pero fue tanta la priesa
|
|
que los muchachos y toda la gente tenía leyendo el rétulo, que se le hubo
|
|
de quitar don Antonio, como que le quitaba otra cosa.
|
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Llegó la noche, volviéronse a casa; hubo sarao de damas, porque la mujer de
|
|
don Antonio, que era una señora principal y alegre, hermosa y discreta,
|
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convidó a otras sus amigas a que viniesen a honrar a su huésped y a gustar
|
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de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas, cenóse espléndidamente y
|
|
comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos
|
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de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo
|
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descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado. Éstas
|
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dieron tanta priesa en sacar a danzar a don Quijote, que le molieron, no
|
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sólo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote,
|
|
largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y,
|
|
sobre todo, no nada ligero. Requebrábanle como a hurto las damiselas, y él,
|
|
también como a hurto, las desdeñaba; pero, viéndose apretar de requiebros,
|
|
alzó la voz y dijo:
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-Fugite, partes adversae!: dejadme en mi sosiego, pensamientos mal venidos.
|
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Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los
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míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que
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los suyos me avasallen y rindan.
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Y, diciendo esto, se sentó en mitad de la sala, en el suelo, molido y
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quebrantado de tan bailador ejercicio. Hizo don Antonio que le llevasen en
|
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peso a su lecho, y el primero que asió dél fue Sancho, diciéndole:
|
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-¡Nora en tal, señor nuestro amo, lo habéis bailado! ¿Pensáis que todos los
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valientes son danzadores y todos los andantes caballeros bailarines? Digo
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que si lo pensáis, que estáis engañado; hombre hay que se atreverá a matar
|
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a un gigante antes que hacer una cabriola. Si hubiérades de zapatear, yo
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supliera vuestra falta, que zapateo como un girifalte; pero en lo del
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danzar, no doy puntada.
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|
Con estas y otras razones dio que reír Sancho a los del sarao, y dio con su
|
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amo en la cama, arropándole para que sudase la frialdad de su baile.
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Otro día le pareció a don Antonio ser bien hacer la experiencia de la
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|
cabeza encantada, y con don Quijote, Sancho y otros dos amigos, con las dos
|
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señoras que habían molido a don Quijote en el baile, que aquella propia
|
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noche se habían quedado con la mujer de don Antonio, se encerró en la
|
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estancia donde estaba la cabeza. Contóles la propiedad que tenía,
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encargóles el secreto y díjoles que aquél era el primero día donde se había
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de probar la virtud de la tal cabeza encantada; y si no eran los dos amigos
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de don Antonio, ninguna otra persona sabía el busilis del encanto, y aun si
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don Antonio no se le hubiera descubierto primero a sus amigos, también
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ellos cayeran en la admiración en que los demás cayeron, sin ser posible
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otra cosa: con tal traza y tal orden estaba fabricada.
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El primero que se llegó al oído de la cabeza fue el mismo don Antonio, y
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díjole en voz sumisa, pero no tanto que de todos no fuese entendida:
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-Dime, cabeza, por la virtud que en ti se encierra: ¿qué pensamientos tengo
|
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yo agora?
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Y la cabeza le respondió, sin mover los labios, con voz clara y distinta,
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de modo que fue de todos entendida, esta razón:
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-Yo no juzgo de pensamientos.
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|
Oyendo lo cual, todos quedaron atónitos, y más viendo que en todo el
|
|
aposento ni al derredor de la mesa no había persona humana que responder
|
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pudiese.
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-¿Cuántos estamos aquí? -tornó a preguntar don Antonio.
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|
Y fuele respondido por el propio tenor, paso:
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-Estáis tú y tu mujer, con dos amigos tuyos, y dos amigas della, y un
|
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caballero famoso llamado don Quijote de la Mancha, y un su escudero que
|
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Sancho Panza tiene por nombre.
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¡Aquí sí que fue el admirarse de nuevo, aquí sí que fue el erizarse los
|
|
cabellos a todos de puro espanto! Y, apartándose don Antonio de la cabeza,
|
|
dijo:
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-Esto me basta para darme a entender que no fui engañado del que te me
|
|
vendió, ¡cabeza sabia, cabeza habladora, cabeza respondona y admirable
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|
cabeza! Llegue otro y pregúntele lo que quisiere.
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|
Y, como las mujeres de ordinario son presurosas y amigas de saber, la
|
|
primera que se llegó fue una de las dos amigas de la mujer de don Antonio,
|
|
y lo que le preguntó fue:
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|
-Dime, cabeza, ¿qué haré yo para ser muy hermosa?
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Y fuele respondido:
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-Sé muy honesta.
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-No te pregunto más -dijo la preguntanta.
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|
Llegó luego la compañera, y dijo:
|
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|
-Querría saber, cabeza, si mi marido me quiere bien, o no.
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|
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Y respondiéronle:
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|
-Mira las obras que te hace, y echarlo has de ver.
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|
Apartóse la casada diciendo:
|
|
|
|
-Esta respuesta no tenía necesidad de pregunta, porque, en efecto, las
|
|
obras que se hacen declaran la voluntad que tiene el que las hace.
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|
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|
Luego llegó uno de los dos amigos de don Antonio, y preguntóle:
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-¿Quién soy yo?
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Y fuele respondido:
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|
-Tú lo sabes.
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|
-No te pregunto eso -respondió el caballero-, sino que me digas si me
|
|
conoces tú.
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-Sí conozco -le respondieron-, que eres don Pedro Noriz.
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-No quiero saber más, pues esto basta para entender, ¡oh cabeza!, que lo
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sabes todo.
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Y, apartándose, llegó el otro amigo y preguntóle:
|
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|
|
-Dime, cabeza, ¿qué deseos tiene mi hijo el mayorazgo?
|
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|
-Ya yo he dicho -le respondieron- que yo no juzgo de deseos, pero, con todo
|
|
eso, te sé decir que los que tu hijo tiene son de enterrarte.
|
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|
-Eso es -dijo el caballero-: lo que veo por los ojos, con el dedo lo
|
|
señalo.
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|
Y no preguntó más. Llegóse la mujer de don Antonio, y dijo:
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|
-Yo no sé, cabeza, qué preguntarte; sólo querría saber de ti si gozaré
|
|
muchos años de buen marido.
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|
|
Y respondiéronle:
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-Sí gozarás, porque su salud y su templanza en el vivir prometen muchos
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años de vida, la cual muchos suelen acortar por su destemplanza.
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|
Llegóse luego don Quijote, y dijo:
|
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-Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me
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|
pasó en la cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho mi
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escudero? ¿Tendrá efeto el desencanto de Dulcinea?
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|
-A lo de la cueva -respondieron- hay mucho que decir: de todo tiene; los
|
|
azotes de Sancho irán de espacio, el desencanto de Dulcinea llegará a
|
|
debida ejecución.
|
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|
-No quiero saber más -dijo don Quijote-; que como yo vea a Dulcinea
|
|
desencantada, haré cuenta que vienen de golpe todas las venturas que
|
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acertare a desear.
|
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|
El último preguntante fue Sancho, y lo que preguntó fue:
|
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|
-¿Por ventura, cabeza, tendré otro gobierno? ¿Saldré de la estrecheza de
|
|
escudero? ¿Volveré a ver a mi mujer y a mis hijos?
|
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A lo que le respondieron:
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|
-Gobernarás en tu casa; y si vuelves a ella, verás a tu mujer y a tus
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hijos; y, dejando de servir, dejarás de ser escudero.
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-¡Bueno, par Dios! -dijo Sancho Panza-. Esto yo me lo dijera: no dijera más
|
|
el profeta Perogrullo.
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-Bestia -dijo don Quijote-, ¿qué quieres que te respondan? ¿No basta que
|
|
las respuestas que esta cabeza ha dado correspondan a lo que se le
|
|
pregunta?
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-Sí basta -respondió Sancho-, pero quisiera yo que se declarara más y me
|
|
dijera más.
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|
Con esto se acabaron las preguntas y las respuestas, pero no se acabó la
|
|
admiración en que todos quedaron, excepto los dos amigos de don Antonio,
|
|
que el caso sabían. El cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar luego, por
|
|
no tener suspenso al mundo, creyendo que algún hechicero y extraordinario
|
|
misterio en la tal cabeza se encerraba; y así, dice que don Antonio Moreno,
|
|
a imitación de otra cabeza que vio en Madrid, fabricada por un estampero,
|
|
hizo ésta en su casa, para entretenerse y suspender a los ignorantes; y la
|
|
fábrica era de esta suerte: la tabla de la mesa era de palo, pintada y
|
|
barnizada como jaspe, y el pie sobre que se sostenía era de lo mesmo, con
|
|
cuatro garras de águila que dél salían, para mayor firmeza del peso. La
|
|
cabeza, que parecía medalla y figura de emperador romano, y de color de
|
|
bronce, estaba toda hueca, y ni más ni menos la tabla de la mesa, en que se
|
|
encajaba tan justamente, que ninguna señal de juntura se parecía. El pie de
|
|
la tabla era ansimesmo hueco, que respondía a la garganta y pechos de la
|
|
cabeza, y todo esto venía a responder a otro aposento que debajo de la
|
|
estancia de la cabeza estaba. Por todo este hueco de pie, mesa, garganta y
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pechos de la medalla y figura referida se encaminaba un cañón de hoja de
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lata, muy justo, que de nadie podía ser visto. En el aposento de abajo
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correspondiente al de arriba se ponía el que había de responder, pegada la
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boca con el mesmo cañón, de modo que, a modo de cerbatana, iba la voz de
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arriba abajo y de abajo arriba, en palabras articuladas y claras; y de esta
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manera no era posible conocer el embuste. Un sobrino de don Antonio,
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estudiante agudo y discreto, fue el respondiente; el cual, estando avisado
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de su señor tío de los que habían de entrar con él en aquel día en el
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aposento de la cabeza, le fue fácil responder con presteza y puntualidad a
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la primera pregunta; a las demás respondió por conjeturas, y, como
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discreto, discretamente. Y dice más Cide Hamete: que hasta diez o doce días
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duró esta maravillosa máquina; pero que, divulgándose por la ciudad que don
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Antonio tenía en su casa una cabeza encantada, que a cuantos le preguntaban
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respondía, temiendo no llegase a los oídos de las despiertas centinelas de
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nuestra Fe, habiendo declarado el caso a los señores inquisidores, le
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mandaron que lo deshiciese y no pasase más adelante, porque el vulgo
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ignorante no se escandalizase; pero en la opinión de don Quijote y de
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Sancho Panza, la cabeza quedó por encantada y por respondona, más a
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satisfación de don Quijote que de Sancho.
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Los caballeros de la ciudad, por complacer a don Antonio y por agasajar a
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don Quijote y dar lugar a que descubriese sus sandeces, ordenaron de correr
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sortija de allí a seis días; que no tuvo efecto por la ocasión que se dirá
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adelante. Diole gana a don Quijote de pasear la ciudad a la llana y a pie,
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temiendo que, si iba a caballo, le habían de perseguir los mochachos, y
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así, él y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio, salieron a
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pasearse.
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Sucedió, pues, que, yendo por una calle, alzó los ojos don Quijote, y vio
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escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: Aquí se imprimen libros;
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de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta
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alguna, y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su
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acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en
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ésta, enmendar en aquélla, y, finalmente, toda aquella máquina que en las
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emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba
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qué era aquéllo que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales, admirábase
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y pasaba adelante. Llegó en otras a uno, y preguntóle qué era lo que hacía.
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El oficial le respondió:
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-Señor, este caballero que aquí está -y enseñóle a un hombre de muy buen
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talle y parecer y de alguna gravedad- ha traducido un libro toscano en
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nuestra lengua castellana, y estoyle yo componiendo, para darle a la
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estampa.
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-¿Qué título tiene el libro? -preguntó don Quijote.
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-A lo que el autor respondió:
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-Señor, el libro, en toscano, se llama Le bagatele.
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-Y ¿qué responde le bagatele en nuestro castellano? -preguntó don Quijote.
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-Le bagatele -dijo el autor- es como si en castellano dijésemos los
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juguetes; y, aunque este libro es en el nombre humilde, contiene y
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encierra en sí cosas muy buenas y sustanciales.
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-Yo -dijo don Quijote- sé algún tanto de el toscano, y me precio de cantar
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algunas estancias del Ariosto. Pero dígame vuesa merced, señor mío, y no
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digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por
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curiosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?
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-Sí, muchas veces -respondió el autor.
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-Y ¿cómo la traduce vuestra merced en castellano? -preguntó don Quijote.
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-¿Cómo la había de traducir -replicó el autor-, sino diciendo olla?
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-¡Cuerpo de tal -dijo don Quijote-, y qué adelante está vuesa merced en el
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toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano
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piache, dice vuesa merced en el castellano place; y adonde diga più, dice
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más, y el su declara con arriba, y el giù con abajo.
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-Sí declaro, por cierto -dijo el autor-, porque ésas son sus propias
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correspondencias.
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-Osaré yo jurar -dijo don Quijote- que no es vuesa merced conocido en el
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mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables
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trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios
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arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me
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parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de
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las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por
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el revés, que, aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las
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escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de
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lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que
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traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero
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inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras
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cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen.
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Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno, el doctor
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Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro, don Juan de Jáurigui,
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en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la tradución o cuál el
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original. Pero dígame vuestra merced: este libro, ¿imprímese por su cuenta,
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o tiene ya vendido el privilegio a algún librero?
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-Por mi cuenta lo imprimo -respondió el autor-, y pienso ganar mil ducados,
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por lo menos, con esta primera impresión, que ha de ser de dos mil cuerpos,
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y se han de despachar a seis reales cada uno, en daca las pajas.
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-¡Bien está vuesa merced en la cuenta! -respondió don Quijote-. Bien parece
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que no sabe las entradas y salidas de los impresores, y las
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correspondencias que hay de unos a otros; yo le prometo que, cuando se vea
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cargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo, que se
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espante, y más si el libro es un poco avieso y no nada picante.
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-Pues, ¿qué? -dijo el autor-. ¿Quiere vuesa merced que se lo dé a un
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librero, que me dé por el privilegio tres maravedís, y aún piensa que me
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hace merced en dármelos? Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el
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mundo, que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin él
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no vale un cuatrín la buena fama.
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-Dios le dé a vuesa merced buena manderecha -respondió don Quijote.
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Y pasó adelante a otro cajón, donde vio que estaban corrigiendo un pliego
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de un libro que se intitulaba Luz del alma; y,en viéndole, dijo:
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-Estos tales libros, aunque hay muchos deste género, son los que se deben
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imprimir, porque son muchos los pecadores que se usan, y son menester
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infinitas luces para tantos desalumbrados.
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Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro; y,
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preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del
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Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal vecino de
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Tordesillas.
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-Ya yo tengo noticia deste libro -dijo don Quijote-, y en verdad y en mi
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conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos, por
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impertinente; pero su San Martín se le llegará, como a cada puerco, que las
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historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan
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a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto
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son más verdaderas.
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Y, diciendo esto, con muestras de algún despecho, se salió de la emprenta.
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Y aquel mesmo día ordenó don Antonio de llevarle a ver las galeras que en
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la playa estaban, de que Sancho se regocijó mucho, a causa que en su vida
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las había visto. Avisó don Antonio al cuatralbo de las galeras como aquella
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tarde había de llevar a verlas a su huésped el famoso don Quijote de la
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Mancha, de quien ya el cuatralbo y todos los vecinos de la ciudad tenían
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noticia; y lo que le sucedió en ellas se dirá en el siguiente capítulo.
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Capítulo LXIII. De lo mal que le avino a Sancho Panza con la visita de las
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galeras, y la nueva aventura de la hermosa morisca
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Grandes eran los discursos que don Quijote hacía sobre la respuesta de la
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encantada cabeza, sin que ninguno dellos diese en el embuste, y todos
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paraban con la promesa, que él tuvo por cierto, del desencanto de Dulcinea.
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Allí iba y venía, y se alegraba entre sí mismo, creyendo que había de ver
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presto su cumplimiento; y Sancho, aunque aborrecía el ser gobernador, como
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queda dicho, todavía deseaba volver a mandar y a ser obedecido; que esta
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mala ventura trae consigo el mando, aunque sea de burlas.
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En resolución, aquella tarde don Antonio Moreno, su huésped, y sus dos
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amigos, con don Quijote y Sancho, fueron a las galeras. El cuatralbo, que
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estaba avisado de su buena venida, por ver a los dos tan famosos Quijote y
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Sancho, apenas llegaron a la marina, cuando todas las galeras abatieron
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tienda, y sonaron las chirimías; arrojaron luego el esquife al agua,
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cubierto de ricos tapetes y de almohadas de terciopelo carmesí, y, en
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poniendo que puso los pies en él don Quijote, disparó la capitana el cañón
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de crujía, y las otras galeras hicieron lo mesmo, y, al subir don Quijote
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por la escala derecha, toda la chusma le saludó como es usanza cuando una
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persona principal entra en la galera, diciendo: ''¡Hu, hu, hu!'' tres
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veces. Diole la mano el general, que con este nombre le llamaremos, que era
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un principal caballero valenciano; abrazó a don Quijote, diciéndole:
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-Este día señalaré yo con piedra blanca, por ser uno de los mejores que
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pienso llevar en mi vida, habiendo visto al señor don Quijote de la Mancha:
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tiempo y señal que nos muestra que en él se encierra y cifra todo el valor
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del andante caballería.
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Con otras no menos corteses razones le respondió don Quijote, alegre
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sobremanera de verse tratar tan a lo señor. Entraron todos en la popa, que
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estaba muy bien aderezada, y sentáronse por los bandines, pasóse el cómitre
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en crujía, y dio señal con el pito que la chusma hiciese fuera ropa, que se
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hizo en un instante. Sancho, que vio tanta gente en cueros, quedó pasmado,
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y más cuando vio hacer tienda con tanta priesa, que a él le pareció que
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todos los diablos andaban allí trabajando; pero esto todo fueron tortas y
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pan pintado para lo que ahora diré. Estaba Sancho sentado sobre el
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estanterol, junto al espalder de la mano derecha, el cual ya avisado de lo
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que había de hacer, asió de Sancho, y, levantándole en los brazos, toda la
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chusma puesta en pie y alerta, comenzando de la derecha banda, le fue dando
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y volteando sobre los brazos de la chusma de banco en banco, con tanta
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priesa, que el pobre Sancho perdió la vista de los ojos, y sin duda pensó
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que los mismos demonios le llevaban, y no pararon con él hasta volverle por
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la siniestra banda y ponerle en la popa. Quedó el pobre molido, y jadeando,
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y trasudando, sin poder imaginar qué fue lo que sucedido le había.
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Don Quijote, que vio el vuelo sin alas de Sancho, preguntó al general si
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eran ceremonias aquéllas que se usaban con los primeros que entraban en las
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galeras; porque si acaso lo fuese, él, que no tenía intención de profesar
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en ellas, no quería hacer semejantes ejercicios, y que votaba a Dios que,
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si alguno llegaba a asirle para voltearle, que le había de sacar el alma a
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puntillazos; y, diciendo esto, se levantó en pie y empuñó la espada.
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A este instante abatieron tienda, y con grandísimo ruido dejaron caer la
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entena de alto abajo. Pensó Sancho que el cielo se desencajaba de sus
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quicios y venía a dar sobre su cabeza; y, agobiándola, lleno de miedo, la
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puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote; que también
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se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro. La chusma
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izó la entena con la misma priesa y ruido que la habían amainado, y todo
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esto, callando, como si no tuvieran voz ni aliento. Hizo señal el cómitre
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que zarpasen el ferro, y, saltando en mitad de la crujía con el corbacho o
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rebenque, comenzó a mosquear las espaldas de la chusma, y a largarse poco a
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poco a la mar. Cuando Sancho vio a una moverse tantos pies colorados, que
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tales pensó él que eran los remos, dijo entre sí:
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-Éstas sí son verdaderamente cosas encantadas, y no las que mi amo dice.
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¿Qué han hecho estos desdichados, que ansí los azotan, y cómo este hombre
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solo, que anda por aquí silbando, tiene atrevimiento para azotar a tanta
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gente? Ahora yo digo que éste es infierno, o, por lo menos, el purgatorio.
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Don Quijote, que vio la atención con que Sancho miraba lo que pasaba, le
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dijo:
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-¡Ah Sancho amigo, y con qué brevedad y cuán a poca costa os podíades vos,
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si quisiésedes, desnudar de medio cuerpo arriba, y poneros entre estos
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señores, y acabar con el desencanto de Dulcinea! Pues con la miseria y pena
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de tantos, no sentiríades vos mucho la vuestra; y más, que podría ser que
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el sabio Merlín tomase en cuenta cada azote déstos, por ser dados de buena
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mano, por diez de los que vos finalmente os habéis de dar.
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Preguntar quería el general qué azotes eran aquéllos, o qué desencanto de
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Dulcinea, cuando dijo el marinero:
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-Señal hace Monjuí de que hay bajel de remos en la costa por la banda del
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poniente.
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Esto oído, saltó el general en la crujía, y dijo:
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-¡Ea hijos, no se nos vaya! Algún bergantín de cosarios de Argel debe de
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ser éste que la atalaya nos señala.
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Llegáronse luego las otras tres galeras a la capitana, a saber lo que se
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les ordenaba. Mandó el general que las dos saliesen a la mar, y él con la
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otra iría tierra a tierra, porque ansí el bajel no se les escaparía. Apretó
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la chusma los remos, impeliendo las galeras con tanta furia, que parecía
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que volaban. Las que salieron a la mar, a obra de dos millas descubrieron
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un bajel, que con la vista le marcaron por de hasta catorce o quince
|
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bancos, y así era la verdad; el cual bajel, cuando descubrió las galeras,
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|
se puso en caza, con intención y esperanza de escaparse por su ligereza;
|
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pero avínole mal, porque la galera capitana era de los más ligeros bajeles
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que en la mar navegaban, y así le fue entrando, que claramente los del
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bergantín conocieron que no podían escaparse; y así, el arráez quisiera que
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dejaran los remos y se entregaran, por no irritar a enojo al capitán que
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nuestras galeras regía. Pero la suerte, que de otra manera lo guiaba,
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ordenó que, ya que la capitana llegaba tan cerca que podían los del bajel
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oír las voces que desde ella les decían que se rindiesen, dos toraquís, que
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es como decir dos turcos borrachos, que en el bergantín venían con estos
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doce, dispararon dos escopetas, con que dieron muerte a dos soldados que
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sobre nuestras arrumbadas venían. Viendo lo cual, juró el general de no
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dejar con vida a todos cuantos en el bajel tomase, y, llegando a embestir
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con toda furia, se le escapó por debajo de la palamenta. Pasó la galera
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adelante un buen trecho; los del bajel se vieron perdidos, hicieron vela en
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tanto que la galera volvía, y de nuevo, a vela y a remo, se pusieron en
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caza; pero no les aprovechó su diligencia tanto como les dañó su
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atrevimiento, porque, alcanzándoles la capitana a poco más de media milla,
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les echó la palamenta encima y los cogió vivos a todos.
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Llegaron en esto las otras dos galeras, y todas cuatro con la presa
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volvieron a la playa, donde infinita gente los estaba esperando, deseosos
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de ver lo que traían. Dio fondo el general cerca de tierra, y conoció que
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estaba en la marina el virrey de la ciudad. Mandó echar el esquife para
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traerle, y mandó amainar la entena para ahorcar luego luego al arráez y a
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los demás turcos que en el bajel había cogido, que serían hasta treinta y
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seis personas, todos gallardos, y los más, escopeteros turcos. Preguntó el
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general quién era el arráez del bergantín y fuele respondido por uno de los
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cautivos, en lengua castellana, que después pareció ser renegado español:
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-Este mancebo, señor, que aquí vees es nuestro arráez.
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Y mostróle uno de los más bellos y gallardos mozos que pudiera pintar la
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humana imaginación. La edad, al parecer, no llegaba a veinte años.
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Preguntóle el general:
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-Dime, mal aconsejado perro, ¿quién te movió a matarme mis soldados, pues
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|
veías ser imposible el escaparte? ¿Ese respeto se guarda a las capitanas?
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¿No sabes tú que no es valentía la temeridad? Las esperanzas dudosas han de
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hacer a los hombres atrevidos, pero no temerarios.
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|
Responder quería el arráez; pero no pudo el general, por entonces, oír la
|
|
respuesta, por acudir a recebir al virrey, que ya entraba en la galera, con
|
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el cual entraron algunos de sus criados y algunas personas del pueblo.
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-¡Buena ha estado la caza, señor general! -dijo el virrey.
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-Y tan buena -respondió el general- cual la verá Vuestra Excelencia agora
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colgada de esta entena.
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-¿Cómo ansí? -replicó el virrey.
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|
-Porque me han muerto -respondió el general-, contra toda ley y contra toda
|
|
razón y usanza de guerra, dos soldados de los mejores que en estas galeras
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|
venían, y yo he jurado de ahorcar a cuantos he cautivado, principalmente a
|
|
este mozo, que es el arráez del bergantín.
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|
Y enseñóle al que ya tenía atadas las manos y echado el cordel a la
|
|
garganta, esperando la muerte.
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Miróle el virrey, y, viéndole tan hermoso, y tan gallardo, y tan humilde,
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|
dándole en aquel instante una carta de recomendación su hermosura, le vino
|
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deseo de escusar su muerte; y así, le preguntó:
|
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-Dime, arráez, ¿eres turco de nación, o moro, o renegado?
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|
A lo cual el mozo respondió, en lengua asimesmo castellana:
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-Ni soy turco de nación, ni moro, ni renegado.
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-Pues, ¿qué eres? -replicó el virrey.
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|
-Mujer cristiana -respondió el mancebo.
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-¿Mujer y cristiana, y en tal traje y en tales pasos? Más es cosa para
|
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admirarla que para creerla.
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-Suspended -dijo el mozo-, ¡oh señores!, la ejecución de mi muerte, que no
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|
se perderá mucho en que se dilate vuestra venganza en tanto que yo os
|
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cuente mi vida.
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¿Quién fuera el de corazón tan duro que con estas razones no se ablandara,
|
|
o, a lo menos, hasta oír las que el triste y lastimado mancebo decir
|
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quería? El general le dijo que dijese lo que quisiese, pero que no esperase
|
|
alcanzar perdón de su conocida culpa. Con esta licencia, el mozo comenzó a
|
|
decir desta manera:
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-«De aquella nación más desdichada que prudente, sobre quien ha llovido
|
|
estos días un mar de desgracias, nací yo, de moriscos padres engendrada. En
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|
la corriente de su desventura fui yo por dos tíos míos llevada a Berbería,
|
|
sin que me aprovechase decir que era cristiana, como, en efecto, lo soy, y
|
|
no de las fingidas ni aparentes, sino de las verdaderas y católicas. No me
|
|
valió, con los que tenían a cargo nuestro miserable destierro, decir esta
|
|
verdad, ni mis tíos quisieron creerla; antes la tuvieron por mentira y por
|
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invención para quedarme en la tierra donde había nacido, y así, por fuerza
|
|
más que por grado, me trujeron consigo. Tuve una madre cristiana y un padre
|
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discreto y cristiano, ni más ni menos; mamé la fe católica en la leche;
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|
criéme con buenas costumbres; ni en la lengua ni en ellas jamás, a mi
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|
parecer, di señales de ser morisca. Al par y al paso destas virtudes, que
|
|
yo creo que lo son, creció mi hermosura, si es que tengo alguna; y, aunque
|
|
mi recato y mi encerramiento fue mucho, no debió de ser tanto que no
|
|
tuviese lugar de verme un mancebo caballero, llamado don Gaspar Gregorio,
|
|
hijo mayorazgo de un caballero que junto a nuestro lugar otro suyo tiene.
|
|
Cómo me vio, cómo nos hablamos, cómo se vio perdido por mí y cómo yo no muy
|
|
ganada por él, sería largo de contar, y más en tiempo que estoy temiendo
|
|
que, entre la lengua y la garganta, se ha de atravesar el riguroso cordel
|
|
que me amenaza; y así, sólo diré cómo en nuestro destierro quiso
|
|
acompañarme don Gregorio. Mezclóse con los moriscos que de otros lugares
|
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salieron, porque sabía muy bien la lengua, y en el viaje se hizo amigo de
|
|
dos tíos míos que consigo me traían; porque mi padre, prudente y prevenido,
|
|
así como oyó el primer bando de nuestro destierro, se salió del lugar y se
|
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fue a buscar alguno en los reinos estraños que nos acogiese. Dejó
|
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encerradas y enterradas, en una parte de quien yo sola tengo noticia,
|
|
muchas perlas y piedras de gran valor, con algunos dineros en cruzados y
|
|
doblones de oro. Mandóme que no tocase al tesoro que dejaba en ninguna
|
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manera, si acaso antes que él volviese nos desterraban. Hícelo así, y con
|
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mis tíos, como tengo dicho, y otros parientes y allegados pasamos a
|
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Berbería; y el lugar donde hicimos asiento fue en Argel, como si le
|
|
hiciéramos en el mismo infierno. Tuvo noticia el rey de mi hermosura, y la
|
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fama se la dio de mis riquezas, que, en parte, fue ventura mía. Llamóme
|
|
ante sí, preguntóme de qué parte de España era y qué dineros y qué joyas
|
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traía. Díjele el lugar, y que las joyas y dineros quedaban en él
|
|
enterrados, pero que con facilidad se podrían cobrar si yo misma volviese
|
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por ellos. Todo esto le dije, temerosa de que no le cegase mi hermosura,
|
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sino su codicia. Estando conmigo en estas pláticas, le llegaron a decir
|
|
cómo venía conmigo uno de los más gallardos y hermosos mancebos que se
|
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podía imaginar. Luego entendí que lo decían por don Gaspar Gregorio, cuya
|
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belleza se deja atrás las mayores que encarecer se pueden. Turbéme,
|
|
considerando el peligro que don Gregorio corría, porque entre aquellos
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bárbaros turcos en más se tiene y estima un mochacho o mancebo hermoso que
|
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una mujer, por bellísima que sea. Mandó luego el rey que se le trujesen
|
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allí delante para verle, y preguntóme si era verdad lo que de aquel mozo le
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decían. Entonces yo, casi como prevenida del cielo, le dije que sí era;
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pero que le hacía saber que no era varón, sino mujer como yo, y que le
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suplicaba me la dejase ir a vestir en su natural traje, para que de todo en
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todo mostrase su belleza y con menos empacho pareciese ante su presencia.
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Díjome que fuese en buena hora, y que otro día hablaríamos en el modo que
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se podía tener para que yo volviese a España a sacar el escondido tesoro.
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Hablé con don Gaspar, contéle el peligro que corría el mostrar ser hombre;
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vestíle de mora, y aquella mesma tarde le truje a la presencia del rey, el
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cual, en viéndole, quedó admirado y hizo disignio de guardarla para hacer
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presente della al Gran Señor; y, por huir del peligro que en el serrallo de
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sus mujeres podía tener y temer de sí mismo, la mandó poner en casa de unas
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principales moras que la guardasen y la sirviesen, adonde le llevaron
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luego. Lo que los dos sentimos (que no puedo negar que no le quiero) se
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deje a la consideración de los que se apartan si bien se quieren. Dio luego
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traza el rey de que yo volviese a España en este bergantín y que me
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acompañasen dos turcos de nación, que fueron los que mataron vuestros
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soldados. Vino también conmigo este renegado español -señalando al que
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había hablado primero-, del cual sé yo bien que es cristiano encubierto y
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que viene con más deseo de quedarse en España que de volver a Berbería; la
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demás chusma del bergantín son moros y turcos, que no sirven de más que de
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bogar al remo. Los dos turcos, codiciosos e insolentes, sin guardar el
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orden que traíamos de que a mí y a este renegado en la primer parte de
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España, en hábito de cristianos, de que venimos proveídos, nos echasen en
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tierra, primero quisieron barrer esta costa y hacer alguna presa, si
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pudiesen, temiendo que si primero nos echaban en tierra, por algún acidente
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que a los dos nos sucediese, podríamos descubrir que quedaba el bergantín
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en la mar, y si acaso hubiese galeras por esta costa, los tomasen. Anoche
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descubrimos esta playa, y, sin tener noticia destas cuatro galeras,
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fuimos descubiertos, y nos ha sucedido lo que habéis visto. En resolución:
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don Gregorio queda en hábito de mujer entre mujeres, con manifiesto peligro
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de perderse, y yo me veo atadas las manos, esperando, o, por mejor decir,
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temiendo perder la vida, que ya me cansa.» Éste es, señores, el fin de mi
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lamentable historia, tan verdadera como desdichada; lo que os ruego es que
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me dejéis morir como cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa he
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sido culpante de la culpa en que los de mi nación han caído.
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Y luego calló, preñados los ojos de tiernas lágrimas, a quien acompañaron
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muchas de los que presentes estaban. El virrey, tierno y compasivo, sin
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hablarle palabra, se llegó a ella y le quitó con sus manos el cordel que
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las hermosas de la mora ligaba.
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En tanto, pues, que la morisca cristiana su peregrina historia trataba,
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tuvo clavados los ojos en ella un anciano peregrino que entró en la galera
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cuando entró el virrey; y, apenas dio fin a su plática la morisca, cuando
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él se arrojó a sus pies, y, abrazado dellos, con interrumpidas palabras de
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mil sollozos y suspiros, le dijo:
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-¡Oh Ana Félix, desdichada hija mía! Yo soy tu padre Ricote, que volvía a
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buscarte por no poder vivir sin ti, que eres mi alma.
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A cuyas palabras abrió los ojos Sancho, y alzó la cabeza (que inclinada
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tenía, pensando en la desgracia de su paseo), y, mirando al peregrino,
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conoció ser el mismo Ricote que topó el día que salió de su gobierno, y
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confirmóse que aquélla era su hija, la cual, ya desatada, abrazó a su
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padre, mezclando sus lágrimas con las suyas; el cual dijo al general y al
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virrey:
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-Ésta, señores, es mi hija, más desdichada en sus sucesos que en su nombre.
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Ana Félix se llama, con el sobrenombre de Ricote, famosa tanto por su
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hermosura como por mi riqueza. Yo salí de mi patria a buscar en reinos
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estraños quien nos albergase y recogiese, y, habiéndole hallado en
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Alemania, volví en este hábito de peregrino, en compañía de otros alemanes,
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a buscar mi hija y a desenterrar muchas riquezas que dejé escondidas. No
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hallé a mi hija; hallé el tesoro, que conmigo traigo, y agora, por el
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estraño rodeo que habéis visto, he hallado el tesoro que más me enriquece,
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que es a mi querida hija. Si nuestra poca culpa y sus lágrimas y las mías,
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por la integridad de vuestra justicia, pueden abrir puertas a la
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misericordia, usadla con nosotros, que jamás tuvimos pensamiento de
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ofenderos, ni convenimos en ningún modo con la intención de los nuestros,
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que justamente han sido desterrados.
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Entonces dijo Sancho:
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-Bien conozco a Ricote, y sé que es verdad lo que dice en cuanto a ser Ana
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Félix su hija; que en esotras zarandajas de ir y venir, tener buena o mala
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intención, no me entremeto.
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Admirados del estraño caso todos los presentes, el general dijo:
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-Una por una vuestras lágrimas no me dejarán cumplir mi juramento: vivid,
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hermosa Ana Félix, los años de vida que os tiene determinados el cielo, y
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lleven la pena de su culpa los insolentes y atrevidos que la cometieron.
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Y mandó luego ahorcar de la entena a los dos turcos que a sus dos soldados
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habían muerto; pero el virrey le pidió encarecidamente no los ahorcase,
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pues más locura que valentía había sido la suya. Hizo el general lo que el
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virrey le pedía, porque no se ejecutan bien las venganzas a sangre helada.
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Procuraron luego dar traza de sacar a don Gaspar Gregorio del peligro en
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que quedaba. Ofreció Ricote para ello más de dos mil ducados que en perlas
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y en joyas tenía. Diéronse muchos medios, pero ninguno fue tal como el que
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dio el renegado español que se ha dicho, el cual se ofreció de volver a
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Argel en algún barco pequeño, de hasta seis bancos, armado de remeros
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cristianos, porque él sabía dónde, cómo y cuándo podía y debía desembarcar,
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y asimismo no ignoraba la casa donde don Gaspar quedaba. Dudaron el general
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y el virrey el fiarse del renegado, ni confiar de los cristianos que habían
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de bogar el remo; fióle Ana Félix, y Ricote, su padre, dijo que salía a dar
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el rescate de los cristianos, si acaso se perdiesen.
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Firmados, pues, en este parecer, se desembarcó el virrey, y don Antonio
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Moreno se llevó consigo a la morisca y a su padre, encargándole el virrey
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que los regalase y acariciase cuanto le fuese posible; que de su parte le
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ofrecía lo que en su casa hubiese para su regalo. Tanta fue la benevolencia
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y caridad que la hermosura de Ana Félix infundió en su pecho.
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Capítulo LXIV. Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a don
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Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido
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La mujer de don Antonio Moreno cuenta la historia que recibió grandísimo
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contento de ver a Ana Félix en su casa. Recibióla con mucho agrado, así
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enamorada de su belleza como de su discreción, porque en lo uno y en lo
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otro era estremada la morisca, y toda la gente de la ciudad, como a campana
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tañida, venían a verla.
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Dijo don Quijote a don Antonio que el parecer que habían tomado en la
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libertad de don Gregorio no era bueno, porque tenía más de peligroso que de
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conveniente, y que sería mejor que le pusiesen a él en Berbería con sus
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armas y caballo; que él le sacaría a pesar de toda la morisma, como había
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hecho don Gaiferos a su esposa Melisendra.
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-Advierta vuesa merced -dijo Sancho, oyendo esto- que el señor don Gaiferos
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sacó a sus esposa de tierra firme y la llevó a Francia por tierra firme;
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pero aquí, si acaso sacamos a don Gregorio, no tenemos por dónde traerle a
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España, pues está la mar en medio.
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-Para todo hay remedio, si no es para la muerte -respondió don Quijote-;
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pues, llegando el barco a la marina, nos podremos embarcar en él, aunque
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todo el mundo lo impida.
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-Muy bien lo pinta y facilita vuestra merced -dijo Sancho-, pero del dicho
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al hecho hay gran trecho, y yo me atengo al renegado, que me parece muy
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hombre de bien y de muy buenas entrañas.
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Don Antonio dijo que si el renegado no saliese bien del caso, se tomaría el
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espediente de que el gran don Quijote pasase en Berbería.
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De allí a dos días partió el renegado en un ligero barco de seis remos por
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banda, armado de valentísima chusma; y de allí a otros dos se partieron las
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galeras a Levante, habiendo pedido el general al visorrey fuese servido de
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avisarle de lo que sucediese en la libertad de don Gregorio y en el caso de
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Ana Félix; quedó el visorrey de hacerlo así como se lo pedía.
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Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas
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sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su
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descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacía él
|
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un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía
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pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía
|
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ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo:
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-Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha,
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|
yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le
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habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza
|
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de tus brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea
|
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quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso; la
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cual verdad si tú la confiesas de llano en llano, escusarás tu muerte y el
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|
trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere,
|
|
no quiero otra satisfación sino que, dejando las armas y absteniéndote de
|
|
buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año,
|
|
donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en
|
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provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu hacienda y a la
|
|
salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará a tu discreción mi
|
|
cabeza, y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y pasará a la
|
|
tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te está mejor, y respóndeme luego,
|
|
porque hoy todo el día traigo de término para despachar este negocio.
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|
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de
|
|
la Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba; y con reposo y ademán
|
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severo le respondió:
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|
-Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi
|
|
noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea; que
|
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si visto la hubiérades, yo sé que procurárades no poneros en esta demanda,
|
|
porque su vista os desengañara de que no ha habido ni puede haber belleza
|
|
que con la suya comparar se pueda; y así, no diciéndoos que mentís, sino
|
|
que no acertáis en lo propuesto, con las condiciones que habéis referido,
|
|
aceto vuestro desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis
|
|
determinado; y sólo exceto de las condiciones la de que se pase a mí la
|
|
fama de vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las
|
|
mías me contento, tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del campo
|
|
que quisiéredes, que yo haré lo mesmo, y a quien Dios se la diere, San
|
|
Pedro se la bendiga.
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Habían descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna, y díchoselo
|
|
al visorrey que estaba hablando con don Quijote de la Mancha. El visorrey,
|
|
creyendo sería alguna nueva aventura fabricada por don Antonio Moreno, o
|
|
por otro algún caballero de la ciudad, salió luego a la playa con don
|
|
Antonio y con otros muchos caballeros que le acompañaban, a tiempo cuando
|
|
don Quijote volvía las riendas a Rocinante para tomar del campo lo
|
|
necesario.
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Viendo, pues, el visorrey que daban los dos señales de volverse a
|
|
encontrar, se puso en medio, preguntándoles qué era la causa que les movía
|
|
a hacer tan de improviso batalla. El Caballero de la Blanca Luna respondió
|
|
que era precedencia de hermosura, y en breves razones le dijo las mismas
|
|
que había dicho a don Quijote, con la acetación de las condiciones del
|
|
desafío hechas por entrambas partes. Llegóse el visorrey a don Antonio, y
|
|
preguntóle paso si sabía quién era el tal Caballero de la Blanca Luna, o si
|
|
era alguna burla que querían hacer a don Quijote. Don Antonio le respondió
|
|
que ni sabía quién era, ni si era de burlas ni de veras el tal desafío.
|
|
Esta respuesta tuvo perplejo al visorrey en si les dejaría o no pasar
|
|
adelante en la batalla; pero, no pudiéndose persuadir a que fuese sino
|
|
burla, se apartó diciendo:
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|
-Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y
|
|
el señor don Quijote está en sus trece y vuestra merced el de la Blanca
|
|
Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense.
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Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey
|
|
la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual,
|
|
encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea -como tenía de
|
|
costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían-, tornó a tomar
|
|
otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y, sin
|
|
tocar trompeta ni otro instrumento bélico que les diese señal de arremeter,
|
|
volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y, como
|
|
era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios
|
|
andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin
|
|
tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio
|
|
con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego
|
|
sobre él, y, poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:
|
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-Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de
|
|
nuestro desafío.
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Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara
|
|
dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
|
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|
-Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más
|
|
desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude
|
|
esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has
|
|
quitado la honra.
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-Eso no haré yo, por cierto -dijo el de la Blanca Luna-: viva, viva en su
|
|
entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que sólo
|
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me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar un año, o
|
|
hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como concertamos antes de
|
|
entrar en esta batalla.
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|
Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí
|
|
estaban, y oyeron asimismo que don Quijote respondió que como no le pidiese
|
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cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría como
|
|
caballero puntual y verdadero.
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Hecha esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna, y, haciendo
|
|
mesura con la cabeza al visorrey, a medio galope se entró en la ciudad.
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|
Mandó el visorrey a don Antonio que fuese tras él, y que en todas maneras
|
|
supiese quién era. Levantaron a don Quijote, descubriéronle el rostro y
|
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halláronle sin color y trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se pudo
|
|
mover por entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía qué
|
|
decirse ni qué hacerse: parecíale que todo aquel suceso pasaba en sueños y
|
|
que toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veía a su señor rendido
|
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y obligado a no tomar armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus
|
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hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como
|
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se deshace el humo con el viento. Temía si quedaría o no contrecho
|
|
Rocinante, o deslocado su amo; que no fuera poca ventura si deslocado
|
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quedara. Finalmente, con una silla de manos, que mandó traer el visorrey,
|
|
le llevaron a la ciudad, y el visorrey se volvió también a ella, con deseo
|
|
de saber quién fuese el Caballero de la Blanca Luna, que de tan mal talante
|
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había dejado a don Quijote.
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Capítulo LXV. Donde se da noticia quién era el de la Blanca Luna, con la
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libertad de Don Gregorio, y de otros sucesos
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Siguió don Antonio Moreno al Caballero de la Blanca Luna, y siguiéronle
|
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también, y aun persiguiéronle, muchos muchachos, hasta que le cerraron en
|
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un mesón dentro de la ciudad. Entró el don Antonio con deseo de conocerle;
|
|
salió un escudero a recebirle y a desarmarle; encerróse en una sala baja, y
|
|
con él don Antonio, que no se le cocía el pan hasta saber quién fuese.
|
|
Viendo, pues, el de la Blanca Luna que aquel caballero no le dejaba, le
|
|
dijo:
|
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|
-Bien sé, señor, a lo que venís, que es a saber quién soy; y, porque no hay
|
|
para qué negároslo, en tanto que este mi criado me desarma os lo diré, sin
|
|
faltar un punto a la verdad del caso. Sabed, señor, que a mí me llaman el
|
|
bachiller Sansón Carrasco; soy del mesmo lugar de don Quijote de la Mancha,
|
|
cuya locura y sandez mueve a que le tengamos lástima todos cuantos le
|
|
conocemos, y entre los que más se la han tenido he sido yo; y, creyendo que
|
|
está su salud en su reposo y en que se esté en su tierra y en su casa, di
|
|
traza para hacerle estar en ella; y así, habrá tres meses que le salí al
|
|
camino como caballero andante, llamándome el Caballero de los Espejos, con
|
|
intención de pelear con él y vencerle, sin hacerle daño, poniendo por
|
|
condición de nuestra pelea que el vencido quedase a discreción del
|
|
vencedor; y lo que yo pensaba pedirle, porque ya le juzgaba por vencido,
|
|
era que se volviese a su lugar y que no saliese dél en todo un año, en el
|
|
cual tiempo podría ser curado; pero la suerte lo ordenó de otra manera,
|
|
porque él me venció a mí y me derribó del caballo, y así, no tuvo efecto mi
|
|
pensamiento: él prosiguió su camino, y yo me volví, vencido, corrido y
|
|
molido de la caída, que fue además peligrosa; pero no por esto se me quitó
|
|
el deseo de volver a buscarle y a vencerle, como hoy se ha visto. Y como él
|
|
es tan puntual en guardar las órdenes de la andante caballería, sin duda
|
|
alguna guardará la que le he dado, en cumplimiento de su palabra. Esto es,
|
|
señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra cosa alguna; suplícoos
|
|
no me descubráis ni le digáis a don Quijote quién soy, porque tengan efecto
|
|
los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le
|
|
tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería.
|
|
|
|
-¡Oh señor -dijo don Antonio-, Dios os perdone el agravio que habéis hecho
|
|
a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él!
|
|
¿No veis, señor, que no podrá llegar el provecho que cause la cordura de
|
|
don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvaríos? Pero yo
|
|
imagino que toda la industria del señor bachiller no ha de ser parte para
|
|
volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco; y si no fuese contra
|
|
caridad, diría que nunca sane don Quijote, porque con su salud, no
|
|
solamente perdemos sus gracias, sino las de Sancho Panza, su escudero, que
|
|
cualquiera dellas puede volver a alegrar a la misma melancolía. Con todo
|
|
esto, callaré, y no le diré nada, por ver si salgo verdadero en sospechar
|
|
que no ha de tener efecto la diligencia hecha por el señor Carrasco.
|
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|
|
El cual respondió que ya una por una estaba en buen punto aquel negocio, de
|
|
quien esperaba feliz suceso. Y, habiéndose ofrecido don Antonio de hacer lo
|
|
que más le mandase, se despidió dél; y, hecho liar sus armas sobre un
|
|
macho, luego al mismo punto, sobre el caballo con que entró en la batalla,
|
|
se salió de la ciudad aquel mismo día y se volvió a su patria, sin
|
|
sucederle cosa que obligue a contarla en esta verdadera historia.
|
|
|
|
Contó don Antonio al visorrey todo lo que Carrasco le había contado, de lo
|
|
que el visorrey no recibió mucho gusto, porque en el recogimiento de don
|
|
Quijote se perdía el que podían tener todos aquellos que de sus locuras
|
|
tuviesen noticia.
|
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|
|
Seis días estuvo don Quijote en el lecho, marrido, triste, pensativo y mal
|
|
acondicionado, yendo y viniendo con la imaginación en el desdichado suceso
|
|
de su vencimiento. Consolábale Sancho, y, entre otras razones, le dijo:
|
|
|
|
-Señor mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé
|
|
gracias al cielo que, ya que le derribó en la tierra, no salió con alguna
|
|
costilla quebrada; y, pues sabe que donde las dan las toman, y que no
|
|
siempre hay tocinos donde hay estacas, dé una higa al médico, pues no le ha
|
|
menester para que le cure en esta enfermedad: volvámonos a nuestra casa y
|
|
dejémonos de andar buscando aventuras por tierras y lugares que no sabemos;
|
|
y, si bien se considera, yo soy aquí el más perdidoso, aunque es vuestra
|
|
merced el más mal parado. Yo, que dejé con el gobierno los deseos de ser
|
|
más gobernador, no dejé la gana de ser conde, que jamás tendrá efecto si
|
|
vuesa merced deja de ser rey, dejando el ejercicio de su caballería; y así,
|
|
vienen a volverse en humo mis esperanzas.
|
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|
|
-Calla, Sancho, pues ves que mi reclusión y retirada no ha de pasar de un
|
|
año; que luego volveré a mis honrados ejercicios, y no me ha de faltar
|
|
reino que gane y algún condado que darte.
|
|
|
|
-Dios lo oiga -dijo Sancho-, y el pecado sea sordo, que siempre he oído
|
|
decir que más vale buena esperanza que ruin posesión.
|
|
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|
En esto estaban cuando entró don Antonio, diciendo con muestras de
|
|
grandísimo contento:
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-¡Albricias, señor don Quijote, que don Gregorio y el renegado que fue por
|
|
él está en la playa! ¿Qué digo en la playa? Ya está en casa del visorrey, y
|
|
será aquí al momento.
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Alegróse algún tanto don Quijote, y dijo:
|
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|
-En verdad que estoy por decir que me holgara que hubiera sucedido todo al
|
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revés, porque me obligara a pasar en Berbería, donde con la fuerza de mi
|
|
brazo diera libertad no sólo a don Gregorio, sino a cuantos cristianos
|
|
cautivos hay en Berbería. Pero, ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el
|
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vencido? ¿No soy yo el derribado? ¿No soy yo el que no puede tomar arma en
|
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un año? Pues, ¿qué prometo? ¿De qué me alabo, si antes me conviene usar de
|
|
la rueca que de la espada?
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|
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|
-Déjese deso, señor -dijo Sancho-: viva la gallina, aunque con su pepita,
|
|
que hoy por ti y mañana por mí; y en estas cosas de encuentros y porrazos
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no hay tomarles tiento alguno, pues el que hoy cae puede levantarse
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mañana, si no es que se quiere estar en la cama; quiero decir que se deje
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desmayar, sin cobrar nuevos bríos para nuevas pendencias. Y levántese
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vuestra merced agora para recebir a don Gregorio, que me parece que anda la
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gente alborotada, y ya debe de estar en casa.
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Y así era la verdad; porque, habiendo ya dado cuenta don Gregorio y el
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renegado al visorrey de su ida y vuelta, deseoso don Gregorio de ver a Ana
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Félix, vino con el renegado a casa de don Antonio; y, aunque don Gregorio,
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cuando le sacaron de Argel, fue con hábitos de mujer, en el barco los trocó
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por los de un cautivo que salió consigo; pero en cualquiera que viniera,
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mostrara ser persona para ser codiciada, servida y estimada, porque era
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hermoso sobremanera, y la edad, al parecer, de diez y siete o diez y ocho
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años. Ricote y su hija salieron a recebirle: el padre con lágrimas y la
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hija con honestidad. No se abrazaron unos a otros, porque donde hay mucho
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amor no suele haber demasiada desenvoltura. Las dos bellezas juntas de don
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Gregorio y Ana Félix admiraron en particular a todos juntos los que
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presentes estaban. El silencio fue allí el que habló por los dos amantes, y
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los ojos fueron las lenguas que descubrieron sus alegres y honestos
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pensamientos.
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Contó el renegado la industria y medio que tuvo para sacar a don Gregorio;
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contó don Gregorio los peligros y aprietos en que se había visto con las
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mujeres con quien había quedado, no con largo razonamiento, sino con breves
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palabras, donde mostró que su discreción se adelantaba a sus años.
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Finalmente, Ricote pagó y satisfizo liberalmente así al renegado como a los
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que habían bogado al remo. Reincorporóse y redújose el renegado con la
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Iglesia, y, de miembro podrido, volvió limpio y sano con la penitencia y el
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arrepentimiento.
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De allí a dos días trató el visorrey con don Antonio qué modo tendrían para
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que Ana Félix y su padre quedasen en España, pareciéndoles no ser de
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inconveniente alguno que quedasen en ella hija tan cristiana y padre, al
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parecer, tan bien intencionado. Don Antonio se ofreció venir a la corte a
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negociarlo, donde había de venir forzosamente a otros negocios, dando a
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entender que en ella, por medio del favor y de las dádivas, muchas cosas
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dificultosas se acaban.
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-No -dijo Ricote, que se halló presente a esta plática- hay que esperar en
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favores ni en dádivas, porque con el gran don Bernardino de Velasco, conde
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de Salazar, a quien dio Su Majestad cargo de nuestra expulsión, no valen
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ruegos, no promesas, no dádivas, no lástimas; porque, aunque es verdad que
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él mezcla la misericordia con la justicia, como él vee que todo el cuerpo
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de nuestra nación está contaminado y podrido, usa con él antes del cauterio
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que abrasa que del ungüento que molifica; y así, con prudencia, con
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sagacidad, con diligencia y con miedos que pone, ha llevado sobre sus
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fuertes hombros a debida ejecución el peso desta gran máquina, sin que
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nuestras industrias, estratagemas, solicitudes y fraudes hayan podido
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deslumbrar sus ojos de Argos, que contino tiene alerta, porque no se le
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quede ni encubra ninguno de los nuestros, que, como raíz escondida, que con
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el tiempo venga después a brotar, y a echar frutos venenosos en España, ya
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limpia, ya desembarazada de los temores en que nuestra muchedumbre la
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tenía. ¡Heroica resolución del gran Filipo Tercero, y inaudita prudencia en
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haberla encargado al tal don Bernardino de Velasco!
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-Una por una, yo haré, puesto allá, las diligencias posibles, y haga el
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cielo lo que más fuere servido -dijo don Antonio-. Don Gregorio se irá
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conmigo a consolar la pena que sus padres deben tener por su ausencia; Ana
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Félix se quedará con mi mujer en mi casa, o en un monasterio, y yo sé que
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el señor visorrey gustará se quede en la suya el buen Ricote, hasta ver
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cómo yo negocio.
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El visorrey consintió en todo lo propuesto, pero don Gregorio, sabiendo lo
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que pasaba, dijo que en ninguna manera podía ni quería dejar a doña Ana
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Félix; pero, teniendo intención de ver a sus padres, y de dar traza de
|
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volver por ella, vino en el decretado concierto. Quedóse Ana Félix con la
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mujer de don Antonio, y Ricote en casa del visorrey.
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Llegóse el día de la partida de don Antonio, y el de don Quijote y Sancho,
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que fue de allí a otros dos; que la caída no le concedió que más presto se
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pusiese en camino. Hubo lágrimas, hubo suspiros, desmayos y sollozos al
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despedirse don Gregorio de Ana Félix. Ofrecióle Ricote a don Gregorio mil
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escudos, si los quería; pero él no tomó ninguno, sino solos cinco que le
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prestó don Antonio, prometiendo la paga dellos en la corte. Con esto, se
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partieron los dos, y don Quijote y Sancho después, como se ha dicho: don
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Quijote desarmado y de camino, Sancho a pie, por ir el rucio cargado con
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las armas.
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Capítulo LXVI. Que trata de lo que verá el que lo leyere, o lo oirá el que
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lo escuchare leer
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Al salir de Barcelona, volvió don Quijote a mirar el sitio donde había
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caído, y dijo:
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-¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis
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alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas;
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aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para
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jamás levantarse!
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Oyendo lo cual Sancho, dijo:
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-Tan de valientes corazones es, señor mío, tener sufrimiento en las
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desgracias como alegría en las prosperidades; y esto lo juzgo por mí mismo,
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que si cuando era gobernador estaba alegre, agora que soy escudero de a
|
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pie, no estoy triste; porque he oído decir que esta que llaman por ahí
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Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y así, no
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vee lo que hace, ni sabe a quién derriba, ni a quién ensalza.
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-Muy filósofo estás, Sancho -respondió don Quijote-, muy a lo discreto
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hablas: no sé quién te lo enseña. Lo que te sé decir es que no hay fortuna
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en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean,
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vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí
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viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura. Yo lo
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he sido de la mía, pero no con la prudencia necesaria, y así, me han salido
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al gallarín mis presunciones; pues debiera pensar que al poderoso grandor
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del caballo del de la Blanca Luna no podía resistir la flaqueza de
|
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Rocinante. Atrevíme en fin, hice lo que puede, derribáronme, y, aunque
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perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra.
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Cuando era caballero andante, atrevido y valiente, con mis obras y con mis
|
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manos acreditaba mis hechos; y agora, cuando soy escudero pedestre,
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acreditaré mis palabras cumpliendo la que di de mi promesa. Camina, pues,
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amigo Sancho, y vamos a tener en nuestra tierra el año del noviciado, con
|
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cuyo encerramiento cobraremos virtud nueva para volver al nunca de mí
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olvidado ejercicio de las armas.
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-Señor -respondió Sancho-, no es cosa tan gustosa el caminar a pie, que me
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mueva e incite a hacer grandes jornadas. Dejemos estas armas colgadas de
|
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algún árbol, en lugar de un ahorcado, y, ocupando yo las espaldas del
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rucio, levantados los pies del suelo, haremos las jornadas como vuestra
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merced las pidiere y midiere; que pensar que tengo de caminar a pie y
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hacerlas grandes es pensar en lo escusado.
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-Bien has dicho, Sancho -respondió don Quijote-: cuélguense mis armas por
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trofeo, y al pie dellas, o alrededor dellas, grabaremos en los árboles lo
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que en el trofeo de las armas de Roldán estaba escrito:
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Nadie las mueva
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que estar no pueda con Roldán a prueba.
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-Todo eso me parece de perlas -respondió Sancho-; y, si no fuera por la
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falta que para el camino nos había de hacer Rocinante, también fuera bien
|
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dejarle colgado.
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-¡Pues ni él ni las armas -replicó don Quijote- quiero que se ahorquen,
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porque no se diga que a buen servicio, mal galardón!
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-Muy bien dice vuestra merced -respondió Sancho-, porque, según opinión de
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discretos, la culpa del asno no se ha de echar a la albarda; y, pues deste
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suceso vuestra merced tiene la culpa, castíguese a sí mesmo, y no revienten
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sus iras por las ya rotas y sangrientas armas, ni por las mansedumbres de
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Rocinante, ni por la blandura de mis pies, queriendo que caminen más de lo
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|
justo.
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|
En estas razones y pláticas se les pasó todo aquel día, y aun otros cuatro,
|
|
sin sucederles cosa que estorbase su camino; y al quinto día, a la entrada
|
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de un lugar, hallaron a la puerta de un mesón mucha gente, que, por ser
|
|
fiesta, se estaba allí solazando. Cuando llegaba a ellos don Quijote, un
|
|
labrador alzó la voz diciendo:
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-Alguno destos dos señores que aquí vienen, que no conocen las partes, dirá
|
|
lo que se ha de hacer en nuestra apuesta.
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-Sí diré, por cierto -respondió don Quijote-, con toda rectitud, si es que
|
|
alcanzo a entenderla.
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-«Es, pues, el caso -dijo el labrador-, señor bueno, que un vecino deste
|
|
lugar, tan gordo que pesa once arrobas, desafió a correr a otro su vecino,
|
|
que no pesa más que cinco. Fue la condición que habían de correr una
|
|
carrera de cien pasos con pesos iguales; y, habiéndole preguntado al
|
|
desafiador cómo se había de igualar el peso, dijo que el desafiado, que
|
|
pesa cinco arrobas, se pusiese seis de hierro a cuestas, y así se
|
|
igualarían las once arrobas del flaco con las once del gordo.»
|
|
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|
-Eso no -dijo a esta sazón Sancho, antes que don Quijote respondiese-. Y a
|
|
mí, que ha pocos días que salí de ser gobernador y juez, como todo el mundo
|
|
sabe, toca averiguar estas dudas y dar parecer en todo pleito.
|
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|
-Responde en buen hora -dijo don Quijote-, Sancho amigo, que yo no estoy
|
|
para dar migas a un gato, según traigo alborotado y trastornado el juicio.
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|
|
Con esta licencia, dijo Sancho a los labradores, que estaban muchos
|
|
alrededor dél la boca abierta, esperando la sentencia de la suya:
|
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|
-Hermanos, lo que el gordo pide no lleva camino, ni tiene sombra de
|
|
justicia alguna; porque si es verdad lo que se dice, que el desafiado puede
|
|
escoger las armas, no es bien que éste las escoja tales que le impidan ni
|
|
estorben el salir vencedor; y así, es mi parecer que el gordo desafiador se
|
|
escamonde, monde, entresaque, pula y atilde, y saque seis arrobas de sus
|
|
carnes, de aquí o de allí de su cuerpo, como mejor le pareciere y
|
|
estuviere; y desta manera, quedando en cinco arrobas de peso, se igualará y
|
|
ajustará con las cinco de su contrario, y así podrán correr igualmente.
|
|
|
|
-¡Voto a tal -dijo un labrador que escuchó la sentencia de Sancho- que este
|
|
señor ha hablado como un bendito y sentenciado como un canónigo! Pero a
|
|
buen seguro que no ha de querer quitarse el gordo una onza de sus carnes,
|
|
cuanto más seis arrobas.
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|
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|
-Lo mejor es que no corran -respondió otro-, porque el flaco no se muela
|
|
con el peso, ni el gordo se descarne; y échese la mitad de la apuesta en
|
|
vino, y llevemos estos señores a la taberna de lo caro, y sobre mí la capa
|
|
cuando llueva.
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-Yo, señores -respondió don Quijote-, os lo agradezco, pero no puedo
|
|
detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen parecer
|
|
descortés y caminar más que de paso.
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|
Y así, dando de las espuelas a Rocinante, pasó adelante, dejándolos
|
|
admirados de haber visto y notado así su estraña figura como la discreción
|
|
de su criado, que por tal juzgaron a Sancho. Y otro de los labradores dijo:
|
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-Si el criado es tan discreto, ¡cuál debe de ser el amo! Yo apostaré que si
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van a estudiar a Salamanca, que a un tris han de venir a ser alcaldes de
|
|
corte; que todo es burla, sino estudiar y más estudiar, y tener favor y
|
|
ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la
|
|
mano o con una mitra en la cabeza.
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Aquella noche la pasaron amo y mozo en mitad del campo, al cielo raso y
|
|
descubierto; y otro día, siguiendo su camino, vieron que hacia ellos venía
|
|
un hombre de a pie, con unas alforjas al cuello y una azcona o chuzo en la
|
|
mano, propio talle de correo de a pie; el cual, como llegó junto a don
|
|
Quijote, adelantó el paso, y medio corriendo llegó a él, y, abrazándole por
|
|
el muslo derecho, que no alcanzaba a más, le dijo, con muestras de mucha
|
|
alegría:
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-¡Oh mi señor don Quijote de la Mancha, y qué gran contento ha de llegar al
|
|
corazón de mi señor el duque cuando sepa que vuestra merced vuelve a su
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castillo, que todavía se está en él con mi señora la duquesa!
|
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-No os conozco, amigo -respondió don Quijote-, ni sé quién sois, si vos no
|
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me lo decís.
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-Yo, señor don Quijote -respondió el correo-, soy Tosilos, el lacayo del
|
|
duque mi señor, que no quise pelear con vuestra merced sobre el casamiento
|
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de la hija de doña Rodríguez.
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-¡Válame Dios! -dijo don Quijote-. ¿Es posible que sois vos el que los
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|
encantadores mis enemigos transformaron en ese lacayo que decís, por
|
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defraudarme de la honra de aquella batalla?
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-Calle, señor bueno -replicó el cartero-, que no hubo encanto alguno ni
|
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mudanza de rostro ninguna: tan lacayo Tosilos entré en la estacada como
|
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Tosilos lacayo salí della. Yo pensé casarme sin pelear, por haberme
|
|
parecido bien la moza, pero sucedióme al revés mi pensamiento, pues, así
|
|
como vuestra merced se partió de nuestro castillo, el duque mi señor me
|
|
hizo dar cien palos por haber contravenido a las ordenanzas que me tenía
|
|
dadas antes de entrar en la batalla, y todo ha parado en que la muchacha es
|
|
ya monja, y doña Rodríguez se ha vuelto a Castilla, y yo voy ahora a
|
|
Barcelona, a llevar un pliego de cartas al virrey, que le envía mi amo. Si
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vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una
|
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calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón,
|
|
que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.
|
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-Quiero el envite -dijo Sancho-, y échese el resto de la cortesía, y
|
|
escancie el buen Tosilos, a despecho y pesar de cuantos encantadores hay en
|
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las Indias.
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-En fin -dijo don Quijote-, tú eres, Sancho, el mayor glotón del mundo y el
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|
mayor ignorante de la tierra, pues no te persuades que este correo es
|
|
encantado, y este Tosilos contrahecho. Quédate con él y hártate, que yo me
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iré adelante poco a poco, esperándote a que vengas.
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Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza, desalforjó sus rajas, y, sacando
|
|
un panecillo, él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en buena paz
|
|
compaña despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto de las alforjas,
|
|
con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las cartas, sólo porque
|
|
olía a queso. Dijo Tosilos a Sancho:
|
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-Sin duda este tu amo, Sancho amigo, debe de ser un loco.
|
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-¿Cómo debe? -respondió Sancho-. No debe nada a nadie, que todo lo paga, y
|
|
más cuando la moneda es locura. Bien lo veo yo, y bien se lo digo a él;
|
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pero, ¿qué aprovecha? Y más agora que va rematado, porque va vencido del
|
|
Caballero de la Blanca Luna.
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Rogóle Tosilos le contase lo que le había sucedido, pero Sancho le
|
|
respondió que era descortesía dejar que su amo le esperase; que otro día,
|
|
si se encontrasen, habría lugar par ello. Y, levantándose, después de
|
|
haberse sacudido el sayo y las migajas de las barbas, antecogió al rucio,
|
|
y, diciendo ''a Dios'', dejó a Tosilos y alcanzó a su amo, que a la sombra
|
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de un árbol le estaba esperando.
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Capítulo LXVII. De la resolución que tomó don Quijote de hacerse pastor y
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seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con
|
|
otros sucesos en verdad gustosos y buenos
|
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Si muchos pensamientos fatigaban a don Quijote antes de ser derribado,
|
|
muchos más le fatigaron después de caído. A la sombra del árbol estaba,
|
|
como se ha dicho, y allí, como moscas a la miel, le acudían y picaban
|
|
pensamientos: unos iban al desencanto de Dulcinea y otros a la vida que
|
|
había de hacer en su forzosa retirada. Llegó Sancho y alabóle la liberal
|
|
condición del lacayo Tosilos.
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|
-¿Es posible -le dijo don Quijote- que todavía, ¡oh Sancho!, pienses que
|
|
aquél sea verdadero lacayo? Parece que se te ha ido de las mientes haber
|
|
visto a Dulcinea convertida y transformada en labradora, y al Caballero de
|
|
los Espejos en el bachiller Carrasco, obras todas de los encantadores que
|
|
me persiguen. Pero dime agora: ¿preguntaste a ese Tosilos que dices qué ha
|
|
hecho Dios de Altisidora: si ha llorado mi ausencia, o si ha dejado ya en
|
|
las manos del olvido los enamorados pensamientos que en mi presencia la
|
|
fatigaban?
|
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|
-No eran -respondió Sancho- los que yo tenía tales que me diesen lugar a
|
|
preguntar boberías. ¡Cuerpo de mí!, señor, ¿está vuestra merced ahora en
|
|
términos de inquirir pensamientos ajenos, especialmente amorosos?
|
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|
-Mira, Sancho -dijo don Quijote-, mucha diferencia hay de las obras que se
|
|
hacen por amor a las que se hacen por agradecimiento. Bien puede ser que un
|
|
caballero sea desamorado, pero no puede ser, hablando en todo rigor, que
|
|
sea desagradecido. Quísome bien, al parecer, Altisidora; diome los tres
|
|
tocadores que sabes, lloró en mi partida, maldíjome, vituperóme, quejóse, a
|
|
despecho de la vergüenza, públicamente: señales todas de que me adoraba,
|
|
que las iras de los amantes suelen parar en maldiciones. Yo no tuve
|
|
esperanzas que darle, ni tesoros que ofrecerle, porque las mías las tengo
|
|
entregadas a Dulcinea, y los tesoros de los caballeros andantes son, como
|
|
los de los duendes, aparentes y falsos, y sólo puedo darle estos acuerdos
|
|
que della tengo, sin perjuicio, pero, de los que tengo de Dulcinea, a quien
|
|
tú agravias con la remisión que tienes en azotarte y en castigar esas
|
|
carnes, que vea yo comidas de lobos, que quieren guardarse antes para los
|
|
gusanos que para el remedio de aquella pobre señora.
|
|
|
|
-Señor -respondió Sancho-, si va a decir la verdad, yo no me puedo
|
|
persuadir que los azotes de mis posaderas tengan que ver con los
|
|
desencantos de los encantados, que es como si dijésemos: "Si os duele la
|
|
cabeza, untaos las rodillas". A lo menos, yo osaré jurar que en cuantas
|
|
historias vuesa merced ha leído que tratan de la andante caballería no ha
|
|
visto algún desencantado por azotes; pero, por sí o por no, yo me los daré,
|
|
cuando tenga gana y el tiempo me dé comodidad para castigarme.
|
|
|
|
-Dios lo haga -respondió don Quijote-, y los cielos te den gracia para que
|
|
caigas en la cuenta y en la obligación que te corre de ayudar a mi señora,
|
|
que lo es tuya, pues tú eres mío.
|
|
|
|
En estas pláticas iban siguiendo su camino, cuando llegaron al mesmo sitio
|
|
y lugar donde fueron atropellados de los toros. Reconocióle don Quijote;
|
|
dijo a Sancho:
|
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|
-Éste es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos
|
|
pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia,
|
|
pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te
|
|
parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores,
|
|
siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas,
|
|
y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y
|
|
llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino, nos andaremos por
|
|
los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando
|
|
allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los
|
|
limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos. Daránnos con abundantísima
|
|
mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los
|
|
durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil
|
|
colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz
|
|
la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el
|
|
canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos
|
|
hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros
|
|
siglos.
|
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|
-Pardiez -dijo Sancho-, que me ha cuadrado, y aun esquinado, tal género de
|
|
vida; y más, que no la ha de haber aún bien visto el bachiller Sansón
|
|
Carrasco y maese Nicolás el barbero, cuando la han de querer seguir, y
|
|
hacerse pastores con nosotros; y aun quiera Dios no le venga en voluntad al
|
|
cura de entrar también en el aprisco, según es de alegre y amigo de
|
|
holgarse.
|
|
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|
-Tú has dicho muy bien -dijo don Quijote-; y podrá llamarse el bachiller
|
|
Sansón Carrasco, si entra en el pastoral gremio, como entrará sin duda, el
|
|
pastor Sansonino, o ya el pastor Carrascón; el barbero Nicolás se podrá
|
|
llamar Miculoso, como ya el antiguo Boscán se llamó Nemoroso; al cura no sé
|
|
qué nombre le pongamos, si no es algún derivativo de su nombre, llamándole
|
|
el pastor Curiambro. Las pastoras de quien hemos de ser amantes, como entre
|
|
peras podremos escoger sus nombres; y, pues el de mi señora cuadra así al
|
|
de pastora como al de princesa, no hay para qué cansarme en buscar otro que
|
|
mejor le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el que quisieres.
|
|
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|
-No pienso -respondió Sancho- ponerle otro alguno sino el de Teresona, que
|
|
le vendrá bien con su gordura y con el propio que tiene, pues se llama
|
|
Teresa; y más, que, celebrándola yo en mis versos, vengo a descubrir mis
|
|
castos deseos, pues no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas.
|
|
El cura no será bien que tenga pastora, por dar buen ejemplo; y si quisiere
|
|
el bachiller tenerla, su alma en su palma.
|
|
|
|
-¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué vida nos hemos de dar, Sancho
|
|
amigo! ¡Qué de churumbelas han de llegar a nuestros oídos, qué de gaitas
|
|
zamoranas, qué tamborines, y qué de sonajas, y qué de rabeles! Pues, ¡qué
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si destas diferencias de músicas resuena la de los albogues! Allí se verá
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casi todos los instrumentos pastorales.
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-¿Qué son albogues -preguntó Sancho-, que ni los he oído nombrar, ni los he
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visto en toda mi vida?
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-Albogues son -respondió don Quijote- unas chapas a modo de candeleros de
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azófar, que, dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no
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muy agradable ni armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad
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de la gaita y del tamborín; y este nombre albogues es morisco, como lo son
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todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a
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saber: almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía,
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y otros semejantes, que deben ser pocos más; y solos tres tiene nuestra
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lengua que son moriscos y acaban en i, y son: borceguí, zaquizamí y
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maravedí. Alhelí y alfaquí, tanto por el al primero como por el i en que
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acaban, son conocidos por arábigos. Esto te he dicho, de paso, por
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habérmelo reducido a la memoria la ocasión de haber nombrado albogues; y
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hanos de ayudar mucho al parecer en perfeción este ejercicio el ser yo
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algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo también en estremo el
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bachiller Sansón Carrasco. Del cura no digo nada; pero yo apostaré que debe
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de tener sus puntas y collares de poeta; y que las tenga también maese
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Nicolás, no dudo en ello, porque todos, o los más, son guitarristas y
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copleros. Yo me quejaré de ausencia; tú te alabarás de firme enamorado; el
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pastor Carrascón, de desdeñado; y el cura Curiambro, de lo que él más puede
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servirse, y así, andará la cosa que no haya más que desear.
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A lo que respondió Sancho:
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-Yo soy, señor, tan desgraciado que temo no ha de llegar el día en que en
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tal ejercicio me vea. ¡Oh, qué polidas cuchares tengo de hacer cuando
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pastor me vea! ¡Qué de migas, qué de natas, qué de guirnaldas y qué de
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zarandajas pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no
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dejarán de granjearme la de ingenioso! Sanchica mi hija nos llevará la
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comida al hato. Pero, ¡guarda!, que es de buen parecer, y hay pastores más
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maliciosos que simples, y no querría que fuese por lana y volviese
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trasquilada; y también suelen andar los amores y los no buenos deseos por
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los campos como por las ciudades, y por las pastorales chozas como por los
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reales palacios, y, quitada la causa se quita el pecado; y ojos que no
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veen, corazón que no quiebra; y más vale salto de mata que ruego de hombres
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buenos.
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-No más refranes, Sancho -dijo don Quijote-, pues cualquiera de los que has
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dicho basta para dar a entender tu pensamiento; y muchas veces te he
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aconsejado que no seas tan pródigo en refranes y que te vayas a la mano en
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decirlos; pero paréceme que es predicar en desierto, y "castígame mi madre,
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y yo trómpogelas".
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-Paréceme -respondió Sancho- que vuesa merced es como lo que dicen: "Dijo
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la sartén a la caldera: Quítate allá ojinegra". Estáme reprehendiendo que
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no diga yo refranes, y ensártalos vuesa merced de dos en dos.
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-Mira, Sancho -respondió don Quijote-: yo traigo los refranes a propósito,
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y vienen cuando los digo como anillo en el dedo; pero tráeslos tan por los
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cabellos, que los arrastras, y no los guías; y si no me acuerdo mal, otra
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vez te he dicho que los refranes son sentencias breves, sacadas de la
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experiencia y especulación de nuestros antiguos sabios; y el refrán que no
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viene a propósito, antes es disparate que sentencia. Pero dejémonos desto,
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y, pues ya viene la noche, retirémonos del camino real algún trecho, donde
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pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que será mañana.
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Retiráronse, cenaron tarde y mal, bien contra la voluntad de Sancho, a
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quien se le representaban las estrechezas de la andante caballería usadas
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en las selvas y en los montes, si bien tal vez la abundancia se mostraba en
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los castillos y casas, así de don Diego de Miranda como en las bodas del
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rico Camacho, y de don Antonio Moreno; pero consideraba no ser posible ser
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siempre de día ni siempre de noche, y así, pasó aquélla durmiendo, y su amo
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velando.
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Capítulo LXVIII. De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote
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Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en
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parte que pudiese ser vista: que tal vez la señora Diana se va a pasear a
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los antípodas, y deja los montes negros y los valles escuros. Cumplió don
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Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al
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segundo; bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba
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el sueño desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena
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complexión y pocos cuidados. Los de don Quijote le desvelaron de manera que
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despertó a Sancho y le dijo:
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-Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición: yo imagino que
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eres hecho de mármol, o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni
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sentimiento alguno. Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando cantas, yo
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me desmayo de ayuno cuanto tú estás perezoso y desalentado de puro harto.
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De buenos criados es conllevar las penas de sus señores y sentir sus
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sentimientos, por el bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta noche,
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la soledad en que estamos, que nos convida a entremeter alguna vigilia
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entre nuestro sueño. Levántate, por tu vida, y desvíate algún trecho de
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aquí, y con buen ánimo y denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos
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azotes a buena cuenta de los del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te
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lo suplico, que no quiero venir contigo a los brazos, como la otra vez,
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porque sé que los tienes pesados. Después que te hayas dado, pasaremos lo
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que resta de la noche cantando, yo mi ausencia y tú tu firmeza, dando desde
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agora principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra aldea.
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-Señor -respondió Sancho-, no soy yo religioso para que desde la mitad de
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mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo del
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dolor de los azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa merced me deje
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dormir y no me apriete en lo del azotarme; que me hará hacer juramento de
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no tocarme jamás al pelo del sayo, no que al de mis carnes.
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-¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin piedad! ¡Oh pan mal empleado y
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mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mí
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te has visto gobernador, y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser
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conde, o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de
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ellas más de cuanto tarde en pasar este año; que yo post tenebras spero
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lucem.
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-No entiendo eso -replico Sancho-; sólo entiendo que, en tanto que duermo,
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ni tengo temor, ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que
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inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que
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quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío
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que templa el ardor, y, finalmente, moneda general con que todas las cosas
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se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con
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el discreto. Sola una cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es
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que se parece a la muerte, pues de un dormido a un muerto hay muy poca
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diferencia.
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-Nunca te he oído hablar, Sancho -dijo don Quijote-, tan elegantemente como
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ahora, por donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas veces
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sueles decir: "No con quien naces, sino con quien paces".
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-¡Ah, pesia tal -replicó Sancho-, señor nuestro amo! No soy yo ahora el que
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ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de la boca de dos
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en dos mejor que a mí, sino que debe de haber entre los míos y los suyos
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esta diferencia: que los de vuestra merced vendrán a tiempo y los míos a
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deshora; pero, en efecto, todos son refranes.
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En esto estaban, cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido, que
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por todos aquellos valles se estendía. Levantóse en pie don Quijote y puso
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mano a la espada, y Sancho se agazapó debajo del rucio, poniéndose a los
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lados el lío de las armas, y la albarda de su jumento, tan temblando de
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miedo como alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el
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ruido, y, llegándose cerca a los dos temerosos; a lo menos, al uno, que al
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otro, ya se sabe su valentía.
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Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de
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seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto
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el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos
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de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía. Llegó de
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tropel la estendida y gruñidora piara, y, sin tener respeto a la autoridad
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de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo
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las trincheas de Sancho, y derribando no sólo a don Quijote, sino llevando
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por añadidura a Rocinante. El tropel, el gruñir, la presteza con que
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llegaron los animales inmundos, puso en confusión y por el suelo a la
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albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante, a Sancho y a don Quijote.
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Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió a su amo la espada, diciéndole
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que quería matar media docena de aquellos señores y descomedidos puercos,
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que ya había conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:
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-Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo
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castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas, y
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le piquen avispas y le hollen puercos.
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-También debe de ser castigo del cielo -respondió Sancho- que a los
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escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, los coman piojos y
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les embista la hambre. Si los escuderos fuéramos hijos de los caballeros a
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quien servimos, o parientes suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos
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alcanzara la pena de sus culpas hasta la cuarta generación; pero, ¿qué
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tienen que ver los Panzas con los Quijotes? Ahora bien: tornémonos a
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acomodar y durmamos lo poco que queda de la noche, y amanecerá Dios y
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medraremos.
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-Duerme tú, Sancho -respondió don Quijote-, que naciste para dormir; que
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yo, que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día, daré rienda
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a mis pensamientos, y los desfogaré en un madrigalete, que, sin que tú lo
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sepas, anoche compuse en la memoria.
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-A mí me parece -respondió Sancho- que los pensamientos que dan lugar a
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hacer coplas no deben de ser muchos. Vuesa merced coplee cuanto quisiere,
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que yo dormiré cuanto pudiere.
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Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, se acurrucó y durmió a sueño
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suelto, sin que fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don
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Quijote, arrimado a un tronco de una haya o de un alcornoque -que Cide
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Hamete Benengeli no distingue el árbol que era-, al son de sus mesmos
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suspiros, cantó de esta suerte:
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-Amor, cuando yo pienso
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en el mal que me das, terrible y fuerte,
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voy corriendo a la muerte,
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pensando así acabar mi mal inmenso;
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mas, en llegando al paso
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que es puerto en este mar de mi tormento,
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tanta alegría siento,
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que la vida se esfuerza y no le paso.
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Así el vivir me mata,
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que la muerte me torna a dar la vida.
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¡Oh condición no oída,
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la que conmigo muerte y vida trata!
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Cada verso déstos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas, bien
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como aquél cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con
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la ausencia de Dulcinea.
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Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho,
|
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despertó y esperezóse, sacudiéndose y estirándose los perezosos miembros;
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miró el destrozo que habían hecho los puercos en su repostería, y maldijo
|
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la piara y aun más adelante. Finalmente, volvieron los dos a su comenzado
|
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camino, y al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venían hasta diez
|
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hombres de a caballo y cuatro o cinco de a pie. Sobresaltóse el corazón
|
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de don Quijote y azoróse el de Sancho, porque la gente que se les llegaba
|
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traía lanzas y adargas y venía muy a punto de guerra. Volvióse don Quijote
|
|
a Sancho, y díjole:
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-Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis armas, y mi promesa no me hubiera
|
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atado los brazos, esta máquina que sobre nosotros viene la tuviera yo por
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tortas y pan pintado, pero podría ser fuese otra cosa de la que tememos.
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Llegaron, en esto, los de a caballo, y arbolando las lanzas, sin hablar
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palabra alguna rodearon a don Quijote y se las pusieron a las espaldas y
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pechos, amenazándole de muerte. Uno de los de a pie, puesto un dedo en la
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boca, en señal de que callase, asió del freno de Rocinante y le sacó del
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camino; y los demás de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando
|
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todos maravilloso silencio, siguieron los pasos del que llevaba a don
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Quijote, el cual dos o tres veces quiso preguntar adónde le llevaban o qué
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querían; pero, apenas comenzaba a mover los labios, cuando se los iban a
|
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cerrar con los hierros de las lanzas; y a Sancho le acontecía lo mismo,
|
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porque, apenas daba muestras de hablar, cuando uno de los de a pie, con un
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aguijón, le punzaba, y al rucio ni más ni menos como si hablar quisiera.
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Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el miedo, y
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más cuando oyeron que de cuando en cuando les decían:
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-¡Caminad, trogloditas!
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-¡Callad, bárbaros!
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-¡Pagad, antropófagos!
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-¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones
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carniceros!
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Y otros nombres semejantes a éstos, con que atormentaban los oídos de los
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miserables amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sí:
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-¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros
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perritas, a quien dicen cita, cita? No me contentan nada estos nombres: a
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mal viento va esta parva; todo el mal nos viene junto, como al perro los
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palos, y ¡ojalá parase en ellos lo que amenaza esta aventura tan
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desventurada!
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Iba don Quijote embelesado, sin poder atinar con cuantos discursos hacía
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qué serían aquellos nombres llenos de vituperios que les ponían, de los
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cuales sacaba en limpio no esperar ningún bien y temer mucho mal. Llegaron,
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en esto, un hora casi de la noche, a un castillo, que bien conoció don
|
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Quijote que era el del duque, donde había poco que habían estado.
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-¡Váleme Dios! -dijo, así como conoció la estancia- y ¿qué será esto? Sí
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que en esta casa todo es cortesía y buen comedimiento, pero para los
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vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor.
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Entraron al patio principal del castillo, y viéronle aderezado y puesto de
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manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo, como se verá
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en el siguiente capítulo.
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|
Capítulo LXIX. Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso
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desta grande historia avino a don Quijote
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Apeáronse los de a caballo, y, junto con los de a pie, tomando en peso y
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arrebatadamente a Sancho y a don Quijote, los entraron en el patio,
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alrededor del cual ardían casi cien hachas, puestas en sus blandones, y,
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por los corredores del patio, más de quinientas luminarias; de modo que, a
|
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pesar de la noche, que se mostraba algo escura, no se echaba de ver la
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falta del día. En medio del patio se levantaba un túmulo como dos varas del
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suelo, cubierto todo con un grandísimo dosel de terciopelo negro, alrededor
|
|
del cual, por sus gradas, ardían velas de cera blanca sobre más de cien
|
|
candeleros de plata; encima del cual túmulo se mostraba un cuerpo muerto de
|
|
una tan hermosa doncella, que hacía parecer con su hermosura hermosa a la
|
|
misma muerte. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con
|
|
una guirnalda de diversas y odoríferas flores tejida, las manos cruzadas
|
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sobre el pecho, y, entre ellas, un ramo de amarilla y vencedora palma.
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|
A un lado del patio estaba puesto un teatro, y en dos sillas sentados dos
|
|
personajes, que, por tener coronas en la cabeza y ceptros en las manos,
|
|
daban señales de ser algunos reyes, ya verdaderos o ya fingidos. Al lado
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deste teatro, adonde se subía por algunas gradas, estaban otras dos sillas,
|
|
sobre las cuales los que trujeron los presos sentaron a don Quijote y a
|
|
Sancho, todo esto callando y dándoles a entender con señales a los dos que
|
|
asimismo callasen; pero, sin que se lo señalaran, callaron ellos, porque la
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|
admiración de lo que estaban mirando les tenía atadas las lenguas.
|
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Subieron, en esto, al teatro, con mucho acompañamiento, dos principales
|
|
personajes, que luego fueron conocidos de don Quijote ser el duque y la
|
|
duquesa, sus huéspedes, los cuales se sentaron en dos riquísimas sillas,
|
|
junto a los dos que parecían reyes. ¿Quién no se había de admirar con esto,
|
|
añadiéndose a ello haber conocido don Quijote que el cuerpo muerto que
|
|
estaba sobre el túmulo era el de la hermosa Altisidora?
|
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|
Al subir el duque y la duquesa en el teatro, se levantaron don Quijote y
|
|
Sancho y les hicieron una profunda humillación, y los duques hicieron lo
|
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mesmo, inclinando algún tanto las cabezas.
|
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Salió, en esto, de través un ministro, y, llegándose a Sancho, le echó una
|
|
ropa de bocací negro encima, toda pintada con llamas de fuego, y,
|
|
quitándole la caperuza, le puso en la cabeza una coroza, al modo de las que
|
|
sacan los penitenciados por el Santo Oficio; y díjole al oído que no
|
|
descosiese los labios, porque le echarían una mordaza, o le quitarían la
|
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vida. Mirábase Sancho de arriba abajo, veíase ardiendo en llamas, pero como
|
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no le quemaban, no las estimaba en dos ardites. Quitóse la coroza, viola
|
|
pintada de diablos, volviósela a poner, diciendo entre sí:
|
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|
-Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan.
|
|
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|
Mirábale también don Quijote, y, aunque el temor le tenía suspensos los
|
|
sentidos, no dejó de reírse de ver la figura de Sancho. Comenzó, en esto, a
|
|
salir, al parecer, debajo del túmulo un son sumiso y agradable de flautas,
|
|
que, por no ser impedido de alguna humana voz, porque en aquel sitio el
|
|
mesmo silencio guardaba silencio a sí mismo, se mostraba blando y amoroso.
|
|
Luego hizo de sí improvisa muestra, junto a la almohada del, al parecer,
|
|
cadáver, un hermoso mancebo vestido a lo romano, que, al son de una arpa,
|
|
que él mismo tocaba, cantó con suavísima y clara voz estas dos estancias:
|
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-En tanto que en sí vuelve Altisidora,
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|
muerta por la crueldad de don Quijote,
|
|
y en tanto que en la corte encantadora
|
|
se vistieren las damas de picote,
|
|
y en tanto que a sus dueñas mi señora
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vistiere de bayeta y de anascote,
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|
cantaré su belleza y su desgracia,
|
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con mejor plectro que el cantor de Tracia.
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|
Y aun no se me figura que me toca
|
|
aqueste oficio solamente en vida;
|
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mas, con la lengua muerta y fría en la boca,
|
|
pienso mover la voz a ti debida.
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|
Libre mi alma de su estrecha roca,
|
|
por el estigio lago conducida,
|
|
celebrándote irá, y aquel sonido
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hará parar las aguas del olvido.
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-No más -dijo a esta sazón uno de los dos que parecían reyes-: no más,
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|
cantor divino; que sería proceder en infinito representarnos ahora la
|
|
muerte y las gracias de la sin par Altisidora, no muerta, como el mundo
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|
ignorante piensa, sino viva en las lenguas de la Fama, y en la pena que
|
|
para volverla a la perdida luz ha de pasar Sancho Panza, que está presente;
|
|
y así, ¡oh tú, Radamanto, que conmigo juzgas en las cavernas lóbregas de
|
|
Lite!, pues sabes todo aquello que en los inescrutables hados está
|
|
determinado acerca de volver en sí esta doncella, dilo y decláralo luego,
|
|
porque no se nos dilate el bien que con su nueva vuelta esperamos.
|
|
|
|
Apenas hubo dicho esto Minos, juez y compañero de Radamanto, cuando,
|
|
levantándose en pie Radamanto, dijo:
|
|
|
|
-¡Ea, ministros de esta casa, altos y bajos, grandes y chicos, acudid unos
|
|
tras otros y sellad el rostro de Sancho con veinte y cuatro mamonas, y doce
|
|
pellizcos y seis alfilerazos en brazos y lomos, que en esta ceremonia
|
|
consiste la salud de Altisidora!
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|
Oyendo lo cual Sancho Panza, rompió el silencio, y dijo:
|
|
|
|
-¡Voto a tal, así me deje yo sellar el rostro ni manosearme la cara como
|
|
volverme moro! ¡Cuerpo de mí! ¿Qué tiene que ver manosearme el rostro con
|
|
la resurreción desta doncella? Regostóse la vieja a los bledos. Encantan a
|
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Dulcinea, y azótanme para que se desencante; muérese Altisidora de males
|
|
que Dios quiso darle, y hanla de resucitar hacerme a mí veinte y cuatro
|
|
mamonas, y acribarme el cuerpo a alfilerazos y acardenalarme los brazos a
|
|
pellizcos. ¡Esas burlas, a un cuñado, que yo soy perro viejo, y no hay
|
|
conmigo tus, tus!
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-¡Morirás! -dijo en alta voz Radamanto-. Ablándate, tigre; humíllate,
|
|
Nembrot soberbio, y sufre y calla, pues no te piden imposibles. Y no te
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|
metas en averiguar las dificultades deste negocio: mamonado has de ser,
|
|
acrebillado te has de ver, pellizcado has de gemir. ¡Ea, digo, ministros,
|
|
cumplid mi mandamiento; si no, por la fe de hombre de bien, que habéis de
|
|
ver para lo que nacistes!
|
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Parecieron, en esto, que por el patio venían, hasta seis dueñas en
|
|
procesión, una tras otra, las cuatro con antojos, y todas levantadas las
|
|
manos derechas en alto, con cuatro dedos de muñecas de fuera, para hacer
|
|
las manos más largas, como ahora se usa. No las hubo visto Sancho, cuando,
|
|
bramando como un toro, dijo:
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|
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|
-Bien podré yo dejarme manosear de todo el mundo, pero consentir que me
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toquen dueñas, ¡eso no! Gatéenme el rostro, como hicieron a mi amo en este
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mesmo castillo; traspásenme el cuerpo con puntas de dagas buidas;
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atenácenme los brazos con tenazas de fuego, que yo lo llevaré en paciencia,
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o serviré a estos señores; pero que me toquen dueñas no lo consentiré, si
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me llevase el diablo.
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Rompió también el silencio don Quijote, diciendo a Sancho:
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-Ten paciencia, hijo, y da gusto a estos señores, y muchas gracias al cielo
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por haber puesto tal virtud en tu persona, que con el martirio della
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desencantes los encantados y resucites los muertos.
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Ya estaban las dueñas cerca de Sancho, cuando él, más blando y más
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persuadido, poniéndose bien en la silla, dio rostro y barba a la primera,
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la cual la hizo una mamona muy bien sellada, y luego una gran reverencia.
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-¡Menos cortesía; menos mudas, señora dueña -dijo Sancho-; que por Dios que
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traéis las manos oliendo a vinagrillo!
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Finalmente, todas las dueñas le sellaron, y otra mucha gente de casa le
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pellizcaron; pero lo que él no pudo sufrir fue el punzamiento de los
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alfileres; y así, se levantó de la silla, al parecer mohíno, y, asiendo de
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una hacha encendida que junto a él estaba, dio tras las dueñas, y tras
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todos su verdugos, diciendo:
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-¡Afuera, ministros infernales, que no soy yo de bronce, para no sentir tan
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extraordinarios martirios!
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En esto, Altisidora, que debía de estar cansada por haber estado tanto
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tiempo supina, se volvió de un lado; visto lo cual por los circunstantes,
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casi todos a una voz dijeron:
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-¡Viva es Altisidora! ¡Altisidora vive!
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Mandó Radamanto a Sancho que depusiese la ira, pues ya se había alcanzado
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el intento que se procuraba.
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Así como don Quijote vio rebullir a Altisidora, se fue a poner de rodillas
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delante de Sancho, diciéndole:
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-Agora es tiempo, hijo de mis entrañas, no que escudero mío, que te des
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algunos de los azotes que estás obligado a dar por el desencanto de
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Dulcinea. Ahora, digo, que es el tiempo donde tienes sazonada la virtud, y
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con eficacia de obrar el bien que de ti se espera.
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A lo que respondió Sancho:
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-Esto me parece argado sobre argado, y no miel sobre hojuelas. Bueno sería
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que tras pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen ahora los azotes. No
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tienen más que hacer sino tomar una gran piedra, y atármela al cuello, y
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dar conmigo en un pozo, de lo que a mí no pesaría mucho, si es que para
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curar los males ajenos tengo yo de ser la vaca de la boda. Déjenme; si no,
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por Dios que lo arroje y lo eche todo a trece, aunque no se venda.
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Ya en esto, se había sentado en el túmulo Altisidora, y al mismo instante
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sonaron las chirimías, a quien acompañaron las flautas y las voces de
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todos, que aclamaban:
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-¡Viva Altisidora! ¡Altisidora viva!
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Levantáronse los duques y los reyes Minos y Radamanto, y todos juntos, con
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don Quijote y Sancho, fueron a recebir a Altisidora y a bajarla del túmulo;
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la cual, haciendo de la desmayada, se inclinó a los duques y a los reyes,
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y, mirando de través a don Quijote, le dijo:
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-Dios te lo perdone, desamorado caballero, pues por tu crueldad he estado
|
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en el otro mundo, a mi parecer, más de mil años; y a ti, ¡oh el más
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compasivo escudero que contiene el orbe!, te agradezco la vida que poseo.
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Dispón desde hoy más, amigo Sancho, de seis camisas mías que te mando para
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que hagas otras seis para ti; y, si no son todas sanas, a lo menos son
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todas limpias.
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Besóle por ello las manos Sancho, con la coroza en la mano y las rodillas
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en el suelo. Mandó el duque que se la quitasen, y le volviesen su caperuza,
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y le pusiesen el sayo, y le quitasen la ropa de las llamas. Suplicó Sancho
|
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al duque que le dejasen la ropa y mitra, que las quería llevar a su tierra,
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por señal y memoria de aquel nunca visto suceso. La duquesa respondió que
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sí dejarían, que ya sabía él cuán grande amiga suya era. Mandó el duque
|
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despejar el patio, y que todos se recogiesen a sus estancias, y que a don
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Quijote y a Sancho los llevasen a las que ellos ya se sabían.
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Capítulo LXX. Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no
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escusadas para la claridad desta historia
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Durmió Sancho aquella noche en una carriola, en el mesmo aposento de don
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Quijote, cosa que él quisiera escusarla, si pudiera, porque bien sabía que
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su amo no le había de dejar dormir a preguntas y a respuestas, y no se
|
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hallaba en disposición de hablar mucho, porque los dolores de los martirios
|
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pasados los tenía presentes, y no le dejaban libre la lengua, y viniérale
|
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más a cuento dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia
|
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acompañado. Salióle su temor tan verdadero y su sospecha tan cierta, que,
|
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apenas hubo entrado su señor en el lecho, cuando dijo:
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-¿Qué te parece, Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la
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fuerza del desdén desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a
|
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Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro
|
|
instrumento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración
|
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del rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.
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-Muriérase ella en hora buena cuanto quisiera y como quisiera -respondió
|
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Sancho-, y dejárame a mí en mi casa, pues ni yo la enamoré ni la desdeñé en
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mi vida. Yo no sé ni puedo pensar cómo sea que la salud de Altisidora,
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doncella más antojadiza que discreta, tenga que ver, como otra vez he
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dicho, con los martirios de Sancho Panza. Agora sí que vengo a conocer
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clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien
|
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Dios me libre, pues yo no me sé librar; con todo esto, suplico a vuestra
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merced me deje dormir y no me pregunte más, si no quiere que me arroje por
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una ventana abajo.
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-Duerme, Sancho amigo -respondió don Quijote-, si es que te dan lugar los
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alfilerazos y pellizcos recebidos, y las mamonas hechas.
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-Ningún dolor -replicó Sancho- llegó a la afrenta de las mamonas, no por
|
|
otra cosa que por habérmelas hecho dueña, que confundidas sean; y torno a
|
|
suplicar a vuesa merced me deje dormir, porque el sueño es alivio de las
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miserias de los que las tienen despiertas.
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Sea así -dijo don Quijote-, y Dios te acompañe.
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|
Durmiéronse los dos, y en este tiempo quiso escribir y dar cuenta Cide
|
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Hamete, autor desta grande historia, qué les movió a los duques a levantar
|
|
el edificio de la máquina referida. Y dice que, no habiéndosele olvidado al
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|
bachiller Sansón Carrasco cuando el Caballero de los Espejos fue vencido y
|
|
derribado por don Quijote, cuyo vencimiento y caída borró y deshizo todos
|
|
sus designios, quiso volver a probar la mano, esperando mejor suceso que el
|
|
pasado; y así, informándose del paje que llevó la carta y presente a Teresa
|
|
Panza, mujer de Sancho, adónde don Quijote quedaba, buscó nuevas armas y
|
|
caballo, y puso en el escudo la blanca luna, llevándolo todo sobre un
|
|
macho, a quien guiaba un labrador, y no Tomé Cecial, su antiguo escudero,
|
|
porque no fuese conocido de Sancho ni de don Quijote.
|
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Llegó, pues, al castillo del duque, que le informó el camino y derrota que
|
|
don Quijote llevaba, con intento de hallarse en las justas de Zaragoza.
|
|
Díjole asimismo las burlas que le había hecho con la traza del desencanto
|
|
de Dulcinea, que había de ser a costa de las posaderas de Sancho. En fin,
|
|
dio cuenta de la burla que Sancho había hecho a su amo, dándole a entender
|
|
que Dulcinea estaba encantada y transformada en labradora, y cómo la
|
|
duquesa su mujer había dado a entender a Sancho que él era el que se
|
|
engañaba, porque verdaderamente estaba encantada Dulcinea; de que no poco
|
|
se rió y admiró el bachiller, considerando la agudeza y simplicidad de
|
|
Sancho, como del estremo de la locura de don Quijote.
|
|
|
|
Pidióle el duque que si le hallase, y le venciese o no, se volviese por
|
|
allí a darle cuenta del suceso. Hízolo así el bachiller; partióse en su
|
|
busca, no le halló en Zaragoza, pasó adelante y sucedióle lo que queda
|
|
referido.
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|
Volvióse por el castillo del duque y contóselo todo, con las condiciones de
|
|
la batalla, y que ya don Quijote volvía a cumplir, como buen caballero
|
|
andante, la palabra de retirarse un año en su aldea, en el cual tiempo
|
|
podía ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura; que ésta era la
|
|
intención que le había movido a hacer aquellas transformaciones, por ser
|
|
cosa de lástima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese
|
|
loco. Con esto, se despidió del duque, y se volvió a su lugar, esperando en
|
|
él a don Quijote, que tras él venía.
|
|
|
|
De aquí tomó ocasión el duque de hacerle aquella burla: tanto era lo que
|
|
gustaba de las cosas de Sancho y de don Quijote; y haciendo tomar los
|
|
caminos cerca y lejos del castillo por todas las partes que imaginó que
|
|
podría volver don Quijote, con muchos criados suyos de a pie y de a
|
|
caballo, para que por fuerza o de grado le trujesen al castillo, si le
|
|
hallasen. Halláronle, dieron aviso al duque, el cual, ya prevenido de todo
|
|
lo que había de hacer, así como tuvo noticia de su llegada, mandó encender
|
|
las hachas y las luminarias del patio y poner a Altisidora sobre el túmulo,
|
|
con todos los aparatos que se han contado, tan al vivo, y tan bien hechos,
|
|
que de la verdad a ellos había bien poca diferencia.
|
|
|
|
Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como
|
|
los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues
|
|
tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos.
|
|
|
|
Los cuales, el uno durmiendo a sueño suelto, y el otro velando a
|
|
pensamientos desatados, les tomó el día y la gana de levantarse; que las
|
|
ociosas plumas, ni vencido ni vencedor, jamás dieron gusto a don Quijote.
|
|
|
|
Altisidora -en la opinión de don Quijote, vuelta de muerte a vida-,
|
|
siguiendo el humor de sus señores, coronada con la misma guirnalda que en
|
|
el túmulo tenía, y vestida una tunicela de tafetán blanco, sembrada de
|
|
flores de oro, y sueltos los cabellos por las espaldas, arrimada a un
|
|
báculo de negro y finísimo ébano, entró en el aposento de don Quijote, con
|
|
cuya presencia turbado y confuso, se encogió y cubrió casi todo con las
|
|
sábanas y colchas de la cama, muda la lengua, sin que acertase a hacerle
|
|
cortesía ninguna. Sentóse Altisidora en una silla, junto a su cabecera, y,
|
|
después de haber dado un gran suspiro, con voz tierna y debilitada le dijo:
|
|
|
|
-Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la
|
|
honra, y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando
|
|
noticia en público de los secretos que su corazón encierra, en estrecho
|
|
término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una déstas,
|
|
apretada, vencida y enamorada; pero, con todo esto, sufrida y honesta;
|
|
tanto que, por serlo tanto, reventó mi alma por mi silencio y perdí la
|
|
vida. Dos días ha que con la consideración del rigor con que me has
|
|
tratado,
|
|
|
|
¡Oh más duro que mármol a mis quejas,
|
|
|
|
empedernido caballero!, he estado muerta, o, a lo menos, juzgada por tal de
|
|
los que me han visto; y si no fuera porque el Amor, condoliéndose de mí,
|
|
depositó mi remedio en los martirios deste buen escudero, allá me quedara
|
|
en el otro mundo.
|
|
|
|
-Bien pudiera el Amor -dijo Sancho- depositarlos en los de mi asno, que yo
|
|
se lo agradeciera. Pero dígame, señora, así el cielo la acomode con otro
|
|
más blando amante que mi amo: ¿qué es lo que vio en el otro mundo? ¿Qué hay
|
|
en el infierno? Porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener
|
|
aquel paradero.
|
|
|
|
-La verdad que os diga -respondió Altisidora-, yo no debí de morir del
|
|
todo, pues no entré en el infierno; que, si allá entrara, una por una no
|
|
pudiera salir dél, aunque quisiera. La verdad es que llegué a la puerta,
|
|
adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota, todos en
|
|
calzas y en jubón, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas,
|
|
y con unas vueltas de lo mismo, que les servían de puños, con cuatro dedos
|
|
de brazo de fuera, porque pareciesen las manos más largas, en las cuales
|
|
tenían unas palas de fuego; y lo que más me admiró fue que les servían, en
|
|
lugar de pelotas, libros, al parecer, llenos de viento y de borra, cosa
|
|
maravillosa y nueva; pero esto no me admiró tanto como el ver que, siendo
|
|
natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos y entristecerse los
|
|
que pierden, allí en aquel juego todos gruñían, todos regañaban y todos se
|
|
maldecían.
|
|
|
|
-Eso no es maravilla -respondió Sancho-, porque los diablos, jueguen o no
|
|
jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen o no ganen.
|
|
|
|
-Así debe de ser -respondió Altisidora-; mas hay otra cosa que también me
|
|
admira, quiero decir me admiró entonces, y fue que al primer voleo no
|
|
quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra vez; y así,
|
|
menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla. A uno dellos,
|
|
nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron
|
|
las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: ''Mirad qué
|
|
libro es ése''. Y el diablo le respondió: ''Ésta es la Segunda parte de la
|
|
historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su
|
|
primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de
|
|
Tordesillas''. ''Quitádmele de ahí -respondió el otro diablo-, y metedle en
|
|
los abismos del infierno: no le vean más mis ojos''. ''¿Tan malo es?'',
|
|
respondió el otro. ''Tan malo -replicó el primero-, que si de propósito yo
|
|
mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara''. Prosiguieron su juego,
|
|
peloteando otros libros, y yo, por haber oído nombrar a don Quijote, a
|
|
quien tanto adamo y quiero, procuré que se me quedase en la memoria esta
|
|
visión.
|
|
|
|
-Visión debió de ser, sin duda -dijo don Quijote-, porque no hay otro yo en
|
|
el mundo, y ya esa historia anda por acá de mano en mano, pero no para en
|
|
ninguna, porque todos la dan del pie. Yo no me he alterado en oír que ando
|
|
como cuerpo fantástico por las tinieblas del abismo, ni por la claridad de
|
|
la tierra, porque no soy aquel de quien esa historia trata. Si ella fuere
|
|
buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida; pero si fuere mala, de su
|
|
parto a la sepultura no será muy largo el camino.
|
|
|
|
Iba Altisidora a proseguir en quejarse de don Quijote, cuando le dijo don
|
|
Quijote:
|
|
|
|
-Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa de que hayáis colocado
|
|
en mí vuestros pensamientos, pues de los míos antes pueden ser agradecidos
|
|
que remediados; yo nací para ser de Dulcinea del Toboso, y los hados, si
|
|
los hubiera, me dedicaron para ella; y pensar que otra alguna hermosura ha
|
|
de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente
|
|
desengaño es éste para que os retiréis en los límites de vuestra
|
|
honestidad, pues nadie se puede obligar a lo imposible.
|
|
|
|
Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo:
|
|
|
|
-¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco
|
|
y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si
|
|
arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don
|
|
vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que
|
|
habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por
|
|
semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña,
|
|
cuanto más morirme.
|
|
|
|
-Eso creo yo muy bien -dijo Sancho-, que esto del morirse los enamorados es
|
|
cosa de risa: bien lo pueden ellos decir, pero hacer, créalo Judas.
|
|
|
|
Estando en estas pláticas, entró el músico, cantor y poeta que había
|
|
cantado las dos ya referidas estancias, el cual, haciendo una gran
|
|
reverencia a don Quijote, dijo:
|
|
|
|
-Vuestra merced, señor caballero, me cuente y tenga en el número de sus
|
|
mayores servidores, porque ha muchos días que le soy muy aficionado, así
|
|
por su fama como por sus hazañas.
|
|
|
|
Don Quijote le respondió:
|
|
|
|
-Vuestra merced me diga quién es, porque mi cortesía responda a sus
|
|
merecimientos.
|
|
|
|
El mozo respondió que era el músico y panegírico de la noche antes.
|
|
|
|
-Por cierto -replicó don Quijote-, que vuestra merced tiene estremada voz,
|
|
pero lo que cantó no me parece que fue muy a propósito; porque, ¿qué tienen
|
|
que ver las estancias de Garcilaso con la muerte desta señora?
|
|
|
|
-No se maraville vuestra merced deso -respondió el músico-, que ya entre
|
|
los intonsos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba como
|
|
quisiere, y hurte de quien quisiere, venga o no venga a pelo de su intento,
|
|
y ya no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia
|
|
poética.
|
|
|
|
Responder quisiera don Quijote, pero estorbáronlo el duque y la duquesa,
|
|
que entraron a verle, entre los cuales pasaron una larga y dulce plática,
|
|
en la cual dijo Sancho tantos donaires y tantas malicias, que dejaron de
|
|
nuevo admirados a los duques, así con su simplicidad como con su agudeza.
|
|
Don Quijote les suplicó le diesen licencia para partirse aquel mismo día,
|
|
pues a los vencidos caballeros, como él, más les convenía habitar una
|
|
zahúrda que no reales palacios. Diéronsela de muy buena gana, y la duquesa
|
|
le preguntó si quedaba en su gracia Altisidora. Él le respondió:
|
|
|
|
-Señora mía, sepa Vuestra Señoría que todo el mal desta doncella nace de
|
|
ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua. Ella me ha
|
|
dicho aquí que se usan randas en el infierno; y, pues ella las debe de
|
|
saber hacer, no las deje de la mano, que, ocupada en menear los palillos,
|
|
no se menearán en su imaginación la imagen o imágines de lo que bien
|
|
quiere; y ésta es la verdad, éste mi parecer y éste es mi consejo.
|
|
|
|
-Y el mío -añadió Sancho-, pues no he visto en toda mi vida randera que por
|
|
amor se haya muerto; que las doncellas ocupadas más ponen sus pensamientos
|
|
en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mí lo digo, pues,
|
|
mientras estoy cavando, no me acuerdo de mi oíslo; digo, de mi Teresa
|
|
Panza, a quien quiero más que a las pestañas de mis ojos.
|
|
|
|
-Vos decís muy bien, Sancho -dijo la duquesa-, y yo haré que mi Altisidora
|
|
se ocupe de aquí adelante en hacer alguna labor blanca, que la sabe hacer
|
|
por estremo.
|
|
|
|
-No hay para qué, señora -respondió Altisidora-, usar dese remedio, pues la
|
|
consideración de las crueldades que conmigo ha usado este malandrín
|
|
mostrenco me le borrarán de la memoria sin otro artificio alguno. Y, con
|
|
licencia de vuestra grandeza, me quiero quitar de aquí, por no ver delante
|
|
de mis ojos ya no su triste figura, sino su fea y abominable catadura.
|
|
|
|
-Eso me parece -dijo el duque- a lo que suele decirse:
|
|
|
|
Porque aquel que dice injurias,
|
|
cerca está de perdonar.
|
|
|
|
Hizo Altisidora muestra de limpiarse las lágrimas con un pañuelo, y,
|
|
haciendo reverencia a sus señores, se salió del aposento.
|
|
|
|
-Mándote yo -dijo Sancho-, pobre doncella, mándote, digo, mala ventura,
|
|
pues las has habido con una alma de esparto y con un corazón de encina. ¡A
|
|
fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara!
|
|
|
|
Acabóse la plática, vistióse don Quijote, comió con los duques, y partióse
|
|
aquella tarde.
|
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|
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|
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|
|
Capítulo LXXI. De lo que a don Quijote le sucedió con su escudero Sancho
|
|
yendo a su aldea
|
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|
|
Iba el vencido y asendereado don Quijote pensativo además por una parte,
|
|
y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el vencimiento; y la alegría, el
|
|
considerar en la virtud de Sancho, como lo había mostrado en la resurreción
|
|
de Altisidora, aunque con algún escrúpulo se persuadía a que la enamorada
|
|
doncella fuese muerta de veras. No iba nada Sancho alegre, porque le
|
|
entristecía ver que Altisidora no le había cumplido la palabra de darle las
|
|
camisas; y, yendo y viniendo en esto, dijo a su amo:
|
|
|
|
-En verdad, señor, que soy el más desgraciado médico que se debe de hallar
|
|
en el mundo, en el cual hay físicos que, con matar al enfermo que curan,
|
|
quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla
|
|
de algunas medicinas, que no las hace él, sino el boticario, y cátalo
|
|
cantusado; y a mí, que la salud ajena me cuesta gotas de sangre, mamonas,
|
|
pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite. Pues yo les voto a
|
|
tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que, antes que le cure,
|
|
me han de untar las mías; que el abad de donde canta yanta, y no quiero
|
|
creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la
|
|
comunique con otros de bóbilis, bóbilis.
|
|
|
|
-Tú tienes razón, Sancho amigo -respondió don Quijote-, y halo hecho muy
|
|
mal Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y, puesto que tu
|
|
virtud es gratis data, que no te ha costado estudio alguno, más que estudio
|
|
es recebir martirios en tu persona. De mí te sé decir que si quisieras paga
|
|
por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como
|
|
buena; pero no sé si vendrá bien con la cura la paga, y no querría que
|
|
impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que no se
|
|
perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego, y
|
|
págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.
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A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo, y dio
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consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana; y dijo a su amo:
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-Agora bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo
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que desea, con provecho mío; que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace
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que me muestre interesado. Dígame vuestra merced: ¿cuánto me dará por cada
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azote que me diere?
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-Si yo te hubiera de pagar, Sancho -respondió don Quijote-, conforme lo que
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merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas
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del Potosí fueran poco para pagarte; toma tú el tiento a lo que llevas mío,
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y pon el precio a cada azote.
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-Ellos -respondió Sancho- son tres mil y trecientos y tantos; de ellos me
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he dado hasta cinco: quedan los demás; entren entre los tantos estos cinco,
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y vengamos a los tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no
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llevaré menos si todo el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos
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cuartillos, que son los tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen
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setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta
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medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a
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los setecientos y cincuenta, son por todos ochocientos y veinte y cinco
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reales. Éstos desfalcaré yo de los que tengo de vuestra merced, y entraré
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en mi casa rico y contento, aunque bien azotado; porque no se toman
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truchas..., y no digo más.
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-¡Oh Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable -respondió don Quijote-, y cuán
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obligados hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los días que el
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cielo nos diere de vida! Si ella vuelve al ser perdido, que no es posible
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sino que vuelva, su desdicha habrá sido dicha, y mi vencimiento, felicísimo
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triunfo. Y mira, Sancho, cuándo quieres comenzar la diciplina, que porque
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la abrevies te añado cien reales.
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-¿Cuándo? -replicó Sancho-. Esta noche, sin falta. Procure vuestra merced
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que la tengamos en el campo, al cielo abierto, que yo me abriré mis carnes.
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Llegó la noche, esperada de don Quijote con la mayor ansia del mundo,
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pareciéndole que las ruedas del carro de Apolo se habían quebrado, y que el
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día se alargaba más de lo acostumbrado, bien así como acontece a los
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enamorados, que jamás ajustan la cuenta de sus deseos. Finalmente, se
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entraron entre unos amenos árboles que poco desviados del camino estaban,
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donde, dejando vacías la silla y albarda de Rocinante y el rucio, se
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tendieron sobre la verde yerba y cenaron del repuesto de Sancho; el cual,
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haciendo del cabestro y de la jáquima del rucio un poderoso y flexible
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azote, se retiró hasta veinte pasos de su amo, entre unas hayas. Don
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Quijote, que le vio ir con denuedo y con brío, le dijo:
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-Mira, amigo, que no te hagas pedazos; da lugar que unos azotes aguarden a
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otros; no quieras apresurarte tanto en la carrera, que en la mitad della te
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falte el aliento; quiero decir que no te des tan recio que te falte la vida
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antes de llegar al número deseado. Y, porque no pierdas por carta de más ni
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de menos, yo estaré desde aparte contando por este mi rosario los azotes
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que te dieres. Favorézcate el cielo conforme tu buena intención merece.
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-Al buen pagador no le duelen prendas -respondió Sancho-: yo pienso darme
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de manera que, sin matarme, me duela; que en esto debe de consistir la
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sustancia deste milagro.
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Desnudóse luego de medio cuerpo arriba, y, arrebatando el cordel, comenzó a
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darse, y comenzó don Quijote a contar los azotes.
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Hasta seis o ocho se habría dado Sancho, cuando le pareció ser pesada la
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burla y muy barato el precio della, y, deteniéndose un poco, dijo a su amo
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que se llamaba a engaño, porque merecía cada azote de aquéllos ser pagado a
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medio real, no que a cuartillo.
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-Prosigue, Sancho amigo, y no desmayes -le dijo don Quijote-, que yo doblo
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la parada del precio.
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-Dese modo -dijo Sancho-, ¡a la mano de Dios, y lluevan azotes!
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Pero el socarrón dejó de dárselos en las espaldas, y daba en los árboles,
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con unos suspiros de cuando en cuando, que parecía que con cada uno dellos
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se le arrancaba el alma. Tierna la de don Quijote, temeroso de que no se le
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acabase la vida, y no consiguiese su deseo por la imprudencia de Sancho, le
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dijo:
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-Por tu vida, amigo, que se quede en este punto este negocio, que me parece
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muy áspera esta medicina, y será bien dar tiempo al tiempo; que no se ganó
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Zamora en un hora. Más de mil azotes, si yo no he contado mal, te has dado:
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bastan por agora; que el asno, hablando a lo grosero, sufre la carga, mas
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no la sobrecarga.
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-No, no, señor -respondió Sancho-, no se ha de decir por mí: "a dineros
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pagados, brazos quebrados". Apártese vuestra merced otro poco y déjeme dar
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otros mil azotes siquiera, que a dos levadas déstas habremos cumplido con
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esta partida, y aún nos sobrará ropa.
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-Pues tú te hallas con tan buena disposición -dijo don Quijote-, el cielo
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te ayude, y pégate, que yo me aparto.
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Volvió Sancho a su tarea con tanto denuedo, que ya había quitado las
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cortezas a muchos árboles: tal era la riguridad con que se azotaba; y,
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alzando una vez la voz, y dando un desaforado azote en una haya, dijo:
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-¡Aquí morirás, Sansón, y cuantos con él son!
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Acudió don Quijote luego al son de la lastimada voz y del golpe del
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riguroso azote, y, asiendo del torcido cabestro que le servía de corbacho a
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Sancho, le dijo:
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-No permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mío pierdas tú la
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vida, que ha de servir para sustentar a tu mujer y a tus hijos: espere
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Dulcinea mejor coyuntura, que yo me contendré en los límites de la
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esperanza propincua, y esperaré que cobres fuerzas nuevas, para que se
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concluya este negocio a gusto de todos.
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-Pues vuestra merced, señor mío, lo quiere así -respondió Sancho-, sea en
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buena hora, y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando
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y no querría resfriarme; que los nuevos diciplinantes corren este peligro.
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Hízolo así don Quijote, y, quedándose en pelota, abrigó a Sancho, el cual
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se durmió hasta que le despertó el sol, y luego volvieron a proseguir su
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camino, a quien dieron fin, por entonces, en un lugar que tres leguas de
|
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allí estaba. Apeáronse en un mesón, que por tal le reconoció don Quijote, y
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no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente levadiza; que,
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después que le vencieron, con más juicio en todas las cosas discurría, como
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agora se dirá. Alojáronle en una sala baja, a quien servían de guadameciles
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unas sargas viejas pintadas, como se usan en las aldeas. En una dellas
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estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando el atrevido
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huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido y de
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|
Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía señas con una media sábana
|
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al fugitivo huésped, que por el mar, sobre una fragata o bergantín, se iba
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huyendo.
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Notó en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reía
|
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a socapa y a lo socarrón; pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas del
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tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:
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-Estas dos señoras fueron desdichadísimas, por no haber nacido en esta
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edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya: encontrara
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a aquestos señores, ni fuera abrasada Troya, ni Cartago destruida, pues con
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sólo que yo matara a Paris se escusaran tantas desgracias.
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-Yo apostaré -dijo Sancho- que antes de mucho tiempo no ha de haber
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bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la
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historia de nuestras hazañas. Pero querría yo que la pintasen manos de otro
|
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mejor pintor que el que ha pintado a éstas.
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-Tienes razón, Sancho -dijo don Quijote-, porque este pintor es como
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Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda; que, cuando le preguntaban qué
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pintaba, respondía: ''Lo que saliere''; y si por ventura pintaba un gallo,
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escribía debajo: "Éste es gallo", porque no pensasen que era zorra. Desta
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manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que
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todo es uno, que sacó a luz la historia deste nuevo don Quijote que ha
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salido: que pintó o escribió lo que saliere; o habrá sido como un poeta que
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andaba los años pasados en la corte, llamado Mauleón, el cual respondía de
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repente a cuanto le preguntaban; y, preguntándole uno que qué quería decir
|
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Deum de Deo, respondió: ''Dé donde diere''. Pero, dejando esto aparte, dime
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si piensas, Sancho, darte otra tanda esta noche, y si quieres que sea
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debajo de techado, o al cielo abierto.
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-Pardiez, señor -respondió Sancho-, que para lo que yo pienso darme, eso se
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me da en casa que en el campo; pero, con todo eso, querría que fuese entre
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árboles, que parece que me acompañan y me ayudan a llevar mi trabajo
|
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maravillosamente.
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-Pues no ha de ser así, Sancho amigo -respondió don Quijote-, sino que para
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que tomes fuerzas, lo hemos de guardar para nuestra aldea, que, a lo más
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tarde, llegaremos allá después de mañana.
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Sancho respondió que hiciese su gusto, pero que él quisiera concluir con
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brevedad aquel negocio a sangre caliente y cuando estaba picado el molino,
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porque en la tardanza suele estar muchas veces el peligro; y a Dios rogando
|
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y con el mazo dando, y que más valía un "toma" que dos "te daré", y el
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pájaro en la mano que el buitre volando.
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-No más refranes, Sancho, por un solo Dios -dijo don Quijote-, que parece
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que te vuelves al sicut erat; habla a lo llano, a lo liso, a lo no
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intricado, como muchas veces te he dicho, y verás como te vale un pan por
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ciento.
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-No sé qué mala ventura es esta mía -respondió Sancho-, que no sé decir
|
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razón sin refrán, ni refrán que no me parezca razón; pero yo me enmendaré,
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si pudiere.
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Y, con esto, cesó por entonces su plática.
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Capítulo LXXII. De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea
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Todo aquel día, esperando la noche, estuvieron en aquel lugar y mesón don
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Quijote y Sancho: el uno, para acabar en la campaña rasa la tanda de su
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diciplina, y el otro, para ver el fin della, en el cual consistía el de su
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deseo. Llegó en esto al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro
|
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criados, uno de los cuales dijo al que el señor dellos parecía:
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-Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la
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|
posada parece limpia y fresca.
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Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho:
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-Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi
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|
historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro
|
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Tarfe.
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-Bien podrá ser -respondió Sancho-. Dejémosle apear, que después se lo
|
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preguntaremos.
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El caballero se apeó, y, frontero del aposento de don Quijote, la huéspeda
|
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le dio una sala baja, enjaezada con otras pintadas sargas, como las que
|
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tenía la estancia de don Quijote. Púsose el recién venido caballero a lo de
|
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verano, y, saliéndose al portal del mesón, que era espacioso y fresco, por
|
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el cual se paseaba don Quijote, le preguntó:
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-¿Adónde bueno camina vuestra merced, señor gentilhombre?
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Y don Quijote le respondió:
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-A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural. Y vuestra merced,
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¿dónde camina?
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-Yo, señor -respondió el caballero-, voy a Granada, que es mi patria.
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-¡Y buena patria! -replicó don Quijote-. Pero, dígame vuestra merced, por
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cortesía, su nombre, porque me parece que me ha de importar saberlo más de
|
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lo que buenamente podré decir.
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-Mi nombre es don Álvaro Tarfe -respondió el huésped.
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A lo que replicó don Quijote:
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-Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don Álvaro
|
|
Tarfe que anda impreso en la Segunda parte de la historia de don Quijote de
|
|
la Mancha, recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.
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-El mismo soy -respondió el caballero-, y el tal don Quijote, sujeto
|
|
principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le
|
|
sacó de su tierra, o, a lo menos, le moví a que viniese a unas justas que
|
|
se hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y, en verdad en verdad que le hice
|
|
muchas amistades, y que le quité de que no le palmease las espaldas el
|
|
verdugo, por ser demasiadamente atrevido.
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-Y, dígame vuestra merced, señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal
|
|
don Quijote que vuestra merced dice?
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-No, por cierto -respondió el huésped-: en ninguna manera.
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-Y ese don Quijote -dijo el nuestro-, ¿traía consigo a un escudero llamado
|
|
Sancho Panza?
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-Sí traía -respondió don Álvaro-; y, aunque tenía fama de muy gracioso,
|
|
nunca le oí decir gracia que la tuviese.
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-Eso creo yo muy bien -dijo a esta sazón Sancho-, porque el decir gracias
|
|
no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre,
|
|
debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente, que el
|
|
verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y si no,
|
|
haga vuestra merced la experiencia, y ándese tras de mí, por los menos un
|
|
año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas que, sin saber yo
|
|
las más veces lo que me digo, hago reír a cuantos me escuchan; y el
|
|
verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto,
|
|
el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos,
|
|
el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por
|
|
única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está
|
|
presente, que es mi amo; todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro
|
|
Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.
|
|
|
|
-¡Por Dios que lo creo! -respondió don Álvaro-, porque más gracias habéis
|
|
dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado, que el otro Sancho
|
|
Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas. Más tenía de comilón
|
|
que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda
|
|
que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido
|
|
perseguirme a mí con don Quijote el malo. Pero no sé qué me diga; que osaré
|
|
yo jurar que le dejo metido en la casa del Nuncio, en Toledo, para que le
|
|
curen, y agora remanece aquí otro don Quijote, aunque bien diferente del
|
|
mío.
|
|
|
|
-Yo -dijo don Quijote- no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el
|
|
malo; para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don
|
|
Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza;
|
|
antes, por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en
|
|
las justas desa ciudad, no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas
|
|
del mundo su mentira; y así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la
|
|
cortesía, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de
|
|
los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes
|
|
amistades, y, en sitio y en belleza, única. Y, aunque los sucesos que en
|
|
ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los
|
|
llevo sin ella, sólo por haberla visto. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe,
|
|
yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese
|
|
desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis
|
|
pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero,
|
|
sea servido de hacer una declaración ante el alcalde deste lugar, de que
|
|
vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta agora, y
|
|
de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho
|
|
Panza mi escudero es aquél que vuestra merced conoció.
|
|
|
|
-Eso haré yo de muy buena gana -respondió don Álvaro-, puesto que cause
|
|
admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo, tan
|
|
conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir
|
|
y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha
|
|
pasado.
|
|
|
|
-Sin duda -dijo Sancho- que vuestra merced debe de estar encantado, como
|
|
mi señora Dulcinea del Toboso, y pluguiera al cielo que estuviera su
|
|
desencanto de vuestra merced en darme otros tres mil y tantos azotes como
|
|
me doy por ella, que yo me los diera sin interés alguno.
|
|
|
|
-No entiendo eso de azotes -dijo don Álvaro.
|
|
|
|
Y Sancho le respondió que era largo de contar, pero que él se lo contaría
|
|
si acaso iban un mesmo camino.
|
|
|
|
Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro.
|
|
Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el
|
|
cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho
|
|
convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente,
|
|
declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que
|
|
asimismo estaba allí presente, y que no era aquél que andaba impreso en una
|
|
historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta
|
|
por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde
|
|
proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en
|
|
tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy
|
|
alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara
|
|
claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus
|
|
obras y sus palabras. Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don
|
|
Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción,
|
|
de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual
|
|
se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos
|
|
tan contrarios don Quijotes.
|
|
|
|
Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y a obra de media legua se
|
|
apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don
|
|
Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro. En este poco espacio
|
|
le contó don Quijote la desgracia de su vencimiento y el encanto y el
|
|
remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración a don Álvaro, el
|
|
cual, abrazando a don Quijote y a Sancho, siguió su camino, y don Quijote
|
|
el suyo, que aquella noche la pasó entre otros árboles, por dar lugar a
|
|
Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la
|
|
pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas, harto más que de sus
|
|
espaldas, que las guardó tanto, que no pudieran quitar los azotes una
|
|
mosca, aunque la tuviera encima.
|
|
|
|
No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta, y halló que
|
|
con los de la noche pasada era tres mil y veinte y nueve. Parece que había
|
|
madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir su
|
|
camino, tratando entre los dos del engaño de don Álvaro y de cuán bien
|
|
acordado había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan
|
|
auténticamente.
|
|
|
|
Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse,
|
|
si no fue que en ella acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote
|
|
contento sobremodo, y esperaba el día, por ver si en el camino topaba ya
|
|
desencantada a Dulcinea su señora; y, siguiendo su camino, no topaba mujer
|
|
ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por
|
|
infalible no poder mentir las promesas de Merlín.
|
|
|
|
Con estos pensamientos y deseos subieron una cuesta arriba, desde la cual
|
|
descubrieron su aldea, la cual, vista de Sancho, se hincó de rodillas y
|
|
dijo:
|
|
|
|
-Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu
|
|
hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu
|
|
hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor
|
|
de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que
|
|
desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien
|
|
caballero me iba.
|
|
|
|
-Déjate desas sandeces -dijo don Quijote-, y vamos con pie derecho a entrar
|
|
en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza
|
|
que en la pastoral vida pensamos ejercitar.
|
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|
Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo.
|
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Capítulo LXXIII. De los agüeros que tuvo don Quijote al entrar de su aldea,
|
|
con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia
|
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|
A la entrada del cual, según dice Cide Hamete, vio don Quijote que en las
|
|
eras del lugar estaban riñendo dos mochachos, y el uno dijo al otro:
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|
-No te canses Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu
|
|
vida.
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|
Oyólo don Quijote, y dijo a Sancho:
|
|
|
|
-¿No adviertes, amigo, lo que aquel mochacho ha dicho: ''no la has de ver
|
|
en todos los días de tu vida''?
|
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|
-Pues bien, ¿qué importa -respondió Sancho- que haya dicho eso el mochacho?
|
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|
-¿Qué? -replicó don Quijote-. ¿No vees tú que, aplicando aquella palabra a
|
|
mi intención, quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea?
|
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|
|
Queríale responder Sancho, cuando se lo estorbó ver que por aquella campaña
|
|
venía huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y cazadores, la cual,
|
|
temerosa, se vino a recoger y a agazapar debajo de los pies del rucio.
|
|
Cogióla Sancho a mano salva y presentósela a don Quijote, el cual estaba
|
|
diciendo:
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-Malum signum! Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no
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parece!
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-Estraño es vuesa merced -dijo Sancho-. Presupongamos que esta liebre es
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Dulcinea del Toboso y estos galgos que la persiguen son los malandrines
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encantadores que la transformaron en labradora: ella huye, yo la cojo y la
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pongo en poder de vuesa merced, que la tiene en sus brazos y la regala:
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¿qué mala señal es ésta, ni qué mal agüero se puede tomar de aquí?
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Los dos mochachos de la pendencia se llegaron a ver la liebre, y al uno
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dellos preguntó Sancho que por qué reñían. Y fuele respondido por el que
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había dicho ''no la verás más en toda tu vida'', que él había tomado al
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otro mochacho una jaula de grillos, la cual no pensaba volvérsela en toda
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su vida. Sacó Sancho cuatro cuartos de la faltriquera y dióselos al
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mochacho por la jaula, y púsosela en las manos a don Quijote, diciendo:
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-He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros, que no tienen que
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ver más con nuestros sucesos, según que yo imagino, aunque tonto, que con
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las nubes de antaño. Y si no me acuerdo mal, he oído decir al cura de
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nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar en estas
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niñerías; y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días pasados, dándome a
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entender que eran tontos todos aquellos cristianos que miraban en agüeros.
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Y no es menester hacer hincapié en esto, sino pasemos adelante y entremos
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en nuestra aldea.
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Llegaron los cazadores, pidieron su liebre, y diósela don Quijote; pasaron
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adelante, y, a la entrada del pueblo, toparon en un pradecillo rezando al
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cura y al bachiller Carrasco. Y es de saber que Sancho Panza había echado
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sobre el rucio y sobre el lío de las armas, para que sirviese de repostero,
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la túnica de bocací, pintada de llamas de fuego que le vistieron en el
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castillo del duque la noche que volvió en sí Altisidora. Acomodóle también
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la coroza en la cabeza, que fue la más nueva transformación y adorno con
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que se vio jamás jumento en el mundo.
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Fueron luego conocidos los dos del cura y del bachiller, que se vinieron a
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ellos con los brazos abiertos. Apeóse don Quijote y abrazólos
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estrechamente; y los mochachos, que son linces no escusados, divisaron la
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coroza del jumento y acudieron a verle, y decían unos a otros:
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-Venid, mochachos, y veréis el asno de Sancho Panza más galán que Mingo, y
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la bestia de don Quijote más flaca hoy que el primer día.
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Finalmente, rodeados de mochachos y acompañados del cura y del bachiller,
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entraron en el pueblo, y se fueron a casa de don Quijote, y hallaron a la
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puerta della al ama y a su sobrina, a quien ya habían llegado las nuevas de
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su venida. Ni más ni menos se las habían dado a Teresa Panza, mujer de
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Sancho, la cual, desgreñada y medio desnuda, trayendo de la mano a
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Sanchica, su hija, acudió a ver a su marido; y, viéndole no tan bien
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adeliñado como ella se pensaba que había de estar un gobernador, le dijo:
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-¿Cómo venís así, marido mío, que me parece que venís a pie y despeado, y
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más traéis semejanza de desgobernado que de gobernador?
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-Calla, Teresa -respondió Sancho-, que muchas veces donde hay estacas no
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hay tocinos, y vámonos a nuestra casa, que allá oirás maravillas. Dineros
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traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daño de
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nadie.
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-Traed vos dinero, mi buen marido -dijo Teresa-, y sean ganados por aquí o
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por allí, que, comoquiera que los hayáis ganado, no habréis hecho usanza
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nueva en el mundo.
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Abrazó Sanchica a su padre, y preguntóle si traía algo, que le estaba
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esperando como el agua de mayo; y, asiéndole de un lado del cinto, y su
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mujer de la mano, tirando su hija al rucio, se fueron a su casa, dejando a
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don Quijote en la suya, en poder de su sobrina y de su ama, y en compañía
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del cura y del bachiller.
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Don Quijote, sin guardar términos ni horas, en aquel mismo punto se apartó
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a solas con el bachiller y el cura, y en breves razones les contó su
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vencimiento, y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea
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en un año, la cual pensaba guardar al pie de la letra, sin traspasarla en
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un átomo, bien así como caballero andante, obligado por la puntualidad y
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orden de la andante caballería, y que tenía pensado de hacerse aquel año
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pastor, y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta
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podía dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y
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virtuoso ejercicio; y que les suplicaba, si no tenían mucho que hacer y no
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estaban impedidos en negocios más importantes, quisiesen ser sus
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compañeros; que él compraría ovejas y ganado suficiente que les diese
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nombre de pastores; y que les hacía saber que lo más principal de aquel
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negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les
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vendrían como de molde. Díjole el cura que los dijese. Respondió don
|
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Quijote que él se había de llamar el pastor Quijotiz; y el bachiller, el
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pastor Carrascón; y el cura, el pastor Curambro; y Sancho Panza, el pastor
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Pancino.
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Pasmáronse todos de ver la nueva locura de don Quijote; pero, porque no se
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les fuese otra vez del pueblo a sus caballerías, esperando que en aquel año
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podría ser curado, concedieron con su nueva intención, y aprobaron por
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discreta su locura, ofreciéndosele por compañeros en su ejercicio.
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-Y más -dijo Sansón Carrasco-, que, como ya todo el mundo sabe, yo soy
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celebérrimo poeta y a cada paso compondré versos pastoriles, o cortesanos,
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o como más me viniere a cuento, para que nos entretengamos por esos
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andurriales donde habemos de andar; y lo que más es menester, señores míos,
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es que cada uno escoja el nombre de la pastora que piensa celebrar en sus
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versos, y que no dejemos árbol, por duro que sea, donde no la retule y
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grabe su nombre, como es uso y costumbre de los enamorados pastores.
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-Eso está de molde -respondió don Quijote-, puesto que yo estoy libre de
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buscar nombre de pastora fingida, pues está ahí la sin par Dulcinea del
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Toboso, gloria de estas riberas, adorno de estos prados, sustento de la
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hermosura, nata de los donaires, y, finalmente, sujeto sobre quien puede
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asentar bien toda alabanza, por hipérbole que sea.
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-Así es verdad -dijo el cura-, pero nosotros buscaremos por ahí pastoras
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mañeruelas, que si no nos cuadraren, nos esquinen.
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A lo que añadió Sansón Carrasco:
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-Y cuando faltaren, darémosles los nombres de las estampadas e impresas,
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de quien está lleno el mundo: Fílidas, Amarilis, Dianas, Fléridas,
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Galateas y Belisardas; que, pues las venden en las plazas, bien las podemos
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comprar nosotros y tenerlas por nuestras. Si mi dama, o, por mejor decir,
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mi pastora, por ventura se llamare Ana, la celebraré debajo del nombre de
|
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Anarda; y si Francisca, la llamaré yo Francenia; y si Lucía, Lucinda, que
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todo se sale allá; y Sancho Panza, si es que ha de entrar en esta cofadría,
|
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podrá celebrar a su mujer Teresa Panza con nombre de Teresaina.
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Rióse don Quijote de la aplicación del nombre, y el cura le alabó infinito
|
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su honesta y honrada resolución, y se ofreció de nuevo a hacerle compañía
|
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todo el tiempo que le vacase de atender a sus forzosas obligaciones. Con
|
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esto, se despidieron dél, y le rogaron y aconsejaron tuviese cuenta con su
|
|
salud, con regalarse lo que fuese bueno.
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Quiso la suerte que su sobrina y el ama oyeron la plática de los tres; y,
|
|
así como se fueron, se entraron entrambas con don Quijote, y la sobrina le
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dijo:
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-¿Qué es esto, señor tío? ¿Ahora que pensábamos nosotras que vuestra merced
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volvía a reducirse en su casa, y pasar en ella una vida quieta y honrada,
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se quiere meter en nuevos laberintos, haciéndose
|
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Pastorcillo, tú que vienes,
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pastorcico, tú que vas?
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Pues en verdad que está ya duro el alcacel para zampoñas.
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A lo que añadió el ama:
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Y ¿podrá vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano, los
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serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que éste es
|
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ejercicio y oficio de hombres robustos, curtidos y criados para tal
|
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ministerio casi desde las fajas y mantillas. Aun, mal por mal, mejor es ser
|
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caballero andante que pastor. Mire, señor, tome mi consejo, que no se le
|
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doy sobre estar harta de pan y vino, sino en ayunas, y sobre cincuenta años
|
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que tengo de edad: estése en su casa, atienda a su hacienda, confiese a
|
|
menudo, favorezca a los pobres, y sobre mi ánima si mal le fuere.
|
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|
-Callad, hijas -les respondió don Quijote-, que yo sé bien lo que me
|
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cumple. Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno, y tened
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por cierto que, ahora sea caballero andante o pastor por andar, no dejaré
|
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siempre de acudir a lo que hubiéredes menester, como lo veréis por la obra.
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Y las buenas hijas -que lo eran sin duda ama y sobrina- le llevaron a la
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cama, donde le dieron de comer y regalaron lo posible.
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Capítulo LXXIV. De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y
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su muerte
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Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus
|
|
principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los
|
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hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para
|
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detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo
|
|
pensaba; porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse
|
|
vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le
|
|
arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue
|
|
visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos,
|
|
sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero.
|
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|
Éstos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su
|
|
deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte,
|
|
por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller
|
|
que se animase y levantase, para comenzar su pastoral ejercicio, para el
|
|
cual tenía ya compuesta una écloga, que mal año para cuantas Sanazaro había
|
|
compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros
|
|
para guardar el ganado: el uno llamado Barcino, y el otro Butrón, que se
|
|
los había vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por esto dejaba don
|
|
Quijote sus tristezas.
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Llamaron sus amigos al médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y
|
|
dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del
|
|
cuerpo corría peligro. Oyólo don Quijote con ánimo sosegado, pero no lo
|
|
oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar
|
|
tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante. Fue el parecer del
|
|
médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que
|
|
le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así y durmió de
|
|
un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto, que pensaron el ama y la
|
|
sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo
|
|
dicho, y, dando una gran voz, dijo:
|
|
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-¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus
|
|
misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de
|
|
los hombres.
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|
Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más
|
|
concertadas que él solía decirlas, a lo menos, en aquella enfermedad, y
|
|
preguntóle:
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|
-¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué
|
|
misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?
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-Las misericordias -respondió don Quijote-, sobrina, son las que en este
|
|
instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis
|
|
pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de
|
|
la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los
|
|
detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus
|
|
embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que
|
|
no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz
|
|
del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal
|
|
modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase
|
|
renombre de loco, que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta
|
|
verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos: el cura, al
|
|
bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás, el barbero, que quiero
|
|
confesarme y hacer mi testamento.
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|
Pero de este trabajo se escusó la sobrina con la entrada de los tres.
|
|
Apenas los vio don Quijote, cuando dijo:
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-Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la
|
|
Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de
|
|
Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de
|
|
su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante
|
|
caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas
|
|
leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las
|
|
abomino.
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|
|
Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron, sin duda, que alguna nueva
|
|
locura le había tomado. Y Sansón le dijo:
|
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-¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la
|
|
señora Dulcinea, sale vuestra merced con eso? Y ¿agora que estamos tan a
|
|
pique de ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos príncipes,
|
|
quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí, y
|
|
déjese de cuentos.
|
|
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-Los de hasta aquí -replicó don Quijote-, que han sido verdaderos en mi
|
|
daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo,
|
|
señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y
|
|
traíganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi
|
|
testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con
|
|
el alma; y así, suplico que, en tanto que el señor cura me confiesa, vayan
|
|
por el escribano.
|
|
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|
Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque
|
|
en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se
|
|
moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a
|
|
las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y
|
|
con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que
|
|
estaba cuerdo.
|
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|
Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo con él, y confesóle.
|
|
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|
El bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con
|
|
Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué
|
|
estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó
|
|
a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el
|
|
cura, diciendo:
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|
-Verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el
|
|
Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.
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|
Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina
|
|
y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar
|
|
las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque,
|
|
verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue
|
|
Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la
|
|
Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto
|
|
no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le
|
|
conocían.
|
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|
|
Entró el escribano con los demás, y, después de haber hecho la cabeza del
|
|
testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas
|
|
circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo:
|
|
|
|
-Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en
|
|
mi locura hice mi escudero, tiene, que, porque ha habido entre él y mí
|
|
ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos,
|
|
ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno, después de haberse
|
|
pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen
|
|
provecho le haga; y, si como estando yo loco fui parte para darle el
|
|
gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino,
|
|
se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo
|
|
merece.
|
|
|
|
Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
|
|
|
|
-Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo,
|
|
haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay
|
|
caballeros andantes en el mundo.
|
|
|
|
-¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío,
|
|
sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede
|
|
hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que
|
|
nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no
|
|
sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de
|
|
pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a
|
|
la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se
|
|
muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por
|
|
haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra
|
|
merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria
|
|
derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor
|
|
mañana.
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|
|
|
-Así es -dijo Sansón-, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos
|
|
casos.
|
|
|
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-Señores -dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de
|
|
antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote
|
|
de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda
|
|
con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la
|
|
estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano.
|
|
|
|
»Ítem, mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana, mi
|
|
sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado
|
|
della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la
|
|
primera satisfación que se haga quiero que sea pagar el salario que debo
|
|
del tiempo que mi ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido.
|
|
Dejo por mis albaceas al señor cura y al señor bachiller Sansón Carrasco,
|
|
que están presentes.
|
|
|
|
»Ítem, es mi voluntad que si Antonia Quijana, mi sobrina, quisiere casarse,
|
|
se case con hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe
|
|
qué cosas sean libros de caballerías; y, en caso que se averiguare que lo
|
|
sabe, y, con todo eso, mi sobrina quisiere casarse con él, y se casare,
|
|
pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis albaceas distribuir en
|
|
obras pías a su voluntad.
|
|
|
|
»Ítem, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les
|
|
trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por
|
|
ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la
|
|
Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la
|
|
ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes
|
|
disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con escrúpulo de
|
|
haberle dado motivo para escribirlos.
|
|
|
|
Cerró con esto el testamento, y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a
|
|
largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en tres
|
|
días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a
|
|
menudo. Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comía la sobrina,
|
|
brindaba el ama, y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo
|
|
borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje
|
|
el muerto.
|
|
|
|
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los
|
|
sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de
|
|
los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca
|
|
había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante
|
|
hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don
|
|
Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron,
|
|
dio su espíritu: quiero decir que se murió.
|
|
|
|
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como
|
|
Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había
|
|
pasado desta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio
|
|
pedía para quitar la ocasión de algún otro autor que Cide Hamete Benengeli
|
|
le resucitase falsamente, y hiciese inacabables historias de sus hazañas.
|
|
|
|
Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner
|
|
Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la
|
|
Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como
|
|
contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
|
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|
|
Déjanse de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote,
|
|
los nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso éste:
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Yace aquí el Hidalgo fuerte
|
|
que a tanto estremo llegó
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|
de valiente, que se advierte
|
|
que la muerte no triunfó
|
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de su vida con su muerte.
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|
Tuvo a todo el mundo en poco;
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|
fue el espantajo y el coco
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|
del mundo, en tal coyuntura,
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|
que acreditó su ventura
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morir cuerdo y vivir loco.
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|
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma:
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|
-Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si
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bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si
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presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte.
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Pero, antes que a ti lleguen, les puedes advertir, y decirles en el mejor
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modo que pudieres:
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''¡Tate, tate, folloncicos!
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De ninguno sea tocada;
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porque esta impresa, buen rey,
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para mí estaba guardada.
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Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir;
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solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y
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tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever, a escribir con pluma de
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avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero,
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porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio; a
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quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la
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sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera
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llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja,
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haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de
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largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva; que,
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para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan
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las dos que él hizo, tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuya noticia
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llegaron, así en éstos como en los estraños reinos''. Y con esto cumplirás
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con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo
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quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de
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sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que
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poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas
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historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don
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Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale.
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Fin
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End of Project Gutenberg's Don Quijote, by Miguel de Cervantes Saavedra
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*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DON QUIJOTE ***
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Gutenberg" is associated) is accessed, displayed, performed, viewed,
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almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or
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with the permission of the copyright holder, your use and distribution
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must comply with both paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 and any additional
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request, of the work in its original "Plain Vanilla ASCII" or other
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License as specified in paragraph 1.E.1.
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1.E.7. Do not charge a fee for access to, viewing, displaying,
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performing, copying or distributing any Project Gutenberg-tm works
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1.E.8. You may charge a reasonable fee for copies of or providing
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access to or distributing Project Gutenberg-tm electronic works provided
|
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that
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|
|
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- You pay a royalty fee of 20% of the gross profits you derive from
|
|
the use of Project Gutenberg-tm works calculated using the method
|
|
you already use to calculate your applicable taxes. The fee is
|
|
owed to the owner of the Project Gutenberg-tm trademark, but he
|
|
has agreed to donate royalties under this paragraph to the
|
|
Project Gutenberg Literary Archive Foundation. Royalty payments
|
|
must be paid within 60 days following each date on which you
|
|
prepare (or are legally required to prepare) your periodic tax
|
|
returns. Royalty payments should be clearly marked as such and
|
|
sent to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation at the
|
|
address specified in Section 4, "Information about donations to
|
|
the Project Gutenberg Literary Archive Foundation."
|
|
|
|
- You provide a full refund of any money paid by a user who notifies
|
|
you in writing (or by e-mail) within 30 days of receipt that s/he
|
|
does not agree to the terms of the full Project Gutenberg-tm
|
|
License. You must require such a user to return or
|
|
destroy all copies of the works possessed in a physical medium
|
|
and discontinue all use of and all access to other copies of
|
|
Project Gutenberg-tm works.
|
|
|
|
- You provide, in accordance with paragraph 1.F.3, a full refund of any
|
|
money paid for a work or a replacement copy, if a defect in the
|
|
electronic work is discovered and reported to you within 90 days
|
|
of receipt of the work.
|
|
|
|
- You comply with all other terms of this agreement for free
|
|
distribution of Project Gutenberg-tm works.
|
|
|
|
1.E.9. If you wish to charge a fee or distribute a Project Gutenberg-tm
|
|
electronic work or group of works on different terms than are set
|
|
forth in this agreement, you must obtain permission in writing from
|
|
both the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and Michael
|
|
Hart, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark. Contact the
|
|
Foundation as set forth in Section 3 below.
|
|
|
|
1.F.
|
|
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|
1.F.1. Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable
|
|
effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread
|
|
public domain works in creating the Project Gutenberg-tm
|
|
collection. Despite these efforts, Project Gutenberg-tm electronic
|
|
works, and the medium on which they may be stored, may contain
|
|
"Defects," such as, but not limited to, incomplete, inaccurate or
|
|
corrupt data, transcription errors, a copyright or other intellectual
|
|
property infringement, a defective or damaged disk or other medium, a
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computer virus, or computer codes that damage or cannot be read by
|
|
your equipment.
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1.F.2. LIMITED WARRANTY, DISCLAIMER OF DAMAGES - Except for the "Right
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of Replacement or Refund" described in paragraph 1.F.3, the Project
|
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Gutenberg Literary Archive Foundation, the owner of the Project
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Gutenberg-tm trademark, and any other party distributing a Project
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Gutenberg-tm electronic work under this agreement, disclaim all
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liability to you for damages, costs and expenses, including legal
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fees. YOU AGREE THAT YOU HAVE NO REMEDIES FOR NEGLIGENCE, STRICT
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LIABILITY, BREACH OF WARRANTY OR BREACH OF CONTRACT EXCEPT THOSE
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TRADEMARK OWNER, AND ANY DISTRIBUTOR UNDER THIS AGREEMENT WILL NOT BE
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LIABLE TO YOU FOR ACTUAL, DIRECT, INDIRECT, CONSEQUENTIAL, PUNITIVE OR
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INCIDENTAL DAMAGES EVEN IF YOU GIVE NOTICE OF THE POSSIBILITY OF SUCH
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DAMAGE.
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1.F.3. LIMITED RIGHT OF REPLACEMENT OR REFUND - If you discover a
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defect in this electronic work within 90 days of receiving it, you can
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receive a refund of the money (if any) you paid for it by sending a
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written explanation to the person you received the work from. If you
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|
received the work on a physical medium, you must return the medium with
|
|
your written explanation. The person or entity that provided you with
|
|
the defective work may elect to provide a replacement copy in lieu of a
|
|
refund. If you received the work electronically, the person or entity
|
|
providing it to you may choose to give you a second opportunity to
|
|
receive the work electronically in lieu of a refund. If the second copy
|
|
is also defective, you may demand a refund in writing without further
|
|
opportunities to fix the problem.
|
|
|
|
1.F.4. Except for the limited right of replacement or refund set forth
|
|
in paragraph 1.F.3, this work is provided to you 'AS-IS' WITH NO OTHER
|
|
WARRANTIES OF ANY KIND, EXPRESS OR IMPLIED, INCLUDING BUT NOT LIMITED TO
|
|
WARRANTIES OF MERCHANTIBILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE.
|
|
|
|
1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied
|
|
warranties or the exclusion or limitation of certain types of damages.
|
|
If any disclaimer or limitation set forth in this agreement violates the
|
|
law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be
|
|
interpreted to make the maximum disclaimer or limitation permitted by
|
|
the applicable state law. The invalidity or unenforceability of any
|
|
provision of this agreement shall not void the remaining provisions.
|
|
|
|
1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the
|
|
trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone
|
|
providing copies of Project Gutenberg-tm electronic works in accordance
|
|
with this agreement, and any volunteers associated with the production,
|
|
promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works,
|
|
harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees,
|
|
that arise directly or indirectly from any of the following which you do
|
|
or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm
|
|
work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any
|
|
Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause.
|
|
|
|
|
|
Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm
|
|
|
|
Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of
|
|
electronic works in formats readable by the widest variety of computers
|
|
including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists
|
|
because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from
|
|
people in all walks of life.
|
|
|
|
Volunteers and financial support to provide volunteers with the
|
|
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg-tm's
|
|
goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will
|
|
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
|
|
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
|
|
and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations.
|
|
To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation
|
|
and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4
|
|
and the Foundation web page at http://www.pglaf.org.
|
|
|
|
|
|
Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive
|
|
Foundation
|
|
|
|
The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit
|
|
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
|
|
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
|
|
Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification
|
|
number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at
|
|
http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg
|
|
Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent
|
|
permitted by U.S. federal laws and your state's laws.
|
|
|
|
The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S.
|
|
Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered
|
|
throughout numerous locations. Its business office is located at
|
|
809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email
|
|
business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact
|
|
information can be found at the Foundation's web site and official
|
|
page at http://pglaf.org
|
|
|
|
For additional contact information:
|
|
Dr. Gregory B. Newby
|
|
Chief Executive and Director
|
|
gbnewby@pglaf.org
|
|
|
|
|
|
Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
|
|
Literary Archive Foundation
|
|
|
|
Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide
|
|
spread public support and donations to carry out its mission of
|
|
increasing the number of public domain and licensed works that can be
|
|
freely distributed in machine readable form accessible by the widest
|
|
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
|
|
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
|
|
status with the IRS.
|
|
|
|
The Foundation is committed to complying with the laws regulating
|
|
charities and charitable donations in all 50 states of the United
|
|
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
|
|
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
|
|
with these requirements. We do not solicit donations in locations
|
|
where we have not received written confirmation of compliance. To
|
|
SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any
|
|
particular state visit http://pglaf.org
|
|
|
|
While we cannot and do not solicit contributions from states where we
|
|
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
|
|
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
|
|
approach us with offers to donate.
|
|
|
|
International donations are gratefully accepted, but we cannot make
|
|
any statements concerning tax treatment of donations received from
|
|
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.
|
|
|
|
Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation
|
|
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
|
|
ways including including checks, online payments and credit card
|
|
donations. To donate, please visit: http://pglaf.org/donate
|
|
|
|
|
|
Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic
|
|
works.
|
|
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|
Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm
|
|
concept of a library of electronic works that could be freely shared
|
|
with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project
|
|
Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support.
|
|
|
|
|
|
Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed
|
|
editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S.
|
|
unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily
|
|
keep eBooks in compliance with any particular paper edition.
|
|
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Most people start at our Web site which has the main PG search facility:
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|
http://www.gutenberg.net
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|
This Web site includes information about Project Gutenberg-tm,
|
|
including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
|
|
Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to
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